9

A treinta kilómetros de Charleston,

Carolina del Sur

—¡Joder, qué árboles más grandes hay aquí!

Con eso, estaba todo dicho. La furgoneta de Paranormal Investigators, dotada de antena vía satélite, dio un giro para salir de la carretera rural SC 124. Luego Gregg Winn pisó el freno y se inclinó sobre el volante.

Absolutamente… perfecto.

La entrada a la casa señorial estaba elegantemente flanqueada por robles del tamaño de cohetes y cientos de frondosos arbustos que se mecían en medio de la brisa. Al final del sendero, cerca de un kilómetro más adelante, la mansión, custodiada por columnas, se alzaba hermosa, como una dama vigilante, mientras el sol del atardecer le pintaba la cara con luz dorada.

La presentadora de PI, Holly Fleet, se inclinó hacia delante desde el asiento trasero de la furgoneta.

—¿Estás seguro de esto?

—Es un alojamiento, ¿no? —Gregg apretó el acelerador—. Y está abierto al público.

—Llamaste cuatro veces, y nada.

—Tampoco dijeron que estuviera prohibido el paso.

—No te devolvieron la llamada.

—Da igual.

Gregg necesitaba dar un paso adelante. Los programas especiales de PI estaban a punto de subir de nivel dentro de la cadena, lo cual significaba más publicidad. Ciertamente, no estaban a la altura de las célebres emisiones de American Idol, pero habían superado al episodio más reciente de Magia al descubierto y, si esa tendencia continuaba, el dinero iba a aumentar considerablemente.

El largo sendero que llevaba hasta la casa no era un camino que se adentrara sólo en la finca, sino también en el tiempo. Al inspeccionar los alrededores cubiertos de césped, Gregg tenía la sensación de que en cualquier momento aparecerían soldados de la Guerra de Secesión y varias jovencitas Vivien Leigh[1] correteando alegremente por caminos y florestas.

El sendero de gravilla llevaba a los visitantes directamente hasta la entrada principal. Gregg aparcó a un lado, dejando espacio por si otros coches necesitaban pasar.

—Vosotros dos quedaos aquí. Voy a entrar solo.

Se bajó del coche, se cubrió la camiseta Ed Hardy con una chaqueta deportiva negra y se bajó las mangas para ocultar su Rolex de oro. La furgoneta, decorada con el dibujo de una lupa gigante sobre un fantasma negro y sombrío, el logo de PI, ya era suficientemente llamativa y no cabía duda de que aquélla era la casa de una persona sobria. La cuestión era que hacer las cosas al estilo de Hollywood no necesariamente representaba una ventaja fuera de Los Ángeles y ese pintoresco lugar estaba muy alejado del paraíso de las cirugías plásticas y los bronceados artificiales.

Los mocasines de Prada crujieron sobre la gravilla del sendero mientras se dirigía a la entrada. La casa blanca era una sencilla construcción de tres plantas, con porches en el primero y el segundo pisos y un techo con buhardilla. La elegancia de las proporciones y el tamaño mismo del lugar la colocaban en la categoría de las mansiones. Y para completar la apariencia de majestuosidad, todas las ventanas estaban cubiertas por dentro con cortinas de colores y a través de los cristales se podían ver los candelabros que colgaban de los techos altos.

Menuda pensioncita.

La puerta principal era enorme, propia de una catedral. El aldabón de bronce representaba la cabeza de un león. Parecía de tamaño casi natural. Gregg levantó el aldabón con esfuerzo y lo dejó caer.

Mientras esperaba, se aseguró de que Holly y Stan estuvieran donde los había dejado. Lo último que necesitaba en ese momento, cuando iba a tener que desplegar todas sus dotes y sus encantos de vendedor, eran refuerzos. Los modos de sus colegas, demasiado convencionales, no serían de mucha utilidad.

De no haberse dado la coincidencia de que estaban haciendo un trabajo en Charleston, lo más posible es que no hubiesen acudido personalmente. Pero como aquella visita sólo suponía un desvío de media hora, que apenas les apartaba de su camino, valía la pena hacer el esfuerzo. Para el programa especial de Atlanta aún faltaba un par de días, así que tenían tiempo para esto. Y, más importante aún, él se moría de ganas de…

La puerta se abrió de par en par y Gregg no pudo contener una sonrisa al ver lo que había al otro lado. Joder… esto se ponía cada vez mejor. El tío de la puerta tenía pinta de mayordomo inglés de película, desde el brillo de los zapatos hasta el chaleco negro y la chaqueta. Por no hablar del semblante.

El mayordomo habló.

—Buenas tardes, señor. —También tenía un acento especial. No totalmente británico, ni francés, pero sí europeo, sofisticado—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Gregg Winn. —Le tendió la mano—. Llamé por teléfono un par de veces, aunque no estoy seguro de que hayan recibido mis mensajes.

El mayordomo le estrechó la mano rápidamente.

—En efecto.

Gregg esperó a que el hombre continuara, pero cuando vio que no tenía intención de decir nada más, carraspeó.

—Bueno, tenía la esperanza de que nos permitieran investigar un poco acerca de su preciosa casa y los alrededores. La leyenda de Eliahu Rathboone es muy especial, me refiero a que… lo que cuentan sus huéspedes es asombroso. Mi equipo y yo…

—Disculpe que lo interrumpa, pero en la propiedad está prohibido hacer cualquier clase de…

—Estamos dispuestos a pagar.

—No se puede filmar. —El mayordomo tenía ahora una sonrisa forzada—. Estoy seguro de que entiende que preferimos mantener la privacidad.

—Para serle sincero, no estoy de acuerdo con esa decisión. ¿Qué daño puede hacer que investiguemos un poco? —Gregg bajó la voz y se inclinó hacia delante—. A menos, claro, que sea usted quien camina por ahí en medio de la noche. O quien cuelga esa misteriosa vela en la habitación del segundo piso…

La cara del mayordomo permaneció inmutable, aunque toda su persona dejaba entrever un claro sentimiento de desprecio.

—Ha sido un placer conocerle, señor.

El tono era inequívoco. No era una sugerencia. Era una orden.

Pero Gregg no estaba dispuesto a recibir órdenes. A la mierda. En su vida ya había tenido que vérselas con problemas más serios que un tío raro vestido de pingüino.

—Piénselo, hombre. Me imagino que ustedes deben de recibir muchos huéspedes gracias a esas historias de fantasmas. —Gregg bajó la voz todavía un poco más—. Nuestra audiencia es inmensa. Si creen que tienen una buena cantidad de visitantes ahora, imagínese cómo crecería el negocio con una emisión a nivel nacional. Aunque fueran ustedes mismos los autores de la leyenda sobre Rathboone, nosotros podríamos colaborar… ¿Comprende lo que quiero decir?

El mayordomo dio un paso atrás y comenzó a cerrar la puerta.

—Buenos días, señor…

Gregg se colocó en el marco de la puerta, para impedirle que cerrara. Aunque el asunto de la casa no era una exclusiva mundial, tampoco estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Y, como siempre le ocurría, la negativa no hacía más que aumentar su interés.

—Por lo menos, nos gustaría quedarnos a pasar la noche. Estamos haciendo algunas tomas en escenarios de la Guerra Civil, en los alrededores y necesitamos un lugar donde dormir.

—Me temo que no es posible. Estamos al completo.

En ese momento, como si fuera un regalo de Dios, una pareja bajaba por la escalera con las maletas en la mano. Gregg sonrió al verlos por encima del hombro del mayordomo.

—Pero parece que va a quedar sitio libre. —Mientras decía esto pensaba rápidamente en cuál sería la actitud más apropiada para la ocasión. Finalmente puso su mejor cara de le-prometo-que-no-voy-a-causar-ningún-problema—. Entiendo sus razones. Así que no filmaremos nada ni haremos ninguna grabación. Lo juro por mi abuela. —Luego levantó la mano para saludar a la pareja y les habló—: ¿Qué tal, chicos, disfrutaron de la estancia?

—¡Ya lo creo, fue increíble! —dijo la novia, esposa, amante de turno o lo que fuera—. ¡Eliahu es real!

El novio, esposo, conquistador o lo que fuera asintió con la cabeza.

—Yo no lo creía. Nunca me tragué las historias de espectros y fantasmas… Pero, joder… yo también lo oí.

—Y vimos la luz. ¿Le han contado algo sobre la luz?

Gregg se llevó la mano al pecho con actitud de asombro.

—No, ¿de qué luz hablan? Cuéntenmelo todo…

Mientras la pareja comenzaba una detallada descripción de todas las cosas «increíblemente asombrosas» que habían presenciado durante su «increíble» estancia, el mayordomo entornaba los ojos. Era evidente que sólo sus buenos modales frenaban en ese momento su impulso asesino. Educadamente, dio un paso atrás para permitir que Gregg y la pareja que estaba a punto de marcharse siguieran conversando, pero en sus ojos empezaban a acumularse nubes de tormenta.

—Espere, ¿ésa no es la furgoneta de ese programa tan famoso? —El hombre frunció el ceño y se inclinó hacia un lado—. Por Dios santo, ¿usted trabaja en…?

Paranormal Investigators —dijo Gregg—. Yo soy el productor.

—¿Y dónde está la presentadora? —El tipo miró de reojo a su amiga—. ¿Ella también está aquí?

—Por supuesto. ¿Les gustaría conocer a Holly?

El hombre dejó en el suelo la maleta que llevaba en la mano y se arregló como pudo la camiseta.

—Claro, ¿sería posible?

—Pero si ya nos íbamos —interrumpió la mujer, recelosa—. ¿No es cierto, Dan?

—Sí, claro, pero si tuviéramos la oportunidad de…

—Hemos de irnos ya, si queremos estar en casa al anochecer. —La mujer se dirigió al mayordomo—. Gracias por todo, señor Griffin. Hemos pasado unos días increíbles.

El mayordomo hizo una elegante reverencia.

—Espero que regresen pronto, señora.

—Ah, por supuesto que lo haremos. Éste es el sitio perfecto para nuestra boda. La celebraremos en septiembre. Es un alojamiento increíble.

—Maravilloso —agregó su prometido, como si quisiera recuperar los puntos que había perdido con la novia.

Gregg no insistió en que conocieran a Holly. La pareja avanzó hacia la puerta. El hombre se detuvo un momento y miró hacia atrás como si tuviera la esperanza de que Gregg los siguiera. Pero Gregg estaba a lo suyo.

—Entonces, si no tiene inconveniente, iré a por nuestro equipaje —le dijo al mayordomo—. Mientras tanto, usted podrá prepararnos la habitación, señor Griffin.

El aire pareció condensarse alrededor del mayordomo, que de todas formas cedió.

—Tenemos dos habitaciones.

—Perfecto. Y como está claro que usted es un hombre de principios, Stan y yo compartiremos habitación. En aras de la decencia.

El mayordomo arqueó las cejas.

—Muy bien. Si usted y sus amigos tienen la bondad de esperar en el salón que hay a mano derecha, me ocuparé de que el ama de llaves les prepare sus habitaciones.

—Fantástico. —Gregg le puso una mano en el hombro al mayordomo—. No molestaremos en absoluto. Prácticamente no notarán nuestra presencia.

El mayordomo hizo un gesto y se echó hacia atrás.

—Una advertencia, si me lo permite.

—Dígame.

—No suban al tercer piso.

Menuda advertencia… parecía una frase sacada de una película de terror.

—Por supuesto que no. Se lo prometo.

El mayordomo se marchó por el pasillo. Gregg se asomó a la puerta principal e hizo señas a los otros dos. Al bajarse del coche, los inmensos pechos de Holly se sacudieron por debajo de la camiseta negra que llevaba puesta. Los vaqueros se le ceñían tan por debajo de las caderas que el vientre femenino brilló con todo su esplendor. Gregg no la había contratado precisamente porque fuera muy inteligente, sino más bien por aquellas otras cualidades, tan televisivas. Y sin embargo, la chica había demostrado ser más de lo que él esperaba. Como tantas otras muñequitas, no era completamente estúpida, sólo lo suficiente, y tenía una asombrosa capacidad para estar donde debía estar en el momento preciso.

Stan abrió la puerta corrediza de la furgoneta y se bajó. Parpadeó y se echó hacia atrás las greñas. Como siempre vivía drogado, era el personaje perfecto para aquella clase de trabajo: tenía muchos conocimientos técnicos, y a la vez era lo suficientemente flexible, porque todo le daba igual, para cumplir lo que se le ordenaba.

Lo último que Gregg necesitaba era un cámara rebelde, con ínfulas artísticas.

—Traed el equipaje —les gritó Gregg. Lo cual significaba: traed, no sólo las maletas, sino también el equipo de filmación portátil.

Desde luego, no era el primer lugar al que tenía que acceder con engaños.

Mientras Gregg volvía a entrar, la pareja que se estaba marchando pasó junto a la furgoneta. El hombre parecía más pendiente de Holly que del camino.

Holly tenía tendencia a causar ese efecto en los hombres. Otra razón para tenerla cerca.

Otra razón era que no le hacía ascos a los encuentros sexuales sin compromiso.

Gregg entró en el salón y le echó un rápido vistazo general. Los óleos que colgaban de las paredes parecían de museo, las alfombras eran persas, las paredes estaban adornadas con frescos que representaban escenas bucólicas. Había candelabros de plata en todas las mesas y ni uno solo de los muebles era moderno… todo parecía del siglo XIX o incluso más antiguo.

El periodista que llevaba dentro comenzó a sentir un gran alborozo. Ningún alojamiento rural, ni siquiera los mejores, tenía aquella clase de decoración. Así que allí pasaba algo raro, o la leyenda de Eilahu realmente estaba atrayendo a muchos clientes cada noche, lo que daba para gastar a todo trapo en decoración.

Gregg se acercó a uno de los retratos más pequeños. Mostraba a un joven de unos veinte años. Desde luego, era antiguo. El joven estaba sentado en una silla de respaldo alto, con las piernas cruzadas a la altura de las rodillas y sus elegantes manos a un lado. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás y sujeto con una cinta, dejando al descubierto un rostro muy atractivo. La ropa era… bueno, Gregg no era historiador, así que no estaba seguro, pero parecían prendas de la época de George Washington y sus amigos.

Ese tipo debía de ser Eliahu Rathboone, pensó Gregg. El abolicionista secreto que siempre dejaba encendida una luz para animar a quienes quisieran escapar a refugiarse en su casa… el hombre que había muerto por la causa, incluso antes de que ésta fuese adoptada por los del Norte… el héroe que había salvado a tanta gente y había muerto en la flor de la vida.

Ése era su fantasma.

Gregg formó un cuadrado con sus manos e hizo un paneo por la habitación antes de colocar el imaginario objetivo de su imaginaria cámara sobre el rostro del cuadrito.

—¿Ése es él? —la voz de Holly llegó desde atrás—. ¿De verdad es él?

Gregg la miró con rostro radiante.

—Esto es mejor que las imágenes que vimos en Internet.

—Es… superatractivo.

Lo era. Como todo lo demás: la historia, la casa y aquella gente que salía de allí hablando de apariciones.

Al diablo con el viaje a aquel asilo de Atlanta. Éste iba a ser su próximo programa especial en vivo y en directo.

—Quiero que ablandes al mayordomo —le dijo Gregg a la chica en voz baja—. Ya sabes a qué me refiero. Quiero tener acceso a todo.

—Pero no voy a dormir con él. No me gusta la necrofilia y ese tipo, si no es un muerto viviente, le falta poco.

—¿Te he pedido que te abras de piernas con él? Hay otras maneras de conseguirlo. Tienes dos días: hoy y mañana. Quiero hacer el programa especial aquí.

—Te refieres a…

—Vamos a transmitir en vivo desde aquí en diez días. —Gregg se dirigió al ventanal que daba sobre el sendero bordeado de árboles. A cada paso que daba, las tablas del suelo crujían.

«¡Allá vamos, queridos premios Emmy!», pensó Gregg.

Era absolutamente perfecto.