63

Xhex se despertó gritando.

Por fortuna, John había dejado encendida la luz del baño, lo que ayudó a su cerebro a discernir dónde se hallaba en realidad su cuerpo. Gracias a Dios, no estaba otra vez en aquella clínica humana, convertida en ratón de laboratorio.

Estaba en la mansión de la Hermandad, con John.

Por su parte, John había saltado de la cama al oírla y estaba apuntando con su arma hacia la puerta, como si estuviera preparado para agujerear la madera.

Con la mano aún en la boca, Xhex trató de calmarse antes de despertar a toda la casa. Lo último que necesitaba era un montón de hermanos en la puerta, preguntando qué estaba pasando.

Sin hacer ningún ruido, John movió en círculo el cañón de su calibre cuarenta, apuntando primero hacia las ventanas y luego hacia el armario. Cuando finalmente bajó el arma, silbó de modo interrogativo.

—Estoy… bien —respondió Xhex, cuando por fin recuperó la voz—. Sólo fue un mal…

El golpe en la puerta que interrumpió sus palabras fue tan sutil como una grosería en medio de un salón en silencio. O como el grito que ella acababa de lanzar.

Mientras Xhex se subía las sábanas hasta el cuello, John abrió la puerta un poco y entonces Xhex oyó la voz de Z.

—¿Va todo bien ahí dentro?

No. Ni remotamente.

La guerrera se restregó la cara y trató de volver a la realidad. Pero resultó una tarea bastante difícil. Sentía su cuerpo ingrávido, como desconectado y, joder, esa sensación de estar flotando le impedía pisar de nuevo tierra firme, por así decirlo.

No se necesitaba ser un genio de la psicología para entender por qué su subconsciente había recordado la pavorosa experiencia de su primer secuestro. Obviamente, su permanencia en la sala de cirugía mientras John se sometía a su operación había sido un plato difícil de digerir para su cerebro. La pesadilla era el equivalente mental de la acidez.

Dios. Ahora estaba sudando a chorros.

Para volver a la normalidad, intentó concentrarse en lo que podía ver a través de la puerta del baño, que estaba medio abierta.

Y he aquí que finalmente la hicieron recobrar la cordura y volver a tierra los cepillos de dientes que reposaban en la encimera de mármol. Estaban metidos en una copa de plata entre los dos lavabos, y parecían un par de viejas chismosas en pleno cotilleo. Los dos debían de ser de John, pensó Xhex, debido a que en esa casa las visitas no eran muy bien recibidas.

Uno era azul y el otro, rojo. Y los dos tenían en el centro las cerdas verdes que se volvían blancas para indicar que había llegado el momento de cambiarlos.

Todo perfecto. Normal. Aburrido. Tal vez si ella tuviera un poco más de todo eso en su vida no estaría buscando desesperadamente la puerta de salida. Ni teniendo pesadillas que transformaban su voz en un maldito megáfono.

John se despidió de Z y regresó a la cama. Dejó su arma sobre la mesita de noche y se metió debajo de las sábanas. Su cuerpo tibio era sólido y suave. Ella se le abrazó con toda la naturalidad que supuso que era normal entre amantes.

Aunque era algo que ella nunca antes había hecho con nadie.

Cuando John alejó la cabeza lo suficiente como para que ella pudiera verle la cara, preguntó modulando con los labios.

—¿Qué te ha pasado?

—Nada. He tenido un sueño. Un sueño muy malo. De aquella época en que… —Xhex respiró hondo—. Cuando estuve en esa clínica.

John no la presionó para que le diera detalles. Sólo acarició su pelo.

Se hizo un silencio. Xhex no tenía intención de hablar sobre su pasado, en especial cuando lo último que necesitaba era revivir los ecos de la pesadilla. Pero las palabras se fueron formando en su garganta y ella no pudo retenerlas.

—Yo incendié la clínica. —Su corazón palpitó con más fuerza al recordar, pero enseguida notó que la evocación de lo ocurrido no era tan terrible como el sueño—. Fue extraño… No estoy segura de que los humanos pensaran que estaban haciendo algo malo; en realidad me trataron como a un valioso ejemplar, un raro animal de zoológico, y me dieron todo lo que necesitaba para sobrevivir, mientras me exploraban, me palpaban y me hacían una prueba tras otra… Sí, casi todos aquellos humanos fueron buenos conmigo. Aunque había un maldito sádico en el grupo. —Sacudió la cabeza—. Me retuvieron un mes o dos, no lo sé porque perdí la noción del tiempo, y trataron de darme sangre humana para mantenerme viva, pero al mismo tiempo podían ver a través de los indicadores clínicos que yo cada vez estaba más débil. Logré salir de allí porque uno de ellos me soltó.

John, casi más angustiado que ella, hizo rápidas señas.

—Mierda, lo siento mucho. Pero me alegra que acabaras con ese lugar.

Xhex rememoró el viaje de regreso al sitio donde había estado cautiva y cómo todo acabó convertido en un montón de cenizas.

—Sí, tenía que quemarla. Ya llevaba bastante tiempo en libertad cuando volví y la incendié. No podía dormir a causa de las pesadillas. Le prendí fuego cuando todos se fueron a casa. Aunque… —movió otra vez la cabeza a un lado y otro— lo más posible es que hubiera una víctima, que debió de morir en condiciones terribles. Pero ese hijo de puta se lo merecía. Mi ley es la del ojo por ojo.

Las manos de John volvieron a moverse.

—Eso es normal, no me parece malo en absoluto.

—¿Te puedo preguntar una cosa un poco delicada? —Al ver que su macho se encogía de hombros, siguió—: Aquella noche que me llevaste a la ciudad, ¿fue la primera vez que volvías a aquellos sitios?

—No había vuelto. No me gusta quedarme en el pasado. Siempre miro hacia delante.

—Cómo te envidio. Yo, en cambio, no puedo librarme de mi propia historia.

Y no era sólo por lo que había ocurrido en la clínica, o la pequeña pesadilla del nidito de amor de Lash. El caso era que nunca había acabado de encajar en ninguna parte: ni con la familia que la crió, ni en la sociedad vampira en general, ni en la symphath. Esa inadaptación la carcomía constantemente, y definía su comportamiento, su personalidad, incluso cuando no estaba pensando conscientemente en ella. Los lugares en que se había sentido realmente bien eran escasos, y muy distanciados entre sí… y siempre relacionados con satisfactorios trabajos, es decir con asesinatos.

Enseguida pensó, no obstante, en los momentos que había pasado con John… y se aclaró un poco ese deprimente panorama. Estar con él, cuerpo contra cuerpo, era algo que definitivamente podía considerar como un momento feliz. Y ya se había adaptado a algo y a alguien. Por fin encajaba.

Pero era una relación más o menos parecida a la de su actividad como asesina: no era muy saludable para ninguno de los involucrados. No había más que pensar en lo que acababa de suceder: se había despertado gritando y John se levantó con un arma en la mano para enfrentarse al peligro, mientras ella hacía el papel de la hembra asustada, con la sábana apretada contra el corazón.

Ésa no era ella. Sencillamente, no era su naturaleza.

A decir verdad, el peligro de convertirse en una hembra de las que se dejan proteger la asustaba más que los malos sueños que acababa de tener. Si algo le había enseñado la vida era que lo mejor es que cada cual se preocupe de sus propios asuntos y se defienda por sus propios medios. Nada deseaba menos que convertirse en una especie de muñequita de porcelana, dependiente de otro, aunque el otro fuese alguien con tanta amabilidad, valor y honor como John.

Eso sí, en el terreno sexual todo resultaba muy satisfactorio. Mucho. Parecía un poco elemental y crudo decirlo de esa manera, pero era la verdad.

Xhex recordó que cuando llegaron a la habitación, después del tête-à-tête en el túnel, ni siquiera se molestaron en dar las luces. No tenían tiempo, sólo se quitaron la ropa y luego a la cama, a follar. Cuando todo pasó, ella se quedó dormida y un poco después John debió de levantarse para ir al baño y fue entonces cuando debió de dejar la luz encendida. Probablemente, para asegurarse de que no se sintiera perdida si se despertaba.

Así era John. Así era su macho.

Se oyeron ruidos metálicos y un sordo zumbido por toda la casa. Las persianas de acero comenzaron a levantarse, dejando ver tras los cristales un cielo negro. Xhex dio por terminadas sus elucubraciones, y eso fue un alivio para ella. Odiaba dar demasiadas vueltas a los asuntos. Casi nunca se resolvía nada y casi siempre acababa sintiéndose peor.

—El agua caliente nos espera —dijo Xhex, incorporándose. Deliciosos dolores en los músculos y los huesos, sin duda consecuencia de la orgía nocturna, hicieron que desease compartir durante años y años aquella inmensa cama con John.

Pero ése no era su destino.

Se inclinó y se quedó mirando el rostro en sombras de John. Después de recorrer sus atractivos rasgos con los ojos, no pudo frenar el impulso de acariciarle la mejilla.

«Te amo», dijo en silencio, modulando las palabras con los labios en medio de la penumbra.

—¡Vamos! —dijo después en voz alta.

El beso que siguió fue una especie de despedida; después de todo, tal vez esa noche encontraran por fin a Lash y eso implicaría el punto y final de sus encuentros íntimos.

De pronto, John la agarró los brazos y arrugó la frente, pero luego, como si le hubiese leído la mente o hubiera recordado súbitamente las reglas de su juego, la soltó.

Xhex se levantó y se dirigió al baño. John la siguió con los ojos.

En el baño, Xhex abrió el grifo y sacó unas toallas del armario correspondiente.

Luego se detuvo para mirarse en el espejo que había sobre el lavabo.

Su cuerpo era el mismo de siempre, ciertamente, pero pensó en cómo lo percibía, como se sentía cuando estaba con John. Estaba tan acostumbrada a pensar en su cuerpo como una especie de arma sofisticada, algo que era útil y necesario para lograr sus objetivos personales y profesionales, que, joder, se alimentaba y se cuidaba de la misma manera en que cuidaba y limpiaba las pistolas y los cuchillos. Con fría eficiencia, porque así mantenían su utilidad.

Sin embargo, John le había brindado nuevas y sorprendentes enseñanzas, le había mostrado que de su cuerpo podían brotar un placer profundo y una comunicación muy especial. Eso ni siquiera lo había sospechado durante su relación con Murhder, con quien hubo placer, claro, pero no profundo. En cuanto a la comunicación a través del cuerpo, nada de nada.

En eso estaba pensando cuando apareció el macho enamorado y se plantó detrás de ella. Ahora el espejo reflejaba la imagen de ambos.

Qué ejemplar de macho, pensó la asesina enamorada.

Mirándole a los ojos en el espejo, Xhex se llevó la mano a uno de sus senos y comenzó a acariciarse el pezón. Recordaba muy bien lo que había sentido cuando él la había tocado allí, con la mano, con la lengua, con la boca.

El cuerpo de John reaccionó en consecuencia. Su olor a macho enamorado invadió el baño. En la entrepierna hubo un movimiento telúrico.

Entonces Xhex tendió una mano hacia atrás y lo atrajo hacia ella, mientras la verga de John se insertaba en la rendija formada por sus muslos, justo debajo de la vagina.

El vientre del macho presionó el culo de ella, sus manos grandes y tibias la envolvieron y le acariciaron el abdomen. Luego John bajó la cabeza hacia los hombros de la amada y sus colmillos brillaron. Rozó su piel delicadamente hasta llegar al cuello.

Xhex se apretó entonces contra él y se estiró para meter las manos entre aquel pelo grueso y negro que tanto amaba, corto pero sedoso, suave, masculino…

—Te quiero dentro de mí —dijo ella con voz ronca y perentoria.

John movió la mano hacia arriba y agarró el seno que ella se había acariciado; luego se colocó adecuadamente y la penetró.

En ese mismo momento, deslizó sus colmillos hasta una de las grandes venas del cuello.

No necesitaba alimentarse. Xhex lo sabía. Así que se sintió curiosamente excitada cuando él la mordió, porque eso significaba que lo estaba haciendo sólo por deseo, porque él también la quería tener a ella dentro de sí.

Cada uno, dentro del otro.

A la luz de las lámparas del techo, en el espejo, ella vio cómo John la penetraba desde atrás. Sus poderosos músculos se flexionaban, sus ojos ardían y su impresionante miembro erecto entraba y salía, entraba y salía. Y también se vio a sí misma. Los senos firmes, los pezones enrojecidos, no con su color rojizo natural, sino con el tono de la excitación, de la lujuria, porque John los había estado acariciando largamente durante el día.

Se veía y se gustaba. La piel radiante, las mejillas resplandecientes, los labios hinchados por los besos, los ojos entrecerrados y sensuales.

John se retiró de la vena de Xhex y lamió los pinchazos para sellarlos. La hembra volvió la cabeza, atrapó la boca de John con la suya y se perdieron en un delicioso intercambio de saliva, duelo de dos lenguas excitadas que seguían el ritmo de la enésima penetración que estaba teniendo lugar más abajo.

El deseo fue creciendo y creciendo, hasta convertirse en una pasión salvaje, no ya sensual, sino mucho más: arrasadora, devoradora, imparable.

Y mientras John la embestía con las caderas, los cuerpos se estrellaban uno contra otro y más que respirar rugían. El orgasmo de Xhex fue tan avasallador, tan sublime, que si él no la hubiese tenido agarrada de las caderas, se habría derrumbado, tal vez muerta de placer.

Y justo cuando ella llegó al clímax, los estremecimientos de John la sacudieron. El torrente seminal, eléctrico, que brotó del miembro imparable inundó el cuerpo y el alma de la guerrera enamorada.

Y luego sucedió.

En la cima del placer, la visión de Xhex se volvió roja, bidimensional y, cuando el éxtasis empezó a ceder, la súbita irrupción de su lado malo fue la llamada de atención que ella había estado esperando inconscientemente.

Poco a poco, la hembra fue retomando conciencia de sí misma, de dónde estaba, de la humedad del ambiente, del calor de la ducha, del ruido del agua al caer… y de los miles de puntos de contacto que había entre ellos. Y se dijo que en ese momento todas las cosas tenían distintos tonos de rojo, del color de la sangre.

John levantó una mano y la acarició alrededor de sus ojos ahora enrojecidos, diabólicos.

—Necesito mis cilicios —dijo Xhex.

John respondió enseguida por señas:

—Yo los tengo.

—¿De verdad?

—Los guardé. —El macho frunció el ceño, consciente del cambio que ella había experimentado—. Pero ¿estás segura de que tienes que…?

—Sí —confirmó ella apresuradamente—. Lo estoy.

La expresión dura que había adoptado John la hizo recordar la cara que tenía cuando saltó de la cama al oírla gritar: un semblante de macho duro y obstinado. Y ahora también enfadado. Pero no podía hacer nada para evitar su reprobación. Ella tenía que cuidarse, estuviera él de acuerdo o no. Como fuera, tenía que recuperar un cierto estado de «normalidad».

No, no estaban destinados a vivir juntos, por muy compatibles que pudieran ser a veces.

John se retiró del interior de Xhex y dio un paso atrás. Luego acarició la espalda de la hembra con delicadeza, como si así le mostrase una especie de agradecimiento… y, a juzgar por la sombría expresión de sus ojos, probablemente también como una especie de despedida. Luego dio media vuelta y se dirigió a la ducha.

—Santo Dios… —Xhex sintió que su corazón se detenía al ver lo que estaba viendo en el espejo. Sobre la parte superior de la espalda, dibujado en un glorioso despliegue de tinta negra… en una declaración que no susurraba sino que gritaba, en una letra gigantesca y llena de adornos… estaba su nombre escrito en caracteres antiguos.

La hembra se dio la vuelta. Él parecía repentinamente congelado.

—¿Cuándo te hiciste eso?

Tras un instante de tensión, John se encogió de hombros y ella se sintió fascinada por la manera en que en ese momento se movió la tinta sobre la carne amada, estirándose y contrayéndose. John sacudió la cabeza, metió la mano para probar la temperatura del agua, atravesó la puerta de vidrio, puso la espalda debajo del chorro, agarró el jabón y empezó a frotarse el cuerpo.

Al negarse a mirarla, John le estaba mandando un claro mensaje: el tatuaje no era asunto de ella. Más o menos, lo mismo que ella pensaba, en el fondo, de los cilicios, ¿no?

Xhex se acercó a la puerta de vidrio que los separaba y golpeó con fuerza.

—¿Cuándo te hiciste el tatuaje? —preguntó de nuevo, modulando las palabras.

John cerró los ojos, como si tuviera recuerdos que le dieran repentino dolor de estómago.

Finalmente, hizo señas lentas y claras:

—Cuando creí que no ibas a volver a casa.

Y eso rompió el corazón de la enternecida asesina.

‡ ‡ ‡

John trabajó rápido con el jabón y el champú, muy consciente de que su hembra estaba al otro lado de la puerta de vidrio, mirándolo fijamente. A él le habría gustado sorprenderla con toda la historia del tatuaje, pero teniendo en cuenta cómo estaban las cosas entre ellos, no estaba dispuesto a lanzarse a una confesión de sus sentimientos.

Cuando él le había preguntado por los cilicios, ella había sido sutilmente clara al insinuar que no era un asunto de su incumbencia… y eso lo había hecho reaccionar. Desde que cayó herido la noche anterior, los dos habían vuelto a dejarse llevar por aquella conexión pasional que los unía. El sexo distorsionaba la realidad. Pero eso tenía que acabarse.

Nunca más.

John salió de la ducha, pasó junto a ella, tomó una toalla del toallero y se la envolvió alrededor de las caderas. Después la miró a los ojos a través del espejo.

—Te traeré tus cilicios —dijo por señas.

—John…

Al ver que la hembra se limitaba a pronunciar su nombre, frunció el ceño y se dijo que era una escena típica de su relación: aunque estaban a unos cuantos centímetros el uno del otro, en realidad se encontraban a kilómetros de distancia.

John siguió hacia la habitación, sacó del armario unos vaqueros y se los puso. Alguien le había llevado la chaqueta de cuero a la clínica la noche anterior y él se la había dejado allí, en alguna parte.

Sin ponerse los zapatos, salió al corredor de las estatuas y se dirigió a la escalera. Luego se metió por la puerta oculta. Joder, recorrer de nuevo ese túnel le trajo muchos recuerdos: en lo único que podía pensar era en el escarceo erótico de ambos, allí, en medio de la oscuridad.

Como un completo idiota, deseó retroceder en el tiempo, que volvieran aquellos momentos mágicos en los que no existía nada que no fueran sus cuerpos. Allí, sus corazones habían podido palpitar y cantar en libertad.

Maldita vida real.

Era una mierda.

John se estaba acercando a la entrada del centro de entrenamiento cuando oyó la voz de Z.

—Oye, John.

Se dio la vuelta. Cuando levantó la mano a manera de saludo, el hermano comenzó a caminar hacia él desde la puerta de la mansión. Z llevaba ropa de combate: pantalones de cuero negro y camiseta ajustada, es decir, el uniforme que todos se pondrían cuando salieran a buscar nuevamente a Lash. Con su cabeza rapada y el reflejo de las luces del techo sobre la cicatriz que le partía la cara, no era nada extraño que Z despertara tanto pavor en la gente.

En especial cuando sus ojos se entrecerraban de aquella forma tan inquietante y apretaba con tanta ferocidad los dientes.

—¿Qué sucede? —preguntó John cuando el hermano se detuvo frente a él.

Al ver que Z no le respondía de inmediato, John se preparó para lo peor.

—¿Qué pasa? —volvió a preguntar por señas.

Zsadist soltó una maldición y comenzó a pasearse, con las manos en las caderas y los ojos clavados en el suelo.

—No sé por dónde empezar.

John frunció el ceño y se recostó contra la pared del túnel, listo para recibir malas noticias una vez más. Aunque no se le ocurría qué podía ser, la vida era muy imaginativa, siempre tenía alguna sorpresita preparada.

Tras un rato de paseos nerviosos, Z se detuvo y, cuando levantó la mirada, sus ojos ya no tenían el habitual color dorado que exhibían cuando estaba relajado, en casa. Ahora estaban completamente negros. Perversamente negros. Y su rostro había adquirido la palidez de la nieve.

John se puso en guardia.

—Por Dios, ¿qué sucede?

—¿Recuerdas aquellos paseos que tú y yo solíamos dar en el bosque? ¿Justo antes de tu transición… después de que perdieras el control con Lash la primera vez? —Al ver que John asentía con la cabeza, el hermano continuó—: ¿Nunca te preguntaste por qué Wrath nos había juntado de esa manera?

John asintió lentamente.

—Sí…

—No fue una casualidad, ni ningún error. —Los ojos del hermano resultaban fríos, negros como el sótano de una casa embrujada, y las sombras teñían no sólo el color del iris sino también lo que se escondía detrás de su mirada—. Tú y yo tenemos algo en común. ¿Entiendes a qué me refiero? Tú y yo… tenemos algo en común.

John volvió a fruncir el ceño, pues todavía no entendía de qué iba la cosa…

Pero de repente sintió un estremecimiento frío que le sacudió todo el cuerpo y le llegó hasta la médula. ¿Él? No era posible, ¿acaso había oído mal? ¿Estaría malinterpretando las palabras del hermano?

Y en ese momento recordó, con una claridad meridiana, la imagen de ellos dos, uno frente al otro, justo después de que Zsadist leyera lo que aquel psicólogo había puesto en la historia clínica de John.

«Ya encontrarás la manera de lidiar con esa mierda, porque es un asunto que sólo te incumbe a ti», había dicho Z. «Nunca tendrás que decir ni una palabra más sobre el tema, y de mis labios no saldrá ni una palabra».

En aquel momento, John se había sorprendido ante la inesperada comprensión del hermano. Así como ante el hecho de que Z no pareciera juzgarlo, ni ver en lo ocurrido una muestra de debilidad.

Ahora entendía el porqué.

Por Dios… ¿También Z?

El hermano levantó la mano.

—No te estoy diciendo esto para asustarte y, joder, habría preferido que nunca lo supieras, por razones que estoy seguro de que entiendes. Pero lo digo por el grito de tu hembra de esta mañana.

Tomó aire, conmocionado. El hermano empezó a pasearse de nuevo.

—Mira, John, no me gusta que la gente se meta en mis cosas y soy el último que hablaría de mierdas de éstas. Pero ese grito… —Z se situó frente a John—. Me he despertado demasiadas veces dando gritos como ése como para no saber la clase de infierno que hay que estar viviendo para gritar así. Tu hembra… bueno, ella ya tenía suficientes traumas en la cabeza, pero después de lo de Lash… No necesito detalles, pero puedo percibir que está mal. Demonios, en cierto modo, a veces es casi peor cuando estás de nuevo a salvo.

John se restregó la cara como si sus sienes le estuvieran torturando y luego levantó las manos dispuesto a hacer señas, pero se dio cuenta de que no tenía nada que decir. La tristeza que lo invadió y que ahuyentó las palabras le dejó una extraña sensación de aturdimiento.

Lo único que pudo hacer fue asentir.

Zsadist le puso una mano en el hombro durante un momento y luego volvió a pasearse.

—Bella fue mi tabla de salvación, pero el amor no era lo único que necesitaba. Verás, antes de que nos apareáramos formalmente, Bella me abandonó. Me dio una patada en el culo con toda la razón. Yo sabía que tenía que hacer algo, aclarar mi turbulenta cabeza, si quería tener una oportunidad con ella. Así que hablé con alguien acerca de… todo. —Z volvió a maldecir y cortó el aire con la mano—. Y no, no estoy hablando de uno de esos loqueros de la clínica de Haver’s. Me refiero a alguien en quien yo confiaba. De la familia, alguien que yo sabía que no me iba a tachar de depravado, débil o alguna mierda semejante.

—¿Quién? —preguntó John modulando con los labios.

—Mary. —Z suspiró—. La shellan de Rhage. Teníamos nuestras sesiones abajo, en el cuarto de la caldera, debajo de la cocina. Sólo con dos sillas. Así de austero y sencillo fue todo. Me ayudó mucho y todavía recurro a ella de vez en cuando.

John se hizo cargo al instante de lo lógico que era lo que le estaba contando. Mary tenía una manera de ser amable, serena, lo que explicaba cómo había sido capaz de domesticar al más salvaje de los hermanos, civilizar a la bestia que ese hijo de puta llevaba dentro.

—Ese grito de anoche… John, si quieres aparearte con esa hembra, tienes que ayudarla con eso. Ella necesita hablar sobre sus mierdas, porque si no lo hace, estoy seguro de que el trauma se la va a comer por dentro. Y acabo de hablar con Mary, sin mencionar nombres, claro. Ella tiene el título de psicóloga. Me ha dicho que está dispuesta a trabajar con quien sea. Si te parece bien, y crees que es el momento adecuado, habla con Xhex sobre este asunto. Dile que vaya a hablar con Mary. —Z se restregó la cabeza rapada, y al hacerlo las argollas que tenía en los pezones resaltaron por debajo de su camiseta negra—. Te aseguro que tu hembra estará en buenas manos. Lo juro por la vida de mi hija.

—Gracias —dijo John—. Sí, claro que hablaré con ella. Por Dios… gracias.

—De nada.

John miró intensamente a Zsadist a los ojos.

Mientras se miraban, pensó en lo difícil que era no sentirse parte de un club al que nadie querría entrar voluntariamente. Nadie deseaba ni buscaba formar parte de ese grupo, y ni se ufanaba de ello tampoco. Pero era un club muy fuerte, el de los supervivientes de calamidades y atropellos de ese tipo podían ver el horror escrito en los ojos de otras víctimas. Se reconocían sin necesidad de palabras. Por decirlo así, llevaban el mismo tatuaje interno, el rastro de un trauma que los separaba del resto del planeta, y que de vez en cuando unía inesperadamente sus almas atormentadas.

Zsadist rompió el silencioso intercambio de miradas, con voz ronca.

—Yo maté a la perra que me lo hizo. Y me llevé su cabeza cuando escapé. ¿Tú tuviste esa satisfacción o alguna similar?

John negó lentamente con la cabeza.

—Me habría gustado.

—No te voy a mentir: eso también me ayudó, tanto como la terapia psicológica.

Entonces hubo otro momento de silencio, como si, una vez hechas las difíciles confidencias, ninguno de los dos supiera cómo pulsar el botón de reset, cómo volver a la normalidad.

Finalmente, Z sonrió a su feroz manera y extendió el puño.

John hizo chocar sus nudillos con los de Z, mientras pensaba que uno nunca sabe lo que esconde la gente.

O quizá lo sabemos en mayor medida de lo que creemos.

Los ojos de Z volvieron a adquirir su color dorado cuando dio media vuelta y comenzó a avanzar hacia la puerta que lo llevaría de regreso a la mansión, junto a su familia, a sus hermanos. En el bolsillo trasero, como si lo hubiese guardado allí y luego se le hubiera olvidado, Z llevaba un babero rosa.

La vida continúa, pensó John. Te haga lo que te haga el mundo, siempre puedes sobrevivir.

Tal vez si ella hablaba con Mary, no…

John no pudo ni terminar el pensamiento, porque le daba pánico la idea de que se iba a marchar de su lado.

Así que se apresuró a llegar al centro de entrenamiento. Una vez allí siguió hacia la clínica, donde encontró su chaqueta, sus armas… y lo que Xhex necesitaba.

Lo recogió todo hecho un mar de dudas. Daba vueltas en su cabeza a todos los acontecimientos importantes, recientes y ya lejanos en el tiempo, aunque siempre presentes. Vueltas y más vueltas. Sin conclusiones.

Volvió a la mansión, fue directo hacia la escalera y llegó a su habitación. Al entrar en su cuarto, oyó la ducha en el baño y tuvo una vívida imagen de Xhex gloriosamente desnuda y mojada, envuelta en espuma. Pero no entró en el baño. Alisó un poco las sábanas y dejó los cilicios a los pies de la cama. Luego se puso su ropa de combate y volvió a salir.

Pero no se dirigió al comedor para hacer la Primera Comida.

Fue a otra habitación de la gran casa. Llamó a la puerta. Tenía la sensación de que lo que estaba a punto de hacer había tardado mucho en llegar.

Abrió Tohr. Estaba a medio vestir y desde luego sorprendido.

—¿Qué sucede?

—¿Puedo entrar? —le preguntó John por señas.

—Sí, claro.

Al entrar, tuvo algo así como una rara premonición. Pero no se alteró demasiado, porque cuando se trataba de Tohr, siempre sentía lo mismo, además de una profunda conexión con él.

Miró a Tohr y pensó en aquellas horas que habían pasado en el sofá de la sala de billar, viendo Godzilla en televisión mientras su amada luchaba a la luz del día. Era curioso; se sentía tan cómodo con Tohr que era como estar solo, pero sin la sensación de soledad.

—Tú me has estado siguiendo, ¿verdad? —le preguntó John por señas de repente—. Tú eras esa sombra que sentía tras de mí, o al acecho, en el salón de tatuajes y luego en Xtreme Park.

Tohr arrugó la frente

—Sí, era yo.

—¿Por qué?

—Mira, te juro que no es porque no crea que no puedes defenderte solo…

—No, no se trata de eso. Lo que no entiendo es… Quiero decir que, si estás lo suficientemente bien como para salir al campo de batalla para seguirme, ¿por qué no luchas normalmente? ¿Por qué haces eso? ¿Planeas matarlos? ¿Es por… ella? ¿Por qué pierdes el tiempo conmigo?

Tohr soltó una maldición.

—Mierda, John… —Hubo una larga pausa—. No se puede hacer nada más por los muertos. Ellos ya se fueron. No hay nada más que hacer en lo que a ellos se refiere. En cambio a los vivos sí puedes cuidarlos. Yo conozco el infierno que viviste, y que todavía estás viviendo. Perdí a mi Wellsie por no estar con ella cuando me necesitaba… Así que no puedo permitirme perderte a ti por la misma razón.

Las palabras del hermano se desvanecieron en el aire, pero dejaron honda huella en John, que se sintió como si le hubiesen dado un puñetazo sentimental. Así era aquel hermano: firme y sincero. Un macho honorable.

Tohr soltó una carcajada amarga.

—No me malinterpretes. Tan pronto como termines con la mierda de Lash y ese maldito zombi hijo de puta esté muerto para siempre, iré con toda mi alma contra esos desgraciados. Mataré restrictores en memoria de Wellsie durante el resto de mi vida. Pero el caso es que yo recuerdo… Verás, yo pasé por un drama similar al tuyo, sé lo que sufrías cuando creíste que tu hembra estaba muerta. Créeme, te lo digo por experiencia. Por muy tranquilo que pienses que estás, en realidad te encuentras totalmente desquiciado por dentro. Y eso que has tenido la suerte de recuperarla. De todas formas, el equilibrio no vuelve tan rápidamente. En fin. Sé que harías cualquier cosa para salvarla, incluso poner tu pecho ante las balas destinadas a ella. Desde luego, lo entiendo, claro, pero me gustaría que no sucediera.

John digirió unos instantes las palabras de Tohr, antes de hablar.

—Ella no es mi hembra.

—Sí, sí lo es. Formáis una pareja perfecta. Creo que no te haces idea de lo compenetrados que estáis.

John negó con la cabeza.

—No estoy seguro de entender de qué estás hablando. No te ofendas.

—Que una relación sea la ideal no quiere decir que tenga que ser fácil.

—En ese caso, si se trata de que haya tensiones, sí somos el uno para el otro.

Hubo un largo silencio, durante el cual John tuvo la extraña sensación de que la vida volvía a su curso normal, que los cambios de rumbo que había sufrido últimamente estaban quedando atrás.

Y ahí estaba otra vez un representante del Club de los Supervivientes.

Por Dios, en vista de la cantidad de problemas por los que habían pasado quienes vivían en la mansión, V tendría que diseñar un tatuaje que todos deberían llevar en el trasero. Porque John estaba seguro de que todos ellos se habían llevado el premio gordo en la lotería de los reveses más jodidos.

Seguramente lo que pasa es que la vida era así de desagradable y traicionera para todos los habitantes del planeta. Tal vez la pertenencia al Club de los Supervivientes no te la «ganabas», ni te tocaba en un macabro sorteo del destino, sino que era simplemente una condición que adquirías automáticamente al salir del útero de tu madre. La vida te ponía en la lista de espera y tarde o temprano te acababan llamando para formalizar el ingreso en el club. De que eso ocurriera se encargaban las crueldades azarosas de la vida, las enfermedades, los accidentes y la maldad de quienes sólo querían hacer daño.

Y no había forma de renunciar a la entrada en ese club, ni de salirse una vez dentro; a menos que acabaras con tu vida antes de tiempo.

La verdad esencial de la vida, tal como John estaba empezando a entrever, no era nada idealista, y se podía resumir en pocas palabras: siempre pasan cosas malas, mierdas, mierdas y más mierdas.

Y pese a ello siempre sigues adelante. Mantienes a tus amigos, a tu familia y a tu amor con la mayor seguridad posible. Y cuando te derriban, te levantas y sigues luchando. Luchas incluso cuando ya no te queda esperanza en la victoria.

Maldición, es verdad, no te rindes jamás.

—Me he portado como un mierda contigo —dijo John por señas—. Lo siento.

El interpelado sacudió la cabeza.

—¿Crees que yo me he portado mejor? No te disculpes. Como tu padre siempre me decía, no mires hacia atrás. Sólo hacia delante.

De ahí le venía su carácter, por tanto, pensó John. Aquella creencia la llevaba en la sangre.

—Quiero tenerte conmigo, a mi lado —dijo John por señas—. Esta noche. Y mañana por la noche. Hasta que matemos a Lash. Haz este trabajo conmigo. Encontremos juntos a ese maldito asesino. Ven con nosotros abiertamente, sin seguirme escondido en las sombras.

La idea de que los dos trabajaran juntos parecía absolutamente correcta. Después de todo, cada uno por sus propias razones, todos estaban unidos en aquel juego mortal: John necesitaba vengar a Xhex por mil motivos. Y en cuanto a Tohr… bueno, el Omega se había llevado a su hijo cuando un restrictor había matado a Wellsie. Y ahora el hermano tenía la oportunidad de devolverle el favor.

—Ven conmigo. Haz esto conmigo.

Tohr tuvo que tragar saliva.

—Pensé que nunca me lo pedirías.

Esta vez no chocaron los nudillos.

John y Tohr se abrazaron, pecho contra pecho. Y cuando se separaron, John esperó a que Tohr se pusiera la camisa y la chaqueta y a que preparara sus armas.

Luego bajaron la escalera hombro con hombro.

Como si nunca hubiesen estado separados. Como si siempre hubieran seguido íntimamente unidos.