DIECISIETE
Al volver a casa en el coche pienso y no pienso. Estoy abrumada, no hay otra manera de decirlo. Lo que está pasando... lo que va a pasar... lo cambiará todo. Nada volverá a ser lo mismo. CuandoWilliam y Jessica se vayan a casa de su padre el bebé y yo nos quedaremos solos en casa. El bebé y yo...
De repente, oigo la voz del Dr. Montgomery preguntándome si quiero tener el niño o si quiero interrumpir el embarazo. Vuelvo a sentirme aprensiva, culpable y aprensiva.
He pensado en abortar, desde luego que lo he pensado, pero incluso mientras intentaba imaginarme teniendo un bebé sola, trataba de verme yendo a una consulta y dejando que alguien me quitara al bebé, y no podía hacerlo, no podía permitir que eso ocurriera.
Fue difícil concebir a Jessica — dos años y medio intentándolo y dos abortos espontáneos antes de que naciera — y pensar que ahora, justo cuando nunca hubiera pensado en tener otro hijo, estoy embarazada. Desde luego que siento pánico, pero, ¿abortar?
¿Pero qué va a pasar con los hijos que ya tengo? ¿Qué va a pasar con mi familia? ¿Cómo les va a afectar otro bebé?
No lo sé. Quizá en otro momento habría pensado que tener un bebé sería bueno para ellos, pero ya han sufrido tantos cambios que es como si les hubieran arrancado la proverbial alfombra de debajo de los pies. ¿Qué van a pensar — a sentir — cuando les diga que estoy embarazada y que voy a tener un bebé sin padre?
Estoy en la rampa del garaje de casa, apago el motor y me quedo sentada en el coche. Por fin pienso en la única persona en la que me he impedido a mí misma pensar.
Kai.
Tendré que decírselo, ¿no?
Me lo veo, bronceado, con los ojos azules, con los tatuajes en los abultados bíceps y el pelo oscuro peinado hacia atrás dejando al descubierto una frente perfecta y unos pómulos y una mandíbula cincelados, más dignos de un modelo de GQ que de un relajado surfero natural de Florida.
¿Qué dirá Kai cuando se lo diga? ¿Qué hará? ¿Qué pensará?
No puedo imaginarme que quiera que me quede con el bebé, y si lo hago, no me imagino que él quiera formar parte de la vida del niño. Y entonces, ¿qué pasará cuando Daniel malcríe todo lo que pueda a Jessica y a William, mientras el niño número tres siempre se queda en casa, siempre se queda atrás?
Dios mío, ¿en qué lío me he metido?
Me muerdo el labio, muerdo con fuerza, me obligo a ver las cosas como son, no como me gustaría que fueran.
¿Cuál va a ser la habitación del bebé? (Mi despacho).
¿Cómo va a afectar esto a mi trabajo? (Volveré a necesitar una niñera profesional... Dios mío, las niñeras profesionales cuestan una fortuna).
¿Cómo me va a afectar esto personalmente? Al margen de la cuestión física — Dios mío, muy pronto voy a estar enormemente gorda —, me voy a encontrar mal, me marearé y vomitaré, voy a tener dolor de cabeza y dolor de espalda, me van a doler el cuerpo y las piernas y voy a tener sueños raros, antojos con la comida, cambios de humor, estrías y probablemente — aunque rezo porque no sea así — hemorroides. Nunca tuve ni hemorroides ni varices con William y Jessica, pero ya no tengo treinta y tres años.
Si quisiera volver a salir con hombres, ¿a qué hombre podría interesarle una mujer con tres hijos, dos de su ex marido y uno de un hombre al que apenas conocía y que vive en una isla de Hawai?
¿Cómo explicarles a los futuros hombres que no soy tan temeraria ni impulsiva, que no soy una mujer de riesgo, y que salir conmigo no significa ir de cara al desastre? Aunque pensándolo bien, ¿qué hombre — soltero y sin un bagaje propio demasiado pesado — querría liarse con una mujer de cuarenta años madre de tres hijos de menos de diez? ¿Qué hombre querría criar a los hijos de otros dos hombres?
El estómago me da vueltas. No me gusta pensar en esas cosas, pero no puedo ser una ingenua, no puedo limitarme a asumir alegremente que todo va a salir bien. Por ejemplo, desde el punto de vista económico, Daniel puede ayudar a mantener a sus dos hijos, pero, ¿qué pasa con el niño del surfero? ¿va a poder ir a los campamentos de verano, llevar aparato en los dientes o ir a la universidad?
¿Cómo le sentará al hijo del surfero ver que sus hermanos mayores viajan por todo el mundo con su padre, mientras él o ella se queda en casa conmigo?
Me sobresalto al oír el ruido de unos nudillos golpeando en mi ventanilla. Abro la puerta del coche y veo a William de pie, vestido con su uniforme de béisbol.
—¿Dónde estabas, mamá? El partido ha empezado hace una hora.
¿Partido? ¿Hoy?
—El partido es el jueves, William.
—Hoy es jueves — me dice, a punto de llorar, con una expresión tensa y apretando los dientes. — Papá está en San José, e incluso me llamó para asegurarse de que no me perdiera el partido, pero tú no estabas y no contestabas al teléfono, y no pude hablar con nadie más.
—¿Dónde está Lisa?
—Ha ido a llevar a Jessica a Brownies — responde, sentándose en el asiento trasero. — ¿Podemos irnos ya? Si no nos damos prisa, para cuando lleguemos el partido ya habrá terminado.
William no se equivoca: sólo queda una entrada. El entrenador le pone con un out, pero la jugada siguiente es una doble matanza y así se acaba el partido.
Su equipo pierde y mientras volvemos a casa en el coche, William aprieta el paquete de patatas fritas y el Gatorade que ha traído la mamá encargada de las meriendas esta semana. No dice nada, no come, va sentado a mi lado en el asiento del pasajero mirando por la ventanilla.
—¿Dónde estabas? — me suelta por fin William, rezumando hostilidad.
Le miro de reojo.
—¿Por qué?
Se encoge de hombros y me lanza una mirada muy dura, muy afilada, cortante.
—Dice papá que tienes novio. ¿Estabas con él?
Me da un vuelco el corazón.
—No.
—¿Pero tienes novio?
Dios mío, Daniel, menuda pieza estás hecho.
—No.
—Papá dice que tienes un novio en Hawai.
—Pues no estoy en Hawai, ¿verdad? Estoy aquí, en el coche, y me siento fatal porque te has perdido el partido por mi culpa —. Me duele la garganta y aprieto el volante con fuerza. — Lo siento, William, siento lo del partido, y papá... — me interrumpo, aguanto la respiración y me esfuerzo por tranquilizarme, me esfuerzo por encontrar el tono apropiado.
No puedo hablarles mal de Daniel a los niños, pero también son hijos míos y no está bien que él les ponga en contra mía. Esto no es ninguna competición, no es una guerra.
—Pero sales con alguien — insiste William de mal humor.
—Salí unas cuantas veces aquí en Seattle antes de Navidad, pero sólo a tomar café, nada más —. Pongo el intermitente, tuerzo y en seguida pasamos por delante del Arboretum.
—¿Y entonces dónde estabas hoy?
—He ido al médico.
William se gira para mirarme con expresión dudosa.
—¿Estás enferma?
—No.
—Porque si estás enferma...
—Estoy bien, pequeño.
Vacila y asiente con la cabeza, y hacemos el resto del viaje hasta casa en silencio. Ya está oscuro cuando llegamos y Lisa y Jessica están en la cocina comiendo galletitas saladas en forma de peces, palitos de queso y rodajas de manzana.
—Eh — dice Lisa, bajándose del taburete —, no sabía lo que tenías pensado para la cena, pero Jess tenía hambre.
—Está bien.
Busco mi talonario, le extiendo un cheque para pagarle la semanada y dejo que se despida de los niños antes de hablar con ellos, y por primera vez en mucho tiempo no tengo nada que decir.
Al final suspiro.
—Acaba de hacer los deberes. Voy a hacer la cena. ¿Os apetecen unos espaguetis?
Jessica empieza a protestar, pero William le da un codazo, ella grita y al final accede.
—Bueno — dice malhumorada, golpeando el mostrador con la escayola —, siempre y cuando podamos comer también pan de ajo.
Pasan las semanas y tengo unas náuseas infernales. Bebo sorbos de agua y mordisqueo crackers a escondidas, y no tomo nada de café. Ya sé que es sólo cuestión de tiempo que mis amigas se den cuenta, especialmente Anne, que conoce mi adicción a la cafeína. Me pregunto cuándo voy a decirles a mis amigas lo que me está pasando.
Cuando vomito en el cuarto de baño durante el recital de ballet de fin de curso de Jessica me doy cuenta de que ha llegado la hora de decírselo.
Estoy hecha un desastre. Apenas si logro engullir bocado y estoy de pésimo humor. Había olvidado que el primer trimestre me hacía sentir fuera de control. Recuerdo haber conocido a mujeres que decían que les encantaba estar embarazadas, pero yo nunca lo he entendido, ni entonces, ni ahora.
Mi mal humor me asusta incluso a mí. Necesito ayuda, apoyo, ánimos, misericordia. Algo.
Después del recital de ballet, reúno todo mi valor y llamo a Kristine, Nic y Anne y las invito a que vengan a cenar a mi casa para una cena sólo de chicas. Daniel tiene a los niños mañana y me imagino que es un momento tan bueno como otro cualquiera para darles la noticia. Siento la tentación de reservar mesa en el Café Madison Park, uno de nuestros restaurantes favoritos, pero me doy cuenta de que un bistrot francés podría ser peligroso. Podría vomitar, y al recibir la noticia alguna de mis amigas (o más de una) podría gritar.
Esa misma tarde me llama Kristine.
—No sé si voy a poder ir esta noche — dice sin aliento —, tengo una reunión...
—Sáltatela — la interrumpo, inclinándome sobre el mostrador de granito dorado de la cocina para impedir que William le dé un puñetazo a su hermana, que acaba de llamarle tonto del culo —, es importante. Tienes que enterarte de primera mano, no por otros.
—No te vas a mudar a Hawai, ¿verdad? — pregunta Kris con voz inexpresiva.
—No, aún no.
—Te vas a casar.
Miro a los niños para intentar mantenerles a raya.
—No, no es eso, pero voy a preparar mi famosa ensalada de pollo a la oriental y tengo una botella de vino en el frigorífico.
—Bueno, ¿qué está pasando?
—Ven a las seis y media y te enterarás.
—¿Y qué hay de los niños?
—Van a estar con Daniel.
Rápidamente tapo el auricular del teléfono para hacer callar a Jessica, que está haciendo ruidos simiescos para poner nervioso a William.
—He oído decir que él y su novia han roto.
Me sorprendo. Yo no he oído nada de eso, él no me ha dicho nada (¿por qué iba a decirme nada?) y los niños tampoco.
—No lo sabía.
—Supongo que ella quería más compromiso por parte de él y él pensó que las cosas estaban yendo demasiado deprisa.
Veo de refilón que Jessica le da una patada en la espinilla a William por debajo del mostrador de la cocina. William grita y yo le chasqueo los dedos frenéticamente a Jessie y señalo furiosa a William con el dedo para indicarle que suelte el cuello de su hermana y vuelva a sentarse.
—Estoy segura de que Daniel no quiere perder ningún otro de sus bienes por una mujer.
—Pero Melinda es una mujer de éxito.
—Tiene veintinueve años.
—¿Y?
—Venga, Kris. Tú también eras abogada. ¿En qué momento dejaste de ejercer?.
Ni siquiera necesito que Kristine me conteste, porque ya conozco la respuesta. Cuando Kris se casó y tuvo su primer hijo, dejó de trabajar para quedarse en casa con Andrew.
Kris se queda callada.
—¿Tú crees que quiere tener hijos?
—Tiene veintinueve años y es una mujer.
Con la cadera apoyada en el mostrador y el teléfono pegado a la oreja veo a Jessie inclinarse hacia William, sacarle la lengua y tirar de su nariz hacia atrás, mostrando dos fosas nasales dilatadas. Estupendo, qué bien se portan mis hijos.
William está callado y con la cara roja, la calma antes de la tempestad, y me doy cuenta de que más vale que cuelgue el teléfono antes de que haya derramamiento de sangre.
—¿Entonces vas a venir esta noche?
—Ahí estaré — dice Kris, suspirando.
—Muy bien.
—¿Quieres que traiga algo? ¿Aperitivos? ¿Postre?
—Sólo a ti.
Cuelgo el teléfono, me cruzo de brazos y miro a los niños de arriba a abajo con mirada severa.
—Bueno, ¿qué pasa aquí?
Jessie y William se acomodan en sus asientos y me sonríen con expresión angelical.
—Nada, mami.
Nada y un cuerno.
Estoy a punto de echarles la parrafada cuando me doy cuenta de que voy a vomitar. Otra vez.
Nic es la primera en llegar, luego llega Anne y por último Kris. Se quedan de pie en la cocina mientras sirvo las ensaladas y el vino blanco. Anne me ayuda a llevar los platos, Kris coge las copas y Nic va detrás con los cubiertos.
Nos sentamos en el salón y cogemos las sillas y los puntos del sofá más cómodos para mantener los platos en equilibrio en nuestros regazos. Me educaron en la convicción de que una comida no era una comida de verdad si no estabas sentada a la mesa del comedor, pero ahora que vivo sola he infringido esta norma. Me gusta comer en el sofá y sentarme con las piernas cruzadas con la copa de vino justo detrás del hombro, en la mesa de al lado del sofá. Claro que esta noche no voy a beber vino.
Apenas empezamos a cenar, Kris va directa al grano.
—Bueno, ¿cuál es esa gran noticia?
Anne agita su copa de vino antes de tomar un trago.
—¿Tiene la noticia algo que ver con el hecho de que lleves unas cuantas semanas sin beber alcohol?
Las demás se vuelven a mirarme. Esto ha ido rápido, creo. Pero, naturalmente, Anne tenía que fijarse en que no bebía. A Anne y a mí siempre nos ha gustado tomarnos juntas un buen vino. No diría que somos bebedoras, pero ni ella ni yo hemos tenido nunca problemas para abrirnos una botella de vino las noches en que nuestros maridos trabajaban hasta tarde.
Dejo el plato a mis pies.
—Sí, tiene que ver.
Kris me mira primero a mí, luego a Anne y luego otra vez a mí. Acaba de captarlo. Su expresión no tiene precio: se ha quedado boquiabierta, con los ojos de par en par.
—¿Estás embarazada?
—Sí, lo estoy. Bueno, ya está, ya os lo he dicho.
Se hace un silencio ensordecedor, y la verdad es que me encantaría beberme una copa de vino, pero no lo hago. No voy a beber, no voy a escapar. Tengo que hacer esto.
—De unas siete semanas.
—¡Guau! — exclama Kris, meneando la cabeza — ¡Guau!
—A Daniel le va a dar un ataque — dice Nic.
Quiero a Nic, pero su tendencia a afirmar lo que es evidente me pone verdaderamente de los nervios. Y sí, a Daniel le va a dar un ataque. Me imagino las cosas que les va a decir a sus padres sobre mí y mi moral laxa, ignorando que los niños oyen todas y cada una de las palabras que dice. Sé que Daniel jamás les hablaría mal de mí intencionadamente a los niños, pero los niños han repetido cosas que su padre ha dicho y que no debería haber dicho.
—O sea que lo sabes desde hace ya bastante — dice Anne con calma.
—Desde que no me vino el período — digo, asintiendo con la cabeza.
Anne posa su copa de vino.
—¿Por qué no nos lo has dicho antes?
—Porque no hubiera podido soportar más críticas ni presiones — digo, suspirando y rascándome la cabeza —, y primero necesitaba tiempo para hacerme a la idea.
—¿Entonces qué vas a hacer? — pregunta Nic, sombría.
¿Que qué voy a hacer?
—Voy a tener el bebé — y entonces mi rebeldía y mis ganas de pelear salen a flote, y se me llenan los ojos de lágrimas —, voy a tener el bebé — repito — y estoy muy asustada.
Kristine se inclina hacia adelante.
—¿Te encuentras tan mal como cuando esperabas a Jessica? Tuviste muchas náuseas con ella.
—Aún peor — me seco las lágrimas con la mano antes de que me caigan —, tengo náuseas por la mañana, a mediodía y por la noche, y soy muy seca con los niños. Ahora mismo no hago más que gritarles.
Anne se desliza por el sofá para acercarse y pone su mano encima de la mía.
—Siempre quisiste tener otro hijo.
Me muerdo la lengua para evitar que se me vuelvan a llenar los ojos de lágrimas. Tenía tanto miedo de que volvieran a enfadarse conmigo, tanto miedo de que me dieran la espalda... Quiero tener este bebé, pero no quiero tenerlo. Me hace ilusión la idea de un bebé, pero al mismo tiempo me aterroriza.
Los bebés suponen mucho trabajo. Son agotadores, requieren mucha dedicación, son muy exigentes y cuestan mucho dinero.
—No sé si voy a poder con ello — digo con voz ahogada, con las lágrimas cayéndome pese a todos mis esfuerzos —, no sé cómo cuidar de tres niños sola.
—William y Jessica son lo bastante mayores como para ayudarte — dice Nic —, te serán de gran ayuda, especialmente William.
Asiento y cojo la servilleta para limpiarme los ojos y la nariz.
—Pero, ¿es eso justo para los niños? ¿Es justo traer más caos a sus vidas?
—¿Sería justo para el bebé deshacerse simplemente de él? — me espeta Nic.
—No —. Y además quiero tener este bebé. Esto es lo más absurdo. Me encuentro mal, y estoy asustada y abrumada, pero también estoy emocionada ante la idea de volver a tener un pequeño. Toda esa ropita de bebé, preparar la cuna, comprar un cochecito nuevo, decorar una nueva habitación para el bebé.
Miro a mis amigas.
—Este bebé nunca va a tener mucho, no desde el punto de vista económico.
Kristine me acaricia el pelo con la mano.
—Pero el bebé va a tener amor — dice sonriéndome entre sus propias lágrimas —, tú eres una madre estupenda, Jack. Vas a ser maravillosa con el bebé.
—Pero, ¿y si no lo soy?
—Lo serás, y nosotras te ayudaremos — dice Kristine, y Anne y Nic asienten.
—Podemos hacer turnos para ayudarte — añade Anne —, no hay razón alguna para que no podamos echar una mano. Echo de menos tener un bebé. Me encantaría poder quedarme con el bebé una tarde por semana. Yo seré tía Anne y mis hijos serán los primos de tu bebé, y el bebé va a tener montañas de parientes.
Me tapo la cara con las manos y no hago más que llorar. Todas me tocan, me dan palmaditas en la espalda, me acarician la rodilla, me estrujan el brazo. Quieren que sepa que no estoy sola y que no me van a abandonar. Puede que hayan sido duras conmigo antes, pero también son mujeres y saben lo dura que es la vida, lo dura que puede ser.
Por fin recupero un poco el control. Me sueno la nariz y me seco los ojos.
—Chicas, sois increíbles.
—Te queremos, Jack — dice simplemente Anne.
Y yo afirmo con la cabeza porque sé que es verdad.
—Bueno, ¿cuándo nacerá el bebé? — pregunta Kris en un momento dado, cuando decidimos seguir comiendo.
—El treinta y uno de diciembre — digo sonriendo levemente —. ¿Os lo podéis creer?
—Tú nunca llegas a salir de cuentas — dice Nic —, ya verás, acabará naciendo el día de Navidad.
—Eso es exactamente lo que dijo el Dr. Montgomery — digo riendo y llorando a la vez. Esto es una locura.
Es la vida.
A la semana siguiente llegan a mi puerta cajas de ropa premamá, así como un ejemplar muy manoseado de Qué esperar cuando estás esperando, además de un diario del embarazo nuevo para que pueda hacer un seguimiento de cómo crece el bebé.
Tuve uno de éstos cuando nació Jessica, pero dejé de llevarlo alrededor de la undécima semana, porque todo lo que anotaba era malhumorado y negativo.
Prometo que esta vez voy a estar más alegre, aunque me encuentre peor que las otras veces.
Todavía no necesito ropa premamá, ya que estoy perdiendo peso en lugar de ganarlo. Voy a ver al Dr. Montgomery para mi revisión mensual. Ahora estoy de ocho semanas. Está contento con todo menos con mi peso.
—No te prives de comer — me recuerda —, ni dejes de tomarte las vitaminas prenatales.
Casi ha terminado el curso escolar y apunto a los niños a campamentos de verano y actividades deportivas, porque sé que necesitaré mantener a los niños ocupados, especialmente si no me encuentro mejor pronto.
Lisa acepta trabajar a tiempo completo durante el verano. Cambio algunos de mis proyectos, acabando uno, rechazando otro y aplazando un tercero para poder trabajar un poco menos y dormir un poco más.
En junio hace calor, más calor de lo normal, y el inusitado calor me lleva a sacar la ropa que llevaba en Hawai. Doy vueltas por casa con una camiseta fina de tirantes y un pareo. Me siento tonta, pero al menos estoy fresca.
Sin embargo, el calor me hace pensar en Kai. Tampoco es que haya dejado de pensar nunca en él, ni de tener ganas de llamarle. ¿Cómo podría olvidarle, si llevo a su hijo en el vientre?
Quizá no quiera olvidarle. Quizá siga alimentando en secreto la fantasía de que él va a venir a buscarme y va a producirse esa chispa de química y conexión y vamos a encontrar la manera de criar juntos al bebé.
No tenemos por qué casarnos.
Ni siquiera tenemos por qué vivir en la misma casa. Podríamos ir de Hawai a Seattle y viceversa y el bebé podría tener lo mejor de ambos mundos: el sol de Hawai y la lluvia de Seattle, la calma de Hawai y el frío de Seattle. Me río un poco. Todo saldrá bien, ¿verdad?
A finales de junio, mientras los niños están en el campamento de tenis, me voy de compras a University Village. William y Jessica necesitan ropa de verano, así que entro en Kids Gap para comprarles pantalones cortos y camisetas.
Jessica está atravesando una fase verde lima y naranja, así que le compro faldas vaqueras, pantalones cortos y unas camisetas extravagantes, mientras que a William le compro lo de siempre, prendas deportivas azules y rojas. Estoy a punto de pagar cuando veo la sección de bebés Baby Gap al fondo de la tienda. De repente me encuentro allí, tocando las suaves mantas de tejido polar, los adorables monos de tela vaquera y tela de chinos en tallas de nueve a doce meses y los bodys para recién nacido con jirafas amarillas y elefantes morados.
—¿Puedo ayudarla en algo? — me pregunta la alegre dependienta, con una mano en la cadera y una carpeta en la otra.
Casi me toco la barriga pensando en el bebé, pensando en que muy pronto voy a estar preparando su habitación y preparándolo todo. Pero ahora es demasiado pronto, en esto soy supersticiosa.
—No, sólo estaba mirando.
—Cada día nos llega ropa de otoño monísima.
—Gracias.
La dependienta se aleja y vuelvo a colgar sin ganas el esponjoso pijama con cremallera. Había olvidado lo estupenda que es la ropa de recién nacido. Me encantan los blancos y los colores brillantes, los alegres estampados, las rayas enrolladas y los atrevidos cuadros.
Impulsivamente vuelvo a coger el pijama entero. Voy a comprarlo. El pijama y la manta de conjunto. No puedo evitarlo. Son tan suaves y deliciosos, y al bebé le van a encantar.
Al pagar, la chica de la caja me pregunta si necesito un tíquet regalo para la ropa de bebé.
—No.
—¿No es un regalo? — insiste, mostrándome por dónde tengo que pasar la tarjeta de crédito.
—No.
—¿Tiene usted un bebé?
Me ruborizo, nerviosa y tímida.
—Estoy embarazada.
—Felicidades.
—Gracias.
—¿No es su primer bebé? — me pregunta, indicando la ropa de niños que acaba de meter en las bolsas.
—El tercero.
—Vaya, eso es maravilloso — dice, tendiéndome las bolsas con lo que he comprado —, que lo disfrute.
—Eso es lo que voy a hacer — murmuro al salir de Kids Gap —, voy a disfrutar de este bebé. No estaba planeado, pero es un bebé muy deseado.
Al volver a casa en el coche pongo la radio y de repente me veo de vuelta en Hawai. Está sonando “Somewhere over the rainbow”, de Brother Israel. Me encanta esta canción y subo el volumen.
Esta canción la ponen en todas partes en Hawai, y es que Israel Kamakawiwo’ole es Hawai.
La primera vez que escuché la versión de Brother Iz fue en el catamarán aquella primera noche, el día que conocí a Kai.
Y también pusieron esta canción la noche que cenamos en el Duke’s.
Y en el centro comercial.
Incluso ponen esta canción en el avión, cuando corre por la pista de Honolulu, y lloro cada vez que la oigo.
Ahora estoy llorando.
No conoces Hawai hasta que conoces la voz de Brother Iz y conoces su versión de la canción. Esta canción la ponen al final de la película 50 primeras citas, y es bonita, muy bonita, exactamente como Hawai y Kai y el océano y el espectacular y recortado Green Pali.
Le añoro. Añoro Hawai. Siento un puñetazo en mi interior, tan fuerte y tan seco que es como si estuviera añorada y desconsolada a la vez.
Tengo que hablar con Kai. Tengo que oír su voz y esa forma de reír que tiene, ronca y sexy, y la forma que tiene de llamarme “nena”.
Impulsivamente cojo el móvil y marco el número del suyo, pero una voz al otro lado de la línea me dice que se trata de un número inexistente.
Después de colgar, dejo el teléfono en mi regazo y agarro el volante con fuerza, estupefacta. ¿Su número es inexistente? Nunca se me había pasado por la cabeza que pudiera cambiar de número, que no pudiera ponerme en contacto con él.
Tengo que poder ponerme en contacto con él.
Es el padre de mi bebé.
Con el corazón desbocado, vuelvo a coger el teléfono. Llamo a información y pido el número del Outrigger Reef on the Beach y pregunto por el mostrador de las actividades del hotel en la playa.
Me contesta una voz con acento inglés. Tommy, pienso. Es Tommy, el de Leeds.
—¿Está Kai trabajando hoy en la playa? — pregunto, con el corazón desbocado y un nudo en el estómago. Estoy asustada, nerviosa, no sé lo que estoy haciendo. No sé por qué he llamado, pero de golpe necesito hablar con Kai, necesito oír su voz, necesito contactar con él.
—No, no está, pero ha estado aquí antes. ¿Eres Desiree?
Desiree. ¿Es su nueva chica? ¿La nueva conquista de la semana? Suspiro y digo: — No.
—¿Quieres que le deje un mensaje, cariño?
—No, da igual —. Cuelgo, bajo la ventanilla y parpadeo para reprimir las lágrimas.
Siempre podemos llamarle más adelante — le digo al bebé —, todavía tenemos tiempo.
Al irme a hacer el siguiente control mensual, la enfermera me recuerda que ya es hora de apuntarme a las clases de preparación para el parto y así lo hago, aunque creo que no las necesito, pero esto es lo que hacen las futuras madres, y como lo hice con los dos primeros, me resigno a volver a hacerlo.
Anne acepta estar conmigo en el parto y yo me alegro de que todavía falte mucho para diciembre. La verdad es que no me imagino dando a luz con Anne a mi lado. Sería demasiado sui géneris. Me diría que lo hiciera todo al natural, sin fármacos. Me daría patadas en el trasero hasta que saliera el bebé.
Por la noche paso revista a la ropa premamá, sacando faldas de verano para dentro de poco y pantalones y trajes sastre para el otoño.
Escribo aplicadamente en el diario del embarazo. Todavía no he decidido si voy a hacerme la amniocentesis o no, y me parece que tampoco quiero saber el sexo del bebé. Me da igual que sea niño o niña, ya tengo uno de cada. Sólo quiero que el bebé esté sano.
Este año me toca tener a los niños el 4 de julio y Kristine nos invita a todos a una barbacoa y a ver el gran castillo de fuegos artificiales desde su casa, situada muy arriba en Queen Anne.
Kristine tiene una vista fantástica de la Space Needle y del Sound, y los niños se sientan a comer copas de helado de melocotón y fresa hecho en casa cuando la noche se llena de estallidos de luz de color verde, azul y blanco. Nic y su marido permanecen de pie uno al lado del otro y él la rodea con el brazo, mientras Kris persigue a los salvajes de sus hijos por todo el jardín y uno de los chicos aterroriza al otro con las bengalas.
Mis ojos se cruzan con los de Anne y ambas sonreímos. Es una noche perfecta, templada, feliz y pacífica. Juro que recordaré esta noche. Es exactamente el tipo de noche que quiero recordar. Mis hijos están sanos y felices, mis amigas están conmigo, todo va bien, todo es exactamente como debería ser.