DIECISÉIS

Al día siguiente dan de alta a Jessica y Daniel insiste en ser él quien la lleve a casa. Me quedo recogiendo todas las flores y los globos y los cargo en el coche. Ya sé que William me ayudaría si estuviera aquí, pero está en el colegio.

Daniel lleva a Jessica y yo les sigo en mi coche. Conduce hasta mi casa, la lleva en brazos al salón y la instala en la cama que he preparado para ella en el sofá. Mientras Daniel la tapa con el edredón de su cama y le pone sus animales de peluche favoritos debajo del brazo, yo dispongo las flores y los globos encima de las mesas a su alrededor.

Cuando Daniel se marcha, preparo el almuerzo — sandwiches de queso caliente, los favoritos de Jess, con rodajas de manzanas Fuji — y pongo una vieja cinta de video de Mulan. Debe haber visto Mulan un centenar de veces, pero no parece cansarse nunca de verla.

Estoy haciendo avanzar rápidamente los tráilers que hay al principio de la cinta cuando oigo sonar mi teléfono. ¿Será Kai? Me da un vuelco el corazón y cuento el número de timbrazos antes de que salte el buzón de voz.

¿Y si era Kai quien llamaba?

Y aunque fuera él, ¿qué íbamos a decirnos?

Me obligo a mí misma a apartar de mi mente el recuerdo de Kai y a concentrarme en Mulan y en Jessica. Estoy en casa, que es donde debo estar. Ahora tengo que ser una buena madre, concentrarme en lo que de verdad importa: mis hijos, mi familia.

A la mañana siguiente me despierto temprano para ver cómo está Jessica. Entro de puntillas en el salón y veo que todavía está dormida. Sin hacer ruido, preparo café y recojo el periódico que han dejado a la puerta de casa. Me pongo a leerlo en el salón y cuando llego a la página del tiempo, desvío automáticamente la mirada al lejano rincón del Pacífico donde deberían encontrarse las islas Hawai.

Kai.

Debería llamarle, decirle que Jessica está bien, pero me temo que si le llamo no voy a ser capaz de colgar. Me da miedo echarme a llorar, me asusta decirle algo que suene a pegajoso y necesitado.

Es mejor que no le llame. Es mejor pasar página. Es mejor que me limite a superar esta fase triste, porque en algún sitio dentro de mí, muy adentro, en ese pequeño lugar en el que no me gusta pensar, yo debería haber sabido que esto iba a acabar así.

Debería haber sabido que nunca habría podido funcionar.

De todos modos, ¿adónde nos habría llevado esta relación a Kai y a mí?

¿Cómo íbamos a existir lejos de la playa, entre cuatro paredes de madera y paneles de yeso? Él es una persona marina y yo una mujer que creció en un clima árido. Yo estoy acostumbrada al agua del grifo, no a las cascadas, y a los malditos lagos, no a los océanos.

No debo pensar en él. Me levanto y me acabo el café. No voy a llamarle ni a mandarle ningún mensaje de texto. No le voy a escribir ni le voy a añorar. No. Tengo que borrar todos los recuerdos de Kai, de su cálido pecho, su piel bañada por el mar y sus ojos como aguamarinas.

Jessica me está haciendo enloquecer. Lleva una semana en casa y está levantada y saltando por todas partes con la pierna derecha y el brazo izquierdo escayolados. En su vida ha recibido tantas atenciones como en esta semana, y eso la está echando a perder, convirtiéndola en un tormento aún mayor.

Gracias a Dios, mañana vuelve al colegio. No creo que hubiera podido aguantar ni un día más con su alteza la princesita.

A la mañana siguiente acompaño a Jessica al colegio en coche, puesto que todavía lleva la escayola en la pierna, y suspiro aliviada al subir al coche para volver a casa. Jessica ha vuelto al colegio. Estamos a primeros de mayo. El verano está a la vuelta de la esquina. Todo va a salir bien.

Pero yo no me siento bien.

Sigo echando de menos a Kai y no sé cómo puedo añorarle tanto. Casi no le conozco. ¿Qué es lo que había entre nosotros? ¿Quince días juntos en total?

¿Cómo puedes enamorarte de un hombre en quince días?

Meto el coche en el garaje y apago el motor.

Déjalo ya, Jack.

Acepta las cosas como son, Jack.

La puerta del garaje se cierra a mis espaldas al entrar en casa, y al ir hacia la cocina veo la lavandería. Montañas de ropa sucia. ¿Cómo puede ser que ya vuelva a haber tantas toallas y prendas sucias? ¿No puse cinco lavadoras anteayer?

Me agacho y empiezo a separar la ropa de color de la ropa blanca y hago montones. Encuentro los pantalones de béisbol blancos de William manchados de hierba y los echo en la pila de ropa que necesita lejía, pero no antes de encontrar su suspensorio con la gorra dentro. Arrugo la nariz y saco la gorra, la tiro en el lavadero y añado el suspensorio a la ropa blanca.

Pongo la colada blanca y me quedo de pie delante de la lavadora hasta que llega el momento de añadir la lejía. El agua está caliente y el vapor me llega de pleno.

Tal vez los monitores de surf no ganen mucho dinero, pero tampoco llevan mucha ropa.

Al menos con Kai no tendría que hacer un montón de coladas.

Luego salgo de la lavandería y me voy a la cocina, donde aún me esperan los platos del desayuno.

Un par de días después me encuentro con Nic en Paule Attar, en Madison Park. Acaba de salir cuando llego yo.

—Bienvenida a casa, extranjera — dice Nic, y me da un abrazo.

—Gracias — doy un paso atrás y admiro su pelo —. Te queda muy bien.

—Michelle.

—Precisamente yo voy a ir hoy —. De repente me acuerdo de que Nic nos trajo la cena la semana pasada, una cena para ayudarnos cuando Jessica estaba mal. — Por cierto, muchas gracias por la cena. Te dejé un mensaje de voz...

—Lo recibí. Es sólo que he tenido mucho que hacer. Mi hermana está en la ciudad y tiene un bebé. Mi casa parece un zoo — dice Nic, sacando las gafas de sol del bolso —. ¿Jessica ya está mejor?

—Mucho mejor. Ayer fue el primer día que volvía al colegio, gracias a Dios. Vuelvo a tener trabajo atrasado, pero también necesito retocarme el color — eso Nic lo entendería, porque las citas con Michelle son difíciles de conseguir. Michelle lo tiene todo lleno con semanas de antelación —. ¿Adónde vas ahora?

—A casa, y luego a University Village. Mi hermana se muere de ganas de ir de compras y hoy hace buen día.

—Suena divertido.

Nic me manda un beso.

—Bueno, hablamos.

En la peluquería, me siento en el sillón de Michelle mientras prepara el color.

—¿Qué tal Hawai?

—¿Cómo sabes que estuve en Hawai?

—Viniste a cortarte el pelo justo antes de irte.

Lo había olvidado. Y no sólo me corté el pelo, me depilé las cejas y me hice esas insoportables y estúpidas ingles brasileñas. Ahora que Kai y yo hemos terminado, supongo que eso es algo que no voy a tener que volver a hacerme.

—Estuvo bien.

Michelle levanta una oscura y curvada ceja.

—¿Sólo bien? — La última vez que estuviste allí volviste muy emocionada. Te compraste ropa nueva, te hiciste las ingles brasileñas por primera vez...

—No me lo recuerdes. Lo de las ingles brasileñas fue muy embarazoso. Me sentía fatal ante la idea de que Valera tuviera que tocarme todas mis partes íntimas, pero dice que lo hace continuamente.

Michelle empieza a ponerme el tinte en la cabeza con un pincel.

—Bueno, ¿y cuándo vas a volver a Hawai?

Me inclino hacia adelante, alargo la mano y cojo una revista del montón que hay encima del mostrador.

—No voy a volver.

Se detiene con el pincel en el aire.

—¿No?

Me limito a negar con la cabeza y abro la revista W. Es un número viejo, lo leí el mes pasado, pero ahora finjo que me interesa.

Michelle titubea, pero al ver que no tengo ganas de seguir hablando aplica en silencio el resto del tinte. Al terminar se quita los guantes, los deja caer en el carrito y dice:

—¿Tenía novia?

Sé que seguimos hablando de Kai, y sabía que Michelle no había dado por zanjada la cuestión.

—No.

—¿Esposa, hijos, o qué?

La miro a los ojos a través del espejo.

—Jessica tuvo un accidente mientras yo estaba en Hawai.

—¿Y está bien?

—Un brazo roto, una pierna rota y conmoción cerebral.

—¡No me digas!

—No pude regresar rápidamente. Tuve que coger tres aviones y volar durante toda la noche. Fue horrible, me sentí fatal.

—¿Pero qué quiere decir que ya no puedes volver a ir a Hawai?

Me encojo de hombros.

—Hawai te gustaba — insiste —, te lo pasabas muy bien con tu chico surfero.

—Tengo cuarenta años, Michelle, soy madre...

—Sí, yo también soy madre, pero eso no quiere decir que estemos muertas.

—Tú no tienes ni treinta años.

—¿Y qué?

—No puedo hacerles daño a los niños, no puedo ser tan egoísta — digo, meneando la cabeza.

—¿Ser feliz significa ser egoísta?

No contesto. Me escuecen los ojos y me pica la garganta, y vuelvo a concentrarme en la revista. O eso o me echo a llorar.

No siempre conseguimos todo lo que queremos. No siempre conseguimos lo que queremos o necesitamos, no siempre conseguimos al chico, o el amor, o el final feliz, pero así es la vida.

Kai no me llama y yo tampoco le llamo. Se acabó, ambos sabemos que se acabó, no tiene sentido seguir alargando esto.

Pero esa mala sensación de tristeza y vacío que tengo dentro no desaparece. Un día se convierte en dos días, dos días se convierten en una semana, y cada día me encuentro peor, no mejor.

El final con Kai me recuerda el final con Daniel y el final con el novio que tuve antes de Daniel. Los finales son eso, finales, y nunca resultan fáciles.

Sin embargo, una podría pensar que cuando el corazón ha sido vapuleado unas cuantas veces, debería saber cómo reunir todos los trocitos, sacudirles el polvo, ponérselos bajo el brazo y marcharse de prisa, aunque con dignidad. Pero eso nunca pasa. El corazón tiene esa terrible, horrible e imposible capacidad de seguir abrigando esperanzas.

Seguir creyendo.

Maldito sea el corazón con su maldito optimismo.

Ojalá por una vez mi corazón dejara de funcionar así y pasara página. Ojalá consiguiera un buen trabajo como farera en una ensenada rocosa y dejara la esperanza y el amor para quienes puedan manejar mejor los altibajos.

Yo no manejo nada bien los altibajos.

A mis cuarenta años, sigo siendo demasiado romántica, demasiado emotiva, demasiado sensible, demasiado intensa. Todavía estoy sin aliento y ávida ante ese experimento llamado vida, y es irritante, la verdad es que sí. Especialmente ahora que vuelvo a estar sufriendo, vuelvo a estar sola, vuelvo a llorar sobre la almohada y con la cabeza apoyada en el brazo cuando nadie me ve.

Me enamoré perdidamente de Kai, no sé cómo decirlo de otra manera, sencillamente me enamoré de él, pero ahora todo ha terminado y tengo que levantarme del suelo y seguir adelante.

Con dignidad.

Dignidad.

Sonrío, aunque tenga los ojos llenos de lágrimas. No hay nada digno en la pérdida, nada digno en la constatación de que ahora para Kai no soy más que otra mujer de la playa, otra conquista. Las mujeres van y vienen, y él no va a tener problemas para conocer a otra mujer guapa en la que centrar su atención. Es a mí a quien le va a resultar difícil reemplazar a Kai. Cientos de mujeres van a Waikiki en busca de diversión, pero no hay muchos surferos sexy que se paseen por Madison Park o por el centro de Seattle.

Tampoco tengo a nadie con quien hablar de mi sufrimiento, a menos que pague a un asesor o a un terapeuta. Mis amigas nunca aprobaron nuestra relación y se alegran de que haya terminado. Daniel quería que la relación fracasara, porque le parecía ridícula la idea de que yo estuviera con un hombre joven, sexy y que no fuera un ejecutivo. Ridícula. Pero el sufrimiento no es ridículo, ni tampoco lo es que haya terminado lo que había entre Kai y yo, fuera lo que fuera.

Quizá sea eso lo que hace que este final sea tan duro. Si al menos esas visitas con Kai me hubiesen parecido más una aventura. Si al menos hubiera sido capaz de controlar mejor mis sentimientos, de ser más ligera, más tranquila, más segura de mí misma y capaz de disfrutar del sexo tórrido y sexy como... bueno, como eso, como sexo tórrido y sexy. Pero no, yo no podía hacer eso, tenía que convertir el sexo en algo emocional, cargándolo de matices y significados, sutilezas que estoy segura de que ningún hombre quiere. Después de todo, los hombres son hombres y las mujeres somos mujeres, y la mayoría de los hombres no nos quieren tal como nosotras queremos que nos quieran.

Yo quería que me quisieran.

Por un instante en el tiempo Kai hizo que también me sintiera querida. Me hizo sentir la mujer más maravillosa del mundo. Y eso era lo que yo quería, y sigo queriéndolo. El único problema es que yo eso no lo quería únicamente para las vacaciones en una isla tropical. Lo quiero también aquí en casa, lo quiero todos los días, con un hombre a quien le interese una relación a largo plazo, y no sólo cinco días de diversión en una isla.

Casi tres semanas después, sigo teniendo problemas con la diferencia de horario, me resulta difícil despertarme por la mañana y me siento agotada en mitad del día.

Estoy irritable, tengo calambres y un fuerte síndrome premenstrual. Esto es lo que más me ha llamado la atención al cumplir los cuarenta. Tengo muchos más calambres y dolores de espalda que antes. La menopausia, me digo a mí misma, y tomo Motrin cuando se acerca el período, con la esperanza de que me ayude con los dolores y la sensibilidad en los pechos. Pero llega el primer día del período y nada. El segundo día y lo mismo. El tercero y todavía nada.

Suelo ser increíblemente puntual, y estoy alarmada.

Es por la edad, me digo a mí misma. Por el estrés. El estrés puede desequilibrar estas cosas, y desde el divorcio he tenido retrasos. De un día, no de tres.

Pero no me parece que esté embarazada. No hay nada en mí que me haga pensar que lo estoy. Sólo estoy irritable, cansada y triste, y echo de menos a Kai.

Maldita sea, no quiero echar de menos a Kai.

Tampoco quiero estar embarazada.

Seguro que no estoy embarazada.

Esperaré un día más. Estoy segura de que me va a venir el período.

Esa noche, mientras preparo la cena, estoy más que nerviosa. Casi me subo por las paredes de lo preocupada que estoy. Hubiera tenido que ir a comprar una prueba de embarazo y ya está. ¿Por qué me estoy haciendo esto a mí misma? La prueba hubiera acabado con mi sufrimiento.

O me hubiera dejado encerrada en él.

Porque, ¿y si estuviera embarazada? ¿Qué haría? ¿Qué diría todo el mundo?

Miro a los niños, que están recogiendo la mesa y dándose codazos mientras intentan cruzar el umbral de la puerta los dos a la vez, negándose a dejar pasar al otro, y es imposible. Es imposible tener un bebé.

No podría afrontarlo. Sería pobre y estaría estresada y desquiciada y...

No.

Imposible, nada de bebés. No hay bebé, no estoy embarazada.

Estoy embarazada.

A la mañana siguiente, los niños ya están en el colegio y yo estoy sentada en la taza del único baño del personal de la farmacia, mirando el stick de la prueba de embarazo.

Dos rayas rosas. Esto no es nada bueno. Esto significa que estoy embarazada.

A lo mejor lo he interpretado mal.

Cojo la caja, me miro el lado con esa pequeña ilustración en color y las instrucciones que hay debajo del dibujo. Me leo todas y cada una de las palabras, todo, como una loca. Esto no puede ser verdad, ¿cómo va a serlo? Tuvimos sexo seguro siempre. Al principio siempre, pero en mi último viaje...

Cierro los ojos y recuerdo que una de las veces no usamos preservativo, aquella noche en mi habitación del hotel, cuando las cosas se pusieron candentes e intensas y simplemente lo hicimos, nos dejamos llevar, fuimos el uno a por el otro.

La puerta del baño se abre y se cierra, y veo unos pantalones negros y unos zapatos negros, de esos cómodos, al otro lado la puerta del wáter, esperando a que yo salga, pero no me muevo, no puedo.

Me parece oír a mi profesora de educación para la salud de secundaria inculcando en nuestros cerebros de adolescentes en tono neutro que “Basta una vez, sólo un pequeño error y...”

Debería haber sido más sensata. Yo soy más sensata. Tengo cuarenta años, por el amor de Dios.

Llamar a Kai. Quiero llamar a Kai. Debería llamarle y... ¿qué? ¿qué le digo? Kai, estoy embarazada. Y entonces él va y me dice ¿qué? Ya voy, nena. Me iré a vivir a Seattle y nos casaremos y criaremos juntos al bebé.

La señora del otro lado de la puerta carraspea y arrastra sus zapatos cómodos.

Tengo que salir del baño. Irme. Marcharme.

Me levanto con torpeza y antes de salir meto el estuche del test con la bolsa de aluminio, la prueba usada y el prospecto con las explicaciones de cómo interpretar la prueba en el recipiente que hay colgado de la pared.

Pasamos una al lado de la otra cuando ella entra en el wáter, y pienso que he logrado evitar que nuestras miradas se crucen hasta que llego al lavabo para lavarme las manos. Al mirarme al espejo, veo que la señora me está mirando.

Es una empleada de la farmacia, lleva la bata de la tienda y su expresión no es ni cordial ni fría, sencillamente es... indiferente. Yo no soy más que una mujer que está usando el baño del personal. No sabe que acabo de enterarme de que estoy embarazada, no sabe que mi mundo acaba de cambiar para siempre. Otra vez.

Se supone que tengo que ir a tomar café con Anne a las diez e intento decidir si llamarla para cancelar nuestra cita, porque no estoy en condiciones de hablar de ya sabes qué. Sin embargo, y pese a que no puedo hablar de ello, tampoco quiero estar sola.

Nos vemos en el Starbucks que hay más cerca de donde vivimos. Anne ya está haciendo cola.

—¿Lo de siempre? — me pregunta, a punto de pedir lo que vamos a tomar.

—Sí... no. — No puedo tomarme un café doble con leche si estoy embarazada. Ya me he tomado una taza de café en casa.

Anne arruga la frente.

—¿No?

—Un té a la menta.

Anne me mira perpleja antes de pedir el té y un caramel macchiato. Sabe que no me gusta el té, ni siquiera el té verde, que está lleno de antioxidantes y que se supone que nos mantiene jóvenes para siempre.

Nos sentamos juntas y Anne se bebe su café. Yo ni siquiera toco mi té. Me siento mareada, atontada, no puedo pensar, no puedo concentrarme en nada.

—¿Qué tal está Jessica? — pregunta Anne.

—Bien — contesto mirándola, más despejada —, las escayolas no le han hecho aflojar el ritmo en lo más mínimo.

—No me sorprende. Es un diablillo.

—Sí, ¿verdad?

—¿Y tú cómo estás?

Arrastro los pies debajo de la mesa redonda.

—Bien.

—Mentirosa — me espeta Anne, poniéndose el pelo detrás de la oreja y echándome una de esas miradas que dicen “a mí no me la das” —, tienes un aspecto horroroso. ¿Qué te pasa?

Echo de menos a Kai, espero un hijo suyo y estoy atrapada aquí en Seattle. Se me llenan los ojos de lágrimas. Me muerdo el labio inferior sin piedad. No voy a llorar, no.

—Sólo estoy cansada, trabajo demasiado.

—No has tenido mucho tiempo desde... — se interrumpe y sus ojos se clavan en los míos. Sé que iba a decir Hawai, pero no lo hace. En cambio, hace una pausa y lo sustituye hábilmente por “el accidente de Jessica”.

Logro esbozar una sonrisa tensa. Siento que voy a vomitar. ¿De verdad estoy embarazada? ¿Puede ser que el resultado del test esté equivocado? Los falsos positivos existen, ha pasado otras veces.

—¿Cuándo van a volver los niños a casa de Daniel? — sigue diciendo.

—El fin de semana que viene.

—Eso te irá bien.

Bajo la mirada, veo la mesa borrosa y me seco las lágrimas rápidamente. Si de verdad estoy embarazada, eso quiere decir que voy a volver a ser madre. Y eso quiere decir que hay un bebé en camino, un bebé que ahora mismo está creciendo en mi vientre, un bebé con un padre distinto al de William y Jessica, un bebé cuyo padre es un monitor de surf de treinta años.

¡Jesús!

—Jackie.

Levanto la cabeza de golpe. Anne me está mirando llena de preocupación y de cariño.

—No debes sentirte culpable por el accidente — dice quedamente —, tú no tienes ninguna culpa, diga lo que diga Daniel.

—Ya lo sé.

—¿Pero estás convencida de ello?

Cojo el té y aspiro el intenso aroma de menta. ¿Cómo puede gustarle esto a nadie? Vuelvo a dejar la taza.

—Si le hubiera pasado a tu hijo, ¿te sentirías culpable?

Anne sonríe levemente y contesta “Sí”.

—Pero claro, tú no tienes cuidadoras, tú siempre estás con ellos.

—A Philip no le gusta gastar dinero.

—No es por eso por lo que no tienes cuidadoras. Es porque crees que no es bueno para los niños.

—Pero yo no tengo que trabajar — dice como disculpándose —, no como tú.

No como yo, repito para mis adentros, a punto de romper a llorar como una histérica. No como yo, que estoy embarazada, y divorciada, y muy sola.

No como yo, que me enamoré de un hombre más joven y tan inaceptable que mis amigas ni siquiera le mencionan.

Y tal vez sea esto lo que hace que no pueda más. Anne sabe que estoy triste, sabe que lo estoy. Sabe que echo de menos a Kai a más no poder, pero no quiere hablar de ello. Se va a quedar ahí sentada diciendo que le importa, se va a quedar ahí sentada charlando, pero no va a dejarme decir lo que yo más necesitaría decir.

Y si no puedo ni hablar de Kai, ¿cómo voy a hablar de que estoy embarazada?

Si él es inaceptable, ¿qué pasa con su hijo?

Estoy furiosa por dentro, furiosa, asustada y acorralada como un animal enjaulado. No puedo quedarme aquí sentada charlando educadamente ni un minuto más, no puedo fingir que todo va bien, no puedo fingir nada.

Me levanto de golpe, le cuento una excusa diciéndole que tengo citas y trabajo que hacer antes de que los niños vuelvan del colegio y me precipito hacia el coche.

Al salir del aparcamiento, me paso furiosamente la mano por el pelo una, dos veces, y me veo en el retrovisor. Parezco una loca, que es como me siento.

Embarazada.

Estoy embarazada. Jackie Laurens, cuarenta años, soltera y embarazada.

¿Qué demonios voy a hacer?

El resto del día funciono con el piloto automático. Me reúno con un cliente en el Centro de Diseño antes de pasar por el importador de mármol, donde recojo algunas muestras de las losas que tienen en stock para llevárselas a otro cliente que está en Laurelhurst.

Como Lisa tiene que hacer un trabajo, voy a buscar a los niños al colegio a las tres menos cuarto y les oigo discutir durante todo el viaje hasta casa, apretando inconscientemente el volante.

Va a llegar otro niño, otro bebé Laurens, pero el bebé no va a ser un Laurens, porque es el apellido de Daniel. ¿Qué apellido llevará entonces el bebé? ¿Whiting, mi apellido de soltera, o Carson, el de Kai?

Me río con una risita ahogada, y me siento desamparada y sin esperanza. Si ahora ya casi no puedo mantenerme a flote, ¿cómo demonios voy a arreglármelas con un recién nacido? ¿cómo voy a poder hacerlo todo yo sola?

En el asiento trasero, William murmura algo ininteligible y Jessica se pone a gritar, y de repente empiezan a pegarse el uno al otro, aullando y chillando. Viro bruscamente, estaciono a un lado de la calle y me doy la vuelta.

—¿Qué es lo que os pasa a los dos?

—William me ha pegado.

—Jessica me ha mordido.

—Ha empezado él.

—No me dejaba en paz.

—Yo...

—¡Basta! ¡Basta, por el amor de Dios! — grito por encima de sus chillidos, grito tan fuerte que el grito retumba en mi pecho, me duele la garganta y hace que los niños se queden aturdidos, en silencio — ¡Callaos ya! —. Y entonces se me quiebra la voz, el silencio invade el coche y veo sus asombradas caritas por el retrovisor.

Apoyo la frente en el volante y me estremezco por las lágrimas que no dejo que broten. ¿Cómo puedo tener otro niño si ni siquiera logro manejar a los dos que ya tengo?

¿Cómo voy a poder mantener mi empresa a flote cuando mis clientes llamen y vuelvan a llamar y dejen mensajes mostrando su frustración porque las cosas no avanzan tan rápidamente como ellos querrían?

¿Si Daniel no me habla y mis amigas casi no me ven, y vuelvo a sentirme tan triste, tan solitaria, tan sola?

No me sentía sola con Kai. No me sentía mal con Kai. Me sentía bien, fuerte, divertida y guapa, pero él no es real, Hawai no es real. No fue más que una escapada, una fantasía a 4.000 kilómetros de distancia, y yo no puedo escaparme, no puedo huir. Tengo que afrontar mis responsabilidades, tengo que comportarme como una adulta, tengo que ir al ginecólogo y enterarme de cuándo salgo de cuentas...

En casa, los niños se instalan silenciosamente en el mostrador de la cocina para hacer sus deberes y yo les preparo la merienda. Mientras hacen los deberes de matemáticas, subo al piso de arriba y llamo desde mi despacho para pedir cita con el Dr. Montgomery, el médico que llevó los embarazos de William y Jessica y a quien llevo años sin ver, ya que las revisiones anuales me las hace una comadrona.

La recepcionista logra que el Dr. Montgomery me vea dentro de una semana exactamente. Al cabo de una semana hago pis en un bote, me extraen sangre y luego espero a que el doctor me visite en la sala de exploraciones, vestida con un camisón de papel.

—¡Jacqueline! — dice el Dr. Montgomery con una amplia sonrisa al entrar en la sala — ¿Cómo estás? ¿Y cómo están los chicos?

—Una chica y un chico — le corrijo, aunque Jessica podría muy bien ser un chico. Desde luego, es un tipo de niña que no le perdona la vida a nadie.

—Yo debería saberlo — se corrige a sí mismo con una carcajada.

—No tiene por qué acordarse. En los últimos años habrá traído al mundo a miles de bebés.

—Sí, pero tú y Daniel tenéis unos bebés preciosos.

Asiento con la cabeza y sonrío, pero siento los labios tensos encima de los dientes secos.

—¿Qué tal está Daniel? — sigue diciendo el doctor, estudiando mi historia.

—Bien.

—No pensaba que quisiera otro bebé.

Mis labios se tensan aún más y siento la garganta tan seca como papel de lija.

—Estamos divorciados.

—Lo siento.

—Hace unos dieciséis meses. Dos años. Algo así.

—Lo siento.

—Cosas que pasan.

—¿Entonces...?

El doctor me mira, con el pelo gris y ralo cayéndole sobre la frente. Sé que tiene una casa en Aspen y que es un esquiador avezado. El de Jessica fue un parto inducido para no arriesgarme a ponerme de parto mientras el Dr. Montgomery estaba fuera pasando la semana blanca con su familia.

—Estoy soltera y... embarazada — logro decir con una risita trémula —, o al menos la prueba de embarazo que me hice en casa decía que estoy embarazada y todavía no he tenido el período.

—¿De cuánto es el retraso?

—De casi dos semanas ya.

Mueve un pequeño redondel en su sujetapapeles.

—El treinta y uno de diciembre.

—El treinta y uno de diciembre — repito como atontada, aunque sé exactamente lo que me está diciendo: el día que va a nacer mi hijo, el día que va a nacer el hijo de Kai.

—Pero también podría nacer por Navidad, conociendo tu tendencia a ponerte de parto antes de la fecha — añade el doctor, garabateando algo en mi historia antes de mirarme. — Jacqueline, hay algunos riesgos a los cuarenta...

—Ya lo sé.

—¿Y el padre del niño?

—No forma parte del panorama.

El doctor me mira larga e intensamente.

—Puedes interrumpir el embarazo, nadie se enteraría.

Pero yo sí. Agarro el camisón de papel y lo aprieto contra mis muslos, sintiendo el aire en la espalda y el trasero al descubierto.

—Quiero tener el niño.

—Tienes un par de semanas por si cambias de idea.

—No voy a cambiar de idea.

Me dedica una sonrisita amable, pero por dentro estoy como adormecida, y es como si su sonrisa rebotara encima mío.

—Te recomiendo que te hagas una amniocentesis, Jacqueline. Ya sé que no te la hiciste en los dos primeros embarazos, pero a tu edad...

—Lo entiendo — le interrumpo, porque no necesito oír nada más acerca de mi edad. Tengo cuarenta años, no cincuenta ni sesenta, y me duele bastante que se ponga en entredicho mi fertilidad.

El Dr. Montgomery vuelve a hablar para recordarme que tengo que tomar las vitaminas prenatales y programar una visita para dentro de un mes, así como otras cosas que yo ya sabía. Sigo ahí sentada, asintiendo y tirando de los bordes del camisón, deseando desesperadamente vestirme y salir de la consulta para volver a casa. Ni siquiera sé por qué estoy aquí. Ni él ni sus colaboradores pueden hacer nada por mí ahora. Estoy embarazada, ya sabía que estaba embarazada. Ahora sólo es cuestión de esperar siete u ocho meses.