16

Mientras Isaac se comía la segunda tortilla —y se preguntaba cómo demonios iba a conseguir pasar la noche—, Grier fue a prepararle la habitación. Cuando ambos terminaron, lo llevó arriba, a lo que era a todas luces la habitación de invitados para hombres: las paredes y las cortinas eran de color azul marino y marrón chocolate y había sillas de cuero y un montón de libros encuadernados en piel.

Se sentía como un intruso en toda regla.

—Voy a cambiarme y a limpiar la cocina —dijo mientras salía y dejaba la puerta entornada—. Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy. —Hizo una breve pausa, como si estuviera buscando algo que contar—. Buenas noches, entonces —murmuró.

—Buenas noches.

Después de marcharse dejándolo dentro, la oyó dirigirse hacia su habitación con paso suave y firme. No la oyó caminar en el piso de arriba, pero se la imaginó yendo hacia aquel enorme vestidor y quitándose el vestido negro.

Sí… aquella cremallera bajándose centímetro a centímetro, enseñándole la espalda. Los tirantes de la parte superior deslizándose por sus brazos… el tejido enroscándose en su cintura para luego resbalar por sus caderas.

Notó una sacudida en la polla.

Luego se le puso totalmente dura.

Mierda. Lo que le faltaba.

Mientras iba hacia el baño, se detuvo para quitarse de la cabeza a su anfitriona. Sobre la encimera de mármol le había dejado toallas limpias, una serie de útiles de aseo, una pomada antibiótica Neosporin y una caja de tiritas. También había una sudadera de talla de hombre y un par de pantalones de pijama de franela con cordones que le hicieron sentir un pinchazo de celos en pleno pecho.

Esperaba de todo corazón que fueran de su hermano y no de algún abogado vende peines que se acostara con ella.

Maldiciéndose, se metió en la ducha de cristal y abrió el grifo. No era asunto suyo con quién se acostaba, cuándo ni dónde, ni cómo eran sus amantes. En cuanto al pantalón de pijama, al menos estaba limpio y evitaría que enseñara el culo. Fuera de quien fuera.

Se despojó de la sudadera y comprobó las pistolas. Luego se quitó la camiseta de tirantes por la cabeza, los pantalones y echó una ojeada a su reflejo en el espejo: tenía un montón de moretones y cardenales en los hombros y en el pecho, intercalados con una serie de antiguas heridas que habían cicatrizado sin problema.

Era difícil no preguntarse qué pensaría Grier de él.

Aunque si el polvo era a oscuras, no tenía por qué preocuparse…

Maldito capullo. Tenía que acabar con esa mierda.

Se metió en la ducha pensando qué tendría ella para hacerle sentir como un quinceañero. Llegó a la conclusión de que reaccionaba así porque hacía un año que no se acostaba con nadie y porque además aquella noche se había peleado, y ambas cosas solían hacer que los tíos se pusieran a tono.

En serio.

Era así.

No era posible que se hubiera colgado por su abogada sólo porque era un metro setenta y cinco de mujer envuelta en un paquete de Tiffany.

Por desgracia, fuera cual fuera la causa, al parecer el jabón y el agua caliente no fueron de mucha ayuda para sus hormonas sobrecargadas. Mientras se lavaba, notaba las manos resbaladizas y calientes sobre la piel y el jabón corriéndole entre las piernas, goteando de su polla dura y haciéndole cosquillas en las rígidas pelotas.

Estaba acostumbrado a tener el cuerpo dolorido, así que aquella mierda era fácil de ignorar. Pero obviar lo que estaba sintiendo por aquella mujer era como intentar disimular que alguien grita en una iglesia.

La mano enjabonada merodeaba por donde no debía, metiéndose entre los muslos y acariciando hacia arriba la parte inferior de su erección.

—Mierda —dijo entre dientes, dejando que su mano se deslizara de nuevo hacia abajo poniéndolo a cien.

Le hizo falta toda su fuerza de voluntad para desviar aquella maldita mano y acabó lavándose el pelo tres veces para intentar mantenerse ocupado. Hasta se echó una tonelada de acondicionador. Por supuesto, la mejor solución era abandonar la traicionera intimidad y la seductora calidez de la ducha, pero no era capaz de convencer a su cuerpo para que se dirigiera hacia la alfombrilla del baño.

Antes de que se diera ni cuenta, su erección atrajo como un imán a la mano y ésta se puso manos a la obra, así que abandonó la lucha.

Cerdo. Lascivo. Cabrón.

Sin embargo, era tan agradable sentir la presión de aquella mano que él se imaginaba que era la de ella, el deslizamiento, el giro en la punta.

Además, ¿qué iba a hacer? ¿Intentar ignorarlo? Sí, claro. Se ponía el pantalón de pijama y montaba el circo de Barnum & Bailey en plan obsceno, con carpa y todo. Además, tenía que ir a verla abajo antes de meterse en el sobre.

Quería hacerle una advertencia a su encantadora abogada.

El último de sus argumentos internos se quedó en el aire. Un par de caricias más y luego seguiría el viaje. Se puso de cara a la ducha, apoyó una mano en la pared de mármol y se recostó sobre el hombro. Tenía la polla dura y tiesa como el puto antebrazo cuando empezó a trabajársela como era debido, moviendo la mano arriba y abajo. La ardiente ráfaga que le subió por la columna le hizo bajar la cabeza y abrir la boca para respirar.

En medio del creciente caos, se negó a pensar en Grier. Puede que hubiera sido la causa de la erección, pero no pensaba fantasear con ella mientras se la cascaba en su ducha. Se negaba en redondo. Era demasiado asqueroso e irreverente: ella se merecía mucho más, aunque nunca podría saber lo que había hecho.

Aquél fue su último pensamiento consciente antes de centrarse en el orgasmo. Tenía la parte superior del sexo tan sensible, que cada vez que la acariciaba notaba un agradable pinchazo que le recorría el miembro erecto y le bajaba directamente a las pelotas. Separó más las piernas, se puso cómodo y se preparó mientras encontraba el ritmo apropiado y el chorro de agua caliente le corría por el pelo y por la cara al tiempo que empezaba a jadear…

De pronto, salido de la nada y en contra de su propia voluntad, el recuerdo de Grier pegada a él le invadió la mente y lo convirtió en un bulldog. Daba igual cuánto se empeñara en olvidarlo o en centrarse en otra cosa, no lograba sacarse de la cabeza lo que había sentido al haber estado tan cerca de ella.

Dios, sus labios habían estado a un centímetro de los suyos. Una simple inclinación de cabeza y la habría besado.

La liberación llegó rápida y potente, golpeándole con tal fuerza que tuvo que inclinarse hacia el bíceps y morderlo para evitar aullar su nombre.

Y, de perdidos al río, se dejó llevar hasta el último y vibrante espasmo, exprimiéndose hasta que sus rodillas flaquearon y notó la sangre del mordisco.

Acto seguido, se sintió débil y vacío por dentro, como si el hecho de correrse hubiera acabado no sólo con el impulso sexual, sino con todo lo demás.

Estaba muy cansado.

Muy, pero que muy cansado.

Profirió una maldición, extendió la mano que había efectuado el trabajo y se aseguró de no dejar rastro de nada en el mármol o el cristal. Luego se aclaró una última vez, cerró el grifo y salió del empañado habitáculo que lo había metido en un lío.

La seguía teniendo dura, a pesar del agotamiento y del ejercicio.

Estaba claro que su polla no se había tragado el soborno.

Y sí, tenía razón: la franela no sirvió de nada para disimular lo evidente. Como mucho, lo de estar empalmado le hacía parecer el doble de grande, lo cual, teniendo en cuenta que aquello debería estar colgando, no era exactamente lo que más le interesaba.

Ocultó la erección sujetándola contra la barriga con la cinturilla del pijama y cogió el jersey rogando para que fuera lo bastante largo como para ocultar la enrojecida cabeza del miembro.

Que seguía llena de ideas brillantes.

Vale, fracaso absoluto en lo del disimulo. El jersey habría sido suficientemente largo si no tuviera el pecho tan grande. Pero, tal y como estaba, iba más desnudo que en pelota picada. Isaac se deshizo del jersey y se puso la sudadera. La camiseta de tirantes estaba demasiado asquerosa después de la pelea. Aquella maldita prenda había que quemarla, no lavarla.

Antes de volver abajo, usó los artículos de primeros auxilios. No porque le importara, sino porque estaba convencido de que si no lo hacía, ella insistiría en subir y hacerse la Florence Nightingale.

Una idea nefasta, teniendo en cuenta lo que acaba de hacer.

El punto de aproximación que le habían puesto los enfermeros en la cárcel no habían aguantado ni un asalto en el ring y sabía Dios dónde había acabado. Sin embargo, era un corte normal y corriente. Un tajo en la piel lo suficientemente profundo para montar un espectáculo sanguinolento, pero nada por lo que ponerse histérico. Le iba a quedar una cicatriz, pero ¿y qué?

Se puso una tirita sobre el corte sin molestarse en echarle la pomada antibiótica. Era más probable que se muriera por envenenamiento de plomo de una Smith & Wesson que por una infección cutánea.

Salió de la habitación de invitados. Bajó las escaleras. Cuando llegó al vestíbulo de la parte delantera, las cosas habían empezado a calmarse un poco allá en las caderas.

Hasta que dobló la esquina de la cocina y vio a Grier.

Joder.

Si con el minivestido negro estaba preciosa, con aquel boxer de franela de chico y aquella vieja sudadera verde que ponía «CAMPAMENTO DARTMOUTH», obviamente su versión de pijama, estaba como para tirársela. Con los calcetines blancos que llevaba puestos y las zapatillas de casa hechas polvo, parecía más una colegiala que una treintañera. Además, la ausencia de maquillaje y el cabello despeinado incluso eran puntos a su favor. Tenía la piel tersa y satinada y sus pálidos ojos destacaban en lugar de perderse tras las gafas de carey.

Supuso que debía de usar lentillas.

Y tenía el pelo tan largo, mucho más de lo que pensaba, y ligeramente ondulado. Apostaba a que olía bien y que tenía un tacto aún mejor…

Ella levantó la vista por encima del cuenco rojo que estaba secando en el fregadero.

—¿Encontraste arriba todo lo que necesitabas?

«Ni de lejos».

Por si acaso, ciñó la parte de debajo de la sudadera para asegurarse de que el señor Feliz estaba a cubierto. Luego se limitó a observarla como un gilipollas.

—¿Isaac?

—¿Estás casada? —le preguntó en voz baja.

Mientras los ojos de ella giraban para encontrarse con los suyos, supo perfectamente cómo se sentía: él tampoco podía creer que se lo hubiera soltado así.

Antes de que él pudiera dar marcha atrás, ella se subió las gafas en la nariz y dijo:

—No. ¿Y tú?

Él negó con la cabeza y lo dejó estar, porque Dios sabía que, para empezar, no debería haber abierto la puerta.

—¿Y tienes novia? —le preguntó ella, cogiendo la sartén para secarla.

—Nunca la he tenido. —Mientras ella le clavaba los ojos, él se encogió de hombros—. No es que nunca haya… Bueno, que no haya estado con…

Por el amor de Dios. ¿Se estaba ruborizando?

Vale, tenía que alejarse de ella y huir de la ciudad, y no sólo porque Matthias quisiera su cabeza. Aquella mujer lo estaba convirtiendo en un desconocido.

—Supongo que no has conocido a la persona adecuada. —Se inclinó y guardó el cuenco. Luego se acercó con la sartén para guardarla en las alacenas de la isla—. La razón siempre es la misma, ¿no?

—Entre otras.

—Yo sigo pensando que un día aparecerá —susurró ella—. Pero nada. Aunque me gusta mucho mi vida.

—¿No tienes novio? —se oyó decir a sí mismo.

—No —contestó encogiéndose de hombros—. Y no soy de rollos de una noche.

Eso no le sorprendió. Tenía demasiada clase.

Un silencio curiosamente agradable se instaló entre ellos. No tenía ni idea de cuánto tiempo se había quedado allí plantado, mirándola a través de la isla.

—Gracias —añadió finalmente.

—¿Por qué? La verdad es que no te he ayudado en nada.

Y una mierda. Le había proporcionado algo cálido en lo que pensar cuando estuviera solo en la fría noche. Recordaría aquel momento con ella durante el resto de sus días.

Aunque ya habían pasado unos cuantos.

Se movió para acercarse a ella, extendió la mano y le tocó la mejilla. Ella inspiró bruscamente y se quedó inmóvil.

—Siento lo de antes —dijo él.

Aunque no tenía muy claro a qué «antes» se refería: si a los veinticinco de los grandes que había puesto por él, a lo de infringir la ley, al intento de asustarla para hacerla reaccionar… o a la ducha.

Le sorprendió que ella no se apartara.

—Sigo sin querer que te vayas.

Isaac ignoró aquellas palabras.

—Me gusta cómo te queda el pelo suelto —expresó en cambio, pasándole los dedos entre el pelo hacia el hombro. Grier se ruborizó y él retrocedió—. Me voy a la cama. Si me necesitas, llama antes, ¿vale? Llama antes y espera a que conteste.

Ella parpadeó con rapidez, como si tuviera niebla dentro de la cabeza.

—¿Por qué?

—Tú prométemelo.

—Isaac… —Él negó con la cabeza y ella cruzó los brazos sobre el pecho—. De acuerdo. Te lo prometo.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Dio media vuelta y la dejó sola en la cocina. Recorrió el pasillo y subió las escaleras con rapidez, porque su autocontrol estaba en las últimas y, a pesar de las dos tortillas, estaba muerto de hambre.

Aunque no de comida.

Como una nenaza, se encerró en la habitación de invitados y esperó detrás de la puerta cerrada para oírla subir por las viejas escaleras que crujían ligeramente. Cuando la oyó cerrar la puerta, dio media vuelta y se preguntó qué demonios iba hacer durante las siguientes ocho horas.

La polla le daba tirones como si estuviera levantando la mano para que el profesor le preguntara, porque sabía la respuesta.

—Pero eso no va a pasar, grandullón —se espetó Isaac a sí mismo.

Se frotó los ojos. No se podía creer que hubiera caído tan bajo como para estar hablando con su amiguito mudo. O para intentar razonar con él.

Y, sobre todo, no podía creer que hubiera aceptado quedarse: principalmente teniendo en cuenta quién había entrado al ring con él. Pero no podía negarse después de haber visto lo que había visto en la parte de atrás del armario de Grier y, aunque a Matthias los daños colaterales le traían sin cuidado, tenía clarísimo que no lo buscaría allí. Sobre todo si su padre era militar: Matthias conocía a todo el mundo y era perfectamente consciente de las complicaciones que tendría matar a la hija de alguien importante.

Isaac profirió otra maldición, entró en el baño y se cepilló los dientes; luego se tendió sobre el edredón y apagó la luz. Mirando al techo, se la imaginó arriba en aquella acogedora cama, con algo de la época de Magnum en la televisión encendida ante sus párpados cerrados.

Le gustaría estar allí arriba con ella.

Le gustaría estar allí arriba… encima de ella.

Lo cual significaba que tenía que irse al amanecer, antes incluso de que Grier se despertara. Si no, puede que no fuera capaz de irse sin intentar algo que no tenía derecho a hacer y que en absoluto se merecía.

Cerró los ojos y estuvo así unos quince minutos hasta que, de tantas vueltas que dio, el pantalón del pijama se le subió hasta tal punto que tenía la sensación de que podría toser franela.

Cuando dormía con colchón, almohada y todo eso, normalmente lo hacía desnudo. Ahora sabía por qué. Aquello era realmente ridículo.

Media hora después, no pudo soportarlo más y se desnudó por completo. Lo único que dejó a mano fue el par de pistolas, embutidas bajo las mantas. Después de todo, puede que estuviera con el culo al aire, pero no había razón alguna para ser vulnerable.