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Infiltrarse en la mansión de al lado no representó ningún problema.

Después de observar la actividad de la casa y descubrir que no había nada que sugiriera movimiento dentro de sus muros, Darius anunció que Tohrment y él entrarían, y así lo hicieron. Tras desmaterializarse desde la arboleda que separaba las dos propiedades, tomaron forma de nuevo al lado del ala de la cocina, por donde entraron sin mayor dificultad a través de una puerta de madera sólida.

De modo que el mayor obstáculo que encontraron para entrar en la mansión fue la aplastante sensación de pavor que los invadía.

Con cada paso que daba, Darius tenía que hacer un esfuerzo para obligarse a seguir, pues su instinto le gritaba que se estaba equivocando. Y sin embargo se negó a dar marcha atrás. No tenía más lugares donde buscar, y aunque tal vez la hija de Sampsone no estuviera allí, su deber era descartar esa posibilidad. Y además necesitaba hacer algo, o se volvería loco.

Esta casa parece embrujada —murmuró Tohrment, mientras los dos inspeccionaban el salón de la servidumbre.

Darius asintió con la cabeza.

Pero recuerda que los fantasmas sólo habitan en tu mente y no entre quienes se encuentren bajo este techo. Vamos, debemos localizar dependencias subterráneas. Si los humanos la tienen cautiva, estará bajo tierra.

Atravesaron sigilosamente la inmensa cocina y la gran nave de las carnes curadas, que colgaban de ganchos incrustados en el techo. Estaba cada vez más claro que se trataba de una casa humana. Había mucho silencio, en contraste con cualquier mansión de una familia vampira, donde ésta sería la hora de la preparación de la Última Comida. Un jaleo.

Sin embargo, el hecho de que la casa fuera de la otra raza no desmentía que la hembra estuviese retenida allí, y tal vez era más bien un factor que podría llevar a esa conclusión. Aunque los vampiros tenían, lógicamente, plena certeza de la existencia de la humanidad, en la cultura humana sólo había mitos sobre los vampiros. Gracias a esa nebulosa, fomentada por ellos mismos, los poseedores de grandes colmillos sobrevivían con mayor tranquilidad. Sin embargo, de vez en cuando había contactos inevitables y de buena fe entre quienes preferían permanecer ocultos y aquellos a los que les gustaba husmear. Esos poco frecuentes roces entre las razas explicaban las terribles y descabelladas historias humanas acerca de los «espíritus», las «brujas», los «fantasmas» y los «chupadores de sangre». En efecto, la mente humana parecía tener necesidad de fabricar historias en ausencia de pruebas concretas. Eso era coherente con la concepción egocéntrica del mundo que tenía esa raza: cualquier cosa que no encajara con los esquemas humanos era explicada como fenómeno poco menos que mágico, como hechos «paranormales».

Para una familia humana, adinerada o no, sería una suerte capturar una prueba viviente de aquellas etéreas leyendas.

En especial si se trataba de una prueba adorable e indefensa.

A saber qué habrían podido ver los dueños de esta casa a lo largo del tiempo, qué rarezas, qué diferencias raciales habrían quedado expuestas sin querer a los ojos de los humanos.

Al fin y al cabo, las dos mansiones eran vecinas.

Darius maldijo para sus adentros y pensó que ésa era la razón por la cual los vampiros no debían vivir tan cerca de los humanos. Lo mejor era la separación. Vivir en comunidades protegidas y separados de los humanos.

Darius y Tohrment registraron todo el primer piso de la mansión, desmaterializándose de una habitación a otra, escurriéndose como sombras, rodeando muebles tallados y tapices bordados sin hacer ningún ruido.

¿Cuál era su mayor preocupación y además la razón por la cual no habían recorrido los pisos de piedra a pie? Que hubiese perros por allí. Muchas mansiones tenían perros de vigilancia, una complicación en la cual no querían enredarse. Con suerte, si había animales en la mansión, estarían acostados a los pies de las camas de sus amos.

Y ojalá ocurriese algo similar con los guardias de seguridad.

Darius y Tohrment parecían tener la suerte de su lado. No había perros. Ni guardias. Al menos, ninguno que hubiesen visto, oído u olido… y además pudieron localizar el pasadizo que llevaba a las habitaciones subterráneas.

Los dos sacaron sendas velas y las encendieron. Su luz parpadeaba sobre los escalones burdos y las ásperas paredes, todo lo cual parecía indicar que la familia nunca bajaba hasta allí. Sólo debían de hacerlo los sirvientes.

Era, además, otra prueba de que no se trataba de una casa vampira. En las residencias de los vampiros, los cuartos subterráneos eran los más lujosos.

Cuando llegaron a la zona subterránea propiamente dicha, vieron que el suelo dejaba de ser de piedra. Ahora era de tierra, y el aire estaba lleno de humedad. A medida que se fueron adentrando en la red de pasadizos fueron encontrando cuartos trasteros llenos de barriles de vino, carnes en salazón y cestas llenas de patatas y cebollas.

Darius esperaba encontrar, al final del pasillo principal, otras escaleras que pudieran llevarles arriba sin necesidad de deshacer el camino. Pero en lugar de eso llegaron a un punto muerto. Se acababa el corredor y no había ninguna puerta.

El vampiro miró a su alrededor para ver si había en el suelo o en la piedra indicios de la presencia de algún panel escondido. Pero no había nada.

Con el fin de estar seguros, él y Tohrment pasaron las manos por la superficie de la pared y por el suelo.

Hay muchas ventanas en los pisos de arriba, pero todas iluminadas como si no ocultaran nada —murmuró Tohrment—. De tenerla allí, al menos habrían echado las cortinas. ¿Habrá algún cuarto ciego, sin ventanas?

Cuando los dos guerreros llegaron al final del corredor, aquella sensación de pavor, de estar en el sitio equivocado, se intensificó en Darius hasta el extremo de dificultarle la respiración. El sudor le corrió por los brazos y la espalda. Tenía la sensación de que Tohrment padecía el mismo estremecimiento nervioso, a juzgar por la manera como se movía hacia uno y otro lado.

Darius sacudió la cabeza.

En verdad, parece que la muchacha no está aquí.

Tienes razón, vampiro.

De pronto, dieron media vuelta desenfundando al unísono sus dagas.

Al ver lo que les había sobresaltado, Darius se explicó aquella extraña sensación de terror.

La figura enfundada en una túnica blanca que obstruía el camino de salida no era humana ni vampira.

Era un symphath.