CATORCE

Kai me recibe en el aeropuerto con un collar de flores y un beso.

—Bienvenida a casa, nena — dice, poniéndome el collar de flores alrededor del cuello antes de besarme.

Yo le devuelvo el beso, aplastando las flores. Huele bien. Me gusta. Me hace sentir la mujer más guapa del mundo y le abrazo más fuerte, estrechándole entre mis brazos. Al subirme a su camioneta siento dentro de mí esa deliciosa sensación de felicidad. Tengo cinco días por delante, cinco días de diversión, sol y compañía del guapísimo y sexy Kai.

Cuando Kai sale del aparcamiento, no puedo evitar pensar que me gustaría que Hawai fuera mi casa. Aquí no hay agobios, no hay sentimientos de culpabilidad, no hay broncas. Me encanta el calor, el clima bochornoso, el agua, las olas. Podría acostumbrarme a esta mentalidad surfera relajada.

Con mi experiencia como decoradora, podría trabajar en cualquier parte. Podría hacer negocios aquí, buscar nuevos clientes, crear una red con otros profesionales del sector.

Podría pasar más tiempo fuera con mis hijos, comprar una casa en la playa, quedarme con mi chico playero.

Miro a Kai y sonrío levemente, preguntándome cómo sería vivir con él.

A diferencia de Daniel, él no tendría un armario lleno de trajes de mil dólares, camisas de algodón egipcio hechas a mano, filas enteras de corbatas de seda y zapatos de quinientos dólares, ni reuniones por la noche tarde, ni viajes de negocios al último momento... viajes que acabaron durando dos semanas, primero a Chicago, luego a Londres y al final a Hong Kong.

Kai me coge la mano.

—Estás muy callada.

—Sólo estoy pensando.

—¿En qué piensas?

—En nada — entonces me mira, levanta las cejas y se echa a reír —. Bueno, vale, en todo.

Me aprieta los dedos con los suyos.

—¿Te arrepientes de haber venido?

—No, para nada —. Le miro, miro su perfil cincelado, su estupenda frente, sus estupendos pómulos, su estupenda mandíbula. Incluso tiene unas pestañas estupendas —. Si no hubiera venido, creo que hubiera explotado. Las cosas son tan frenéticas en estos momentos en casa. El trabajo es una locura.

—Y yo casi no trabajo — dice con voz cansina.

Le aprieto los dedos a mi vez.

—No estoy comparando nuestros trabajos. Tú tienes tu trabajo y yo el mío.

—En realidad no piensas así.

—De verdad que sí. Me gustas. Me gusta tu vida, es guai.

Me mira detenidamente.

—¿Estás segura?

—Más que segura.

Me atrae más cerca de él en el asiento.

—¿Entonces qué es lo que pasa, nena?

Cuando me llama “nena” veo a esa mujer joven y feliz que hay dentro de mí, la que se muere de ganas de ser libre, de ver la luz del día. La que quiere reírse y jugar en casa, no sólo aquí.

—Mis amigas han sido bastante brutales últimamente — hago una mueca al recordar la intervención —, no aprueban que venga aquí. Creen que debería quedarme en casa, ser como ellas. Pero no puedo ser como ellas, ya no.

—¿Por qué no?

Por un momento no sé qué contestar, y siento esa antigua sombra de frustración y resistencia. A veces no sé por qué no puedo ser como ellas, y otras veces sólo sé que no quiero ser como ellas.

—Mi mundo, el que tengo en Seattle, se mueve en torno a parejas, familias. Los fines de semana en Madison Park están hechos para las parejas... para las familias. Como soltera, no hago lo que hacen el resto de mis amigas. A mí no me invitan a los conciertos, ni a las cenas, ni al cine.

Kai me mira de reojo.

—No lo entiendo.

—Es un mundo pensado para dos, como el Arca de Noé. Todo el mundo entra de dos en dos. Si no eres dos, no te invitan.

Veo su expresión y me doy cuenta de que sigue estando perplejo.

Me giro en el asiento para mirarle de frente, con las manos aún entrelazadas.

—Hawai es diferente. Éste es uno de los motivos por los que me gusta tanto venir aquí. La cultura de Hawai no gira en torno al estatus, el prestigio o la relevancia social. Es más abierta, tiene un espíritu más libre.

—Individualista — añade él, resumiéndolo perfectamente.

—Tú y Hawai me dais la libertad que no tengo en casa. Aquí puedo probar cosas, hacer cosas, arriesgarme a intentar cosas imposibles en Seattle. Aquí puedo ser quien quiero ser.

Su mano aprieta la mía. Me encanta cogerle la mano, es estupenda, ligeramente callosa en la palma, pero fuerte, bronceada y cálida.

—¿Y quién quieres ser, nena?

—Yo misma. Feliz, libre.

Se lleva mi mano a los labios y la besa.

—Entonces sé tú misma, porque tú eres condenadamente especial, Jackie Laurens.

Me quedo callada un momento. Me siento rebosante de calor y gratitud. En cierto modo — y no sé cómo —, Kai me hizo darme cuenta de que yo era importante. Me hizo ver que no tengo por qué sentirme culpable de nada. Hice lo que pude. Hice lo que pude y eso es todo lo que puedo hacer.

—Me alegro de haberte conocido, Kai — ahora mi voz se quiebra un poco, con una emoción que ninguno de los dos necesita, pero de alguna forma el hecho de venir a Hawai y estar cerca de Kai hace que me abra, me hace sentir, y los sentimientos, incluso los marcadamente agridulces, son buenos.

—Siempre estaré aquí para ti.

Se mete en la autovía y tengo las primeras vistas de Cabeza de Diamante y del agua azul, muy azul.

—Eso lo dices ahora.

—Lo digo en serio.

Intento reprimir el sabor salado de las lágrimas y me recojo el pelo para que no me revolotee por delante de la cara.

—¿Y dentro de un año?

—Seguiré estando aquí para ti.

Enarco las cejas.

—¿Y dentro de cinco años?

—Sólo tienes que llamarme.

Me río y me deslizo cerca de él y apoyo los pies encima del salpicadero de la camioneta.

—Eres demasiado bueno conmigo.

—Todo el mundo debería ser siempre bueno contigo.

Me acerco más a él hasta que tengo la cadera pegada a la suya y la mano apoyada en su rodilla.

—¿No podríamos seguir conduciendo y conduciendo? ¿Seguir conduciendo sin parar?

Se ríe suavemente. Siento moverse su caja torácica contra la mía.

—Esto es una isla, nena, daríamos muchas vueltas.

Me río al imaginarme dando vueltas y más vueltas por siempre jamás.

—Eso estaría bien. Contigo sería divertido.

—Me encanta tu risa — dice, mirándome.

—Y me encanta que me hagas reír — sé que en casa no me río, o al menos no mucho —, todo el mundo es más serio en casa — añado.

—Tal vez donde tú vives la gente se tome demasiado en serio a sí misma.

Pienso en esto y me acuerdo de Kristine y de cómo se esfuerza con sus chicos, y en Nic, que no ha preparado a sus hijos para la vida real.

—Pero quizá tengamos que hacerlo. Tenemos que asegurarnos de que nuestros hijos van bien en el colegio para que puedan sacar buenas notas en las pruebas de Selectividad y puedan ir a una buena universidad y hacer una buena carrera.

—¿Y para qué? ¿Para que algún día puedan ganar mucho dinero? ¿Conocer a alguien como ellos, casarse y tener hijos y acumular más estatus y más riquezas? Y llevar luego a sus hijos a colegios particulares, donde presionan a los niños para que destaquen y saquen muy buenas notas de Selectividad?

Me suelta la mano y se la pasa por el oscuro pelo.

—¿Qué está haciendo la gente, Jackie? ¿De qué va todo esto? ¿Para qué todo esto?

Me mira con una expresión dura, recelosa. Yo me limito a mirarle, sin saber muy bien qué decir.

—Conozco ese mundo, nena — añade Kai al cabo de un instante —, por eso me marché del continente. Yo no quiero eso, no creo en eso. No voy a vender mi alma al capitalismo, al consumismo. El dinero es la raíz del mal...

—No — le interrumpo —, no es el dinero, Kai, es la avidez. Necesitamos tener dinero. Tenemos que poder vivir, comer, pagar las facturas básicas, pero, ¿cuánto dinero? Tal vez sea ésa la cuestión.

—No necesitamos mucho, Jackie, de verdad. El mundo nos dice que lo necesitamos. Todo el mundo compite, intenta ser mejor que otros, o incluso el mejor de todos. Y las cosas como son, tú no vivirías donde vives si no te gustara tu nivel de vida. He mirado tu barrio en Internet. Ahí no puedes comprarte una casa por menos de un millón de dólares.

—Mis hijos han vivido siempre allí, allí es donde están sus amigos...

—Es donde a ti te gusta vivir.

—Sí, ahí es donde están mis amigos.

Nota el enfado en mi mirada y se ríe. Me apoya la mano en el muslo y me acaricia hasta la rodilla.

—No os estoy criticando ni a ti ni a tu mundo, nena. Sólo digo que tú has elegido vivir ahí. Es muy caro vivir ahí. Disfrútalo. Y si no te gusta, busca algo que te guste más.

A la mañana siguiente, Kai da clases en Waikiki, enfrente del Hotel Outrigger, y me busca un sitio en la playa. Coge mi bolsa de playa y la lleva hasta una tumbona debajo de las sombrillas azules.

—¿Estarás bien aquí? — pregunta, poniéndome bien las gafas de sol en la nariz.

—Sí.

—¿Necesitas algo?

—No.

—Nos vemos dentro de una hora.

Ya se va, pero le paro.

—Kai — se para, se da la vuelta y me mira —, ¿por qué tienes que vivir tan lejos de donde yo vivo? ¿por qué no puedes vivir en Seattle o en Bellevue?

—Porque entonces no sería un dios surfero y en seguida te hartarías de mí.

—¡Eso es ridículo!

Me echa una mirada cínica.

—¿Estás segura?

Me quedo silenciosa. No estoy segura. A veces no sé si amo Hawai o a Kai.

—A lo mejor te gustaría Seattle.

Vuelve a acercarse a mí, saca la crema solar de la bolsa de playa y se pone una buena cantidad en la palma de la mano.

—Ya hemos hablado de esto antes. No me iré de la isla.

Le miro ponerse crema en la cara y extenderla, y luego se pone otra capa blanca en la nariz.

—Si esto nuestro no lleva a ninguna parte, ¿por qué estoy yo aquí?

—Estás aquí — contesta, limpiándose las manos en la parte posterior del bañador rojo — porque quieres tener una aventura.

Tengo un día de lo más feliz. A última hora de la tarde, mientras espero a que Kai termine su última clase de surf, sentada en la tumbona, miro hacia el infinito horizonte del océano.

No lejos de donde estoy, una tortuga marina levanta la cabeza. Todos los niños de la playa se paran a mirarla. Hacía siglos que no veía una tortuga marina, y de golpe siento como si todo en el mundo estuviera bien.

Hoy me he sentido así todo el día. Bien, tranquila, satisfecha. También noto los colores, como lo amarilla que es la parte inferior de las ramas de las palmeras. Son más amarillas que verdes, y otros colores me llaman la atención: el rojo brillante de la camiseta de un niño, el top naranja de la adolescente quemada por el sol y las gafas de nadar de color turquesa del hombre que se está metiendo en el agua para bañarse.

¿Siempre han sido tan vivos los colores? ¿tan chillones? ¿tan fuertes?

El color nunca me había parecido así antes, aunque por mi profesión llevo años trabajando con el color. Sencillamente, ni siquiera recuerdo que me llamara la atención de esta forma, y pensaría que es culpa de alguna droga alucinógena, pero no he tomado nada. Ni siquiera estoy bebiendo una piña colada o un Tropical Itch. Me pregunto qué es lo que hace que el mundo destaque y se vea como una película, con el color derramándose como un arco iris líquido, pintándolo todo del azul más brillante y profundo.

Le sonrío a un anciano japonés que va andando por la playa, encorvado y con los pies torcidos hacia adentro, enfundado en un Speedo color púrpura ceñido, mojado y demasiado pequeño, cuando de repente caigo en una cosa: todo este color, toda esta vida, es felicidad, es esperanza, es paz.

He vuelto a encontrarme a mí misma.

Espero en las escaleras del hotel Outrigger a que Kai acabe de guardar las tablas de surf. Los chicos del mostrador de la playa también están cerrando el chiringuito, cerrando las sombrillas y apilando las tumbonas, contando minuciosamente y guardando las gafas de sol Maui Jim.

La rutina siempre es la misma y es reconfortante. Aquí soy una extraña, pero la vida en la isla tiene su propio ritmo, igual que la vida en el continente.

Los chicos del mostrador de la playa tienen que vender cremas solares y gafas de sol, porque viven de las comisiones. Los playeros — los monitores de surf como Kai — dan clases y esperan que les den propina. Nadie gana demasiado dinero. Todos tienen que ser embajadores de aloha.

Los monitores de surf les dicen a los turistas lo que éstos quieren oír. Posan para las fotos al lado de mujeres y niños sonrientes y quemados por el sol, con las manos levantadas haciendo la señal de “hang loose” con la gran tabla de surf de superficie blanda entre ellos. Les dan palmaditas en la espalda a los hombres que no están nada en forma y les dicen que ahora ellos también cabalgan las olas.

Un grupo de chicas en bikini con faldas muy cortas están esperando a que Kai vuelva del almacén del hotel. Conoce a unas cuantas, las besa y ellas le rodean hablando muy excitadas. Él sonríe, las escucha y alarga una mano hacia una de las chicas, coge su bolsa de playa de paja antes de que se le caiga y se la coloca en el hombro.

Es lo mismo que hace conmigo.

El corazón me da un vuelco. Ese toque no significa nada, no le interesan esas chicas. Sabe que estoy aquí sentada a la sombra, mirando, pero aún así.

Aún así.

Tengo cuarenta años y ellas tienen veintipico. Tal vez ahora tenga relativamente pocas arrugas, pero, ¿cuánto va a durar? ¿Cuánto tiempo voy a poder competir con mujeres mucho más jóvenes que yo?

—¿Cómo va a acabar esto? — le pregunto más tarde a Kai, poniéndome boca abajo para besarle en el pecho, justo encima del corazón. Me gustaría ocupar una parte más grande de su corazón, me gustaría que el sexo verdaderamente estupendo significara la felicidad eterna, y no sólo una válvula de escape temporal, porque yo no quiero sólo una válvula de escape temporal, sigo queriendo amor verdadero y romanticismo.

Amor verdadero.

Kai me coge un mechón de pelo, se lo enrolla en un dedo y tira un poco de él.

—¿Es que importa cómo va a terminar?

—Sí. Yo quiero un final feliz.

Sus labios esbozan una pequeña sonrisa.

—¿Eres feliz ahora?

—Sí.

Bueno, soy feliz, pero estoy un poquito triste, porque en casa no me siento así. No tengo a nadie que me toque así en casa, ni que quiera pasar toda la tarde conmigo en la cama. No tengo a nadie que me coja y me atraiga a la ducha, ni que se eche encima mío en la arena, o me bese en el cuello y me llame “nena”.

O que me llame y punto.

Kai me aprieta contra su pecho y me besa en el lado del cuello.

—Entonces, si ahora eres feliz, eso es todo lo que necesitas.

Pero no es todo lo que necesito. Necesito más, necesito algo para siempre. Necesito tener algo que sea para siempre, ¿no?

Toco los labios de Kai con los míos, tiene los labios fríos y el aliento cálido. Me estremezco y el beso se hace más profundo, más profundo, y me inundan las sensaciones. Odio pensar que lo que siento ahora — me siento bien, joven y guapa — no va a durar, que esto no va a durar. Pero tal vez sea la vida. Tal vez ésta sea la realidad.

Odio la realidad.

—Kai — susurro, y él me suelta. Levanto la cabeza para mirarle a los ojos, e incluso en la penumbra de mi habitación siguen siendo azules, infinitamente azules, eternamente azules. En otros tiempos, los ojos de Daniel habían sido del marrón más profundo y sexy. Me pregunto cuánto tiempo — si pudiera estar todo ese tiempo con Kai — tardaría en desaparecer el amor / la excitación, cuánto tiempo tardaría en desvanecerse el deseo. ¿Cuánto tiempo tardaríamos en irritarnos el uno al otro, o en hartarnos el uno del otro?

¿Cuánto tiempo tardaría en dejar de pensar que sus ojos son infinitamente azules, o cuánto tardaría él en notar todas las arrugas en mi cara, que insiste en decir que no ve?

—¿Así que, cuando vuelva a casa esta vez, se supone que debería olvidarte? — digo, pasándole la palma de la mano por la mandíbula, saboreando la sensación de su barba. Necesita un afeitado, pero a mí me gusta así de áspero, cortante, me gusta sentir algo cuando su piel toca la mía.

—Allí está tu vida, pequeña.

Mi vida.

Mi vida.

Casi se me saltan las lágrimas. Mi vida está en Madison Park. Allí está mi casa, allí están mis hijos, allí están mi trabajo y mis clientes. Y allí es donde viven Anne, Kris y Nicolette. Son unas amigas maravillosas y no puedo imaginarme no tenerlas, no conocerlas, no vernos para tomar café y charlar.

Entonces, ¿por qué me siento así? ¿Por qué siento como si tirasen de mi corazón en dos direcciones?

Kai sólo es un hombre, me digo a mí misma, mirando su hermoso rostro, viendo la mandíbula con esa sombra de barba, la curva de sus pómulos, las largas y espesas pestañas, unas pestañas negras que enmarcan esos ojos azules que no puedo dejar de mirar.

Sólo es un hombre.

Hay montañas de hombres.

Y de todas formas eso de las almas gemelas no existe.

El amor nunca dura. El amor es una ilusión. El amor no es más que sexo, y el sexo no es tan importante... no si lo comparamos con las cosas importantes, como la verdad y la amabilidad, la amistad y la confianza.

Eso es lo que me dan mis amigas y lo que necesitan mis hijos.

Por eso vivo en Seattle y hago que mis hijos sigan viviendo cerca de su padre.

Por eso vengo a Hawai en busca de sexo.

Y si es así como me siento, entonces, ¿por qué tengo ahora los ojos llenos de lágrimas? ¿por qué se me encoge el corazón?

Kai me coge la mano y me la aprieta en la suya.

—Ya vuelves a pensar demasiado — dice, y yo asiento con la cabeza.

Tiene razón.

Tiene razón en muchas cosas.

Esto nunca ha sido más que un romance de vacaciones, nada serio, sólo una fantasía de playa.

Pero cuando levanta la cabeza y me besa, no puedo dejar de besarle. Y él nos hace rodar a los dos y se pone encima mío y volvemos a hacer el amor, esta vez fiera e intensamente, tempestuosamente. Incluso media hora más tarde, cuando los dos hemos tenido lo que necesitábamos, los negros nubarrones siguen ahí, dentro de mí.

Si creía que volver a casa había sido duro la última vez, esta vez me va a matar. ¿Cómo puede una dejar atrás la felicidad y el corazón así, sin más?

Hoy es mi último día entero aquí, mañana vuelvo a casa. Desde luego, volveré a venir — sólo sé que no podría dejar de volver —, pero de todas formas voy a tardar un poco, un mes o más.

Juro no pensar en mi marcha. Al menos no hoy, no con Kai trabajando en la costa norte. Nunca he ido con él a la escuela de surf de la costa norte y acepto gustosa que me lleve con él al trabajo.

Mientras él da clases en el Resort Turtlebay, yo me siento en una mesa del bar de la piscina y hago llamadas de trabajo por el móvil y organizo los proyectos de varios clientes.

Después del trabajo, Kai me dice que un grupo de chicos han organizado una fogata en la playa y quiere saber si me gustaría que nos uniéramos a ellos.

Vamos a una playa de la costa norte donde ya hay una hoguera, pequeñas parrillas hibachi y cajas de cerveza. Me recuerda a las fiestas de la universidad, el tipo de fiestas en que lo importante no era el ambiente ni el vino de calidad, sino estar juntos y pasar el rato.

Kai me presenta a la gente. Unas cuantas caras me resultan familiares, monitores de surf compañeros de Kai de Waikiki, mientras que otros son compañeros de la costa norte. Está Marco, un surfero profesional brasileño, Michael, un artista y surfero de Nueva York que completa sus ingresos pintando y personalizando tablas de surf, luego está Cole, el surfero de Florida que tiene su propia productora de videos y que filma a los turistas de vacaciones mientras reciben su primera clase de surf, y otro llamado Patrick, un piloto de helicópteros rubio que tiene un perrito como copiloto.

Más tarde llega un Jeep con más gente, dos chicos y una chica. Kai me dice que los chicos son hermanos y que el más joven, John, acaba de volver del circuito de surf profesional.

—¿Es bueno? — pregunto, mirando a John pasear y saludar estrechando manos al estilo de los surferos, algo a medio camino entre chocar los cinco y echar un pulso.

—Sí, teniendo en cuenta que acaba de cumplir los veintiuno.

—Veintiún años. ¡Guau! Qué sensación más rara, cuando me doy cuenta de que ahora estoy socializando con chicos de veintiún años. En Seattle, las mujeres no hacen estas cosas. En Seattle, las mujeres socializan con otras mujeres exactamente iguales a ellas.

No sabía que existiera esta norma, pero tras once años de matrimonio y viviendo donde vivo, podría resumir la amistad del siguiente modo: Si estás casada, tus amigos están casados. Si tienes hijos, tus amigos casados tienen hijos. Si tú y tu marido ganáis cierta cantidad de dinero, tus amigos tiene el mismo nivel de ingresos. Si son miembros del club de campo, tú también lo eres. Si pasan las vacaciones en Jackson Hole o en Santa Bárbara, tú también deberías hacerlo. Si asisten a recogidas de fondos y te piden que tú también vayas, aunque las entradas cuesten quinientos dólares el plato, lo haces.

Siguiendo el ritmo de los Jones.

Dejando que los Jones dirijan tu vida...

—¿Quieres que nos vayamos? ¿Que volvamos a la ciudad? — pregunta Kai, interpretando correctamente mi malestar.

—No sé.

—Hay algo que te molesta. Desde que ha llegado John, pareces abatida.

Estoy incómoda. Me siento como aquel primer día en que me fui andando al Duke’s, en Waikiki, y vi a toda aquella gente joven y guapa tomando copas en el patio. Las chicas en bikini tenían el vientre plano y bronceado y los chicos iban sin camiseta, eran musculosos y se sentían a gusto en su piel.

—Sencillamente, es que no creo que éste sea mi lugar — susurro, cogiéndole la mano —, vuelvo a sentirme tan... vieja...

—Tú no eres vieja.

Kai, podría ser la madre de John.

—En realidad, tú eres mayor que su madre. Su madre sólo tiene treinta y nueve años.

Se ríe y yo gruño: — Dime que estás bromeando.

—No, pero, Jackie, tú no te pareces en nada a su madre, así que ya puedes relajarte.

¡Oh, Dios mío! ¿Estoy en una playa, en una fiesta con un chico cuya madre es más joven que yo? Incluso podrían arrestarme y mandarme a la cárcel.

—¿Estás segura de que no quieres que nos vayamos? — insiste Kai — Podemos irnos ahora, antes de que pongan a cocer nuestras hamburguesas.

—No, quedémonos. No todos los días puedo comer perritos calientes y hamburguesas en la playa con chicos adolescentes.

Kai se ríe, me da una palmada en el trasero y se dirige a la orilla, donde está esperando la moto de agua.

Le miro montarse y arrancar la moto. Veinteañeros, me repito. De fiesta con veinteañeros.

En Seattle, las veinteañeras cuidan de mis hijos. Las veinteañeras me piden consejo. Las veinteañeras se leen mis revistas de moda y me mantienen informada de las últimas tendencias y los cotilleos de los famosos. Me gustan mis niñeras veinteañeras. Me gustan las universitarias con su ropa guai, sus piercings en el ombligo y sus tatuajes escondidos. Me encantan sus historias de conciertos y discotecas y sus novios a distancia en otras universidades.

Las chicas son estupendas. Listas y guapas, divertidas y exitosas. Entonces, ¿por qué me crea problemas salir aquí con veinteañeros? ¿es que estoy infringiendo algún tabú? ¿o, como diría mi abuela alemana, haciendo algo verboten?

Un poco más tarde se me acerca John y me ofrece una cerveza.

—Gracias, ya tengo — le digo, enseñándole mi cerveza —, todavía no me he acabado ésta. No me molesto en aclararle que es la misma cerveza que me han dado al llegar. Me cuesta entrar en el espíritu de la diversión y la cerveza no entra fácilmente.

El joven John se queda a mi lado al borde de la playa, desde donde miro a Kai conduciendo la moto de agua.

—¿Has venido con Kai?

—Sí —. Me hago sombra en los ojos con la mano para mirar a John a la cara. Tiene el pelo de ese tono rubio surfero y los ojos de un color miel claro. Está bronceado, es alto y larguirucho, pero musculoso, escultórico. A las cuidadoras de mis hijos les gustaría mucho.

—Kai es buen tío — dice John.

—Eso pienso yo.

—¿Cuánto tiempo lleváis colgados el uno del otro?

Supongo que así debe ser como se le llama en Hawai a “salir”.

—Un par de meses.

Veo la expresión de John y añado apresuradamente: — Yo vivo en el continente y sólo veo a Kai cuando estoy aquí.

—Guai — Se cruza de brazos, flexionando los pectorales.

—Kai dijo que diseñas casas.

—Soy interiorista.

—¿O sea que decoras casas?

—A veces ayudo con la pintura y las telas y otras veces remodelo el interior de toda una casa.

—Eso es guai.

—Sí.

—Bueno, ¿y cuántos años tienes?

Se me cae el alma a los pies, es una de esas sensaciones fulminantes que te dejan inquieta y sin aliento de un golpe solo. ¿Qué le digo? ¿Que tengo cuarenta años y soy lo suficientemente mayor como para ser su madre? ¿Que en realidad soy mayor que su madre?

—¿Sabes cuántos años tiene Kai? — pregunto en cambio, buscando deliberadamente una evasiva para ver adónde lleva esto.

—Hum, ¿veintiocho?

—Creo que se acerca bastante.

—¿Entonces tú también tienes veintiocho años?

—Sí —cruzo los dedos detrás de la espalda.

—Ya sé que no se le pregunta la edad a una dama, sólo es curiosidad.

—No pasa nada.

—Bueno, ¿y cómo conociste a Kai? ¿era tu monitor de surf?

—Más o menos.

Kai se baja de la moto de agua y viene andando hacia nosotros. No lleva puesto nada más que el bañador y luce esa sonrisa lenta y perezosa que siempre me hace pensar en el sexo.

Me rodea con el brazo y le echa a John una mirada que no logro descifrar muy bien.

—¿Estás intentando ligarte a mi chica?

—¿No quieres que lo haga? — dice John, contento de tocar el tema.

—No si valoras en algo tu vida — contesta Kai, y no podría decir si están bromeando o no, porque de golpe Kai parece muy duro, muy macho, muy agresivo.

—No está intentando ligárseme — digo yo alegremente entre dientes —, sólo estábamos hablando de mi trabajo — tomo aliento y bajo la voz — y de mi edad.

Kai se ríe y John se marcha en dirección a la moto de agua.

Me vuelvo a mirar a Kai y murmuro contra su pecho: — Cree que tengo veintiocho años.

—Ya te he dicho que pareces joven.

—Kai, tiene veinte años menos que yo, podría ser mi hijo.

—Tú no se lo digas. Él piensa que eres guapa y sexy, y si no hubiese venido yo a rescatarte, ahora mismo ya estaría moviendo ficha.

—Bromeas — digo gimiendo.

—No. Eres atractiva, Jackie, los tíos te desean.

—¿Incluso los jóvenes?

Se ríe y me da otra palmada en el trasero.

—Especialmente los jóvenes.

Después de cenar hacen una hoguera aún más grande. Llegan unas cuantas chicas más y una de ellas saca un porro. Empiezan a pasarse el porro unos a otros.

Algunos lo pasan sin fumar y otros hacen una calada, pero antes de que me pasen el porro a mí, Kai se levanta y me coge de la mano.

—Vámonos.

Levanta una mano para despedirse y nos vamos andando a su camioneta.

—¿Tú no fumas? — pregunto.

—Sencillamente ya he tenido bastante, eso es todo — dice, inclinándose y besándome en la mejilla —, y además es nuestra última noche. Prefiero estar solo contigo que con todos estos chicos. A ellos les puedo ver cuando quiera, pero a ti sólo consigo verte de vez en cuando.

Llegamos a la camioneta de Kai y cuando la pone en marcha saco mi bolso de debajo del asiento y automáticamente miro mi teléfono móvil para ver si he recibido algún mensaje, ya que había dejado el bolso en el coche para la fogata.

Seis mensajes de voz nuevos.

Seis mensajes de voz en menos de tres horas.

Miro la lista de llamadas perdidas y no me gusta nada lo que veo.

Daniel

Daniel

Daniel

Lisa

Daniel

Lisa

Ha pasado algo en casa. Lo sé, lo sé incluso antes de escuchar el primer mensaje. Daniel no me llama nunca, y sólo habría llamado tantas veces si le hubiera pasado algo a uno de los niños.