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Lo había calado. Cuando miró a los ojos a su abogada de oficio, anfitriona y cocinera de comida rápida, le quedó claro que ella también sabía que lo había pillado.

Aquello le hizo sentirse como si estuviera completamente desnudo.

—Creo que deberías renunciar a mi caso —le dijo con voz seria—. Desde esta noche.

Grier esparció el queso y el beicon canadiense sobre el burbujeante círculo de la tortilla.

—Yo no soy ninguna rajada. A diferencia de ti.

Aquello lo cabreó.

—Yo tampoco.

—No me digas. ¿Y cómo se llaman los que huyen de las responsabilidades?

Cuando quiso darse cuenta, se había inclinado sobre la encimera y se cernía sobre ella. Los ojos de Grier chispeaban y él respondió con rudeza.

—Yo le llamo sobrevivir.

Pero, para bien o para mal, ella no se dio por vencida.

—Cuéntamelo. Por el amor de Dios, déjame ayudarte. Mi padre tiene contactos en lo más ignoto del Gobierno. Podría hacer algo para ayudarte.

Isaac parecía tranquilo. Pero, por dentro, estaba hecho un lío. ¿Quién coño era su padre? Childe… Childe… Aquel apellido no le decía nada.

—Isaac —le rogó ella—. Por favor…

—Me sacaste del calabozo, ahora puedo seguir adelante. Ya me has ayudado mucho. Tienes que dejarme marchar. Deja que me vaya y olvídate de que me has conocido. Si tu padre es el tipo de hombre que dices que es, sabes perfectamente que hay departamentos del ejército en los que desertar equivale a una sentencia de muerte.

—¿No decías que no estabas en el ejército?

Dejó que aquella pregunta aterrizara donde quisiera, y lo hizo encima del montón de mierda que él había acumulado delante de su puerta.

Grier aprovechó aquel silencio para aliñar la tortilla. El salero no hizo ruido alguno, pero el molinillo de la pimienta crujió. Luego dobló la tortilla a la mitad y la dejó en el fuego unos instantes.

Dos minutos después, le presentó un plato blanco y cuadrado. El tenedor era de plata de ley con filigranas.

—Sé que eres un tío educado —indicó ella—, pero no me esperes. Está mejor caliente.

No le hacía gracia comer antes que ella, pero, teniendo en cuenta que se había cerrado en banda en todo lo demás, le pareció que aquélla era una buena oportunidad para ser complaciente. Fue hacia el fregadero, se lavó las manos con agua y jabón, se sentó y se comió hasta la última migaja.

Estaba deliciosa.

—Quédate a pasar la noche —dijo ella después de haberse preparado la suya y mientras empezaba a comérsela, de pie al lado de la encimera—. Quédate a pasar la noche y renunciaré a tu caso. Pero no hasta que hayas desayunado conmigo mañana por la mañana. Y te llevarás el dinero contigo cuando te vayas. No quiero tener nada que ver con eso. Si te vas, será con el peso de una deuda sobre tu conciencia.

Se sintió repentinamente desmoralizado y se desplomó sobre el taburete. Entre sus numerosos pecados, el deberle dinero a ella le parecía una carga particularmente insoportable, mucho más pesada que la de los numerosos cadáveres que había enviado a la tumba. Aunque la buena gente siempre conseguía hacerle ver con demasiada claridad quién y qué era.

Justo cuando estaba a punto de ponerse a discutir el plan del alojamiento y desayuno, ella se lo impidió.

—Oye, aquí sé que estás a salvo. Sé que vas a hacer un par de comidas y que te irás en mejor forma. Para empezar, necesitas que te curen las heridas de la cara, otra tortilla y una cama en la que puedas descansar. Como te he dicho, esta casa está mucho más protegida que una casa normal de cualquier civil y guarda un par de secretos en su interior, así que no tienes por qué preocuparte por si entra alguien. Además, nadie que tenga algo que ver con el Gobierno osaría hacerme daño, siendo quien es mi padre.

Childe… Childe… Nada. De todos modos, como recluta del cuerpo de Operaciones Especiales, sólo le habían preocupado dos cosas: conseguir su objetivo y salir con vida. No era precisamente de los que entendían de jerarquía militar.

Sin embargo, Jim Heron sí. Y le había dado su número.

—¿Trato hecho, entonces? —insistió ella.

—Luego renunciarás —replicó él con aspereza.

—Sí. Pero tendré que contarles todo lo que sé sobre ti cuando lo haga. Y antes de que me lo preguntes, como ni has confirmado ni desmentido tu conexión con el Gobierno… me limitaré a olvidar que hemos hablado del tema.

Isaac se limpió la boca con la servilleta y sintió ganas de cagarse en su falta de opciones. Joder, aquella mandíbula angulosa reflejaba su determinación. Estaba claro que, con ella, las cosas se hacían a su manera, o no se hacían.

—Enséñame el sistema de seguridad. —Ella relajó los hombros ostensiblemente y posó el tenedor, pero no hizo lo que le pedía—. No, antes acaba de comer.

Mientras ella comía, él se levantó y empezó a pasear mientras lo memorizaba todo, desde los cuadros de las paredes a las fotos que había cerca del sofá y en la sala de estar. Finalmente, se detuvo delante de la cristalera.

—Te lo enseñaré.

Al oír su voz, sus ojos se centraron en el reflejo de Grier, que estaba detrás de él con aquel vestido negro, como si del hermoso espectro de una mujer se tratase.

En el silencio de la casa, con el estómago lleno por la cena que ella le había preparado y comiéndosela con la mirada…, las cosas pasaron de ser complicadas a completamente caóticas.

La deseaba. Con una avidez que iba a ponerlos a ambos en un aprieto de mil demonios.

—¿Isaac?

Aquella voz… Aquel vestido… Aquellas piernas…

—Tengo que irme —dijo bruscamente. Y realmente necesitaba irse… dentro de ella. Pero aquello no iba a suceder. Aunque tuviera que cortarse la polla y enterrarla en su hermoso jardín.

—Pues no pienso renunciar a tu caso.

Isaac dio media vuelta y no le sorprendió en absoluto que ella ni retrocediera ni se moviera siquiera un centímetro.

Antes de que pudiera abrir la boca, ella levantó una mano para detenerlo antes de que empezara.

—No importa que ni te conozca ni te deba nada, así que puedes ahorrarte el discurso. Tú y yo vamos a echar un vistazo a mi sistema de seguridad, luego vas a dormir en la habitación de invitados y te irás por la mañana…

—Podría matarte. Aquí mismo. Ahora.

Eso hizo que se callara.

Mientras ella levantaba las yemas de los dedos para tocar la gruesa cadena de oro que llevaba puesta, como si se estuviera imaginando sus manos alrededor de su garganta, él se aproximó.

Y esa vez ella sí que retrocedió, hasta que la encimera en la que reposaba su plato vacío la detuvo.

Isaac siguió acercándose hasta que puso los brazos al lado de ella, aferrándose al granito, aprisionándola con eficacia. Miró fijamente aquellos enormes ojos azules, desesperado por intimidarla para hacerla entrar en razón.

—No soy la clase de hombre al que estás acostumbrada.

—No vas a hacerme nada.

—Estás temblando y te estás clavando la mano en el cuello. Así que dime tú de qué crees que soy capaz. —Mientras ella tragaba saliva, él pensó que hacía tiempo que aquella llamada de atención era necesaria, aunque se sentía como un matón montando el numerito de la agresión—. Sé que vas en plan salvadora, pero no soy de ésos por los que hacer una obra de caridad nutriría tu alma. Créeme.

Una especie de energía empezó a vibrar entre ellos acompañada de un zumbido y las moléculas de aire que había en el espacio entre sus cuerpos y sus rostros se volvieron locas.

Él se acercó más aún.

—Soy más de los que te comería viva.

Grier exhaló de golpe e Isaac notó el cosquilleo del aire en la piel del cuello.

Luego ella dijo algo que lo dejó de una pieza.

—¿Y a qué esperas? —le espetó.

Isaac frunció el ceño y retrocedió un poco.

Ella tenía la mirada encendida y una ira repentina le tiñó el hermoso rostro con una pasión que le sorprendió y excitó.

—Hazlo —gruñó ella, agarrándole de un brazo.

Tiró de la mano hacia arriba y se la puso sobre la garganta.

—Adelante, hazlo. ¿O sólo intentas asustarme?

Él se soltó bruscamente la muñeca.

—Estás loca.

—Así que es eso, ¿no? —El verla así de cabreada no debería haberlo puesto a cien de nuevo, pero así fue. O más bien a mil. O a cien mil—. Quieres tratar de intimidarme asustándome para que te deje marchar. Pues buena suerte porque, a menos que estés dispuesto a llevar a cabo tu amenaza, no pienso ceder y no te tengo miedo.

Le empezaron a arder los pulmones y, aunque habría sido muchísimo más inteligente por su parte retroceder y hacer uso de una de las puertas, acabó posando de nuevo la mano derecha donde estaba antes sobre el granito, de manera que ella quedó otra vez acorralada entre sus fuertes brazos.

La quería exactamente donde estaba, prácticamente cubierta por su cuerpo. Y respetaba su demostración de fuerza, de verdad que lo hacía, aunque le preocupase su temeridad.

—¿Sabes qué? —dijo él en voz baja y grave.

Ella volvió a tragar saliva.

—¿Qué?

Isaac se acercó a ella y le puso la boca sobre la oreja.

—Matarte no es lo único que podría hacerte… señorita.

* * *

Hacía mucho tiempo que Grier no tenía conciencia de cada milímetro de su cuerpo al mismo tiempo, pero, Dios, ahora vaya si la tenía, y no sólo del suyo. También de cada recodo del de Isaac Rothe, aunque ni siquiera la estaba rozando.

Lo sentía perfectamente. Y, aunque aquella actitud de macho dominante podía haberle cortado el rollo, la cruda realidad sobre el poder que éste tenía no consiguió más que se sintiera cada vez más y más atraída por él. Separados por apenas unos centímetros, jadeando ambos, se sentía completamente enajenada y con las emociones desatadas como si él le hubiera arrancado la cabeza del cuerpo y la hubiera echado a rodar por el suelo.

Dios, lo deseaba con desesperación: se moría por lanzarse a sus brazos y quedar K.O. por el impacto. Se moría porque él fuera la pared de ladrillos con la que chocara. Se moría por estar inconsciente, por tambalearse y perder el contacto con la realidad, por él, por el sexo que emanaba como si fuera un perfume y por el polvo salvaje que sería.

Por supuesto, no duraría. Y, cuando volviera en sí, se sentiría fatal. Pero en aquel momento electrizante, todo le daba igual.

—Isaac…

Él retrocedió. En el momento en que ella pronunció su nombre con voz ronca, no sólo se apartó, sino que salió del vórtice.

Empezó a dar vueltas mientras se frotaba el corto cabello como si estuviera intentando dejar el cerebro en carne viva y la distancia física le dio una pista sobre cómo se sentiría ella después si alguna vez llegara a estar con él: muy vacía, ligeramente asqueada y definitivamente avergonzada.

—No volverá a pasar —señaló él con aspereza.

Mientras aquella declaración de intenciones todavía pendía en el aire entre ellos, Grier pensó para sus adentros que se sentía aliviada por no haber tenido que enfrentarse al tema del sexo.

Pero aquella palpitación entre los muslos le dejó claro que era una mentirosa de tomo y lomo.

—Sigo queriendo que te quedes —le dijo.

—Nunca te das por vencida, ¿verdad?

—No. Nunca. —Pensó en la cantidad de veces que había intentado sacar a Daniel del pozo—. Jamás.

El rostro de Isaac envejeció mientras la observaba desde el otro extremo de la cocina y sus gélidos ojos se transformaron en pozos de oscuridad.

—Un consejo: huir puede ser un importante mecanismo de supervivencia.

—Y a veces una inmoralidad.

—No si te están arrastrando detrás de un coche. O si te han metido en una ratonera. A veces para salvarse hay que huir.

Ella sabía que se estaban acercando a su verdad y se mantuvo lo más firme posible.

—¿De qué huyes, Isaac? ¿De qué quieres salvarte?

Él se limitó a observarla. Y entonces…

—¿Dónde está el sistema de seguridad?

A Grier aquel cambio de tema no le hizo ninguna gracia, pero el hecho de que se quedara ya era, en cierto modo, un triunfo. Y mientras lo llevaba a la parte delantera de la casa, intentó recomponerse dentro de la medida de lo posible. A pesar de que todavía le temblaban las rodillas, de que tenía la piel sobrecalentada y de que la mente le iba a mil por hora.

La forma en que se sentía le resultaba muy familiar, aunque no quería pensar en ello. Tal vez se lo plantease a su hermano muerto cuando volviera a verlo. Daniel nunca hablaba de la noche en que había muerto ni de todo el daño que se había infligido a sí mismo antes de eso. Pero tal vez necesitaban hablar de todo aquello.

—Como te había dicho, esto es sólo para despistar —dijo ella, pasando una mano sobre el teclado ADT que estaba instalado en la pared—. El verdadero sistema de seguridad está detrás del armario de mi habitación. Todas las puertas y las ventanas tienen sensores de movimiento, pero el sistema real utiliza ondas de radio, rayos infrarrojos y láminas de cobre. Como el tuyo.

—Enséñame los conectores. Y quiero ver la placa base. Por favor.

Lo que significaba que tendría que llevarlo arriba.

Ella miró los escalones enmoquetados, le costó creer que se estuviera preguntando si podía fiarse de él… con una cama tan cerca.

¿Qué demonios le estaba pasando?