DIECINUEVE

 

Melissa llevaba puesta su cara alegre mientras se despedía. Cabe suponer que creía que era apropiado. Rose no lo creía así.

Pasamos inadvertidos y he completado mi misión —explicó simplemente. 

A pesar de haber perdido a tu tripulación —señaló Repple. 

Se encogió de hombros.

Eran sólo Mecánicos —pero había un atisbo de lamento en su voz. Repple no respondió. 

Suerte que el gato estaba allí —dijo Rose. 

Era un gato negro —señaló el Doctor—. Pensé que tenía un trato que ofrecer a Wyse si todo lo demás fallaba. 

Sabía cómo poner en marcha su nave —preguntó Melissa sorprendida. 

El Doctor negó con la cabeza.

Iba a darle la tuya. 

Echaré de menos este extraño planeta con su gente tan fea —confesó Melissa mientras el Doctor le estrechaba la mano en el Dique. 

No todos te echarán de menos. 

Ella bajó la cabeza, quizá con pena.

Vassily está muerto —dijo en voz baja—. Y he destruido su cuerpo. Lo he logrado, pero no ha merecido la pena —Rose y Repple observaban desde el otro lado de la calle. 

Un par de minutos más tarde, los tres permanecían de pie juntos viendo como la superficie del Támesis parecía elevarse. La escurridiza forma oscura de la nave de Melissa se separó del agua y se elevó sin hacer ruido en el cielo nocturno. Se detuvo encima de sus cabezas, como si se despidiese, y después, con un rayo de luz increíblemente brillante, se marchó.

Hay un trabajo más que hacer —dijo el Doctor. Caminaron en silencio hasta la casa de Sir George. 

Repple los esperaba fuera. El Doctor dejó que Rose fuese la que hablase. Sir George se sentó en silencio, escuchando, con las manos fuertemente entrelazadas en su regazo y el rostro pálido como la muerte.

Fue un héroe —dijo Rose—. Realmente lo fue. Nos salvó a todos, muchas veces. Era tan... —no pudo encontrar las palabras y apartó la mirada. 

Sir George se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la de Rose.

Sí, lo era. Tanto entusiasmo, tanto amor a la vida. Tanta voluntad de ayudar. Siempre queriendo ayudar en la casa, en el jardín, en la cocina —sonrió tristemente—. Volvía loca a su madre, ¿sabe? No es de extrañar que se preocupase tanto por él. 

¿Estará bien?—preguntó Rose en voz baja. 

Sir George asintió.

Estoy seguro de que sí. Es muy fuerte, ¿sabe? Pero ha pasado por mucho en la vida. Igual que Freddie. 

Lo siento —dijo el Doctor en voz baja. Era la primera vez que hablaba desde que habían llegado. 

Está bien, Doctor —dijo Sir George—. Estaremos bien ahora. Y nunca se sabe… —se levantó y le estrechó la mano al Doctor—. Podría haber hecho entrar en razón al chico —sonrió débilmente. La sonrisa se transformó en una mirada de sorpresa cuando Rose le abrazó con fuerza—. Oye, tranquila. 

Había lágrimas en sus mejillas cuando Rose se apartó.

Dele a Freddie todo nuestro amor, ¿lo hará?. Y a Anna. Puede que no recuerde que nos despedimos. 

Lo haré —Sir George miró hacia arriba mientras hablaba. 

Y en la habitación de arriba, una madre se sentó en la cama de su hijo, cogiéndole de la mano pálida y fría. Lloró con lágrimas silenciosas. Lágrimas de alivio y alegría al sentir cada débil ritmo de su pulso. Lágrimas que se convirtieron en sollozos cuando él abrió los ojos y se las arregló para sonreír.

Después, sus ojos se cerraron de nuevo y se quedó apaciblemente dormido, soñando con relojes, gatos y ruedas dentadas. Y en cómo había sido un héroe.

El confortante perfil azul de la TARDIS estaba de pie en la parte trasera de la casa de Melissa, tal y como ella había prometido.

Me sorprendió que confiases en ella —dijo Rose. 

El Doctor chasqueó la lengua.

No tienes fe —se volvió hacia Repple—. Adiós, entonces. 

Repple extendió la mano para estrechar primero la mano del Doctor y después la de Rose.

Me gusta el nuevo brazo —dijo Rose—. Y gracias. Ya sabes —se aferró a su mano por un momento. Era como el guantelete de la armadura de un caballero medieval. Los dedos eran articulados de metal, la mano era rígida y fría. Su brazo era de bronce liso, sujetado hábilmente, como afirmaba el Doctor con orgullo, hasta el hombro. 

Excepto que Rose no podía ver el brazo, al estar oculto bajo el nuevo abrigo de Repple. Una desvencijada chaqueta de cuero marrón.

No me va bien —dijo el Doctor suspirando—. La costura se está deshaciendo. 

Cuando le soltó, Repple levanto la mano delante de su rostro, inspeccionándola. Tras el rostro sin expresión, Rose sabía que había un sinnúmero de engranajes y ruedas dentadas. Era difícil de creer. Parecía tan normal. Tan humano.

No creo que su antiguo dueño vaya a necesitar que le devuelvan el brazo —le tranquilizó el Doctor—. Siento que no esté mejor conservada. 

Gracias Doctor —flexionó los dedos, y después dejó caer el brazo a un lado—. Me recuerda lo que realmente soy. 

La IA ha desaparecido —dijo el Doctor—. Quemada y desintegrada. Así que no hay nada que te impida marcharte, suponiendo que alguna vez realmente lo hubiese. Podemos llevarte, si quieres —le ofreció. 

¿A dónde? Este es el único hogar que tengo. 

El Doctor asintió.

Nos vemos, entonces. 

Lo harás bien —dijo Rose—. Ey, si todavía estás por aquí dentro de ochenta años o así, ven a visitarme. 

Gracias. Tal vez lo haga —dio un paso atrás y sorprendió a Rose dedicándole un saludo. 

No te sientas solo —dijo. 

El Doctor abrió la puerta de la TARDIS y Rose le siguió al interior.

La cabina azul se desvaneció con un áspero sonido chirriante. Por un momento el contorno vacío de la TARDIS se imprimió en la creciente niebla.

Repple se quedó mirando la borrosa forma que se iba desvaneciendo a medida que la niebla se extendía flotando. Después, con un zumbido apenas perceptible de los engranajes internos, dio media vuelta y se dirigió de nuevo a la parte delantera de la casa.

Se detuvo en el resplandor de una farola, escuchando como la brisa hacia volar las hojas de otoño y las lejanas campanadas del Big Ben. Imaginó que podía sentir la brisa en su rostro, que podía oler el hedor del río. Y trató de ignorar el tictac rítmico que le hacía compañía constantemente. Esperó al gato negro que vagaba perezosamente por la carretera para levantarlo. El gato le miró con curiosidad a través de sus ojos de un profundo esmeralda.

Las primeras trazas de la madrugada se esparcían por la línea del horizonte, dibujando la silueta del Palacio de Westminster, mientras los dos comenzaban su viaje.