ONCE

Al finalizar la jornada, sé que debe estar agotado. Ha dado clases todo el día y ahora tiene que cargar una docena de tablas de surf escaleras abajo, pero vuelve adonde estoy yo sonriendo alegremente y haciendo tintinear las llaves del coche.

—¿Qué planes tienes?

—Cualquier cosa que te incluya a ti.

Se ríe y vuelve a hacer tintinear las llaves.

—Buena chica.

Suena como una buena táctica de conquista, pienso mientras nos vamos andando, pero él sabe que hablo en serio. He vuelto a Hawai por él.

Nos vamos a cenar al Chuck’s, encima del Duke’s, y al cruzar el patio del Duke’s veo a Papá Noel bailando en las escaleras al ritmo del grupo que está tocando música en vivo. Bueno, por lo menos se parece a Papá Noel, pero con una camisa de llamativo estampado tropical. Papá Noel salta sobre un pie y luego el otro, y se lo indico a Kai al pasar.

—Kris Kringle — dice Kai, y sonrío, porque eso es exactamente lo que estaba pensando yo.

Nos sentamos y cogemos los menús. No he estado tan contenta y relajada desde... bueno, desde la última vez que estuve aquí.

Sentados en la terraza del Chuck’s, veo llegar un catamarán rojo y amarillo y a los surferos que pasan cargados con sus tablas. Cada noche, alrededor de las seis, se levanta la brisa, y esta noche no es ninguna excepción. Es una brisa cálida, que hace temblar la llama de la vela de nuestra mesa y las de las antorchas que bordean el patio del Duke’s, en la planta de abajo.

Hawai es asombroso. Es como estar en un país diferente, en algún lugar lejano. Intento recordar por qué dejamos de venir a Hawai Daniel y yo. ¿Es que no nos divertíamos? ¿No jugábamos?

Entonces caigo: Palm Springs. Compramos la casa para las vacaciones en el desierto y nos obligamos a hacer viajes programados cada cierto tiempo a Palm Springs.

Nunca deberíamos haber comprado esa casa. Nunca deberíamos habernos metido en esa rutina. Tal vez convertirlo todo en rutina fue el beso de la muerte. Tal vez todo se volvió tan cómodo y familiar que nos aburrimos. Dimos las cosas buenas por descontadas. Nos dimos el uno al otro por descontado.

La camarera toma nota de lo que queremos y se va, y entonces Kai me mira.

—Jackie Laurens, decoradora de Seattle, madre de dos hijos, ¿qué haces aquí conmigo?

—No lo sé.

Se ríe y se quita las gafas de sol.

—Creo que sólo estás intentando escapar de tu mundo real.

—¿Escapar?

—Nena, nosotros vivimos en dos mundos diferentes, tenemos valores diferentes. A mí no me gusta el dinero, a ti sí. Yo no puedo aguantar estar rodeado de gente falsa...

—Mis amigos no son falsos.

—Me da la sensación de que yo no les gusto a tus amigos.

Abro la boca y la vuelvo a cerrar. No estoy segura de lo que quiero decir. Por fin logro juntar unas cuantas palabras.

—No es que les desagrades...

—Pero no lo aprueban. Kai el surfero es un holgazán de playa. Kai el surfero no es lo bastante bueno para ti. Kai el surfero podría estar aprovechándose de ti. ¿He acertado?

Bajo los ojos y miro a la mesa, con los mantelitos individuales y la vela.

—¿Ya has oído esto antes?

—Vengo de un mundo como el tuyo. Mi familia se parece mucho a tus amigos. Adinerados, exitosos, lo tienen todo muy claro.

—¿Pero...?

—No creo que sean felices. Tienen que trabajar como animales para pagar las facturas, pagar por ese garaje para tres coches, esa gran casa en la playa, el colegio privado de los niños. Se pasan la vida trabajando, pero, ¿ven alguna vez a sus familias? ¿Cuánto tiempo dedican de verdad a sus hijos?— saca la barbilla hacia adelante — ¿Cuánto tiempo pasáis tú y tu marido con vuestros hijos?

—Mucho — titubeo —. Sí, Daniel viajaba por trabajo, pero cuando estaba en casa siempre estaba haciendo algo con los niños, practicando deportes con ellos, llevándoles a sitios... Era un padre estupendo.

—¿Y era un marido estupendo?

—Al principio sí.

—¿Y qué pasó?

—No lo sé. Ojalá lo supiera.

—¿Cómo es posible que no lo sepas?

—Las personas evolucionan — cambian — con el tiempo. Los objetivos cambian. Las personalidades cambian. Supongo que cambiamos y que no evolucionamos en la misma dirección.

—Eso suena a escapatoria.

—¿Has mantenido alguna vez una relación larga?

Kai coge su vaso de agua.

—Seis años.

Seis años, mucho más de lo que yo esperaba.

—¿Alguna vez vivisteis juntos?

—Casi los seis años.

—¿Le fuiste infiel alguna vez?

No lleva las gafas de sol, pero sus ojos azules no revelan nada, su rostro permanece impasible.

—¿Por qué?

—Siento curiosidad.

—¿Tu marido te fue infiel?

—Sí.

Kai echa su silla atrás.

—¿Cómo lo descubriste?

—Por el correo electrónico.

Aliso la servilleta en mi regazo. Cuando encontré los correos, Daniel se puso lívido. Quiso saber qué estaba haciendo mirando en su ordenador, rebuscando en sus cosas, y le contesté que no lo sabía. Se había dejado el ordenador encendido y el programa Outlook abierto.

—¿Miraste en su ordenador? — pregunta Kai.

Afirmo con la cabeza. Honradamente, no creía que fuese a encontrar nada. Sabía que Daniel y yo teníamos problemas, pero ni se me pasó por la cabeza que me estuviera engañando. La verdad es que ya no teníamos mucha vida sexual, pero él estaba siempre muy cansado y tenía una agenda de viajes agotadora, y cuando estaba en casa entrenaba al equipo de béisbol de William o al equipo de fútbol de Jessica. Daniel adoraba a los niños, de eso no cabía duda.

Si me quería a mí... de eso ya no estoy tan segura, pero, ¿una aventura?

Daniel sigue afirmando que Melinda no era su amante, sólo una buena amiga, y quizá sólo fuera una buena amiga, pero él le estaba dedicando una atención que a mí no me dedicaba.

La camarera se acerca con nuestras cervezas. Kai le da las gracias y espera a que se vaya.

—¿Te enfrentaste a él? — me pregunta.

Todavía recuerdo el terrible frío que sentí entonces, al descubrir su relación con Melinda. Me quedé completamente atontada, insensible.

—Sí, en un momento dado — odio hablar de esto. Han pasado dos años, pero todavía me pongo enferma al hablar de ello —, una vez que me hube tranquilizado. Al principio no sabía qué hacer, estaba muy alterada.

—¿Qué dijo él cuando le afrontaste?

Me encojo de hombros.

—Que no la quería a ella, que me quería a mí. Que Melinda había confundido su amistad con algo más de lo que era en realidad, algo más de lo que sería nunca.

—¿Y entonces os divorciasteis?

—No, le perdoné y pasamos página.

—Pero ahora estáis divorciados.

No digo nada, sólo miro al océano, al punto en que la puesta de sol hace que el agua parezca bronce brillante.

Ahora sé que yo no pasé página. Todo lo que hice fue encerrarme en mí misma. Encerrarme, aislarme, recluirme en mí misma, de manera que ya sólo quedaba la Jackie exterior — la tranquila, brillante y sofisticada interiorista convertida en esposa a cargo de su marido.

Once años, dos hijos (más dos abortos espontáneos), la casa de las vacaciones en Palm Springs, la semana blanca cada año en Vail, aunque yo no esquíe, pero los niños sí — gracias a Dios — y Daniel también.

Daniel.

Tomo un trago rápido de cerveza y reprimo las lágrimas que no quiero derramar. No quiero pensar en Daniel. Estoy de vacaciones. Estoy aquí para ver a Kai.

—¿Él quería arreglarlo? — insiste Kai.

Sacudo la cabeza, incómoda. Fue Daniel quien pidió el divorcio, pero dijo que era porque yo quería, porque no le había perdonado y él no podía pasarse la vida castigado por un error del que se arrepentía.

—No. Sí... No lo sé.

Gracias a Dios llegan nuestros entrantes y dejamos de lado el tema. Pero incluso mientras como, revivo este último año. Los primeros meses después del divorcio, mis amigas siempre me estaban preguntando si había alguna señal de alarma antes del final de un matrimonio.

Jackie, ¿hay algo que puedas decirnos? ¿Alguna forma de predecir un verdadero problema?

Yo les diría lo siguiente: No escondáis los problemas debajo de la alfombra del salón. No dejéis ningún problema sin hablarlo, no dejéis que se acumulen los problemas, porque en un momento dado vais a tropezar con ellos y os haréis daño de verdad al caer.

Y otra cosa aún más importante si cabe: No digáis nunca nada — ni siquiera en pleno enfado —, nada, que no penséis de verdad, porque algún día, cuando digáis impulsivamente “¡Odio esto! ¡Ya no puedo más! Quiero largarme!”, sencillamente podríais ver cumplido vuestro deseo.

Pasamos los dos días siguientes instalados en una cómoda rutina. Kai trabaja, yo me tumbo en una tumbona con un libro y charlamos entre clase y clase. El segundo día, voy a comprar el almuerzo para esperarle cuando salga del agua. Kai lo agradece muchísimo y esto me reconforta. Estaba muy nerviosa ante la idea de volver, pero estar aquí de nuevo es perfecto. Esta escapada es todo lo que yo quería y más.

Pero cuando Kai acaba de almorzar, siento una oleada de miedo. No puedo permitirme ser tan feliz aquí. Esto no es la vida real, no es mi vida real, tiene razón él. No es más que una escapada, un parque de atracciones para adultos, igual que Disneylandia es un paraíso para los niños.

Kai se recuesta en la tumbona. Me ha estado mirando.

—Piensas demasiado.

Desde luego que pienso demasiado. Y siento demasiado. Sé que dentro de unos días voy a volver a mi casa y Hawai volverá a ser un recuerdo lejano.

No quiero que sea un recuerdo lejano. No quiero que esto acabe nunca.

—Disfruta del momento — dice él —, disfrútalo por lo que es.

Le miro, veo lo relajado que está, lo moreno, fuerte y guapo que es, con la juventud y la tranquilidad en sus ojos, con su fuerza y su perezosa aceptación de sí mismo, de lo que es, de cómo es.

No se esfuerza demasiado, no tiene por qué. Sencillamente, las mujeres y las oportunidades se le ofrecen, caen en sus manos pidiendo desesperadamente que las haga suyas, que las pruebe. Es muy fácil para él. No tiene que desear, ni querer, ni necesitar.

No como yo.

No como yo, que lo quiero y lo necesito todo, que quiero que un hombre me quiera más que a nada ni a nadie.

No como yo, que he ido bien para ciertas cosas, para cumplir con mi deber, pero no para lo frágil, lo delicado y lo intangible.

Que me amen por mi forma de reír, que me quieran por una sonrisa. Que me miren como si volviera a ser algo bueno, precioso y especial. Porque cuando conocí a mi marido, hace quince años, me miraba así, y entonces parecía que jamás iba a dejar de mirarme.

Pero dejó de mirarme.

—Te voy a echar de menos — digo por fin, sabiendo que tengo que decir algo, sabiendo que Kai todavía me está mirando, esperando a que diga algo. El sol ilumina con sus rayos la parte superior de su oscura cabeza, acariciando unos músculos que los hombres de cuarenta y pico no tienen, esas pequeñas líneas y cortes en los trapecios y deltoides, el bíceps redondeado, curvado, unido con el tríceps.

—Todo se acaba en un momento dado, nena.

—Ya lo sé.

Pero no lo sé, o al menos no quiero saberlo, no quiero creerlo. Y tal vez sea ése mi problema: mi incapacidad para aceptar la verdad.

Tal vez por eso estoy divorciada y mis amigas no lo están.

No estoy de acuerdo con la forma en que funcionamos los seres humanos. Yo no quiero ser humana, mortal, si los hombres biológicamente necesitan un millón de mujeres, y las mujeres se casan y luego se aburren del sexo, y los niños se pelean, son difíciles de criar y luego se marchan de casa sin mirar atrás.

Pero, ¿quién decidió que la vida tenía que ser así? ¿Quién decidió que las personas sufrieran tanto y se sintieran tan solas?

—Pero no se ha acabado — dice ahora Kai, cogiéndome y apretándome contra su pecho. Me rodea con el brazo, me sostiene con firmeza, me abraza para que no me sienta tan pequeña y atemorizada. Se inclina, me besa en la sien y murmura:

—Aún estás aquí y yo también, así que relájate, Jackie, suéltate, intenta disfrutar de esto.

Más tarde, cuando Kai se va, me enfundo en un albornoz del hotel y me siento fuera, en la terraza de mi habitación. Esta vez mi hotel tiene vistas a las luces de la ciudad de Waikiki y a la descomunal silueta de Cabeza de Diamante, a lo lejos. Me acurruco en la silla y me pongo a pensar en lo que ha dicho Kai, y me doy cuenta de que tiene razón.

Tengo que aprender a soltarme para ser feliz. Pero hay tantas cosas de las que voy a tener que desprenderme... Mi pasado, mi dolor, mis miedos, mi culpa, mi obsesión por controlarlo todo... La lista es abrumadora. Tal vez el secreto resida en dar un paso a la vez.

No, tal vez el secreto resida en no pensar en todo a la vez. Tal vez necesite anteojeras, algo que limite mi visión, algo que sólo me deje ver lo que tengo delante y basta, porque lo que tengo delante ahora mismo está muy bien.

Lo que tengo delante es estupendo.

Hawai, Kai, sexo, diversión.

La verdad es que debería disfrutar de ello, porque las cosas en casa son diferentes. Estoy en el paraíso. Está bien saborear el paraíso.

Juro que voy a cambiar, aquí y ahora. Voy a empezar a vivir de verdad y a dejar de preocuparme, a dejar de tener miedo, voy a alejar de mí todos los mantras malos y negativos. Voy a ser positiva, voy a sentirme bien. Aquí, pero en casa también. Quiero sentirme bien en casa.

Quiero sentirme bien y punto.

A la mañana siguiente, cuando me despierto, está lloviendo. Kai me llama poco después para decirme que los chiringuitos de la playa no van a abrir y que se han cancelado todas las clases de surf.

—¿Qué hacen aquí los turistas cuando llueve? — pregunto.

—Se van de compras al centro comercial Ala Moana.

Arrugo la nariz.

—Yo no quiero hacer eso.

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Verte.

Se ríe encantado.

—¿Y?

—Hacer el amor.

Se ríe aún más suavemente.

—Me gusta como funciona tu cabeza.

—Me alegro.

—Yo también quiero hacer el amor contigo, así que a lo mejor deberíamos dividir el día. Hacemos el amor, te enseño algo más de Hawai y luego volvemos a hacer el amor.

Sonrío.

—Carson, creo que ya tenemos plan.

El plan de Kai para enseñarme algo más de Hawai consiste en ir de excursión. Bajo la lluvia.

A los quince minutos de salir estamos empapados, pero es una lluvia cálida y el barro resbala bajo nuestros pies como pintura roja y pegajosa. Subimos por la montaña chapoteando y riéndonos como dos tontos. Kai y yo vamos compartiendo fantasías, contándonos lo que nos gustaría hacer el uno con el otro y describiendo el escenario.

Kai quiere que me vista de colegiala y yo quiero que él sea un vaquero. Yo llevaré una falda escocesa muy corta, calcetines hasta la rodilla y trenzas, mientras que a él le vestiría con chaparreras de cuero sin pantalones debajo.

Kai está horrorizado:

—Eso es asqueroso. ¿Pantalones de cuero sin entrepierna?

—Hombre, son chaparreras.

—Me siento sucio.

Me río y casi me caigo encima de una roca.

—Estarías estupendo.

—Necesito una ducha.

—Es mi fantasía — me seco una enorme gota de agua que acaba de darme de lleno en la frente — y hablando de fantasías, ¿no es un poco... kinky eso de querer acostarse con una colegiala?

—Estarías estupenda con una faldita plisada.

—Tengo una hija que lleva faldas plisadas.

—A mí no me interesa tu hija.

—Me sentiría como una chiflada.

—¿Y cómo crees que me sentiría yo con unos pantalones de cuero sin entrepierna?

—Fabuloso.

Kai deja de andar y se da la vuelta para mirarme. Me acerco y le golpeo en el pecho. Se ha quitado la camiseta empapada y se la ha metido detrás de los bermudas. Me apoyo en su pecho desnudo y tibio.

—Tú eres fabuloso — digo, y mi voz se va apagando a medida que me aprieto más contra él.

Su cuerpo es duro, él está duro. Yo estoy igual de excitada, un beso lleva a otro, y muy pronto nos escondemos detrás de un árbol caído y nos dejamos llevar por la pasión.

La corteza del árbol es áspera, la lluvia es tibia y Kai es increíble. Me siento increíblemente.

Me siento más joven de lo que me he sentido en quince años.

Naturalmente, nada dura para siempre, ni siquiera seis idílicos días en el paraíso. Las vacaciones se han terminado y ya vuelvo a estar en casa, incluso de peor humor y con más problemas para adaptarme al horario que la última vez.

Nic me llama el lunes después de la vuelta al colegio de los niños para preguntarme si tengo tiempo de almorzar con ella. No sé si tendría que ir a almorzar, pero no quiero estar sola. Quedamos en vernos en el Cactus a las once y media.

Estamos tan entretenidas hablando que tardamos media hora en pedir la comida. Nic antes era maestra en una escuela católica y ahora está montando su propio negocio de fotografía. No tiene un estudio oficial y hace fotos sobre todo de niños, fotografías espontáneas en blanco y negro en los parques y en las casas.

Se ha dado cuenta de que requiere mucho tiempo y no da mucho dinero.

—Pero el trabajo me gusta. Es interesante y me mantiene ocupada. Me aburría mucho en casa.

—¿Y por qué no has vuelto a la enseñanza? — le pregunto.

—Porque quería tener más libertad y flexibilidad de la que me daría la enseñanza. Quería trabajar cuando los niños estuvieran en el colegio y estar en casa cuando ellos también lo estuvieran.

—Así es como empecé yo con mi negocio.

—¿Y ahora trabajas...?

—Todo el tiempo.

—Eso es por tu divorcio.

Lo dice tan bruscamente que se me corta el aliento en la garganta. Me la miro detenidamente, intentando averiguar qué es lo que ha querido decir exactamente.

—Trabajo mucho porque mi negocio ha crecido mucho.

—Pero no necesitas lo que ganas, ¿no? Daniel se ocupó prácticamente de que no te faltara de nada, ¿verdad?

—Fue generoso con los niños y se aseguró de que tuvieran un techo sobre sus cabezas, pero yo tengo que trabajar. No puedo pagar mis facturas sin trabajar.

—Tal vez todavía podríais reconciliaros.

—Nic — me rasco la cabeza cerca de la goma que me aguanta la cola de caballo y cierro los ojos —, no éramos felices, nos pasábamos todo el tiempo peleándonos y eso no era bueno para los niños.

—La gente no siempre es feliz, Jack, pero mucha gente sigue casada.

Éste es exactamente el motivo por el que no salgo a almorzar más a menudo con Nicolette. Me vuelve loca. Es una persona estupenda — seria, gran trabajadora y espiritual —, pero también es tozuda y porfiada, y tiende a ver las cosas en blanco y negro.

—¿ eres feliz?

Me mira con sus penetrantes ojos castaños, desviando la mirada del menú. Lleva el pelo oscuro y corto, estilo duende. A cualquier otra persona le daría un aire severo, pero ella tiene unos rasgos tan delicados que puede permitírselo.

—Todo lo feliz que puedo ser.

—¿Eso es un “sí, soy feliz” o un “no, no lo soy”?

—En realidad, yo no creo en la felicidad.

Vuelvo a pensar en Hawai, en la excursión, en cuando hicimos el amor, en la lluvia. Fue un día maravilloso y todo parecía tan fantástico... Me encantaba esa sensación, quiero volver a tenerla.

—¿Cómo puede ser que no creas en la felicidad?

—¿Qué es la felicidad, después de todo? ¿alegría? ¿exuberancia? ¿una sensación de bienestar y buena suerte? —cierra el menú y lo aparta — La pregunta no debería ser si soy feliz, sino si mi vida tiene sentido. Y la respuesta es que sí, mi vida tiene sentido. He traído al mundo dos niños y amarles, cuidarles y ayudarles a prepararse para la vida le da sentido a mi vida.

—¿O sea que no crees que la felicidad sea una emoción válida para los adultos?

—Creo que sí es válida. Yo tengo momentos de gran felicidad cuando veo a Ben aprendiendo a montar en bici, o cuando llevo a los niños a Cannon Beach y les perseguimos con el surf, o cuando vamos al cine los sábados por la mañana. Todas estas cosas son alegres y me siento feliz haciéndolas, pero no es realista sentirse feliz todo el tiempo.

—¿No lo es?

Nic levanta las manos y cuenta doblando los dedos:

—Están las facturas, las visitas del médico, las pruebas de admisión en el colegio, los impuestos, y eso sin incluir las cosas verdaderamente duras, como el cáncer, los accidentes y la muerte.

—¿Y es eso lo que se supone que tenemos que enseñarles a nuestros hijos?

Me resulta imposible ocultar mi desaliento. Yo no quiero que mis hijos sepan estas cosas, aún no.

Nic resopla y se le levanta el oscuro y ralo flequillo.

—Pero la vida no siempre es feliz, así que es mejor que les enseñemos cómo encontrar un gozo más profundo en esta vida, cómo estar en paz.

—Haces que suene como si tuviéramos que enseñarles a nuestros hijos a conformarse, a no querer demasiado...

—Sí.

No sé qué contestarle, porque yo creo que es un error limitar los sueños de nuestros hijos, reducir su visión y poner tasa a su optimismo. Entiendo la necesidad de preparar a los niños para afrontar la realidad, pero Nic parece estar sugiriendo que la felicidad es inalcanzable y que es mejor que los niños se resignen a la vida en lugar de afrontar la decepción de una pérdida o un fracaso.

Pienso en la forma en que yo he vivido mi vida y en la forma en que me gustaría que Jessica viviera la suya, y no quiero que ella sea como yo. No quiero que ella vaya a lo seguro. No quiero que se eche atrás y no arriesgue nada por miedo a correr riesgos o a fracasar. El dolor es parte de la vida. Cometer errores también lo es.

Yo sé que he cometido errores, pero estoy decidida a aprender de ellos y a hacer mejor las cosas.

A vivir mejor.

A ser más feliz.

Una hora más tarde, al salir del Cactus, busco el móvil en el bolso y llamo a Kai, pero salta el buzón de voz y no dejo ningún mensaje.

Kai me devuelve la llamada cuando estoy preparando la cena de los niños.

—¿Qué tal el día? — me pregunta.

—Bien.

—Me parece que no.

Me asombra lo bien que logra leer ya mis pensamientos. Pongo la tapadera en la salsa de los espaguetis y bajo el fuego al mínimo.

—¿Eres feliz? — le pregunto, apoyada en el mostrador de la cocina, con la agarradera todavía en la mano.

—Sí.

Me froto la frente con la agarradera de algodón rígido. El grueso acolchado resulta áspero contra mi piel.

—¿Por qué?

—¿Que por qué soy feliz?

—Sí.

Oigo el tenue silbido del aire a través del silencio. O está suspirando o soplando.

—Porque me gusta mi vida.

—¿Es así?

—Me gusta lo que hago.

—No ganas mucho dinero.

—Yo no necesito mucho dinero.

—No puedes viajar por el mundo.

—¿Para qué necesito viajar si vivo en el paraíso?

Sonrío entre dientes.

—Hay gente que podría discutirte eso.

—Pero yo no soy esa gente y no me interesa conocer a esa gente. Tomo mis propias decisiones. No dejo que otros decidan por mí — hace una pausa —, no como tú.

—Yo no hago eso.

—Sí que lo haces. Eres buena persona. Quieres gustarle a todo el mundo. Quieres la aprobación de la gente, mientras que a mí me importa un pito si les gusto a los demás, y me importa aún menos que aprueben lo que hago. Vivo la vida como quiero vivirla y eso me hace feliz.

El agua ha empezado a hervir y cojo el paquete de pasta.

—Me gustaría que estuvieras aquí esta noche. Vamos a cenar espaguetis.

—A mí también me gustaría estar ahí, estoy muerto de hambre.

—Estupendo, ven.

—Cojo el próximo avión.

Sonrío, aguanto el teléfono entre el hombro y la oreja y echo la pasta en el agua hirviendo, mezclando los espaguetis para asegurarme de que no se peguen.

—Kai.

—Dime, nena.

Oigo la sonrisa en su voz y se me hace un nudo en la garganta. ¿Cómo puede ser que tenga diez años menos que yo? Hace que me sienta segura, protegida.

—Me gustaría ser como tú.

Se ríe suavemente.

—Eres perfecta tal como eres.

—Hablo en serio.

—Y yo. Ahora termina de preparar la cena y da de comer a tus hijos. Te llamaré pronto.

No quiero que cuelgue. No quiero que desaparezca en su mundo y me deje a mí en el mío.

Pero no va a desaparecer, me digo a mí misma, y voy a volver a verle. Pronto.

Anne y yo nos vemos ese fin de semana para tomar café. Daniel tiene a los niños para llevarles a una fiesta de la empresa y Philip se ha quedado con los suyos. Se supone que esto tiene que ser una charla agradable, pero en estos momentos el humor es de todo menos agradable.

Acabo de decirle que voy a volver a Hawai otra vez y no ha encajado muy bien la noticia.

—¿Cómo vas a acostumbrarte siquiera a estar soltera si te pasas la vida huyendo? — pregunta Anne, sin intentar siquiera ocultar su irritación.

—Yo no estoy huyendo.

—Sí que lo estás.

—Anne, el hombre con el que salgo vive en Hawai. Voy a verle. ¿De acuerdo?

—No. Tienes que conocer a hombres aquí, Jack. Sal con hombres de aquí. Éste es tu sitio, no Hawai.

—Me gusta Hawai.

—Lo que te gusta es el sexo.

—Tal vez.

—Pero no puedes seguir viajando cuatro mil doscientos kilómetros para echar un polvo. Es absurdo e irresponsable desde el punto de vista fiscal.

—No, si es un gran polvo — bromeo, intentando alegrar el ambiente.

Anne se inclina sobre la mesa y una tupida onda rubia le cae sobre los ojos.

—Jack, en serio, no puedes seguir haciendo esto, no puedes seguir corriendo a Hawai cada vez que te sientas sola. Se supone que tienes que salir con hombres de aquí, encontrar amigos aquí. Es aquí donde vives, es aquí donde tienes que sentar la cabeza.

—Ya la he sentado.

—No la has sentado. Ni siquiera miras a los hombres de aquí y te pasas todo el tiempo hablando por teléfono con Míster Hawai. Eso no está bien...

—¿Y por qué no?

—Porque no es real, y eso no es bueno para ti.

—Soy feliz.

—La cocaína también puede hacerte feliz, pero eso no significa que sea buena para ti.

Ahogo un gruñido en la garganta. Levanto con cuidado mi descafeinado con leche y bebo un sorbo y luego otro. Estoy a punto de contestarle algo que la va a herir y no quiero herirla, no quiero ser una amiga ingrata, pero tiene que aflojar. No estoy de humor para lecciones. De hecho, creo que nunca más voy a volver a estar de humor para aguantar lecciones.

—¿Qué tienes contra Kai? — le pregunto cuando estoy segura de poder controlar mi ira — No le conoces, nunca le has visto, no puedes juzgarle.

—Yo no le estoy juzgando.

—No, me estás juzgando a mí.

—No, Jack, de verdad que no. Es sólo que ya no te vemos nunca. Siempre estás en el avión, viajando para una de tus escapaditas románticas, y esto no tiene sentido. Esto no te ayuda a rehacer tu vida.

—Pero yo ya he rehecho mi vida. Estoy saliendo con un hombre.

—No estás saliendo, te estás acostando con un hombre.

Me ha dejado boquiabierta. Cierro la boca de golpe.

—A lo mejor os vería más si no me criticarais tanto.

—¿Criticarte?

—Sí. Siempre la tomáis conmigo, criticándome, pinchándome, comentando. Es como si no quisierais que sea feliz. ¿Por qué? ¿Por qué no puedo ser feliz? ¿Porque no conocemos a nadie que lo sea? ¿Porque todo el mundo está amargado? ¿Atrapado?

—No somos infelices ni estamos atrapadas.

—¿Entonces por qué cada vez que estamos todas juntas hablamos de lo insoportables que son nuestros maridos, de lo agotadas que estamos, de lo dura que es la vida? ¿Cómo es que no hablamos de otra cosa, Annie? ¿Por qué no hablamos nunca de lo feliz que es todo el mundo? ¿Eh?

—Porque la felicidad de la que hablas es infatuación, evasión. Es un romance de vacaciones, una aventura isleña.

Aprieto los dientes. Esto era otro golpe dirigido a Kai, otro golpe dirigido a mí. Dios mío, las mujeres podemos ser brutales.

—Quizá esto que estoy viviendo con Kai no sea una aventura, ni tampoco una infatuación.

—Jack.

—¿Qué pasaría si le amara?

—Jack.

Me levanto bruscamente y pienso si coger o no mi bolso, pero no me muevo. En vez de eso, me cruzo de brazos y la miro desafiante. Y soy desafiante, furiosamente desafiante. Nadie tiene derecho a decirme cómo tengo que vivir, qué es lo que debo hacer, las decisiones que debería tomar. Nadie, ni siquiera mis mejores amigas.

Anne suspira, y al darse cuenta de que estamos navegando por aguas turbias respira hondo. Se arregla la espesa melena rubia con mechas y se aparta el pelo de la cara, pero tiene arruguitas en torno a los ojos y profundos surcos a los lados de la boca. Ella también siente la tensión.

—¿Qué sabes de él en realidad, Jackie? — pregunta con calma, extendiendo la mano— ¿Has estado en su casa? ¿Conoces su historial laboral? ¿Es económicamente solvente? ¿Logra conservar un empleo? ¿Tiene estudios? ¿Ha tenido problemas con la ley?

No digo nada porque la verdad es que no sé ninguna de esas cosas, sólo sé lo que he visto. Y lo que he sentido.

Anne me aguanta la mirada.

—Podría ser un tipo violento.

—No.

—O estar casado.

No digo nada porque supongo que podría ser violento. Y podría estar casado, o podría tener novia sin que yo lo supiera. No podría saberlo, porque Anne tiene razón, nunca he estado en su casa. Sé que fue a la universidad, pero no sé si se graduó. Y tampoco sé exactamente cuánto tiempo lleva trabajando como monitor de surf, ni si ha ido saltando de un trabajo a otro. No lo sé. Y sí, hay cosas que me gustaría saber, cosas que a lo mejor debería saber antes de enamorarme de él... y quizá esto ni siquiera sea amor, sino infatuación, pero es tan intenso y tan sexy que no estoy dispuesta a renunciar ni a pasar página. ¿Pasar página? ¿Para ir adónde?

—Madison Park es duro — digo con calma —, estoy muy sola aquí. A veces me siento atrapada en mi casa, en la riqueza y el conservadurismo. Ya no siento que éste sea mi lugar, no como antes.

—Sólo tienes que seguir conociendo a gente y haciendo nuevos amigos.

—Amigos divorciados — la interrumpo con amargura.

—Tú estás divorciada.

—Pero eso no significa que quiera hacer nuevas amistades.

—Al menos estarían libres para salir contigo cuando los niños estén con Daniel. Sabrían lo que significa volver a estar solteros y entenderían por lo que estás pasando.

Mientras que Anne no lo entiende. Aunque quisiera no lo entendería, y a veces me da la sensación de que no quiere entenderlo. No quiere el estrés que ha conllevado mi divorcio, ni los cambios. Después de todo, no sólo cambió mi mundo, también cambiaron las vidas de todas mis amigas.

Nos hemos quedado calladas, ninguna de las dos habla. No puedo mirar a Anne, estoy muy enfadada. Estoy furiosa, pero tengo miedo de decir algo, miedo de dejar que esto se haga más grande, de que nos enfrentemos más de lo que ya lo estamos.

Al cabo de un minuto, Anne vuelve a hablar.

—Sólo me preocupo por ti.

—Bueno, pues no lo hagas. Soy una adulta, una mujer, sé lo que hago.

El silencio de Anne me dice que no está de acuerdo.

—Sólo creo — dice despacio, en tono suave — que te mereces algo mejor.