23

Matthias condujo él mismo durante la última etapa del viaje. Había hecho una breve escala en Boston y lo habían llevado en avión hasta aquella ciudad porque, aunque él sabía pilotar varios tipos de aeronaves, sus lesiones le habían obligado a aparcar las alas.

Al menos aún podía conducir, qué coño.

El vuelo de Beantown a Caldwell había sido corto y agradable, y el aeropuerto internacional de Caldwell fue pan comido. Aunque cuando tenías aquel nivel de autorización, los tíos de la TSA ni se te acercaban. Y tampoco a tus maletas, aunque él no llevaba más equipaje que el que lo acompañaba a todas partes en el cerebro.

Su coche era otro vehículo de incógnito más sin matrícula, blindado y con los cristales lo suficientemente gruesos como para causarle una conmoción cerebral a cualquier bala. Era igual al que llevaba cuando había ido a visitar a Grier Childe, e igual al que tenía en cualquier ciudad a la que fuera, en casa o en el extranjero.

No le había dicho a nadie adónde iba salvo al segundo de a bordo y ni siquiera su mano derecha sabía la razón de su viaje. Sin embargo, el secretismo no era ningún problema: lo bueno de ser la sombra más oscura de una legión de ellas era que desaparecer formaba parte de tu puto trabajo, así que nadie hacía preguntas.

Y lo cierto era que aquel viaje estaba por debajo de su nivel. Era el tipo de misión que, en circunstancias normales, habría asignado al segundo de a bordo. Pero necesitaba hacerlo él mismo.

Para Matthias era como una peregrinación.

Aunque, de ser así, las cosas ya podían volverse más estimulantes cagando leches. La calle por la que circulaba era una de tantas llenas de tiendas de ropa, droguerías Walgreens y gasolineras, y podía haber estado en cualquier ciudad, en cualquier sitio. Había poco tráfico y todos los coches estaban allí de paso: por las noches estaba todo cerrado, así que la única razón para pasar por allí era ir a algún otro lugar.

Al menos para la mayoría de la gente. Pero, a diferencia de ellos, su destino estaba… exactamente allí, de hecho.

Levantó el pie del acelerador, se hizo a un lado y aparcó en paralelo a la acera. Al otro lado de un exiguo césped se encontraba el tanatorio McCready. El interior estaba a oscuras, pero fuera había luces por todas partes.

Ningún problema.

Matthias hizo una llamada y lo fueron pasando de persona en persona, saltando como una piedra a través de los teléfonos de otros hasta que encontró al mandamás que le podía ofrecer lo que quería.

Luego se sentó y esperó.

No soportaba el silencio y la oscuridad que había en el coche. No porque le preocupara que hubiera alguna persona en el asiento de atrás ni porque alguien fuera salir de las sombras del exterior para volarle la tapa de los sesos, sino porque le gustaba moverse. Mientras estaba en movimiento, lograba aplacar los nervios que inevitablemente inflamaban sus glándulas suprarrenales cuando permanecía inmóvil.

La inmovilidad era una asesina.

Y convertía el Crown Victoria en un ataúd.

Su teléfono sonó y supo quién era antes de comprobarlo. Y no, no iba a ser la gente con la que acababa de hablar. Ya había zanjado sus asuntos con ellos.

Matthias respondió al tercer tono, justo antes de que saltara el buzón de voz.

—Alistair Childe. Qué sorpresa.

Aquel silencio de estupefacción resultaba realmente satisfactorio.

—¿Cómo sabías que era yo?

—¿No creerás en serio que permito que cualquiera me llame a este teléfono? —Mientras Matthias miraba fijamente a través del parabrisas hacia el tanatorio, pensó en lo irónico que era que ambos estuvieran hablando allí delante, ya que él había enviado al hijo de aquel hombre a uno de aquéllos—. Todo se hace a mi manera. Todo.

—Entonces ya sabes por qué llevo todo el día intentando localizarte.

Sí, lo sabía. Y se lo había puesto difícil deliberadamente. Estaba convencido de que las personas eran como trozos de carne: cuanto más se guisaban más tiernas se volvían.

Y más sabrosas.

—Albie, por supuesto que soy consciente de tu situación. —Empezó a lloviznar y las gotas salpicaron el cristal—. Estás preocupado por el hombre que ayer pasó la noche con tu hija. —Otra ración de silencio—. ¿No sabías que había estado en tu casa toda la noche? En fin, los hijos no siempre les cuentan todo lo que hacen a sus padres, ¿verdad?

—Ella no está involucrada. Te lo prometo, ella no sabe nada…

—Si no te contó que había tenido un invitado nocturno, ¿cómo puedes confiar en ella?

—No te la llevarás —dijo el hombre con voz quebrada—. Ya acabaste con mi hijo y a ella no podrás llevártela.

—Yo puedo llevarme a quien quiera y acabar con quien sea. Pero eso ya lo sabías, ¿no?

De pronto, Matthias notó algo en el brazo izquierdo. Bajó la vista y vio que su puño estaba agarrando el volante con tal fuerza que el bíceps le temblaba.

Intentó soltarlo, pero no fue capaz.

Harto de los intrascendentes espasmos y calambres que le daban, ignoró aquel nuevo modelo.

—Te diré lo que tienes que hacer si no quieres temer por la vida de tu hija. Entrégame a Isaac Rothe y me marcharé. Así de simple. Dame lo que quiero y dejaré en paz a tu niña.

En aquel momento, la manzana entera se quedó a oscuras por obra y gracia de su llamadita telefónica.

—Sabes que lo digo en serio —soltó Matthias, cogiendo el bastón—. No me hagas matar a otro Childe.

Colgó y volvió a guardar el teléfono en el abrigo.

Abrió la puerta de par en par, se quejó mientras salía y decidió ir por la acera de cemento en lugar de por el césped, aunque era un camino menos directo para llegar a la parte de atrás. Hacer a su cuerpo deambular por la hierba no era buena idea.

Después de forzar la cerradura de la puerta trasera con una ganzúa —lo cual demostraba que, a pesar de ser el jefe, no había perdido las mañas—, se coló en el tanatorio y se puso a buscar el cuerpo del soldado que le había salvado la vida.

Verificar la identidad del «cadáver» de Jim Heron le resultaba tan necesario como inspirar la siguiente bocanada de aire.

* * *

Entretanto, en Boston, en el jardín trasero de la abogada defensora, Jim se preparó para la batalla que se aproximaba, literalmente, a lomos del viento.

—Es como matar a un humano —gritó Eddie sobre el vendaval—. Busca el centro del pecho, pero ten cuidado con la sangre.

—Los muy cabrones son babosos como el demonio. —Adrian sonrió con un punto de locura mientras sus ojos resplandecían con un brillo impío—. Por eso llevamos ropa de cuero.

Cuando la puerta de la cocina de la casa de ladrillos se cerró de golpe y las luces se apagaron, Jim rezó para que Isaac se quedara dentro con la mujer.

Porque el enemigo había llegado.

De entre las ráfagas de viento que les hacían tambalearse, salieron unas sombras negras ondulantes que flotaban sobre el suelo en estado de ebullición, dando lugar a formas que se volvieron sólidas. No tenían cara, manos, ni pies. Ni ropa, claro. Pero sí tenían brazos, piernas y cabeza, supuso que para ejecutar el programa. Dios, vaya peste. Olían a basura putrefacta, como a una combinación de huevos podridos y a carne putrefacta y sudorosa, y gruñían como hacían los lobos cuando cazaban en manada, todos a una.

Eran maldad pura y dura, la oscuridad personificada, un cuarteto infecto, repugnante y purulento que le hizo desear darse un baño con lejía.

Mientras se ponía en posición de ataque, se le disparó en la nuca la alarma que había sentido la noche anterior y que le pellizcaba la base del cráneo. Sus ojos salieron disparados hacia la casa por si acaso, aunque estaba seguro de que el problema no estaba allí.

Aunque daba igual: necesitaba el cerebro a pleno rendimiento.

Una de las sombras invadió su espacio y Jim no esperó al primer golpe. Aquél no era su estilo. Hizo un amplio giro con el cuchillo de cristal y continuó mientras se agachaba por debajo de un puñetazo que llegó más lejos de lo que esperaba.

Obviamente, aquellos bichos eran un poco elásticos.

Sin embargo, Jim consiguió establecer contacto y cortó algo que hizo que un líquido saliera disparado en dirección a él. En el aire, la salpicadura se metamorfoseó en perdigones que se disolvieron al alcanzarlo. El escozor fue instantáneo e intenso.

—¡Joder! —Se sacudió la mano y el humo que salía de su piel desnuda lo distrajo unos instantes.

El golpe aterrizó en una de sus mejillas e hizo que su cabeza repicara como una campana, lo que demostró que, por muy ángel que fuera y toda esa mierda, su sistema nervioso seguía siendo definitivamente humano. Inmediatamente se lanzó al ataque, sacó un segundo cuchillo y se dirigió hacia aquel cabrón con ambas hojas, obligando a aquella cosa a retirarse hacia los arbustos al tiempo que él esquivaba los puñetazos.

Mientras ellos estaban ocupados, su nuca siguió aullando, pero no se podía permitir ninguna distracción.

Primero tenía que acabar con lo que tenía delante. Luego ya se ocuparía de lo siguiente.

Jim fue el primero en cazar una presa. Se abalanzó sobre su oponente cuando éste se arqueó hacia delante y le clavó la daga de cristal a la altura de las tripas. Se produjo una brillante explosión de luz con los colores del arcoíris y él giró para apartarse, a la vez que se cubría el rostro con el brazo para impedir que lo alcanzara el rocío mortal, lo que hizo que su hombro enfundado en cuero se llevara la peor parte del impacto. La salpicadura de mierda humeaba y apestaba como si fuera ácido de batería, además de quemar como tal, mientras la sangre del demonio corroía el cuero e iba directa hacia su piel.

Retrocedió inmediatamente en posición de combate, pero los otros tres aceitosos bichos ya estaban cogidos: Adrian se estaba encargando de un par de ellos y Eddie estaba entregado en cuerpo y alma a su fulano, a su demonio o a lo que coño fuera aquello.

Jim profirió un juramento, levantó la mano y se frotó la nuca. La sensación había pasado de ser un cosquilleo a un auténtico suplicio y, ahora que la adrenalina había disminuido un poco, se retorció de dolor. Dios santo, encima aquello no hacía más que empeorar, y llegó un momento en que no lo pudo soportar más y cayó de rodillas.

Apoyó la mano en el suelo y, abrazándose a sí mismo, cayó en la cuenta de lo que estaba pasando. En un caso de clara inoportunidad, Matthias había seguido la pista del hechizo que había hecho sobre su cadáver en Caldwell.

—¡Vete! —le susurró Eddie mientras asestaba un navajazo y se replegaba—. ¡Está todo controlado! Ve con Matthias.

En aquel momento, Adrian se cargó a uno de los dos que tenía. Su daga de cristal se clavó profundamente en el pecho de aquella cosa antes de que éste se subiera de un salto sobre la puerta de la entrada para evitar la salpicadura. La ráfaga de perdigones alcanzó al otro demonio con el que estaba luchando.

Mierda. Aquel grasiento cabrón negro la absorbió y duplicó su tamaño.

Jim se volvió para mirar a Eddie, pero el ángel le ladró:

—¡Te estoy diciendo que te vayas! —Eddie esquivó un golpe y asestó uno él mismo con el puño libre—. ¡No puedes pelear así!

Jim no quería abandonarlos, pero se estaba transformando a marchas forzadas en un cero a la izquierda y a sus colegas no les quedaría más remedio que defenderle si aquel timbre se hacía más agudo.

—¡Vete! —gritó Eddie.

Jim maldijo, pero se puso en pie y desplegó las alas en medio de un resplandor.

Caldwell, en Nueva York, estaba a más de trescientos kilómetros al oeste. Eso suponiendo que fueras humano y te trasladaras a pie, en bici, a caballo o en coche. Pero con Aerolíneas Angelicas recorrió la distancia en un santiamén.

Mientras aterrizaba en el césped delantero del antro de McCready, se percató de que había un coche sin matrícula aparcado en la acera y de que se había ido la luz en toda la manzana, y supo que estaba en lo cierto.

Matthias había ido a hacerle una visita.

Típico de él.

Jim atravesó el césped y tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo, hasta aquella noche en el desierto que lo había cambiado todo tanto para Matthias como para él.

Sí, su hechizo convocador había funcionado.

La pregunta era qué iba a hacer con su presa.