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—¿Le estoy aburriendo, señor Rothe?

No. Imposible. La voz de su abogada de oficio era una especie de nana a oídos de Isaac. Aquella aristocrática entonación y la gramática perfecta le tranquilizaban de tal forma que, por extraño que pareciera, hacía que ella le diera miedo. Al principio había cerrado los ojos porque, simplemente, le parecía demasiado hermosa para mirarla, pero al hacerlo había obtenido un beneficio añadido. Sin la distracción de aquel rostro perfecto y aquella mirada inteligente, pudo concentrarse totalmente en sus palabras.

La forma que tenía de hablar era poesía hasta para un tío que pasaba de los corazones y las flores.

—Señor Rothe.

No era una pregunta, era un reclamo. Evidentemente, estaba empezando a hartarse de su culo.

Entreabrió ligeramente los párpados y sintió un pinchazo en el esternón. Intentó autoconvencerse de que le había impresionado tanto porque hacía años que no tenía tan cerca a una verdadera dama. Al fin y al cabo, la mayoría de las hembras que se había follado o con las que había trabajado eran bastante toscas, como él. Por ello, aquel ejemplar meticulosamente peinado, claramente educada y exóticamente perfumada que estaba al otro lado de la mesa, era una especie de excepción deslumbrante.

Dios, probablemente se desmayaría si viera su tatuaje.

Y saldría corriendo y dando gritos si supiera cómo se había estado ganando la vida durante los últimos cinco años.

—Déjeme intentar solucionar lo de la fianza —repitió—. Luego ya veremos.

No le quedó más remedio que preguntarse por qué se preocupaba tanto por un pringado al que no conocía de nada, pero estaba claro que en sus ojos brillaba una misión y puede que aquello lo explicara: obviamente, bajaba allí abajo a mezclarse con la chusma para exorcizar algún tipo de demonio. Puede que fuera un caso de culpabilidad por exceso de dinero. O algo religioso. Fuera cual fuera la razón, lo hacía con una determinación de mil demonios.

—Señor Rothe, déjeme ayudarle.

No quería que se involucrara en su caso, pero si podía hacer que lo soltaran, podría largarse y allí fuera estaría mucho más seguro, desde luego: su antiguo jefe no tendría ningún problema en enviar a un hombre a aquel calabozo para asesinarlo delante de las narices de los guardas.

Para Matthias eso sería un juego de niños.

La conciencia de Isaac, que llevaba mucho tiempo en silencio, lo llamó a gritos, pero la situación era de cajón: ella tenía pinta de ser la típica abogada que conseguía lo que quería del sistema, así que, por muy poco que le gustara involucrarla en el lío en que estaba metido, pesaban más sus ganas de continuar con vida.

—Se lo agradecería mucho, señora.

Ella respiró hondo, como si estuviera haciendo una pausa en plena maratón.

—Bien. Perfecto. Veamos, aquí dice que vive en Tremont. ¿Cuánto tiempo lleva allí?

—Sólo dos semanas.

Por la manera en que ella juntó las cejas, intuyó que aquello no iba a ser de mucha ayuda.

—¿Está desempleado?

El término técnico era «ausente sin permiso», pensó.

—Sí, señora.

—¿Tiene familia aquí, o en otro lugar del Estado?

—No.

Su padre y hermanos pensaban que estaba muerto, por suerte para él. Y para ellos, con toda probabilidad.

—Al menos no tiene antecedentes. —Cerró el expediente—. Subiré a ver al juez en media hora, más o menos. La fianza va a ser muy alta, pero conozco a algunos fiadores con los que podríamos hablar para conseguir el dinero.

—¿A cuánto cree que podría ascender?

—A veinte mil, con un poco de suerte.

—Puedo pagarlo.

Grier volvió a fruncir el ceño y abrió de nuevo el expediente para echar un segundo vistazo a los papeles.

—Aquí consta que ha declarado no tener ingresos ni ahorros.

Él se quedó callado y ella no pareció censurarlo ni sorprenderse. Sin duda, estaba acostumbrada a que la gente como él mintiera. Sin embargo, apostaría el cuello a que, por desgracia, lo que él le estaba ocultando era bastante más mortífero que a lo que le tenían acostumbrada sus travesuras de buena samaritana.

Mierda. En realidad, estaba poniendo su vida en peligro. Matthias tendía una red muy amplia en lo que a misiones se refería y cualquiera que estuviera cerca de Isaac corría el riesgo de convertirse en objetivo.

Aunque una vez que se hubiera ido, ella no volvería a verlo jamás.

—¿Qué tal la cara? —le preguntó al cabo de un rato.

—Bien.

—Tiene pinta de doler. ¿Quiere una aspirina? Tengo alguna.

Isaac clavó la vista en sus manos engrilletadas.

—No, señora. Pero gracias.

Escuchó el repiqueteo de sus altos tacones al ponerse en pie.

—Volveré después de… —La puerta se abrió y el musculitos que lo había traído desde el calabozo entró precipitadamente—. Voy a hablar con el juez —le dijo al guardia—. Por cierto, ha sido un auténtico caballero.

Isaac permitió que lo levantara a empujones, aunque no estaba prestando atención al guardia, sino a su abogada de oficio. Hasta caminaba como una dama…

Notó un fuerte tirón en el brazo.

—Deja de mirarla —ordenó el guarda—. Un tipo como tú no se merece ni mirar a una chica como ella.

La forma en que el señor Educación lo estaba agarrando era un poco incómoda, pero aquel hijo de puta tenía toda la razón del mundo. Aunque hubiera tenido un trabajo inofensivo y sólo un par de multas por exceso de velocidad, Isaac no se acercaría ni por asomo a la liga en la que jugaba aquella mujer. Por el amor de Dios, si ni siquiera practicaban el mismo deporte.