DIECIOCHO

El gran castillo final de fuegos artificiales parece durar una eternidad y es un triunfo de tecnología pirotécnica. Al volver a casa, los niños van comparando sus favoritos.

A mí me gustan los plateados ruidosos.

A mí me gustan los rojos grandes que se ponen azules.

A mí me gustan los que parecen lluvia.

Una vez en casa, les hago subir las escaleras e ir al cuarto de baño a cepillarse los dientes antes de ponerse el pijama y meterse en la cama.

En mitad de la noche me despierto para ir a hacer pis.

Voy al cuarto de baño dando tumbos, me levanto el camisón y me siento en la taza. Palpo la pared en busca del papel higiénico y corto una tira para secarme... y me doy cuenta de inmediato de que hay algo que no va bien. Miro hacia abajo para mirar el papel en la semioscuridad y veo una mancha oscura. Mi ropa interior también está manchada.

Me levanto para encender la luz del baño y me quedo de pie, viendo lo que no debería ver: sangre, mucha sangre.

Tengo tanto miedo que casi me mareo. Es el 5 de julio y estoy perdiendo el bebé.

Vuelvo a sentarme en la taza con el camisón arremangado, las bragas bajadas hasta los tobillos e intento pensar, intento tranquilizarme. No puede ser que esté perdiendo el bebé, no puede ser. Ha sido el mejor día, la mejor fiesta. Estaba tan relajada esta noche, tan feliz...

Me aprieto los ojos con las manos para intentar reprimir las lágrimas y los gritos de pánico.

Tal vez no lo haya perdido, tal vez no sea demasiado tarde. Los médicos pueden hacer cosas de todo tipo. Sólo necesito hablar con mi médico, ir al hospital.

Con el corazón desbocado y las manos temblorosas, enrollo largas tiras de papel para limpiarme la ropa interior, tiro el agua y vuelvo a mi habitación para ponerme unos pantalones de chándal y una camiseta. Voy a ir al hospital, allí sabrán qué hacer.

Pero en el pasillo me quedo inmóvil. ¿Y qué pasará con los niños? ¿Qué voy a hacer con ellos? No puedo arrastrarles al hospital y tampoco puedo dejarles aquí solos.

Miro la hora: casi las dos de la madrugada.

¿A quién llamo para que se quede con ellos y así poder irme?

Anne vendría, y Kris y Nic lo mismo. Todas están en casa ahora, las vi a todas anoche.

Cojo el teléfono, decidida a marcar el número de Anne, pero no puedo, no es justo para ella, tiene a su familia, a sus hijos. ¿Cómo voy a llamarla en medio de la noche y a despertarles a todos?

Con el teléfono inalámbrico en la mano, voy a tumbarme en la cama, intentando recordar qué lado me dijo el doctor que era el mejor para el bebé. El lado izquierdo ayuda a que le llegue más oxígeno, ¿verdad?

Llamo al número del busca de mi médico, le dejo un mensaje y cuelgo. Mientras espero a que me llame, llamo al número de urgencias del Hospital Sueco y me contestan. Le ruego a la telefonista que por favor me deje hablar con una enfermera, y la telefonista es lo bastante comprensiva como para pasarme a una.

Le cuento a la enfermera que estoy embarazada y que acabo de cumplir doce semanas y estoy sangrando. Eso es malo.

—He llamado a mi médico, pero no me ha devuelto la llamada y no sé si debería ir al hospital o no — intento hacerme la valiente —, no sé qué es lo que debería hacer.

—¿Le ha dejado un mensaje a su médico?

—Sí.

—¿Cuánto hace de eso?

—Ahora mismo.

—¿Quién es su médico?

—El Dr. Montgomery.

—Es bueno. Ya la llamará — dice.

—Pero es que no sé si hay algo que debería hacer ahora.

—¿Tiene muchos dolores?

Siento un vago peso y calambres, pero nada grave, no como los dolores menstruales.

—No.

—¿Cuánto tiempo lleva sangrando?

—No lo sé. Al despertarme hace un rato me di cuenta de que estaba sangrando.

—Si se siente en peligro, venga al hospital.

Mi teléfono emite un bip. Una llamada en espera. Es el Dr. Montgomery que me devuelve la llamada.

—Me está llamando el Dr. Montgomery — le digo a la enfermera —, gracias por su ayuda.

—Buena suerte — me dice.

El Dr. Montgomery es más pesimista. Le cuento todo lo que le he contado a la enfermera y no parece sorprendido.

—Probablemente estés perdiendo al bebé.

Sí, sí, gracias, doctor, ya lo sé.

—Pero, ¿hay algo que pueda hacer? ¿Algo que se pueda hacer si voy al hospital?

—No.

—Pero la hemorragia...

—Es la naturaleza, Jacqueline.

La naturaleza y un cuerno. La Madre Naturaleza es una mujer, y la Madre Naturaleza no le haría esto a otra mujer.

—Ven a mi consulta por la mañana — me dice — y echaremos un vistazo. Veremos si el embarazo todavía es viable.

Si el embarazo todavía es viable. Ya sé lo que quiere decir.

Cuelgo, dejo el teléfono en su sitio y me quedo tendida, inmóvil, sobre el costado izquierdo. Intento calmarme y reunir fuerzas, fe. Vamos, pequeñín, vamos, aguanta, no te rindas, no te vayas, no me dejes ahora.

Es una larga noche.

Al principio no me duermo, no puedo dormir. Pero en un momento dado, alrededor de las tres y media, se me cierran los ojos, y cuando los vuelvo a abrir y miro el despertador son casi las seis.

Espero media hora antes de levantarme para ir a la habitación de William a despertarle a él primero.

—William, cariño, necesito que me ayudes. Estoy enferma y tengo que ir al médico dentro de poco, pero hasta entonces necesito quedarme en la cama.

William se sienta de inmediato con los ojos muy abiertos y el semblante serio.

—¿Llamo a papá?

—¡No! No. Sólo necesito que me ayudes a que Jessica se levante y se prepare para ir al campamento. Ayúdala a preparar los cereales y asegúrate de que lleve la mochila con el bañador y la raqueta de tenis cuando salgáis para el club. Voy a bajar al piso de abajo y me tumbaré en el sofá, pero necesito de verdad que me ayudes para no tener que subir y bajar las escaleras más de lo imprescindible.

—De acuerdo —. Se levanta de la cama y se pone unos pantalones cortos y una camiseta. — Voy a despertar a Jessica y le prepararé el desayuno. Tú túmbate abajo, mamá.

Voy al cuarto de baño y miro mis braguitas. Sigo sangrando. Cambio el papel higiénico y bajo al piso de abajo, me tumbo — sobre el costado izquierdo — en el sofá del salón para poder ver a William y Jessica mientras desayunan.

Jessica viene hacia mí. Se ha puesto sus nuevas prendas favoritas, unos bermudas tipo cargo verdes con una camiseta de Barbie rosa y verde.

—¿Mami? — dice, inclinándose para mirarme a la cara. Me pone la manita en la frente como si tuviera fiebre — Mami, ¿vas a estar bien?

—Sí — le digo, tomándole la mano y besándosela —, estoy bien. Es sólo que ahora no puedo andar mucho, pero estoy bien, te lo prometo.

Frunce sus rubias cejas.

—William ha dicho que a lo mejor tendrás que ir al hospital.

—A lo mejor, sólo para estar seguros.

—¿Quieres que llamemos a un taxi?

Casi me echo a reír.

—No, no necesitamos ningún taxi. Llamaré a Anne o a Kristine y veré si pueden llevarme, y si no pueden, puedo ir conduciendo yo.

Jessica se aleja de mí y trepa al mostrador de la cocina para coger el teléfono de la planta baja y me lo tiende.

—Llama a Anne ahora.

—Jess...

—No iré al campamento de verano hasta que la llames.

Sonrío débilmente. Jessica puede que sea un grano en el culo, pero a veces es tan lista que asusta. Marco el número de Anne y salta el contestador. Dejo un mensaje pidiéndole que me llame y cuelgo.

—Ya está — le digo a Jessica —, ya he llamado. Ahora coge tu mochila y vé a coger tu autobús.

Se me borra la sonrisa en cuanto los niños salen por la puerta para ir a coger el autobús que les pasa a recoger cada mañana para llevarles al campamento de verano.

No puedo perder el bebé, no voy a perder el bebé. Por favor, Dios mío, no permitas que pierda el bebé.

Conduzco hasta la consulta del doctor y me presento a la recepcionista en el momento en que abren las puertas.

—No tengo cita — le digo —, pero estoy embarazada y estoy sangrando, y tengo que ver al Dr. Montgomery.

—¿Tiene dolores? — me pregunta la recepcionista.

—No.

—¿Cuánto tiempo lleva sangrando?

—Desde la medianoche más o menos.

La recepcionista no dice nada. No tiene que decir nada.

Me siento y espero a que me llamen, apoyando todo mi peso en el costado izquierdo como si así pudiera proteger al bebé de alguna manera, hacer que el oxígeno siga fluyendo.

Oigo mi nombre al cabo de treinta minutos. Mi médico está trayendo al mundo a un bebé en este momento, pero me verá su socio.

El Dr. Jenkins me hace unas cuantas preguntas y me dice que va a hacerme una ecografía transvaginal.

Me deslizo en la silla de exploración con el camisón de papel, pongo los pies en los estribos y siento que se me llenan los ojos de lágrimas.

Pienso que esto no va a salir bien, mientras rezo “por favor, que el bebé esté ahí, que el bebé esté ahí”.

Miro al médico, que está mirando en la pantalla. Bendito sea el doctor, totalmente inexpresivo, un profesional consumado.

—Sra. Laurens...

—Srta. Laurens — le corrijo.

—No hay latido.

No hay latido. Parpadeo, siento que las lágrimas me caen por los lados de la cara hasta el pelo.

—¿Está usted seguro?

—Sí.

Vuelve a retroceder con la silla y vuelve a poner la varilla de la ecografía en su sitio. Me aliso el camisón de papel encima del vientre, hacia las piernas, y bajo las piernas, primero una y luego la otra.

—Le diré a su médico que la llame.

Hago que sí con la cabeza. Me siento.

—Ahora mismo vamos a limitarnos a dejar que la naturaleza siga su curso, pero si tiene dolores o sigue sangrando, podríamos tener que programarle un legrado. Pero el Dr. Montgomery ya le hablará de ello cuando la llame más tarde, hoy mismo.

Asiento con la cabeza.

El Dr. Jenkins se pone de pie, me tiende la mano y me toca el brazo.

—Lo siento.

Se acabó.

Se acabó, y no se me ocurre otra cosa que “gracias a Dios que no se le había dicho a los niños”.

Gracias a Dios que he perdido el bebé antes de que se me notara el embarazo. No porque me importe lo que piensen los demás, sino porque los niños ya han sufrido bastante. No necesitan saber nada de su medio hermano o hermana que ahora ya no tendrán. No necesitan sentirse turbados ni confundidos. No necesitan sentirse como me siento yo.

Me enrosco en la cama y lloro.

Dios mío, ¿podría ser más duro este año? ¿peor? Por favor, ¿no podría pasarme algo bueno, algo fácil, algo que esté bien?

Mis amigas casi viven en mi casa. Se llevan a los niños, les invitan a cenar y a jugar a sus casas, les llevan al parque y al cine. Me traen mi sopa de lentejas favorita de Cucina Cucina y enchiladas de pollo de Ooba’s. Hay flores al lado de mi cama y encima del mostrador de la cocina. Y aunque Kris, Nic y Anne convirtieron mi vida en un infierno por verme con Kai, ahora también son increíblemente tiernas conmigo, mientras intento lidiar con las emociones desenfrenadas y mis aún más desenfrenadas hormonas.

De verdad quería tener este bebé.

La verdad es que me emocionaba volver a tener en mis brazos un bebé que era mi última oportunidad, un inesperado, no planificado y milagroso pequeño ser humano. Un bebé a los cuarenta.

Me tapo la cara y las lágrimas vuelven a brotar.

Ya había tenido dos abortos espontáneos antes de éste, pero eso no ayuda, no alivia ni el shock ni el pesar. Tener hijos nunca me ha resultado fácil, pero de alguna de las maneras el trabajo duro, las náuseas matutinas, los dolores y el malhumor, sólo hacían que el prodigio de tener un hijo resultara aún más increíble. Pensar que de algo tan horrible podía salir algo tan bueno.

Intento tomar aliento, las incesantes lágrimas me dificultan la respiración. Tengo que controlarme, tengo que aceptarlo, pero no puedo, aún no.

Quiero llorar por mi bebé. Quiero llorar por mí.

Quiero enfadarme porque ahora ya no tengo el control. Ya no tengo el control sobre el final. Esto no es justo. No es justo que muera el amor y que los matrimonios fracasen y que los bebés no puedan llegar a término. No es justo que tengamos que aguantarnos y adaptarnos, aceptar. No es justo que la vida duela.

Me tapo la cabeza con la almohada. Dios mío, soy peor que los niños.

¿Pero a quién pretendo engañar? Soy una niña, sólo que tengo la piel arrugada por fuera. Nunca crecí y ¿sabes qué? No sé si quiero crecer algún día, si crecer significa perder la parte de mí que yo más quiero. Y lo que me ha enseñado este último año es que no soy más que una niña en un cuerpo de mayor. Soy tonta, sarcástica, romántica y optimista.

Este año me ha enseñado que estoy viva, no muerta.

Este año ha sido a la vez el mejor y el peor de estos últimos años.

Lentamente me quito la almohada de la cabeza y la aprieto contra mi pecho.

Perder al bebé hace que todo sea más fácil.

Perder al bebé hace que la vida vuelva a ser como antes.

Debería alegrarme por ello. No tener que darles explicaciones difíciles a la familia y a los amigos ni respuestas embarazosas a los extraños, ni afrontar el desdén de Daniel, ni llevar la carga económica, ni tener que hacer sacrificios.

No, el futuro vuelve a ser familiar. Lo desconocido es ahora más conocido. Estoy recorriendo el camino que ya había recorrido antes.

Me levanto de la cama, abro el grifo de la ducha y me quito el chándal. El agua todavía no sale muy caliente y me meto debajo del chorro, temblando y llorando.

Llorando.

Son las hormonas. No es más que el cuerpo reprogramando el reloj. En realidad no estoy tan triste, no estoy tan hecha una piltrafa. Pronto recuperaré el equilibrio, recuperaré el equilibrio y pasaré página, volveré al redil, donde demonios quiera que estuviera el redil.

Yo no amaba a Kai, estaba encaprichada. Me intrigaba una vida que nunca había vivido y unas posibilidades que eran más una forma de escapar que una madura aceptación de la vida. La gente que se muda a Hawai está huyendo de algo, huyendo de la verdad, de las responsabilidades, quizá incluso de sí misma. Y si yo me hubiera ido a Hawai, sencillamente hubiera estado huyendo de mí misma.

Ahora tengo que enfrentarme a esta Jackie, a la mujer que soy y a la mujer en que me convertido.

Me echo champú en la mano y me enjabono el pelo, y pienso que es la primera vez que me lavo el pelo desde hace casi una semana.

Me alegro de no haberle dicho nada a Kai del bebé.

Cierro el agua y salgo de la ducha sin ponerme bálsamo en el pelo ni depilarme.

Ya está.

Ya no habrá más bebés. La fábrica de bebés ha cerrado. Estoy soltera y tengo cuarenta años. Puedo ponerme todas las lociones y pociones que quiera en la piel, puedo operarme las tetas y quitarme la barriga, puedo teñirme el pelo cada tres semanas, pero no puedo engañar a mis ovarios, ellos saben la verdad.

Se me ha pasado el arroz.

Mis óvulos son viejos.

Que me guste o no, el juego de la fertilidad ha terminado.

Un mes después de perder al bebé, Kristine organiza un día entre chicas. Nos ha reservado manicuras y pedicuras spa en Frenchy’s, y luego iremos al centro de compras, a tomar copas y a comer cosas de picar que engordan horrores.

Pero no caigo hasta que estamos en Frenchy’s. Estamos a 18 de agosto, es el cumpleaños de Kristine, cumple cuarenta y tres.

—¡Es tu cumpleaños — le digo — y has organizado tu propia fiesta!

—No es mi fiesta de cumpleaños, sólo es una reunión de amigas. He pensado que todas necesitábamos un poco de diversión y una oportunidad para pasárnoslo bien antes de que termine el verano.

A Nic también le sabe mal.

—Nos olvidamos de tu cumpleaños — digo tragando aire — otra vez.

Y es verdad. El año pasado también nos olvidamos de su cumpleaños.

Kristine agita la mano, quitándole importancia al asunto.

—No me importa si os acordáis u os olvidáis. Lo mejor de tener cuarenta y tres años es que no me molesta en absoluto organizar una fiesta para mí misma.

Le doy un abrazo a Kristine.

—Somos unas amigas horribles. Lo siento mucho, pero ¡feliz cumpleaños, nena!

Todas brindamos a su salud levantando los frascos de esmalte de uñas, pero Kristine vuelve a tomarnos la delantera: ha traído una botella de champán helado, además de cuatro copas de plástico.

Abrimos el champán y hacemos un brindis como Dios manda por Kristine, y luego otro por el poder de las chicas y por las buenas amigas.

Kristine está de un humor inusitadamente frívolo y hace muchas bromas mientras nos vuelve a llenar las copas de champán. Nic también se ríe de todo, y con Anne sentada a mi derecha susurrándome que se va a operar las tetas de verdad, aunque tenga que ir a ver al mejor amigo de Philip sin que éste se entere (algo que sé que ella no haría nunca, pero la dejo que hable), me doy cuenta de que la verdad es que tengo mucha suerte: conozco a las mejores mujeres del mundo.

Un día como éste es exactamente lo que necesitaba. Hacía meses que no me arreglaba ni salía a tomar unos cócteles. No bebí durante los tres meses en que supe que estaba embarazada y no he querido beber desde que perdí al bebé. Ahora el champán se me sube en seguida a la cabeza.

Nic, que raramente bebe más de una copa de lo que sea y ni siquiera se termina su champán en Frenchy’s, nos hará de chófer, como siempre. Nos paramos a hacer compras, nos vamos directamente al restaurante y pedimos cócteles y aperitivos y luego el postre.

Camino de casa, Anne me pregunta cómo estoy. Le digo que estoy bien.

—No, de verdad — me dice, levantándome la barbilla con la mano y mirándome con esa penetrante mirada suya de Madre Tierra —, ¿cómo estás?

Está borracha, pero da igual. Todas estamos un poco alegres (excepto Nic).

—Estoy bien.

—¿Alguna vez piensas en tu surfero?

Ésta es la primera vez que mencionan a Kai desde... bueno, desde la intervención, y noto que todas se han quedado calladas.

—Sí.

Además es cierto. De vez en cuando veo a alguien o algo que me hace pensar en Kai y en Hawai — unas gafas Maui Jim, unas chanclas Reef, un determinado tatuaje o un bronceado muy intenso... y entonces me asalta ese tipo de dolor tan curioso, de agitación. Pero no puedo vivir así, encontrándome mal. Kai no era así, ni era así como Kai hacía que me sintiera.

Nic parece estar concentrada en la conducción, pero sé que está escuchando exactamente con la misma intención cuando pregunta:

—Entonces, ¿qué es lo que hacía que Kai fuera tan especial?

Voy sentada en el asiento trasero, al lado de la ventanilla abierta. Es una tarde calurosa y soleada de agosto, y el aire me alborota el pelo exactamente como lo hacía en la camioneta de Kai. Me recojo el pelo con una mano y me lo aparto de la cara, y siento ese agridulce dolor en mi interior, ese dolor superagudo porque durante un breve lapso de tiempo estuve embarazada de su hijo.

—Todo — digo al fin, volviendo del sol de Hawai adonde están Anne y mis amigas. Mis hombros dan sacudidas y mi sonrisa es más que nada un rictus, porque todavía me duele. — Él me hacía sentir bien conmigo misma — le aguanto la mirada a Anne e intento no llorar —, y me sentía tan bien con él...

—Lo siento — dice Anne, cogiéndome la mano —, siento no haberte puesto las cosas más fáciles. Creo que estaba celosa...

—¿Celosa? — la interrumpo, incrédula — Pero, ¿por qué?

—¿Cómo no había de envidiarte? — responde Anne soltándome la mano y apartándose el pelo de la cara con lágrimas en los ojos — ¿Un cuerpo joven, sexy y duro devorándote por completo? ¿Queriendo tirársete y tenerte siempre en la cama? — emite un pequeño ruidito, como hipo — ¡Si no logro ni que Philip me mire, mucho menos que me haga el amor!

Kris asiente con la cabeza en el asiento del pasajero.

—Estamos como empantanados en la rutina...

—La maldita rutina — murmura Anne —, y tú tuviste esos viajes a Hawai, y ese romance, y ese chico... — hace una mueca — Lograste hacer algo que nosotras no podemos hacer y que no vamos a hacer — se encoge de hombros —. Sólo desearía que hubiera terminado de una forma más feliz para ti.

Y yo. Me seco rápidamente las lágrimas. Pero mi vida está bien, y quiero a mis hijos y tengo grandes amigas.

—Estoy bien — digo, y estoy convencida de ello, porque estoy bien —, no me arrepiento de nada, me alegro de haber ido a Hawai... de haber conocido a Kai. Pensad, yo en una tabla de surf, sólo eso ya fue una aventura.

Anne se ríe.

—Aún así, me equivoqué. Y por cierto, Jack, la próxima vez que conozcas a un tío bueno, vé a por él, nena.

Dos semanas después, Anne y Philip organizan una barbacoa para celebrar el final del verano, una especie de barbacoa de la víspera de la Fiesta del Trabajo, y me han invitado a unirme a ellos porque saben que los niños están con Daniel y se han ido a Santa Bárbara.

Nic me llama antes de la fiesta para decirme que su hermana está atravesando una crisis y que va a irse a su casa esta noche.

—Te voy a echar de menos en la fiesta — le digo —, y por favor, conduce con prudencia.

—Lo haré — dice Nic, con tono vacilante —. Hum, Jack, ¿qué te parecería salir con alguien?

—¿Por qué?

—Philip y Anne han invitado a un médico soltero a la barbacoa de esta noche. Creo que van a intentar colocarte — dice Nic en tono culpable —. Se supone que no tenía que decirte nada, pero me preocupaba que los intentos de Anne de encontrarte pareja te irritaran.

Igual que puede ser muy obtusa, Nic también puede ser increíblemente sensible.

—Gracias, Nic, te agradezco que me hayas avisado.

—Irás igualmente a la fiesta, ¿verdad?

—Sí, claro — digo riendo —, en estos tiempos no me invitan a muchas fiestas y es importante que vaya cuando lo hacen.

—Jack...

—¿Qué?

—No sé cómo lo haces.

—¿Hacer qué, Nic?

—Eres increíble — toma aire — y te admiro más de lo que te imaginas.

Sabiendo que están intentando encontrarme pareja, me visto para la barbacoa esforzándome un poco más de lo que habría hecho normalmente. Me aliso el pelo con la plancha, me maquillo y busco el collar apropiado para llevar con el top blanco de gasa y la falda de lino verde salvia. No sé si este médico es alto o bajo, así que me curo en salud y me pongo zapato plano. Las uñas de los pies todavía están perfectas gracias a la pedicura de Frenchy’s, y al mirarme al espejo creo que estoy bien.

Nadie adivinaría lo del embarazo y el aborto. Nadie adivinaría lo de Kai. O lo de Daniel.

Sencillamente me veo como una mujer atractiva que va a una fiesta en casa de una amiga.

Cuando llego, Philip está muy ocupado con la barbacoa, sacando de la parrilla pinchitos de gambas marinadas con tequila. Grita para pedir que alguien le ayude y coja la fuente y yo me ofrezco. Pero al ir a coger la fuente, otro hombre también alarga la mano y es así como me presentan al médico soltero. Se llama James McKee y acaba de trasladarse desde Texas.

—¿Puedo traerte algo de beber? — se ofrece James una vez que ha pasado los aperitivos de gambas — ¿Una copa de vino? ¿Un cóctel? Creo que están haciendo mojitos en la cocina.

—Vino, por favor.

—¿Blanco o tinto?

—Si está abierto, tinto —. Estoy de pie, nerviosa, al lado de la nueva fuente de Anne, que hace poco que remodeló el jardín trasero, esperando a que vuelva James.

Relájate, me digo a mí misma. Sonríe. Sé simplemente tú misma. Anne y Philip nunca te presentarían a alguien que no les gustara.

James vuelve y me tiende la copa.

—En esta casa tienen vinos muy buenos.

—Anne y Philip entienden de vino — digo sonriendo —, pero lamentablemente yo soy una de esas personas que no saben nada de vino, aunque me gusta todo lo que bebo aquí.

James se ríe e inclina su botella de Heineken hacia mí.

—Estoy de acuerdo contigo. Tampoco sé mucho de vino, pero creo que he elegido bien mi cerveza

Nos quedamos ahí de pie un instante y me siento aún más incómoda, así que intento entablar conversación.

—¿Trabajas con Philip?

—Sí. Acabo de trasladarme de Baylor. He alquilado un apartamento en Belltown.

—¿Qué te parece esto hasta ahora?

—El tiempo es increíble, no sé por qué se queja la gente.

—Te mudaste aquí en verano, ¿verdad?

—A finales de junio, pero sólo ha habido un par de días de lluvia en más de dos meses.

—Sí, tenemos unos veranos preciosos. Incluso el otoño está bien. Son las otras dos estaciones las que deprimen a la gente.

—¿Te molesta la lluvia?

—Normalmente no, no.

—¿Pero...?

—Ha sido un año duro — me pongo tensa y me arrepiento de haberlo dicho, y entonces saco el primer tema que se me pasa por la cabeza.

—¿Eres de Texas?

—No, nací en Colorado.

Volvemos a quedarnos callados. Ahora le toca a James intentar hacer conversación.

—Me han dicho que eres decoradora.

—Sí, es así como me gano la vida.

—Philip dice que eres buena, y que algunas de tus casas han salido en revistas nacionales.

—En revistas regionales, como Northwest Home y Seattle.

—Eso es fantástico.

—Aún espero salir algún día en Architectural Digest.

—Seguro que lo logras.

Otra vez nos quedamos en silencio. Entonces James me mira y dice:

—Esto es muy embarazoso.

—Un poco — asiento con la cabeza.

—Me dijeron que eras mona, pero, guau, eres guapísima.

Bajo los ojos y siento que el rubor me sube por las mejillas. Esto era lo último que me hubiera esperado que dijera.

—Gracias.

Volvemos a quedarnos callados. Me mira y hace una mueca.

—La estoy pifiando, ¿verdad?

Miro a James, noto su pelo castaño, los ojos de un azul claro, los rasgos netos de su rostro. Apuesto a que es irlandés. Probablemente fue a un colegio católico y sacó unas notas brillantes en los exámenes de Selectividad.

—No la estás pifiando — digo amablemente —, es sólo que esta noche no estoy precisamente muy parlanchina.

Asiente, mira a su alrededor y ve que están pasando los aperitivos.

—¿Tienes hambre? — pregunta — ¿atacamos un pinchito de gambas?

—No, ¿y tú?

—Yo podría perseguir uno.

—Vé a por él — le digo.

James no regresa de inmediato, y pienso que a lo mejor le he ofendido, pero se me acerca cuando sirven la cena y nos sentamos juntos a una de las mesas redondas del patio.

Todas mis impresiones iniciales acerca de James son acertadas: es un hombre inteligente, agradable y atractivo. No me inspira nada ofensivo, así que cuando me pide mi número de teléfono se lo doy, pero poco después me cuelo en el dormitorio de Philip y Anne, cojo mi bolso de encima de la cama y me voy a casa. Ha sido una barbacoa agradable, y James — Jim — es un hombre verdaderamente agradable, pero estar allí esta noche, rodeada de todas esas parejas conocidas, me ha hecho darme cuenta de que estoy bien, pero todavía me queda mucho camino por recorrer.

A la mañana siguiente, Anne se pasa por casa trayendo unas fiambreras de plástico con sobras de pollo y costillas.

—Había mucha más comida de la necesaria. Creo que la gente ni siquiera comió el segundo plato — dice, echándome una mirada torva mientras mete los recipientes de plástico en el frigorífico —, sé que tú no lo comiste, saliste por la puerta en un tiempo récord.

—Estaba cansada.

—Sí, ya.

—Lo estaba, pero lo pasé fenomenal, y tu jardín me pareció estupendo. Me encantan el nuevo patio y la fuente.

—Me estás haciendo la pelota.

Me río, saco la jarra de té frío del frigorífico y sirvo un vaso para cada una.

Anne se sienta en uno de los taburetes altos.

—Bueno, ¿qué te pareció el Dr. McKee?

—Me pareció muy agradable.

—¿Sólo agradable? ¡Es guapísimo!

—Sí, es atractivo y educado. Un hombre agradable.

—No haces más que usar la palabra agradable — gime Anne.

—Bueno, es que lo es.

—No te gustó.

—No me desagradó.

—¿Saldrás con él si te llama?

—Sí.

Abre mucho la boca, exultante: — ¿De verdad?

No puedo evitar sonreír ante su entusiasmo.

—De verdad.

—¿Por qué?

—Es un hombre agradable.

—O sea que agradable significa que está bien.

Me río al verla tan alocada. Ella cree que tiene la cabeza muy bien sentada, pero de vez en cuando creo que en realidad es más alocada que yo.

—Anne, agradable es estupendo.

Esa misma tarde, Daniel deja a los niños en casa al volver del aeropuerto y celebramos una pequeña barbacoa juntos: filetes en la barbacoa de gas, patatas al horno y mazorcas de maíz. Ha sido un día de verano perfecto aquí en Seattle, uno de esos días larguísimos, con el cielo iluminado todavía a las nueve de la noche. En noches como ésta hace calor pero no demasiado, los prados son verdes y los niños corretean por ahí en bañador comiendo polos derretidos. El típico día de verano idílico que hace que la infancia sea superconmovedora.

Pero al final llega la hora de que los niños entren en casa, se den un baño y se acuesten. Mañana es el primer día de colegio, y el primer día siempre es importante. Jessica se ha preparado la ropa. William no se ha preparado nada, pero yo sé que está pensando en la escuela. Ya ha dejado la mochila al lado de la puerta de casa.

Los niños se acuestan y les oigo susurrarse cosas el uno al otro a través del pasillo. Bajo a la planta baja, salgo afuera y recojo el Hula-Hoop y la pelota de baloncesto de la rampa del garaje antes de cerrar la casa con llave para la noche.

James McKee me ha llamado antes, mientras estaba preparando la cena, para preguntarme si quería ir a ver un partido de los Mariners el fin de semana que viene. Los Mariners no van los últimos en la clasificación como la temporada pasada, pero no estoy segura de que un partido sea la primera cita ideal. Daniel y yo solíamos ir a ver muchos partidos juntos, y luego, cuando nacieron los niños, se convirtió en una costumbre familiar. Creo que ir a ver un partido todavía me resultaría duro, me traería demasiados recuerdos de mis años de casada.

Tal vez James y yo podríamos vernos en algún sitio para cenar, como Palace Kitchen o Thai Ginger.

Será una noche agradable — no como mis citas con Kai, pero nadie es como Kai.

Cierro las cortinas de mi habitación y me voy al cuarto de baño a lavarme la cara.

No se lo digo a nadie, pero sigo soñando con Kai por las noches. No tan a menudo como antes, pero hay mañanas que me encuentro muy, muy bien, con una sensación de calor, felicidad y seguridad, y entonces recuerdo lo que he soñado, y Kai y yo estábamos juntos. No es realista, ya lo sé, pero aún así, una chica tiene derecho a soñar.