51

Payne se encontraba sentada en su habitación, contemplando el paisaje del Otro Lado. El césped, los tulipanes y la madreselva se extendían hasta el círculo de árboles que rodeaba el jardín. Por encima de todo, la bóveda blanquecina del cielo formaba un arco a la vez elevado y cercano.

Payne sabía por propia experiencia que si caminabas hasta el borde del bosque y te adentrabas en las sombras, terminabas desembocando… en el mismo punto por el que habías entrado.

No había manera de salir de allí, excepto con permiso de la Virgen Escribana. Ella era la única poseedora de la llave de aquella cerradura invisible y no iba a permitir que Payne saliese, ni siquiera para a la casa del Gran Padre en el mundo exterior, como podían hacer las otras Elegidas.

La Virgen Escribana era muy consciente de lo que había traído al mundo. Era muy consciente de que Payne no regresaría jamás, si alguna vez la dejaba ir. Payne misma lo había dicho, lo había gritado con tanta fuerza que sus propios oídos retumbaron al escucharla.

Visto con la perspectiva que da el paso del tiempo, aquel estallido había sido una victoria de su sinceridad, pero una pésima maniobra estratégica. Habría sido mucho mejor reservarse sus planes. Tal vez, de no haber descubierto sus deseos, le habrían permitido pasar al mundo exterior, donde podría haberse quedado para siempre. Una vez allí, su madre no podría forzarla a regresar a la tierra de las estatuas vivientes.

Al menos en teoría.

Payne pensó en Layla, que acababa de volver tras estar con su macho. La hermana resplandecía, con una felicidad y una satisfacción que Payne nunca había sentido.

Y eso no hacía más que incrementar el deseo de marcharse de allí. Aunque lo que la esperase en el mundo exterior no se pareciera a lo que recordaba de su pequeño fragmento de libertad, allí podría tomar sus propias decisiones.

En verdad era una extraña maldición, la de haber nacido, pero no tener una vida que vivir. A menos que matara a su madre, estaba atrapada allí. Pero, a pesar de lo mucho que odiaba a la Virgen Escribana, no tomaría el camino del asesinato. En primer lugar, porque no estaba segura de poder vencerla. Y en segundo lugar… porque ya se había librado de su progenitor. La experiencia no le había resultado particularmente atractiva.

Ah, el pasado, ese pasado doloroso y terrible.

Era horrible estar atrapada allí, con un futuro infinito, e infinitamente aburrido, y a sus espaldas una historia demasiado horrible para recordarla. El estado de animación en suspenso en que había vivido un tiempo era algo así como la felicidad total si se comparaba con esta tortura. Al menos en el estado de congelación su mente no podía deambular por ahí, recordando cosas que ella deseaba que no hubiesen sucedido y planeando cosas que nunca llegaría a hacer…

—¿Te apetecería comer algo?

Payne salió abruptamente de sus cavilaciones. Miró atrás. N’adie estaba de pie en la entrada de su habitación, haciéndole una reverencia, y llevaba en las manos una bandeja.

—Sí, por favor. ¿Quieres acompañarme?

—Agradezco tu amabilidad, pero debo servirte y partir. —La criada dejó la bandeja sobre el asiento de la ventana, junto a Payne—. Cuando tú y el rey estéis practicando vuestras lides, regresaré para recoger…

—¿Puedo preguntarte una cosa?

N’adie volvió a inclinarse.

—Por supuesto. ¿En qué puedo ayudarte?

—¿Por qué no has ido nunca al mundo exterior, como hacen las demás?

Hubo un largo silencio. Luego la hembra se acercó cojeando a la cama en la que dormía Payne. Con manos temblorosas, N’adie comenzó a alisar las mantas.

—No tengo ningún interés en ese mundo. —Su voz parecía salir de las profundidades de la túnica—. Estoy segura aquí. Allí… no estaría segura.

—El Gran Padre es un hermano de brazos fuertes y gran habilidad con la daga. Bajo su cuidado no podría ocurrirte nada.

Las palabras que brotaron desde aquella capucha tenían un tono evasivo, que no se prestaba a la discusión.

—Allí todo suele terminar en caos y conflicto. Hasta las decisiones más sencillas tienen implicaciones que al final pueden ser demoledoras. Aquí, en cambio, todo está en orden.

Lo decía una superviviente del ataque al santuario que había tenido lugar hacía setenta y cinco años, pensó Payne. En aquella horrible noche, machos del mundo exterior lograron romper la barrera de protección, y llevaban con ellos la violencia que solía reinar en su mundo.

Muchos murieron o quedaron heridos. El Gran Padre de la época, entre ellos.

Payne volvió a clavar la vista en el horizonte maravilloso y estático y entendió las palabras de N’adie, aunque no se sentía inclinada a compartirlas.

—Lo que me molesta de este universo es precisamente el orden. Yo quisiera huir de todo este montaje, toda esta falsedad.

—¿Es que no te puedes marchar cuando lo desees?

—No.

—Eso no está bien.

Payne miró a la desdichada hembra, que ahora estaba doblando cuidadosamente las túnicas de Payne.

—Nunca imaginé que serías capaz de decir algo contra la Virgen Escribana.

—Amo a la querida madre de nuestra raza, por favor, no malinterpretes mis palabras. Pero la cautividad, aun en medio de los mayores lujos, es algo que no está bien. Yo quiero quedarme aquí y siempre lo haré, pero tú deberías tener libertad de marcharte o quedarte.

—¿Sabes que te envidio?

N’adie pareció encogerse bajo la túnica.

—No deberías.

—Es verdad.

En el silencio que siguió, Payne recordó su conversación con Layla junto al espejo de agua. Era esta misma conversación, pero con un giro diferente: en esa ocasión era Layla la que envidiaba a Payne por su desinterés acerca del sexo y los machos. Aquí lo valioso era la conformidad de N’adie con la inercia de este mundo.

Un círculo vicioso, pensó Payne.

Volvió la cabeza de nuevo hacia la panorámica de su ventana, y miró el césped con ojos críticos. Cada brizna tenía una forma perfecta y una altura perfecta, lo cual hacía que el prado entero pareciera una alfombra. Y no necesitaba que lo cortaran, claro. Igualmente, los tulipanes permanecían inmutables en sus jardineras, siempre florecidos sobre sus finos tallos; y los azafranes siempre estaban abiertos, y las rosas siempre parecían llenas de pétalos. No había gusanos, ni maleza, ni plagas.

No se marchitaba nada, ni nada crecía.

Era desolador pensar que tan primorosos cultivos no estuvieran al cuidado de nadie. Después de todo, ¿quién necesitaba un jardinero cuando tenías un dios capaz de hacer que todo estuviera constantemente en el mejor estado posible?

En cierto sentido, N’adie era algo así como un verdadero milagro, ¿no? Qué extraño resultaba que le hubiesen permitido sobrevivir allí, respirar aquel aire no existente, a pesar de que no era perfecta.

—No quiero nada de esto —dijo Payne—. De verdad, no me gusta.

Al ver que N’adie no hacía ningún comentario, Payne se volvió a mirarla, y frunció el ceño. La sirvienta había desaparecido tal como había llegado, sin hacer ruido ni molestar a nadie, después de mejorar su entorno con sus cariñosos cuidados.

Payne sintió unas irresistibles ganas de gritar, y se dio cuenta de que, a costa de lo que fuera, tendrían que liberarla.

O se volvería loca.

‡ ‡ ‡

Mientras tanto, a las afueras de Caldwell, Xhex finalmente pudo echar un vistazo al interior de la granja. Fue cuando la policía se marchó, alrededor de las cinco de la tarde. Al salir de la casa, los uniformados parecían necesitados, no ya de una noche libre, sino de un mes de vacaciones. Es lo que tiene pasarse horas trabajando entre sangre coagulada.

Lo cerraron muy bien todo, pusieron precintos en la puerta delantera y en la de atrás, y se aseguraron de rodear el jardín con la cinta amarilla con la que marcaban los escenarios de los crímenes. Luego se subieron a sus coches y se marcharon.

—Entremos —dijo Xhex a las Sombras.

Tras desmaterializarse, la hembra tomó forma justo en el centro del salón. Los otros dos aparecieron enseguida a su lado. Sin necesidad de hablar entre ellos, cada uno tiró hacia un lado para inspeccionar el caos, en busca de cosas que los humanos no sabrían buscar.

Tras veinte minutos de búsqueda entre aquella porquería del primer piso y el polvo del segundo, no habían encontrado nada.

Maldición. Xhex podía percibir los cuerpos y los patrones emocionales de intenso sufrimiento que proyectaban, pero las dos sensaciones eran como fugaces reflejos en el agua. Sencillamente, no lograba ver las formas de las cuales emanaban esas borrosas imágenes.

—¿Has tenido noticias de Rehv? —preguntó Xhex, al tiempo que levantaba una de sus botas para ver hasta dónde había llegado la sangre. Hasta el cuero. Genial.

Trez negó con la cabeza.

—No, pero puedo volver a llamar.

—No te molestes. Debe de estar durmiendo. —Mierda, Xhex esperaba que Rehv hubiese recibido su mensaje y ya estuvieran rastreando la matrícula del maldito coche.

De pie en el vestíbulo de la entrada, la hembra miró hacia el comedor y centró su atención en aquella mesa llena de agujeros que evidentemente había sido usada como tabla de cortar.

El pequeño amigo del Omega, el del coche modificado, tendría que regresar a por los nuevos reclutas. Suponiendo que el escudo que los ocultaba funcionara como el que Lash le había puesto a ella, tenerlos escondidos así los volvía inservibles; porque no podían salir por sus medios del plano paralelo de la realidad en que estaban prisioneros.

A menos que el embrujo se pudiera romper desde lejos, a distancia.

—Tenemos que quedarnos otro rato —dijo Xhex—. Para ver si viene alguien más por aquí.

Por tanto, Xhex y las Sombras se instalaron en la cocina, donde comenzaron a pasearse de un lado para otro, mientras dejaban sobre el suelo de linóleo una gran cantidad de pisadas que, sin duda, iban a hacer que todos aquellos policías se rompieran la cabeza para tratar de encontrarles una explicación.

Pero ése no era su problema.

La hembra miró el reloj que había en la pared. Luego contó los barriles de cerveza, latas y botellas vacíos. Examinó las colillas de los porros y los residuos de cocaína.

Volvió a mirar el reloj.

Afuera, el sol parecía haber suspendido su descenso, como si el disco dorado tuviera miedo de terminar ensartado en las ramas de los árboles.

Sin poder hacer nada, Xhex no tenía otra cosa en que pensar que no fuese John. A esas alturas estaría subiéndose por las paredes, en un estado de ansiedad que no era precisamente el más adecuado para enfrentarse al enemigo.

Afrontaría la lucha enfadado con ella, furioso, desconcentrado. Es decir, en inferioridad de condiciones.

Y no tenía la posibilidad de llamarlo y conversar con él, porque por teléfono no le podía contestar.

Lo que tenía que decirle no se podía expresar con un vulgar mensaje.

—¿Qué sucede? —preguntó Trez, al ver que ella comenzaba a moverse con nerviosismo.

—Nada. Sólo que estoy lista para pelear y no tengo oponente.

—No te creo. Se trata de otra cosa.

—Te propongo que dejemos la conversación en este punto. ¿De acuerdo? Muchas gracias.

Al cabo de diez minutos, Xhex estaba mirando otra vez el reloj de la pared. Por Dios santo, ya no aguantaba más.

—Voy a ir a la mansión de la Hermandad un momento —dijo de repente—. Quedaos aquí, ¿vale? Y llamadme si aparece alguien.

Xhex les dio el número de su móvil y las Sombras tuvieron el tacto suficiente como para no preguntarle nada; pero, claro, las Sombras se parecían a los symphaths en que tendían a saber lo que estaba pensando la gente.

—Entendido —dijo Trez—. Te llamaremos si ocurre algo.

Xhex se desmaterializó y volvió a tomar forma frente a la mansión de la Hermandad. Atravesó el sendero de gravilla y subió aquellos inmensos escalones de piedra. Al llegar al vestíbulo, puso la cara frente a la cámara de seguridad.

Fritz le abrió al cabo de un momento y le hizo una profunda reverencia.

—Bienvenida a casa, madame.

La palabra «casa» la hizo estremecerse.

—Hola… gracias. —Miró a su alrededor. Todas las salas que daban al vestíbulo estaban desiertas—. Voy a subir.

—Le he preparado la misma habitación.

Le dio las gracias, pero no era precisamente allí adonde se dirigía.

Guiada por la percepción de la sangre de John, subió las escaleras corriendo y se encaminó a la habitación del joven guerrero mudo.

Llamó, esperó un momento y, al ver que no había respuesta, abrió y entró. Se oía correr el agua en la ducha. La puerta del baño estaba cerrada. Por la rendija se veía luz.

Entonces dejó la chaqueta de cuero sobre el respaldo de una silla y volvió a llamar, esta vez en la puerta del baño. Fueron unos golpes fuertes, llenos de urgencia.

La puerta se abrió como por arte de magia. Allí todo estaba lleno de vapor, lo cual amortiguaba el brillo de las luces que iluminaban el jacuzzi.

John estaba detrás de la puerta de vidrio. El agua le caía por el pecho, el abdomen y los muslos. En cuanto sus miradas se cruzaron, el pene de John se puso duro.

Pero el macho no se movió, ni pareció alegrarse de verla.

De hecho, dejó escapar un amenazador gruñido, que retrajo su labio superior. Y no fue lo peor. John se había cerrado completamente frente a ella, bloqueando su patrón emocional. Xhex no sabía si el joven lo hacía adrede. En cualquier caso, ella no podía percibir nada de lo que antes notaba con tanta claridad.

Xhex levantó la mano derecha y comenzó a moverla con torpeza, tratando de expresarse con el lenguaje por señas:

—He vuelto.

John alzó las cejas y luego dijo, con mucha más precisión y rapidez:

—Con información para Wrath y los hermanos, por supuesto. ¿Estás satisfecha? ¿Te sientes lo bastante heroica? Enhorabuena.

Luego cerró el grifo, salió de la ducha y agarró una toalla. Pero no se envolvió en ella, sino que comenzó a secarse. Era difícil no ver que con cada movimiento que hacía, su miembro medio erecto se bamboleaba.

Xhex nunca pensó que llegaría a odiar su certera visión periférica. Era una tortura, una tentación insoportable, percibir aquel movimiento.

—No he hablado con nadie.

Al oír eso, John, que se estaba secando la espalda, se quedó quieto, con un brazo arriba y otro abajo. Naturalmente, esa postura resaltaba sus músculos pectorales y tensaba los que rodeaban las caderas.

Finalmente se puso la toalla sobre los hombros.

—¿Por qué has venido?

—Quería verte. —El tono de angustia que se revelaba en su voz la hizo desear haber seguido usando el lenguaje de señas.

—¿Por qué?

—Estaba preocupada…

—¿Querías ver si me había vuelto loco? ¿Querías saber cómo me las he apañado para pasar las últimas siete horas, preguntándome si estarías muerta o…?

—John…

Se quitó la toalla de los hombros y la hizo restallar como un látigo en el aire para hacerla callar.

—¿Querías saber cómo estaba soportando la idea de que quizá hubieras muerto peleando allá sola, o, peor aún, que estuvieras secuestrada otra vez? ¿Acaso tu naturaleza symphath necesita un poco de diversión?

—Dios, no…

—¿Estás segura de eso? Recuerda que no llevas puestos los cilicios. Tal vez al regresar aquí estás dando satisfacción a esa necesidad sadomasoquista.

Xhex dio media vuelta hacia la puerta, pues no se sentía capaz de controlar sus emociones. La pena y el sentimiento de culpa la estaban asfixiando.

Pero John la agarró del brazo y terminaron contra la pared, el cuerpo del macho aprisionándola contra el muro.

Ahora John gesticulaba frente a su cara.

—Demonios, no, no vas a salir huyendo. Después de lo que me hiciste pasar, no vas a salir corriendo de aquí sólo porque no puedes manejar una mierda de situación que tú misma creaste. Yo no pude salir huyendo hoy. Tuve que quedarme enjaulado aquí, así que bien puedes devolverme el favor. —Xhex tenía ganas de desviar la mirada, pero no podía hacerlo, porque su amante le estaba hablando por señas, con las manos—. ¿Quieres saber cómo estoy? Jodidamente decidido, así es como estoy. Tú y yo vamos a aclarar una cosa esta noche. ¿Dices que tienes derecho a perseguir a Lash? Pues yo también.

Otra vez volvía lo que había sucedido en la ducha, en aquellos vestuarios, pensó Xhex. La antigua traición, de la cual desconocía los detalles pero que ella presentía que tenía mucho que ver con lo que le había sucedido a John cuando era un jovencito solitario e indefenso.

—Éste es el trato, y no es negociable. Vamos a trabajar juntos para encontrarlo, capturarlo y matarlo. Actuaremos como un equipo, lo que significa que donde está el uno, está el otro. Y al final, el que logre matarlo primero será el que se lleve el premio. Eso es lo que vamos a hacer.

Xhex suspiró con alivio, pues enseguida se dio cuenta de que era la mejor solución. La verdad era que no le había gustado nada lo que había sentido allí en la granja, sin que John estuviera con ella. Le había resultado inquietante por insatisfactorio, por poco correcto, poco leal con su amado.

—Trato hecho —dijo Xhex.

El rostro de John no registró ninguna expresión de sorpresa o satisfacción, lo cual la hizo pensar en qué tendría planeado hacer en caso de que ella dijera que no.

Pero enseguida supo la verdadera razón por la cual permanecía impasible.

—Y en cuanto esto termine, cada uno sigue su camino. Hasta aquí hemos llegado tú y yo.

La hembra se quedó de pronto como sin sangre. Las manos y los pies se le durmieron súbitamente.

Lo cual era sentimentalismo de mierda. Lo que John estaba proponiendo era el mejor arreglo con el mejor final posible: dos guerreros que trabajarían juntos y, una vez que lograran su objetivo seguirían sus caminos.

Así se hace la guerra.

En realidad más o menos así se había imaginado ella el futuro al salir de la pesadilla con Lash: buscarlo, atraparlo, matarlo, y luego acabar con aquel fiasco de vida que llevaba.

El problema era que… esos planes que parecían tan claros entonces, ahora estaban muy borrosos. El camino que se había trazado tan racionalmente en cuanto se escapó del monstruo, ahora presentaba obstáculos inesperados, que tenían mucho que ver con el macho que estaba desnudo frente a ella.

—Muy bien —soltó al fin Xhex, con brusquedad—. Perfecto.

Esta última respuesta sí causó una reacción en él. Su cuerpo se relajó contra el de ella, apoyó las manos en la pared, a cada lado de la cabeza de Xhex. Cuando sus ojos se cruzaron, el cuerpo de la hembra se sacudió por una oleada de deseo.

Joder, para Xhex la desesperación era como gasolina para una hoguera en lo que tenía que ver con John Matthew. A juzgar por cómo el macho restregó las caderas contra ella, él sentía lo mismo.

Xhex levantó un brazo, se agarró bruscamente del cuello de John y lo obligó a bajar la cabeza hacia su boca. Siguiendo su ejemplo, John se movió con la misma brusquedad. Los labios se encontraron y las lenguas comenzaron a librar un intenso duelo erótico. Se oyó un chasquido: John acababa de rasgarle la camiseta por la mitad; sus senos estaban ahora contra el pecho desnudo del amante y lo rozaban con los pezones. La hembra notó que sus partes más íntimas comenzaban a empaparse, como si llorasen de puro deseo de tenerlo dentro.

Un segundo después, sus pantalones de cuero estaban en el suelo.

Enseguida dio un salto y rodeó la cintura de John con sus muslos. Luego colocó la verga de John contra su vagina y se apretó cuanto pudo para hacer que la penetración fuera más intensa. Cuando el miembro masculino empezó a penetrarla, ella lo absorbió por completo y se sumió en un orgasmo salvaje.

En ese momento John vio cómo los colmillos de Xhex se alargaban dentro de la boca. Deshizo el beso para ladear la cabeza y ofrecerle las venas del cuello.

El pinchazo fue delicioso. La energía que brotaba del cuerpo de John era explosiva, enormemente vital.

La vampira comenzó a beber a grandes sorbos, mientras John entraba y salía de ella, lanzándola una y otra vez a un abismo por el que se despeñaba en caída libre y gozosa, sin hacerse daño, sino todo lo contrario. Y luego John la siguió al abismo, al que saltó sin paracaídas.

Eyaculó torrencialmente dentro de ella.

Luego hubo una breve pausa… y el insaciable macho comenzó a bombear de nuevo.

No, en realidad la estaba llevando hacia la cama situada en medio de la habitación, en penumbra, pero el movimiento de los muslos al caminar lo hacía entrar y salir de ella como si se la estuviera follando otra vez.

Xhex quería recordar cada sensación, almacenar en su mente cada movimiento, para prolongar ese instante hasta el infinito gracias al poder de la memoria. Y cuando él se colocó encima de ella, le devolvió el favor: le ofreció el cuello para asegurarse de que formaban el equipo más compenetrado del mundo.

Compañeros íntimos.

Pero no para siempre.