CUATRO
Las vistas desde la ventana del Doctor eran las de una gélida mañana de Londres. Al asomarse, respirando el aire fresco, pudo ver el Palacio de Westminster. Realmente no podía ver los carámbanos que colgaban de la esfera del reloj del Big Ben, como se llamaba popularmente a la torre del reloj de las Casas del Parlamento. Pero podía imaginárselas, esquirlas de cristal congelado, brillando con las primeras luces mientras las primeras gotas se descongelaban, rodaban y caían de las puntas.
Al lado del Palacio de Westminster estaba la tranquila superficie gris plomo del Támesis. Advirtió el lugar donde la Rueda del Milenio brillaba por su ausencia, y sonrió a sus recuerdos de lo que estaba por venir. Aparte de la rueda, la silueta general del horizonte no cambiaría mucho. Estaría más abajo, entre el cristal, el hormigón y el neón, que aún no estaba construido. Pero la impresión general de Londres, lo que la hacía inmediatamente reconocible, ya estaba establecido. Con la incorporación del Puente de la Torre, la imagen estaba completa. Llevaba allí menos de treinta y cinco años, pero el puente ya era un emblema atemporal de la ciudad. Igual que el Big Ben, que a su vez llevaba allí desde menos de un siglo. Icónico y distintivo.
Cualquiera que levantase la vista desde la calle vería la cabeza y los hombros del Doctor sobresaliendo por la ventana. Su barbilla descansaba en las manos, los codos en el ancho alféizar. Los ojos estaban siempre alerta, moviéndose de un lado a otro, reteniendo hasta el último detalle. Uno podría imaginar, mirando hacia arriba y descubriéndole allí, que el Doctor había estado así toda la noche. Congelado como un carámbano, mirando y pensando. Y tal vez lo había hecho.
Pero ahora se movió. Se enderezó y se retiró al interior, el Doctor sopló en su pálidas y frías manos y se las frotó enérgicamente. Era por la mañana, podía escuchar los sonidos lejanos de los muelles y el ruido de tráfico en la calle. Londres se estaba despertando, incluso si Rose no lo estaba. Era hora de empezar, hora de obtener algunas respuestas, hora de desayunar.
Lo primero que Rose supo de la mañana fue cuando se abrió la puerta. Gruñó algo incoherente mientras desenmarañaba la cabeza de las pesadas mantas y las sabanas. Se suponía que debía de ser "Fuera", pero evidentemente no le había salido así cuando alguien había entrado en la habitación.
Rose agarró las mantas y se las subió de nuevo, retirándose. Parecían separarse e irse por todas partes, ¿no tenían edredones?. Su abuelo solía llamar a un edredón una "colcha continental" así que quizá
la ropa de cama cómoda sólo había llegado hasta Francia. Se asomó por la sabana y vio que había una chica de su misma edad o más joven de pie en la puerta. Tenía el pelo oscuro cortado a estilo paje y en la cara un pegote por nariz y grandes ojos marrones. Llevaba un uniforme oscuro y un delantal blanco.
—Oh, discúlpeme, señorita —la chica hizo una torpe reverencia, tan avergonzada como lo estaba Rose—. El caballero dijo que podía hacer las camas y limpiar las habitaciones, no me di cuenta que todavía estaba dormida.
—No lo estaba —mintió Rose—. Adelante, está bien —decidió. Confíaba que el Doctor hubiera aprovechado a la sirvienta para despertarla. O quizá simplemente se había olvidado que existía. Típico.
—No podría hacer eso —la chica palideció ante la idea.
—No seas tonta. Ya es hora de que me levante.
El nombre de la chica era Beth y, una vez que hubo superado la vergüenza, era bastante parlanchina. Rose la bombardeó a preguntas sobre el Club Imperial, pero descubrió poco más de lo que ya sabía. Vistiéndose con su única muda de ropa, Rose le preguntó dónde ir a comprar más. Esperaba que el Doctor tuviese algo de dinero que sirviese aquí ya que no veía a ninguna de las tiendas que Beth le sugería y que sonaban bastante anticuadas aceptar la Tarjeta Oro Galáctica Express o cualquier otra.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? —preguntó Rose, sentándose en la cama recién hecha y balanceando sus piernas para que su vestido verde pálido pareciera soplar a su alrededor.
—Oh, sirvo aquí desde hace cinco años.
—¿Cinco años? —“Debe ser mayor de lo que parece", pensó Rose. Pero estaba equivocada.
—Sí, empecé en casa de lord y lady Hutchinson cuando tenía catorce años. Tenía un cuartucho bajo los aleros. En esta época del año hacía un frío que pelaba, en serio.
—¿No eras un poco joven?.
—Oh, realmente no, señorita. Y yo y mamá necesitábamos el dinero. Envío a casa la mitad de mi sueldo cada semana. Tengo dos hermanos menores y una hermana, ¿sabe?. Así que todo ayuda.
Rose asintió.
—Supongo —recordaba que Gwyneth de la funeraria en Cardiff habían entrado "a servir" cuando era muy joven. Claramente las cosas no habían cambiado precisamente desde finales del siglo pasado.
—Sin embargo me alegro de vivir aquí —prosiguió Beth—. Todos tenemos habitaciones en el otra ala. No se nos permite estar por aquí excepto cuando estamos trabajando, ¿sabe?. Al Señor Crowther le daría un ataque si nos pillara merodeando sin nada que hacer. Pero con los rumores y todo eso no voy a salir más de lo necesario.
—¿Rumores?
—Dicen que hay alguien que ataca a los empleados del servicio por aquí. A la sirvienta de la anciana señora Fewsham se le acercó la otra semana un desconocido en una calle oscura y se desmayó. Claro —dijo Beth, pensando en ello—, ella es así. Pero entonces le pasó a María la de los Lawrence. Estuvo una semana hospitalizada y todavía apenas puede hablar. Dice que fue algo horrible.
—Entonces se las apañó un poco —murmuró Rose.
—Figuras en la sombra que te cogen del cuello y te hacen preguntas sobre el resto del personal, para quien trabajas... —se estremeció ante la idea—. No merece la pena pensar en ello.
Rose se estremeció también al recordar los acontecimientos de la noche anterior, la figura oscura y las marcas en el cuello de Dickson.
—No —estuvo de acuerdo—. No lo merece —era hora de conseguir algo de comer. Tal vez el Doctor le hubiera guardado un sandwich de bacon—. Voy a dejar que hagas la habitación del Doctor —le dijo a Beth.
—Oh, ya he estado allí, señorita —admitió Beth—. Pero no había mucho que hacer. La cama estaba sin deshacer.
El desayuno lo habían retirado hacía rato y el Doctor parecía más divertido que comprensivo. Estaba sentado en la sala de los paneles jugando al ajedrez con Wyse. Tenía un dedo levantado en el aire pidiendo silencio incluso antes de que Rose le viese, pero no tenía ninguna duda de que iba dirigido a ella. Se dejó caer en una de las sillas de cuero de la por otro lado desierta sala y vio como el Doctor meditaba sobre diversos movimientos. Un ligero movimiento por el rabillo del ojo la hizo volverse y vio que el gato estaba tumbado en el sofá de al lado. Levantó la cabeza perezoso y la miró con interés por un instante. Pero sólo un instante, después bajó de nuevo la cabeza y pareció que iba a dormirse. Rose echó besos al aire en dirección al gato alentadoramente. El Doctor le dirigió una mirada y se paró.
—Lo siento —murmuró lo bastante alto para que le escuchase, aunque no le hizo caso.
Wyse captó la mirada de Rose y le guiñó un ojo.
—Creo que le tengo cogido —susurró.
El Doctor los miró con los ojos entrecerrados. Luego volvió su atención al tablero.
—¡Oh, a la porra! —decidió, y movió hacia delante el alfil.
Wyse frunció el ceño.
—O no —admitió.
—¿Y el desayuno? —preguntó Rose.
—Fue genial —le dijo el Doctor—. Mala suerte —daba golpes en el borde del tablero de ajedrez—. Mate en tres —terminó con tristeza.
Wyse asintió.
—Voy a buscar a Crowther y hacer que te consiga un poco de bacon y huevos —le dijo a Rose.
—Gracias. Pero, ¿por qué no se queda y acaba con él primero?. Son sólo tres movimientos.
Wyse sonrió con tristeza.
—Me temo que son tres movimientos para que él acabe conmigo. Una jugada brillante la del alfil, tengo que admitirlo —se puso de pie y se estiró—. Bien, entonces, vuelvo en un santiamén.
El gato imitó los movimientos de Wyse, estirándose, llegando a sus pies y caminando desde la habitación a su modo largo y apacible.
—¿Divirtiendote? —preguntó Rose.
El Doctor sonrió.
—Sí. Apartar mi mente de asesinos sin rostro y máquinas del tiempo desaparecidas. Es muy bueno —prosiguió, recogiendo el rey negro de Wyse y examinándolo.
—Sin embargo no está a tu nivel.
—No sé —volvió a colocar el Rey tumbado de un lado—. Perdió una manera fácil desde el principio.
—¿Dándote una oportunidad?.
—Me lo pregunto. Quizá sintió pena por mí. Iba a devolverle el favor justo ahora, pero no pude ver ningún movimiento que no dejase mi rey expuesto.
—Excepto ganar.
—Ganar es fácil.
—Por lo tanto, tal vez te obligó a ganar.
El Doctor lo consideró.
—Lo que es mucho más difícil —decidió en voz baja.
El primer mayordomo, o lo que fuese Crowther, trajo una bandeja de desayuno para Rose. Si
desaprobaba que se lo comiese en su regazo, no dijo nada. Rose no podía creer lo mucho que había echado de menos el bacon, algo tan simple, pero tenía ya la boca salivando con anticipación sólo con el olor mientras levantaba la tapa plateada de su plato. El huevo escalfado parecía bueno también, pero vio un fallo en la morcilla. Había tostadas y una taza de té y tazas para los tres en otra bandeja, traida por una adusta sirvienta que apenas parecía mayor que Beth.
—Qué raro —dijo Wyse cuando Rose mencionó los ataques que Beth le había contado—. No parece que haya ninguna necesidad de ello. No hay motivos claros. Muy triste —negó con la cabeza—. Repple estaba contando algo sobre un ataque al sirviente de Sir George Harding ayer por la noche, justo fuera de su casa. Terrible, terrible.
—Estábamos allí —admitió Rose con la boca llena de pan tostado.
—O tal vez fue Aske —continuó Wyse—. No me viene a la memoria —levantó la vista, como si se diera cuenta de lo que Rose había dicho—. ¿Estaban allí?.
—No fue gran cosa —le aseguró—. Salvamos al bueno, luchamos contra los malos. Lo de siempre, ya sabe.
El Doctor estaba preparando de nuevo el tablero de ajedrez.
—¿Cuántos ataques ha habido?.
Wyse estaba mirando a Rose, sorprendido por su actitud desdeñosa.
—Seis o siete, supongo. Eso que sepamos, de todos modos. Una víctima mortal, de lo contrario los sirvientes estarían asustados y conmocionados. Incluso un par de mujeres, una de ellas poco más que una niña, pobrecita. Uno a veces se pregunta a lo que el mundo está llegando, ¿verdad?.
Rose miró al Doctor, sonriendo ante el hecho de que ellos no tenían que preguntárselo, lo sabían. El Doctor le devolvió la sonrisa. Pero fue fugaz, se fue en un instante.
—¿Qué era el interés de Repple? —se preguntó.
—O de Aske —dijo Wyse—. Esos dos son como esos personajes de Shakespeare, Rosencrantz y Guildenstern. No siempre se les puede distinguir. O tal vez me refiero a Hamlet y Horacio —decidió—. Debes recordar el aspecto de la realeza —se inclinó hacia delante, sonriendo de repente y le hizo un gran guiño.
—Me está guiñando un ojo —dijo el Doctor.
—Eh, Sí. Se supone que sí.
—Así que supongo que Aske le ha dicho que Repple no es realmente el rey en el exilio o lo que sea.
Wyse se recostó en su silla y los consideró a ambos con interés.
—Ya lo creo que lo hizo. Se lo dice a todo el mundo, luego les hace jurar que mantendrán el secreto. Igual que Repple les dice a todos que es efectivamente el legitimo Elector de Dastaria.
—Pero ¿cuál de ellos está diciendo la verdad? —preguntó Rose—. Repple nos dijo que es un prisionero.
—Díganme —dijo Wyse—, ¿estaba Aske escuchando cuando os contó eso?.
—¿Es eso importante?.
—Oh, sí, Doctor. Querían saber cuál de ellos había dicho la verdad.
—¡Sí!.
—Bueno, parece como que la respuesta sea: ninguno de los dos.
—Entonces, ¿cuál es la verdad? —Rose puso la tapa en su plato vacío, excepto las rebanadas de morcilla y dejó la bandeja sobre la mesa al lado del tablero de ajedrez.
—Una excelente pregunta, querida. Y sólo cuento lo que me han dicho a mi, así que tampoco puedo garantizar directamente su veracidad.
—¡Continúe! —murmuró el Doctor.
Wyse sonrió afablemente ante la interrupción.
—Muy bien, amigo mío. Ahora, me pregunto si Repple creía que Aske pudo estar escuchando cuando les contó su historia. Sé, por la historia que elijó contar, que la respuesta es sí.
Rose asintió.
—Parecía que nos iba a decir algo anoche, entonces se oyó un ruido y se puso nervioso.
—¿Quiere decir que su historia varía según quién está escuchando? —preguntó el Doctor.
—Algo por el estilo.
—¿Es así o no? —protestó Rose.
—Esa es la cuestión —Wyse estuvo de acuerdo—. Y no, me temo que no es así.
Mientras hablaba, el gato saltó del regazo de Wyse. Ronroneó contento, se acurrucó y casi inmediatamente se durmió. Wyse frotó la cabeza del gato con los nudillos.
—Así que Aske nos dijo la verdad. Es todo una ilusión —se dio cuenta Rose.
—Bueno, eso no es del todo cierto. Verá, no es ninguna ilusión. Repple está en perfecta salud mental y sabe muy bien que es el Elector de Dastaria tanto como lo somos tú o yo.
—Entonces, ¿por qué mentir? —preguntó el Doctor.
—Porque Aske es el que tiene los delirios y Repple no quiere otra cosa que seguirle la corriente a su amigo, permitiéndole continuar con la vida que cree que lleva.
—Aske dijo que estaba tratando a Repple. Que es su psiquiatra o algo así.
Wyse asintió.
—Y ese es su delirio. Aske cree que es un brillante médico de la mente, tratando a un amigo que sufre de terribles delirios provocados, si recuerdo la historia correctamente, por una caída de un caballo —pasó la mirada de Rose al Doctor y viceversa—. No es Repple quien cree ser algo que no es con la complicidad de su amigo en todo ello. Es Aske.
Dicho eso, Wyse se excusó.
—El tiempo vuela —dijo—, y yo también debo irme.
Puso al gato en el suelo. Abrió los ojos sorprendido, mirando a Wyse mientras salía, después se escabulló tras él.
—No importa —decidió Rose cuando se hubo marchado.
—¿El qué?.
—Aske y Repple. Ninguno de los dos es de nuestra incumbencia realmente.
—Sin embargo es interesante —respondió el Doctor—. ¿No tienes curiosidad por saber la verdad?.
—¿No crees que acabamos de escucharla?.
—Él mismo lo dijo, sólo son rumores. Quizás Dastaria existe en algún apartado país perdido entre las grietas en los mapas. Quién sabe.
—¿A quién le importa? —respondió Rose.
La respuesta del Doctor a eso, si tenía alguna, fue interrumpida por Crowther. Tosió educadamente cuando llegó para recoger la bandeja del desayuno de Rose.
—Disculpe, Doctor, pero tiene una visita.
—¿De verdad?. ¿Quién?.
—Es la Señorita Heart. Dice que se conocieron ayer por la tarde, señor. Me temo que al no haber sido avalada como miembro de pleno derecho del Club, como lo han sido usted y la señorita Tyler, a ella sólo se le permite estar en la sala de invitados. Si me acompañan.
—¿Vienes?.
—¿Y hacer de carabina tuya y de la Dama Pintada? —dijo Rose—. Es a ti a quien quiere ver, no a mí.
—¿Celosa? —preguntó el Doctor inocentemente.
—Esperaré aquí y terminaré mi té —dijo Rose—. No quiero coartar tu estilo.
El Doctor sonrió.
—Tal como es —terminó Rose.
La sonrisa se desvaneció. El Doctor se inclinó hacia delante y cogió la mano de Rose.
—Eres tú la que necesita consejos en moda —dijo—. ¡Vamos!.
—Beth no dijo nada de que alguien hubiese sido asesinado —le dijo Rose al Doctor cuando Crowther les mostró el camino a la sala de invitados, fuera del vestíbulo principal.
—¿Beth?.
—La criada. ¿Te acuerdas?, la enviaste para despertarme.
—Ah, sí, Beth.
—Personas hospitalizadas, traumatizadas, todo tipo de "adas". Pero nunca mencionó muertos-adas.
—Quizá Beth no lo sabe.
La habitación era alargada y estrecha, poco más que un amplio corredor. Un lado estaba casi enteramente ocupado por grandes ventanales, el otro tenía pinturas colgadas a lo largo de la misma. Abajo, en medio de la sala había varias esculturas. Nada moderno, advirtió Rose. Había una mujer clásica que parecía como si acabase de salir del baño y heroicas figuras masculinas con los músculos y todo lo demás marcados.
Melissa Heart estaba de pie junto a la puerta, de espaldas a ellos. Estaba admirando una de las estatuas, una mujer posando con un brazo en el aire. Ropas largas como sabanas estaban esculpidas en torno a ella, que parecían acentuar en lugar de disimular la forma femenina. Tenía una extraña similitud con Melissa Heart, de pie con su fino vestido largo. Sostenía un largo y delgado cigarrillo negro en la boca, estelas de humo flotaban hacia el techo.
Rose se preguntó cómo sería la mujer bajo la máscara. Imaginó que estaba a punto de descubrirlo mientras Melissa Hart se volvía. Pero no lo hizo. Era difícil saber si estaba usando un grueso maquillaje blanco con elegantes remolinos de color rojo pintados sobre él, o si se trataba de otra fina máscara, apretada en la cara. Pero fuese lo que fuese, sus verdaderos rasgos estaban envueltos una vez más en el misterio. La posición de dos de los rizos rojos, ascendiendo desde los bordes de la boca, hacía parecer como si la mujer estuviera perpetuamente sonriendo.
—El Doctor y Rose. Qué amables al recibirme.
—Sí —concordó simplemente el Doctor
—¿Cómo podemos ayudarla? —preguntó Rose.
—Oh, no pueden. Al menos no en este momento. Aún no —la máscara sin emoción les siguió sonriendo—. Pero creo que yo puedo ayudarles.
—¿De verdad?.
Señaló con la boquilla de cigarrillo a una silla de respaldo recto que estaba contra una pared cercana. Una chaqueta de cuero negro estaba colgada en ella.
—Creo que es suya.
El Doctor casi cruzó la habitación de un salto y cogió la chaqueta. Se la puso.
—¡Perfecta!.
—Pensé que lo sería.
—La perdí la noche pasada —dijo el Doctor, con una expresión repentinamente tan ilegible como la de Melissa.
—Tenía razones para invitar a Lady Anna esta mañana, y me pidió si se la podría devolver. Lo confieso, me entusiasma bastante la oportunidad de renovar nuestra relación.
—Qué bonito —dijo Rose. Fue recompensada con una breve mirada de la cara blanca.
—No se le ocurrió comprobar los bolsillos, ¿verdad? —dijo el Doctor, hurgando en su interior.
—Por supuesto que no —su voz también carecía de expresión.
—Está bien —sacó el destornillador sónico y lo sostuvo en alto para que ella lo pudiera ver con claridad—. Aún así, todo parece estar aquí.
—Qué intrigante. ¿Puedo preguntar qué es eso?.
—Un sacacorchos innovador —le dijo Rose.
—O algo así —añadió el Doctor—. Lo encontré en la calle a las afueras de la casa de Sir George. ¿No sabrá a quién le puede pertenecer? —sostuvo el destornillador sónico, como invitándola a cogerlo.
—Realmente no sabría decirlo.
Melissa Heart extendió la mano, pero el Doctor apartó la suya y deslizó el aparato de vuelta al interior del bolsillo de la chaqueta.
—No lo esparaba —dijo—. Bien, gracias. Y adiós.
—No quisiéramos retenerte —dijo Rose—. Supongo que estás ocupada.
—Para nada —si se sintió ofendida, no había forma de saberlo—. Debería invitarme alguna vez. Ambos —añadió en un tono que daba a entender que no tenía ni por un momento la intención de incluir a Rose—. Mi casa no está muy lejos. Quizá la conozcan. La antigua casa de Anthony Hubbard en Veracity Avenue.
—No, —dijo Rose—. No llevamos mucho aquí.
—¿Estáis viajando juntos?.
—Somos inseparables —dijo el Doctor.
—Entonces os dejaré juntos. Sin duda os volveré a ver pronto.
—Sin duda —repitió el Doctor—. Gracias por la chaqueta. También debo llamar y agradecérselo a Sir George y su mujer.
Melissa Heart vaciló. Sólo un poco, pero lo suficiente para que Rose se diese cuenta. Sabía que no se le habría escapado al Doctor.
—Estoy segura de que no es necesario —dijo Melissa, deteniéndose en el umbral.
—Estoy seguro de que tienes razón —estuvo de acuerdo el Doctor. Porque ahora todos sabían que Melissa Heart había cogido la chaqueta del Doctor, no venía de Sir George o su esposa.
—Todo es circunstancial. El aparato sónico, la energía detectada, el hecho de que siempre estén juntos —Melissa Heart suspiró detrás de su máscara. La figura oscura sentada a su lado en el coche no respondió. Las yemas de sus dedos acariciaban la superficie pálida de su máscara—. Incriminatorio, pero no concluyente. Aún no. Y tengo que estar segura. Para pasar por todo esto, para sufrir... y personas inocentes han muerto. Demasiadas personas. No puedo ser responsable de más.
Sus ojos ardían detrás de la máscara mientras estudiaba el rostro igualmente blanco de su acompañante. —Necesitamos estar absolutamente seguras. Hay una sirvienta llamada Beth. He oído decir a la chica que habló con ella. Esta sirvienta podría saber algo. Puede incluso saber cuál de ellos es. Tengo una descripción de uno de los otros miembros del personal. Había sido fácil fingir ser una amiga de la gente para la que trabajaba Beth. ¿Era la misma chica lo que parecía?. ¿Cuándo terminaría por hoy?. Muy fácil.
La figura de la cara inexpresiva escuchó sus instrucciones. No dijo nada y cuando Melissa Heart hubo acabado, inclinó ligeramente la cabeza como confirmación. A medida que avanzaba, el chasquido entrecortado de sus mecanismos era como el tic-tac de un reloj.