10

Eran más de las diez cuando Grier aparcó el Audi a las afueras de Malden y apagó el motor. Había hecho maniobras con el coche sobre la tierra apisonada para dejarlo con el morro hacia la salida y lejos de la mayoría del resto de los vehículos, aunque la verdad era que el «aparcamiento» no tenía ni salidas, ni entradas, ni plazas marcadas.

Mientras conducía hacia el sitio que Louie le había dicho por teléfono, temía haberse equivocado. Que ella supiera, aquel parque empresarial formado por una docena, aproximadamente, de edificios idénticos de cinco pisos sin iluminar que serpenteaban desde la calle principal como colegiales en fila para un recuento, siempre había estado vacío. Evidentemente, la urbanización estaba pensada para empresas de alta tecnología, al menos según lo que ponía el cartel: «PARQUE TECNOLÓGICO DE MALDEN». Pero, en lugar de eso, había acabado siendo un pueblo fantasma.

Sin embargo, Louie nunca fallaba, así que lo había rodeado para ir a la parte de atrás, donde se había encontrado con unas veinticinco camionetas y coches aparcados detrás del edificio más alejado de la carretera principal. Tenía sentido. Si ella hubiera entrado sin permiso en un edificio para celebrar un combate ilegal en una jaula, también se habría asegurado de hacerlo en el sitio más recóndito posible.

Bajó del coche y fue hacia la salida de incendios que se mantenía abierta gracias a un bloque y entró. Los atronadores rugidos de excitación de la multitud de hombres retumbaban por el pasillo y la testosterona formaba un muro que prácticamente tuvo que atravesar. Mientras se dirigía hacia el ruido, no le preocupó el cociente de idiotez que, obviamente, iba a ser alto. Llevaba un espray de pimienta en un bolsillo y, en el otro, una pistola eléctrica. Lo primero era legal en el Estado de Massachusetts si tenías un permiso de armas en vigor, cosa que ella tenía. Lo segundo… Bueno, pagaría la multa de quinientos dólares si tenía que llegar a usar aquella cosa. Si era capaz de entrar en una casa donde se traficaba con crack en New Bedford a medianoche, podía con aquello. Emergió en un vestíbulo, si se le podía llamar así, y echó un vistazo a las paredes enrejadas de metro ochenta de alto del octógono donde se celebraban los combates. Era consciente de que podía haberse limitado a poner al corriente a la policía de la pelea de esa noche, pero entonces Isaac, suponiendo que apareciera, habría vuelto a ser detenido o habría huido. Y, en cualquiera de los dos casos, perdería la oportunidad de hablar con él. Su objetivo era hacer que Isaac se parase a reflexionar el tiempo suficiente para darse cuenta de lo que estaba haciendo. Huir nunca era la solución y, si elegía ese camino, se ganaría una orden de arresto, más cargos y la apertura de un expediente.

Eso asumiendo que no lo tuviera ya: el asesinato en Mississippi le preocupaba, aunque aquello era cosa de la autoridad competente, al igual que todo el resto. Como su abogada defensora, tenía que intentar lograr que se quedara y se enfrentara a las consecuencias de sus actuales cargos. Era lo correcto para con la sociedad y también para con él.

¿Y si no conseguía que entrara en razón? Entonces renunciaría al caso y les contaría a las autoridades todo lo que sabía de él. Incluido lo de las pistolas y lo del sistema de seguridad con todo lujo de detalles. No pensaba convertirse en cómplice de un delito en su afán de hacer lo correcto.

Se quedó paralizada al ver a su cliente y se llevó la mano a la base del cuello.

Isaac Rothe estaba allí de pie, solo, en la esquina del fondo y, aunque las cadenas que sujetaban la jaula los separaban, no cabía duda de que era él. Además, éstas no hacían que el impacto que causaba disminuyera: tenía un aspecto amenazador y tanto su tamaño como la expresión de su cara hacia que el resto de hombres parecieran niños. Y aunque en la cárcel le había sorprendido su amabilidad, ahora tenía ante ella su verdadera cara.

Aquel hombre era un asesino.

Se le aceleró el corazón, pero no vaciló. Estaba allí para hacer su trabajo, por decir algo, y maldita fuera si no hablaba con él.

Justo cuando había empezado a avanzar, un capullo con dientes de oro trepó por un lado de la jaula como si fuera un mono.

—¡Y ahora, lo que todos estabais esperando!

Isaac se quitó la sudadera y las botas militares, dejó todo en el suelo y empezó a acercarse al ring con la barbilla gacha y los ojos brillando bajo las cejas. La camiseta se le ajustaba considerablemente a los pectorales y sus brazos se veían poderosamente cincelados aun cuando le colgaban relajados a los costados. Dispuesto para el combate, era todo músculo, huesos y venas, y sus hombros eran tan anchos que parecía que pudiera levantar el maldito edificio.

Mientras trepaba por la jaula y aterrizaba descalzo dentro de ella, el bramido de la multitud resonó en su cabeza como una campana y convirtió su espina dorsal en un conductor de adrenalina. Bajo el resplandor de las ocho linternas de camping que colgaban de los postes de sujeción, su cliente era mitad gladiador, mitad animal, un paquete bomba preparado para hacer aquello para lo que, obviamente, había sido entrenado.

Por desgracia, el oponente que saltó por la parte superior y aterrizó enfrente de él era casi su vivo retrato: la misma constitución bestial, la misma altura, la misma mirada mortífera, hasta llevaba puesta una camiseta de tirantes igual a la suya que dejaba al descubierto gran parte de un tatuaje de una serpiente que le recorría los hombros y el cuello. Y mientras el público aullaba y se acercaba, ambos empezaron a caminar en círculos buscando una oportunidad, con los brazos, el pecho y los muslos tensos.

Isaac fue el primero en atacar. Se balanceó, lanzó una patada y le dio al otro tío en el costado con un golpe tan despiadado que apostaría que los antepasados de su contrincante se revolvieron en la tumba.

Todo fue muy rápido. Ambos entraron en una rutina de golpes y regates, sus camisetas de tirantes se humedecieron al instante alrededor del cuello y por la espalda y la luz amarillo manteca de las lámparas hacía que pareciera que estaban luchando dentro de un anillo de fuego. Los contactos, cuando se producían, eran de esos que sonaban como disparos, impactos duros y resonantes que animaban a una multitud excitada e infatigable. Chorros de sangre salían volando por los aires, procedentes del corte que Isaac tenía en la cabeza y que se había vuelto a abrir y también de un tajo en el labio de su contrincante. Aunque a ninguno de los luchadores parecía importarles, los curiosos lo encontraron tan fascinante como si fueran vampiros.

Se volvió al notar una mano sobre el culo.

Se echó hacia atrás con brusquedad y se quedó mirando fijamente al tío de la mano demasiado larga.

—¿Qué coño haces?

Él pareció sorprendido durante unos instantes y luego entornó sus ojos burlones.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Se lo preguntó como si la hubiera reconocido.

Claro que podría haber estado hablando con Papá Noel y habérselo creído. Tenía la cara grasienta por el sudor y la mitad de su rostro estaba retorcida como si hubiera sufrido un cortocircuito eléctrico en la mejilla. Estaba claro que la estaba tanteando, y Dios sabía que ella era una experta en ese tipo de diagnósticos.

—Perdona —respondió, alejándose.

Él la siguió. Menuda suerte, el único idiota del lugar que estaba más interesado en ligar con ella que en el combate que había ido a ver.

La agarró del brazo y le dio un tirón.

—Yo te conozco.

—Quítame las manos de encima.

—¿Cómo te llamas?

Grier se soltó con brusquedad.

—No es asunto tuyo.

Se abalanzó sobre ella de repente y el metro de distancia que los separaba se convirtió súbitamente en cinco centímetros.

—Eres una puta borde. ¿Te crees mejor que yo, zorra?

Grier no se movió, pero sacó la pistola eléctrica y le quitó el seguro. Apuntó con el arma a la parte delantera de los vaqueros del tío y le espetó:

—Como no te vayas al puto infierno ahora mismo, te dispararé una descarga de seiscientos veinticinco mil voltios en las pelotas. Contaré hasta tres. Uno… Dos…

Antes de que se acabara el tiempo, él retrocedió y levantó las temblorosas manos.

—No pretendía… Creía que te conocía.

Mientras se alejaba, ella siguió empuñando la pistola eléctrica y respiró hondo. Puede que lo hubiera conocido cuando buscaba a Daniel, pero sin duda estaba loco y ella ya tenía suficiente.

Se volvió de nuevo hacia el ring y alzó la vista, justo a tiempo para ver desplomarse a Isaac como un saco de patatas.

* * *

Luchar contra el segundo de a bordo de Matthias era un placer. Isaac nunca se había fiado de aquel tío y nunca le había caído bien, así que tener a aquel tío a tiro era uno de sus objetivos profesionales, tácitamente hablando.

Qué ironía, justo cuando lo estaba dejando, le llegaba la oportunidad de…

¡Zas!

Aquello en vez de un gancho de derecha parecía una apisonadora y alcanzó a Isaac en plena mandíbula, lo que le hizo echar la cabeza hacia atrás y le causó todo tipo de problemas. Dado que el cerebro no era más que una esponja flotando en una esfera de nieve, su materia gris se descompuso y rebotó por las paredes de su casa de duro hueso, dejándolo sin sentido y haciéndolo caer.

Lo cierto es que le habían preocupado más las armas de tipo metálico, pero sus puños funcionaban. Joder si funcionaban.

Aquello fue lo último que pensó mientras el suelo del octógono subía a saludarlo a la misma velocidad ultrasónica del puño de su camarada.

Menos mal que era como el conejito de Duracel.

Un segundo después de caer redondo estaba ya en pie, aunque tenía las piernas entumecidas y flojas y su visión era como una televisión que necesitaba que le ajustaran los botones. Arremetió contra su contrincante por instinto y con toda la voluntad del mundo, prueba de que la mente podía hacer caso omiso de los receptores del dolor del cuerpo, al menos momentáneamente. Lo agarró por la cintura y lo tumbó sobre el suelo; a continuación le dio la vuelta sobre el estómago y le hizo una llave en el brazo, retorciéndoselo hacia atrás y tirando de él como si fuera una cuerda.

Con un crujido, algo se rompió e Isaac tuvo que agarrarse bruscamente para no caer.

La multitud se volvió loca y toda aquella panda de gilipollas empezó a dar saltos por el vestíbulo a medio construir hasta que un estridente silbido interrumpió los bramidos. Al principio creyó que aquel sonido formaba parte del caos de su cabeza, pero luego se dio cuenta de que alguien había entrado en el ring. Era el organizador y, por primera vez, aquel cabrón estaba ligeramente pálido.

—¡Fin del combate! —gritó mientras le agarraba la muñeca a Isaac y se la levantaba en el aire—. ¡Ganador! —Luego se inclinó y le susurró—: Suéltalo.

Isaac no entendía qué problema tenía aquel tío hasta que, finalmente, consiguió enfocar bien la vista. Mira por dónde, parecía que el segundo de a bordo de Matthias necesitaba una radiografía, una escayola y puede que un par de tornillos. El húmero le sobresalía de la piel como un palo quebrado y ensangrentado. Como mínimo, tenía el brazo roto.

Isaac retrocedió de un salto y se apoyó contra la reja, jadeando. Su contrincante se puso en pie casi igual de rápido sujetándose la mano caída con indiferencia, como si sólo le hubiera picado un bicho.

Cuando sus miradas se encontraron y el tío sonrió de aquella forma tan característica, Isaac pensó que aquel combate no había sido más que una advertencia.

La confirmación de que iban a por él.

Una invitación para echar a correr.

Muy bien. Que le dieran a Matthias. Y aquella fractura múltiple era su respuesta: puede que consiguieran quitárselo de en medio, pero les causaría graves daños en su camino hacia la tumba.

Isaac no perdió el tiempo. Trepó por la reja y saltó por la parte superior. Afortunadamente, la multitud sabía que era mejor no acercarse demasiado, así que podría llegar rápidamente hasta donde estaba Jim.

Entonces se topó de bruces con su abogada de oficio.

—¡Por los clavos de Cristo! —gritó, dando un salto hacia atrás para alejarse de la mujer.

—Cristo no, Childe. Con «Ch» —dijo Grier, arqueando una ceja—. Se me ha ocurrido volver a intentar lo del chófer, ¿quieres que te lleve a Boston? ¿O no vas en esa dirección?

—¿Qué demonios haces aquí? —le espetó Isaac, olvidando por un momento sus modales.

—Yo iba a preguntarte lo mismo, dado que una de las condiciones de la fianza es que no vuelvas a meterte en una jaula para participar en ningún combate. Y la verdad es que eso a lo que acabas de jugar no se parece en nada al parchís. Le has roto el brazo a ese hombre.

Isaac miró alrededor, preguntándose cuál era el camino más rápido hacia la puerta. Ella no pintaba nada entre aquel grupo de matones y tenía que sacarla de allí.

—Oye, ¿por qué no vamos fuera?

—¿Estás loco? ¿Qué es eso de aparecer aquí y ponerte a luchar?

—Iba a ir a verte.

—¡Soy tu abogada, se supone que eso se da por hecho, joder!

—Te debo veinticinco mil dólares.

—Pues te diré cómo puedes saldar la deuda. —Puso los brazos en jarras y se inclinó hacia delante. Su perfume invadió la nariz y la sangre de Isaac—. Deja de comportarte como un capullo y preséntate a la vista en dos semanas. Te repetiré la fecha y la hora, por si te has olvidado de apuntarlo.

Joder, se ponía tremenda cuando se cabreaba.

Y aquél no era el momento ni el lugar para pensar eso. Entre otras cosas.

De pronto, Jim y sus chicos aparecieron. Grier ni siquiera los miró, aunque Jim tenía los ojos clavados en ella. Isaac se imaginó cómo sería en la sala de un tribunal. Joder, estaba preciosa así de concentrada, enfadada y lista para comerse a alguien con patatas.

—Y un par de cositas más —le espetó ella—: la primera es que será mejor que reces para que ese tipo al que le tienen que escayolar el brazo no llame a la policía, y la segunda es que necesitas ver a un médico. Otra vez. Estás sangrando.

Para llenar el vacío, aunque no se había producido ninguno, el organizador se acercó con lo que parecían un par de miles de pavos.

—Aquí está tu parte.

De repente, Grier lo miró con ojos suplicantes, aunque su hermoso rostro permaneció tenso.

—No cojas el dinero, Isaac. Y ven conmigo. Haz lo correcto esta noche y te ahorrarás un montón de miserias más tarde. Te lo prometo.

Isaac se limitó a negar con la cabeza y extendió la mano hacia el organizador.

—Venga ya, no jodas.

Mientras ella maldecía y daba media vuelta, él se quedó mudo por un instante al oírla soltar aquel taco.

Volviendo de nuevo a la acción bruscamente, extendió la mano para agarrarla del brazo, pero el organizador se interpuso en su camino.

—Espera, antes de darte esto —dijo, golpeando los billetes sobre la palma de la mano—, quiero que vengas a pelear dentro de dos noches.

«Olvídalo» sería la respuesta más oportuna, dado que para entonces esperaba estar ya fuera del país.

—Vale.

—Si no hay ningún problema, será aquí. Has estado de puta madre.

—Corta el rollo y dame la pasta.

Isaac se puso de puntillas para mirar por encima de las cabezas que iban de aquí para allá y vio el elaborado peinado de Grier dirigiéndose hacia la puerta trasera. La mayoría de los hombres se apartaban de su camino, aunque claro, con el cabreo que tenía probablemente era capaz de castrar a alguien.

No tenía más que proponérselo.

Isaac se escaqueó del peloteo del capullo del organizador, cogió el dinero, se calzó las botas militares y volvió a ponerse la sudadera y la cazadora. Mientras corría tras su abogada, metió la pasta en los bolsillos y comprobó que tenía las pistolas, los silenciadores y la hucha en forma de bolsa de plástico.

—¿Adónde diablos vas? —preguntó Jim mientras él y sus chicos le seguían al trote.

—Detrás de ella. Es mi abogada.

—¿Hay alguna posibilidad de disuadirte?

—No.

—Maldita sea —dijo Jim entre dientes, apartando a algún que otro tío de su camino—. Por si te interesa, el segundo de a bordo de Matthias se ha marchado.

—En un coche negro —interrumpió el tío de los piercings—. El guardabarros estaba abollado y lleno de mierda, pero los neumáticos eran nuevos y había aparatos electrónicos en el maletero.

«Con todos ustedes: Operaciones Especiales», pensó Isaac. El arte de pasar desapercibido y disponer de las últimas tecnologías, todo en uno.

Mientras salía corriendo por la puerta, el ruido de los coches y las camionetas que arrancaban y se iban convirtió la noche en una discoteca para coches. Buscó el vehículo de Grier entre los motores que rugían y los destellos de los faros. Supuso que tendría algún modelo extranjero. Un Mercedes, un BMW, tal vez un Audi.

¿Dónde estaba?