SEIS
A la mañana siguiente voy a la playa temprano, horas antes de mi clase de las once, en parte para huir de Butch y en parte porque siento curiosidad por saber cómo funcionan las clases de surf.
Me escondo tras unas grandes gafas de sol debajo de una sombrilla azul para ver cómo dan la primera clase de la mañana Kai y los demás monitores.
Siento una extraña sensación en el estómago cuando veo por primera vez a Kai, luciendo su bañador rojo de costumbre y llevando las tablas de surf, tres a la vez, a la arena. Carga las largas tablas sin esfuerzo, moviendo todos y cada uno de los músculos de la espalda y resaltando todas las líneas y curvas de sus bíceps y tríceps.
Músculos, bronceado y tatuajes. Me pongo nerviosa sólo de mirarle.
Cuando deja caer las tablas en la arena, pasa un grupo de chicas adolescentes luciendo unos bikinis que apenas les cubren los pechos respingones y le echan a Kai miradas atrevidas y risueñas. Él se da cuenta y sonríe levemente. ¿Y por qué no debería sonreír? Podría tener todas las mujeres que quisiera.
¿Por qué iba a quererme a mí?
No me querría, me digo a mí misma, rodeándome las rodillas con los brazos. Esto no es la televisión, no vas a tener ningún romance isleño.
Pero a medida que Kai va dando instrucciones en tierra (Dios mío, ¿voy a tener que tumbarme boca abajo encima de la tabla de surf en la arena, con mi gran trasero blanco y celulítico al aire, y practicar cómo ponerme de pie de un salto?), no consigo acallar a esa niña emocionada que llevo dentro, a la que tiene esperanzas de que la vida le depare algo bueno, de que todavía le pueda gustar a alguien, de que alguien la quiera.
Esta mañana, las primeras alumnas de Kai son dos chicas de veintipocos años, de estatura mediana, guapas, y al igual que las adolescentes de hace un momento, están estupendas en bikini. Por fin sé quién compra todos los bikinis de las tiendas. No las mujeres de mi edad — y cuando lo hacemos, compramos esos conservadores bikinis adelgazantes Miracle con aros, rellenos push-up de gel y braguitas de lycra y elastán que suben los traseros caídos, comprimen los vientres un poco rellenos y usan telas, modelos, cadenas doradas y mallas para desviar las miradas hacia arriba, hacia abajo y alrededor... a cualquier punto, menos al descolorido cuerpo lleno de manchas de vejez que ya no resulta muy atractivo.
Bueno, yo todavía no tengo pecas ni manchas de vejez, y mi barriga no es tan prominente como antes del divorcio y de la pérdida total de apetito, pero incluso sin manchas y con menos grasa, mi cuerpo no es lo que yo llamaría un cuerpo de bikini. Ésa es la razón por la que no me he puesto un bikini desde antes de que naciera William. Mi abuela tenía razón: hay cosas que es mejor dejarlas a la imaginación.
Desde luego, a estas dos estudiantes descaradas no les interesa en lo más mínimo dejar nada a la imaginación.
Siguiendo las instrucciones de Kai, hacen estiramientos en la arena, tendidas boca abajo en unas tablas de surf que tienen la superficie blanda azul. Kai las hace colocarse más adelante encima de las tablas, y cuando las chicas se arrastran para hacerlo, noto que sus tangas brasileños se les suben, poniendo al descubierto sus bronceadas nalgas, lo que me recuerda con incomodidad un espectáculo erótico en la playa: “¡Todo en vivo! ¡Culos a gogó! ¡A todas horas! “
Kai debe odiar su trabajo.
Aprieto los labios con desaprobación. También odio la desaprobación. La verdad es que no las desapruebo a ellas — ni al pobre y sufridor Kai —, simplemente estoy celosa. Me encantaría estar tan segura de mí misma como esas chicas, pero no sólo eso. Quiero un trasero redondo, firme y bronceado, sin celulitis y que no se hunda como los cojines desgastados de un sofá de una tienda de segunda mano.
Kai se arrodilla delante de sus alumnas, con sus firmes muslos, los cuadríceps flexionados, y ahueca las manos para enseñarles cómo remar con ellas. Las chicas le imitan. Entonces les enseña cómo levantarse encima de la tabla, sacando y estirando el brazo como hacen los jugadores de fútbol americano, y las chicas también imitan eso.
Es con ellas con quienes debería salir Kai: jóvenes, firmes, bronceadas. Yo no soy nada de todo eso.
Aprieto más los brazos en torno a mis rodillas y siento que mi barriga se abulta, y nunca me había sentido tan como una madre sola. No me siento ni joven, ni femenina, ni físicamente atractiva. Simplemente me siento... maternal, asexual, como si fuera una bestia de carga y no una mujer.
Y me he sentido así muchas veces desde que nació William.
No puedo hacerlo, no puedo tomar esta clase, no puedo ponerme más en ridículo de lo que ya me he puesto. Por supuesto que las mujeres hacen surf. Montañas de mujeres maravillosas, atléticas, que juegan a tenis, practican el golf y adoran el voleibol, hacen surf. Pero yo no crecí a orillas del mar, yo crecí en Spokane, y nuestra versión de las vacaciones de verano consistía en ir al lago y flotar en balsas y cámaras de neumático.
Kai ya tiene a sus alumnas de pie, las dos riéndose y fingiendo balancearse estilo Gidget en sus tablas de surf.
Mientras observo cómo exponen su mercancía las radiantes chicas Gidget, las dos mujeres asiáticas de la piscina del Halekulani se instalan en unas tumbonas próximas a la mía.
Hablan en voz alta mientras extienden sus toallas encima de los cojines azules de las tumbonas.
—Mi vida — dice una de las esbeltas asiáticas, haciendo una pausa teatral — habría sido muy distinta si hubiese tomado otro camino.
No tenía ninguna intención de escucharlas, pero sus voces me llaman la atención. Mirando por encima del hombro, veo que las dos llevan diminutos bañadores enteros, tacones altos y gigantescas gafas de sol de marca, pero permanecen ajenas a mí, ocultas tras sus gafas de sol, inmersas en su conversación y en sus argumentos.
—Yo trabajaba en Londres — sigue diciendo una de ellas — y hubiese podido acabar quedándome en Londres, pero en cambio me quedé en Houston con Jason mientras él acababa los estudios.
—¿Te cambiaste de apellido al casarte? — le pregunta la otra.
—Sí, me lo cambié por Huhn, y ése es el que tengo todavía en la tarjeta de residencia.
—Huhn — repite la otra.
Huhn resopla.
—¿Sabes lo que significa Huhn en alemán? Gallina, significa gallina.
Gallina, repito para mis adentros, mientras me doy la vuelta para mirar a Kai, que está ayudando a sus alumnas a llevar las tablas de surf al agua. Eso es lo que soy yo, una enorme gallina gorda. Me asusta probar algo nuevo, pero también me asusta no tener nunca nada más.
Así que, en lugar de salir huyendo de la playa para volver a mi habitación o a un rincón de la piscina, me quedo pegada a mi tumbona y miro cómo las alumnas de Kai se suben a las tablas y él las empuja mar adentro, por encima de la pequeña ola que rompe en la orilla.
Rema con las manos detrás de ellas y se pone al frente con un pie encima de cada tabla para remolcarlas, con los brazos mojados, la piel bronceada y los músculos tensos.
Le miro remar con las manos junto a sus alumnas hasta que los tres desaparecen en el horizonte.
De repente, el cielo parece muy grande encima de mi cabeza, plagado de pesadas nubes y claros azules. Me siento pequeña en comparación, pequeña y sorprendentemente frágil. Una vez fui joven y lo quería todo, pero luego me hice mayor y me resigné — porque me había resignado, ¿verdad? — y aprendí a no volver la vista atrás, a no pedir más, a no querer más, porque no había más. No existía nada más... al menos, no fuera de mi imaginación.
Me siento y me inclino hacia adelante rodeándome las rodillas con el brazo, e intento ver dónde están Kai y sus alumnas en el horizonte, pero hay demasiados surferos a lo lejos, un puñado de cuerpos y tablas. De todas formas, me gustaría saber qué era más. ¿”Más” es amor? ¿”Más” es emoción? ¿O paz? ¿Felicidad? ¿O “más” es simplemente más de todo?
Ha llegado la hora de mi clase y estoy aterrada. Intento parecer despreocupada, haciendo lo que creo que son bromas ingeniosas, pero por dentro estoy tan nerviosa que me siento llena de tics. Kai me alcanza una camiseta protectora de lycra de color verde fosforescente y me la pongo por la cabeza. Es ceñida y me comprime los pechos, pero por suerte me tapa lo suficiente las caderas como para que no se me vea la barriga, sólo el trasero.
Y hablando de mi trasero, Kai me alcanza un bote de crema solar y me dice que me la ponga en la parte posterior de las piernas, porque les va a dar mucho el sol. Le miro y entorno los ojos:
—Me estás diciendo que las tengo blancas.
Esboza una sonrisa.
—Estoy diciendo que no debes querer quemártelas.
Me aplico la crema, me recojo el pelo con una goma y me pongo más protección total en la nariz antes de que Kai me conduzca hasta la fila de tablas de surf que hay en la arena. Ya sé que me va a dar la misma clase en tierra que a las chicas de antes, y temo la parte en que voy a tener que ponerme de pie de un salto estando de rodillas. De alguna forma, estar arrodillada y saltar en bañador enfrente de un hombre en público me parece horrible, algo así como de película de carnaval para adultos.
—Allá voy — digo, apretando los dientes y poniéndome en posición. Dios mío, qué violento es esto. Miro a Kai toda ruborizada, sonriendo desesperada e intensamente.
Kai sonríe.
—Muy bien, rema, rema.
Hago movimientos como si remase, tal y como él me ha enseñado.
—Muy bien, ahora te voy a empujar hacia una ola, ponte de rodillas.
Me pongo a cuatro patas, como un perrito. Cómo odio esto, de verdad.
—De pie.
Salto y me incorporo, con los brazos abiertos a los lados, y mantengo la posición.
Kai está haciendo todo lo posible para no reírse. Veo a unas chicas jóvenes mirando desde sus toallas de playa, con sus redondeados traseros bronceados al descubierto, untados de aceite solar, relucientes. Qué encantadoras. Y qué idiota soy yo.
—Fenomenal — dice Kai —, vamos.
Me pone la correa de seguridad en el tobillo izquierdo, me ayuda a llevar la tabla de superficie blanda al agua y la sostiene mientras yo intento deslizarme — no, dejarme caer — encima. Kai me dice que me deslice hacia abajo por la tabla y así lo hago, centímetro a centímetro, mientras pienso que nada de todo esto me parece natural. No siento eco alguno de una vida anterior, seguro que nunca fui una surfera polinesia.
Remamos mar adentro, quiero decir que Kai rema, remolcando mi tabla detrás de la suya con el dedo del pie en la mía. Yo intento remar con las manos, pero hay que remar mucho y los brazos me están matando antes de que hayamos recorrido siquiera la mitad del camino. También pierdo mucho tiempo escupiendo cuando nos embisten las olas. Lo curioso es que Kai ni siquiera se moja el pelo.
Pero ahora ya estamos fuera, antes de la gran barrera, pero lo suficientemente lejos como para que las olas tengan cierta altura. Kai me sitúa mirando a la playa y a la famosa franja de Waikiki, con sus playas y sus hoteles, pero yo sólo puedo pensar en que él está sentado en su tabla detrás de mí. Debe tener una vista fantástica de mi gigantesco trasero.
Detrás del trasero. Qué horror. Y lo que es peor, noto que mi elegante bañador entero Miracle se me está subiendo, dejándome las nalgas al descubierto. Quiero tirar del bañador hacia abajo para asegurarme de que los huecos del trasero queden tapados, pero temo llamar su atención hacia una zona ya de por sí delicada.
Me grita que reme y yo lo intento, pero antes siquiera de ponerme de pie me ladeo y caigo al agua.
Vuelvo a subirme a la tabla arrastrándome y Kai me coge y vuelve a ponerme de cara a la playa.
—¿Lista para remar? — dice. Noto un peso en el estómago y aprieto los bordes de la tabla.
—¡Vale, rema! — grita.
Yo lo intento, pero sin demasiada energía, porque ya sé que me voy a caer de la tabla.
—¡Rema más fuerte, Jackie!
Lo hago.
—¡De rodillas!
Estoy arrodillada, más o menos, y la tabla se inclina de un lado a otro.
—¡Arriba! ¡De pie!
Intento levantarme, pero antes de conseguir llegar a medio camino pierdo el equilibrio y me caigo de lado. La ola me arrastra y golpea la tabla, que se vuelca y tira de mi correa, y me agarro con las uñas a la superficie intentando respirar, asustada, pese a que no he estado mucho tiempo debajo del agua. Lo que pasa es que esto es el océano y yo nunca he nadado mucho en el océano. Por supuesto, cuando era niña siempre jugábamos en la playa, pero no donde no hacíamos pie, no así.
Kai está ahí, aguantándome la tabla para que no se mueva mientras intento trepar a ella.
—¿Qué ha pasado? — pregunta.
—He perdido el equilibrio.
—Mantén el pie en el centro de la tabla y levántate de golpe.
Vuelve a remolcarme otra vez hasta colocarme en la posición inicial. Tengo la moral por los suelos. Él hace que esto parezca muy fácil y para él lo es, pero yo estoy hasta el pelo. Literalmente.
Volvemos a intentarlo y vuelvo a caerme una vez más, esta vez hacia la izquierda.
Kai se está acostumbrando a recogerme.
—Casi lo logras — dice —, sólo tienes que relajarte. No te pongas rígida, mantén las rodillas flexionadas.
—No sé, Kai — digo, atragantándome tras tragar una gran cantidad de agua —, no creo que pueda...
—Yo sí — dice.
Suspiro para mis adentros, con la cabeza llena de ideas malvadas. Es muy posible que llegue a odiarle, pero vuelvo a arrastrarme hasta lograr encaramarme a la tabla. Tiene demasiada confianza, no sé si en mí o en él mismo.
Kai vuelve a remolcarme. Agarra mi tabla de surf, la hace girar y de repente es como si lo viera todo a cámara lenta.
Le veo a él — mojado, con la piel brillante bañada por el sol — y todo parece como si formara parte de una película, con la iluminación ideal y la lente de la cámara apropiada. Agua turquesa, olas con crestas blancas, un brillo como de diamante en Kai, en mí, en todo.
Durante esa fracción de segundo no siento nada, pero al mismo tiempo lo siento todo. Oigo el agua deslizarse y rugir, pero no es sólo el océano, es el sonido de la vida, el sentido del destino. Por un instante, la vida parece haber crecido más allá de mí misma, convirtiéndose en mucho más de lo que jamás pensé que fuera, más de lo que creí que pudiera ser. La vida tampoco es en absoluto lo que yo creía que era. La vida es más grandiosa, más hermosa, más compleja, más imposible. Desgarradora y deslumbrante, tenaz y frágil, auténtica y falsa.
Y todo esto me asalta en el mismo instante que tarda Kai en agarrar la proa de mi tabla y darle la vuelta de manera que quede mirando a Waikiki y a los hoteles, con las sombrillas de colores en la playa, los catamaranes amarrados y las montañas cubiertas de una alfombra verde detrás. Algunas nubes bajas cubren parcialmente algunas de las montañas, y en otros puntos el cielo es simplemente inmensamente azul.
Kai me dice algo y yo le miro desde este extraño mundo de ensueño, mientras me aparto el pelo mojado que se me pega a la cara. Me sonríe, los ojos le sonríen, y el agua baña su piel, brilla en su oscura piel bronceada por el sol, y sus ojos son exactamente del mismo color que el agua y sus dientes tan blancos como la espuma.
Podría enamorarme de él, pienso, pero sé que no es sólo él, sino toda esta vida de ensueño, esta sensación de ausencia de tiempo y de esperanza, la lánguida calidez y los intensos colores del trópico.
Creo que podría ser feliz siendo otra persona, viviendo en algún otro lugar, haciendo cosas distintas, viviendo una vida que nunca antes he vivido.
—Mira recto hacia adelante — le oigo decir, una voz muy lejana en este mundo de película en el que estoy inmersa —, empieza a remar ahora, Jackie.
—¿Remar? Ah, sí, claro, remar. Empiezo a dar zarpazos en el agua. Eso es lo que siento, terror y urgencia, así como total desconcierto, porque todavía no tengo ni idea de lo que estoy haciendo en el agua encima de una tabla de surf y en bañador. Esto es muy raro para mí, yo jamás habría hecho una cosa así.
Pero o a Kai no le importa, o no lo nota. Al contrario, me está lanzando hacia adelante, empujando con fuerza la tabla, y la ola hace el resto, cogiendo la tabla y arrastrándome. Me muevo con la ola y no sé qué hacer. Me estoy moviendo de prisa, y esta velocidad y la tabla larga y el agua no son mi mundo. Yo no soy el tipo de mujer que hace surf. Yo no soy la clase de mujer que prueba cosas nuevas. Yo no...
—¡Levántate! ¡Ponte de pie, nena! — grita Kai.
No me muevo.
—¡Ponte de pie, Jackie! — esta vez no es una petición, es una orden.
El corazón me late muy de prisa y el agua chapotea, y la ola me sigue arrastrando, empujándome, impulsándome rápidamente hacia ningún lugar. Aturdida, hago un esfuerzo y me arrodillo, y luego me levanto tambaleándome.
Voy a caerme, no puedo mantener el equilibrio. Tambaleándome a derecha e izquierda, estoy a punto de volver a caerme de la tabla, pero de repente simplemente dejo de esforzarme y me quedo ahí de pie, quieta. Estoy de pie, con los brazos levantados como un equilibrista en la cuerda floja. Pero funciona, aguanto, no me caigo.
Sigo y sigo, con las rodillas dobladas, el cuerpo rígido inclinado hacia adelante, sin gracia ni estilo en mi postura, pero estoy cabalgando una ola encima de una tabla de surf.
La ola se acaba y caigo encima de la tabla con un “plof”, aterrizando plana antes de caer al agua. Sirviéndome de mi brazo derecho, trazo un lento círculo y empiezo a remar otra vez en dirección a Kai, que llega cabalgando una ola.
Me sonríe y estira el brazo para coger mi tabla y aguantarla firmemente.
—Lo has conseguido.
—No ha quedado muy elegante.
—Estabas fantástica.
—Kai...
—Estabas fantástica.
Estoy ruborizada y radiante y me siento mortificada y regocijada, todo al mismo tiempo.
—Gracias.
—Me encanta tu estilo, el estilo de las grandes olas.
Encima de una ola pequeña. Pero sonrío más abiertamente, agradeciendo el piropo. He hecho algo que jamás pensé que haría o que podría hacer, he hecho surf de verdad.
Hacía mucho tiempo que no sentía que hacía algo bien, y ahora paso la mayor parte de la clase ansiando intentarlo una y otra vez. Pasamos cuarenta minutos más ahí afuera. Cojo unas cuantas olas más, son más las veces que me caigo que las que me aguanto, pero cuando logro aguantarme y cabalgar una ola larga, me siento victoriosa, magnífica, brillante.
El agua está templada y las olas lamen y empujan la tabla de surf, y me siento como un niño flotando encima de un colchón hinchable. Todo me parece nuevo e interesante.
Yo me siento nueva e interesante.
Por fin llega el momento de remar de vuelta a la playa. Dentro de poco Kai tiene otra clase, y charlamos mientras me remolca de vuelta a la playa del Hotel Sheraton, donde habíamos dado la clase en tierra.
En la playa, enrolla la correa alrededor del soporte de la tabla y la lleva al portatablas. Me quito la ceñidísima y mojadísima camiseta protectora.
—Gracias — le digo, peinándome el pelo mojado y poniéndomelo detrás de las orejas —, no puedo creer que hayas conseguido que me levantara.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí.
—Ya te lo dije —. Mira hacia el mostrador de la playa, indica que sabe que su próxima clase le está esperando y yo suspiro decepcionada. Se acabó. Se va.
—Gracias — repito, violenta y nerviosa de nuevo. Tengo ganas de preguntarle qué va a hacer después, tengo ganas de ir a tomar algo con él después del trabajo, tengo muchas ganas, pero no sé qué es lo apropiado, no quiero perseguirle, pero tampoco me queda ni pizca de orgullo.
—Será mejor que me vaya — dice.
Asiento con la cabeza y sonrío.
—De acuerdo —. Luego, cuando empieza a darse la vuelta, le espeto:
—¿Estás libre para tomar algo después del trabajo?
Kai se detiene, se da la vuelta y me mira, pero no dice nada.
Esto es muy embarazoso y noto que me arden las mejillas. Mi sonrisa es tan vacilante como mi equilibrio encima de la tabla de surf, pero tengo que preguntárselo. Sé que si no lo hago me arrepentiré.
—¿Te apetece ir a tomar algo más tarde?
Me sigue mirando, estudiándome detenidamente con una mirada maliciosa y curiosa a la vez.
—No te conviene hacer eso.
—¿Por qué no?
—Porque yo no soy lo que andas buscando, muchacha.
—Tú eso no lo sabes...
—Y no soy lo que tú necesitas.
Me quedo mirándole, irritada y confusa.
—Tú no sabes lo que necesito.
—Pero sé lo que no necesitas. Acabas de divorciarte, eres una decoradora y tienes dos hijos estupendos en casa.
—¿Y qué?
—Pues que yo soy un monitor de surf. Ésta es mi vida, esto es lo que hago.
—No sé qué quieres decir con eso.
—Sí que lo sabes. Quiero decir que pertenecemos a dos mundos diferentes.
¡No te fastidia! Pues claro que pertenecemos a dos mundos diferentes. Vivimos en sitios distintos, tenemos ingresos distintos, edades distintas, pero esto también forma parte de la atracción. Él no es yo, no pertenece a mi mundo, no es como nada de lo que he conocido en los últimos diez o doce años en Seattle, y eso es exactamente lo que quiero, lo que necesito. Miro a Kai intensamente, intentando hacer confluir mis cuarenta años de experiencia y sabiduría en mi expresión.
—No nací ayer.
—No paras de decírmelo — sonríe, sin embargo, burlándose de mí. Y entonces deja de sonreír —, pero eres una buena chica, Jackie, no me necesitas.
No logro entender por qué es como si sus palabras añadieran más leña al fuego. Me está haciendo pelear, resistir, querer lo que se supone que no debería sentir, sea lo que sea, sea lo que sea lo que quiero, y quiero... ¿qué? Algo. Algo. Cualquier cosa.
Pero no simplemente cualquier cosa. Quiero lo que él quiera darme, sea lo que sea. Y eso sería sexo, y ni siquiera sé si sería bueno. Ni siquiera sé cómo sería el sexo con alguien como Kai, porque me he hecho mayor durante los años de mi matrimonio, he cambiado, me he marchitado, he envejecido.
Me he convertido en algo que jamás habría pensado que iba a ser, porque en los programas de televisión que veía de jovencita — hablo de La familia Partridge y La tribu de los Brady — las mujeres y las esposas siguen estando llenas de vida. Las mujeres y las esposas nunca envejecen, ni se marchitan, ni les salen canas.
Dios mío, ayúdame, no dejes que tome este camino...
—Quiero ir a tomar a una copa contigo más tarde, cuando hayas acabado tu trabajo — le miro detenidamente, más fresca que una lechuga, y tan diferente de como soy...
—Pago yo, te invito.
Esa misma tarde, unas horas después, en mi habitación del hotel, no sé qué ponerme, honradamente, no sé qué ponerme. Es joven, es mono, no tiene dinero y es guai.
Pero no tiene dinero, y sí, para decirlo con sus propias palabras, Kai es un surfero. No va a ir muy arreglado, ¿no?
Miro mi armario, miro las elegantes prendas — en su mayoría blancas, negras y caqui — que hay colgadas, y no tengo ni idea de por dónde empezar a buscar algo que resulte discreto y no agresivo. Tampoco es que necesite nada que no sea agresivo. Probablemente habrá conocido a tantas mujeres, cientos y cientos de mujeres, que una mujer como yo — de treinta y muchos años y divorciada — no le asustará. Después de todo, probablemente ya tendrá asumido que se va a acostar conmigo.
Y supongo que yo también lo tengo asumido. De lo contrario, ¿por qué iba a hacer lo que estoy haciendo? ¿Por qué iba yo a estar aquí, poniéndome en esta situación?
Cojo una falda de lino negra y un top corto negro del armario y me quedo mirándolos con los brazos extendidos, intentando imaginarme cómo me va a ver él, pero no puedo. No puedo.
Lo único que veo es una pelirroja que necesita un retoque en las raíces, mientras que probablemente él verá... ¿qué? ¿una arpía? ¡Ja!
Tiro la falda encima de la cama, me quito el albornoz del hotel y me meto en la ducha.
Es hora de depilarse y brillar.