25. LO QUE SE LE HIZO A TARNA
—¿Dónde está Ibn Saran? —preguntaba Harun, ataviado con las ondulantes prendas blancas del alto Pachá de los kavar.
Los hombres arrodillados ante él, con las muñecas atadas a la espalda, no dejaban de gritar:
—¡No lo sabemos! ¡No lo sabemos!
—Habéis conquistado la kasbah —dijo un hombre—. Es vuestra. Él no está aquí, pero tampoco se le ha visto escapar.
—¡Está dentro de la kasbah! —dijo otro.
Harun, o Hassan, como seguía siendo su nombre para mí, le dio una patada a un prisionero con su bota.
—¡Debe estar en el interior de la kasbah! —dijo otra voz.
—¡Quema la kasbah entera! —dijo otro.
—No —dijo Harun.
La kasbah era algo demasiado valioso para arruinarla por el fuego. Harun la quería para los kavar.
Miré a los prisioneros de aquella estancia. Todos estaban de rodillas. Ibn Saran no se hallaba entre ellos.
Ibn Saran no era el único al que no habíamos encontrado. El pequeño Abdul, el aguador, tampoco estaba entre aquellos hombres. Ni Hamid, el traidor de los aretai, el que había apuñalado a Suleimán.
Harun no cesaba de dar vueltas. Finalmente, fue hacia el lecho del Ubar de la Sal y le dio una patada de frustración.
—Supongamos, noble Pachá —le dije a Hassan—, que Ibn Saran entrase en esta kasbah. Supongamos también que nuestra búsqueda se ha hecho como se debía hacer, y que nuestras líneas han resistido penetraciones de cualquier tipo.
—Me parecen suposiciones lo bastante lógicas —dijo Harun—, pero entonces, ¿cómo es posible que Ibn Saran no haya caído todavía en nuestras redes?
—Cerca de nosotros tenemos otra kasbah, que es de Tarna, su confederada —dije.
—Pero no se puede pasar a ella a través del desierto —dijo un hombre.
—¡Sí! —gritó Harun—. ¡Sí se puede! ¡Seguidme!
Todos le seguimos con lámparas hacia los pozos, las jaulas y los almacenes subterráneos de la kasbah. Una hora después, debajo de una trampilla, y disimulada entre lo que parecían estanterías, encontramos la puerta.
La abrimos a golpes, y comprobamos que daba a un túnel que comunicaba una kasbah con otra, a través del desierto.
—Sin duda —dijo un hombre—, Ibn Saran está en esa otra kasbah más pequeña, en la de Tarna.
—Pero todavía no la hemos conquistado —se lamentó otro hombre.
—Lo más probable —dijo un tercero—, es que Ibn Saran haya escapado a nuestro cerco, y que haya huido desde esa otra kasbah. Lo hemos perdido.
—No —dijo Harun sonriendo—, creo que no.
Los hombres permanecieron en silencio, hasta que el visir Baram, jeque de Bezhad, se decidió a hablar.
—¿Por qué dices que no lo hemos perdido, Pachá?
—Porque también se ha conquistado la kasbah de Tarna —dijo Harun.
—¡Pero eso es imposible! —dijo Suleimán, que se apoyaba en uno de sus hombres, con una cimitarra en la mano—. Allí no hay ningún aretai.
Otros Pachás también cambiaron impresiones, y supimos que tampoco había char en la kasbah de Tarna, ni luraz, ni tajuk, ni arani.
—Entonces —preguntó Suleimán—, ¿quién ha tomado la kasbah de Tarna?
—Mil lanzas la han tomado —dijo Harun—. Mil jinetes sobre sus kaiilas.
—Pero —preguntó Suleimán—, ¿se puede saber de dónde has sacado a tanta tropa?
—Mejor será que hablemos de la jugada ante unas tazas de té de Bazi —dijo Harun sonriendo—, cuando se acabe el día. En estos momentos creo que hay asuntos más urgentes que atender.
—Adelante pues, demonio de kavar —dijo Suleimán frunciendo el entrecejo—. Me parece que tienes la misma audacia que Hassan el bandido, al que además te une un parecido asombroso.
—Ya me lo han dicho en alguna ocasión. Debe ser realmente un hombre excepcional y bien parecido, ese Hassan.
—Eso podemos discutirlo cuando acabe este día —dijo Suleimán mirando fijamente a Hassan—, ante unas tazas de té de Bazi.
—De acuerdo —dijo Harun, volviéndose para introducirse en el túnel. Centenares de hombres, entre los que me contaba yo mismo, le seguimos con las lámparas.
Hassan, seguido muy de cerca por mí, arrinconó en lo alto de la torre más alta de la kasbah de Tarna a Ibn Saran.
—¡Camaradas! —dijo Ibn Saran antes de levantar su cimitarra.
—Es mío —dijo Hassan.
—Ten cuidado —le advertí.
Inmediatamente empezó la lucha. En pocas ocasiones había presenciado un combate de cimitarra tan brillante.
Finalmente, los hombres se apartaron uno de otro.
—Peleas bien —dijo Ibn Saran, con el cuerpo vacilante—. Antes siempre te ganaba.
—Eso era antes —dijo Hassan.
—Sí —dijo Ibn Saran, levantando hacia mí la cimitarra en señal de saludo—, eso era antes.
—Se obtiene una victoria —le dije—, se pierde un enemigo.
Ibn Saran inclinó la cabeza hacia mí, en señal de cortesía tahárica. Inmediatamente después, su rostro palideció. Se volvió, y finalmente cayó por encima del parapeto de la torre, hasta dar con la arena del desierto, allá abajo.
Hassan envainó su espada y dijo:
—Tenía dos hermanos. Uno luchaba del lado de los Reyes Sacerdotes. Murió en el desierto. El otro luchaba del lado de los kurii. Ha muerto en la torre de la kasbah de Tarna.
—Y tú —le pregunté—, ¿de qué lado estás?
—Creía que podría ser neutral, pero pronto descubrí que no podía.
—La neutralidad no existe.
Corrimos a la parte inferior de la torre. Desde el pasillo del muro pude ver a los prisioneros que traían en grupos a la kasbah. Eran hombres que habían intentado huir. Entre ellos, azuzado por la punta de una lanza, estaba Abdul, el aguador. Entre dos kaiilas, con cuerdas al cuello, ensangrentado, vi a Hamid, el que había sido teniente de Shakar. El mismo Shakar corrió al exterior de la kasbah para alcanzarlo y encargarse de él. Fuese cual fuese su parte de culpa en el ataque a Suleimán, era obvio que había luchado con los hombres del Ubar de la Sal, y que por tanto había levantado la cimitarra contra su propio pueblo, contra su propia tribu, los aretai.
Y los prisioneros eran mucho más numerosos. Las lanzas de Harun habían invadido muy bien la kasbah de Tarna.
Hassan y yo descendimos hasta el patio de la kasbah.
Me sorprendió encontrar en ese patio, montado en la alta silla de su kaiila, al líder de los misteriosos lanceros de Hassan que habían conquistado esa kasbah. Se echó a un lado el velo que le cubría el rostro.
—¡T’Zshal! —grité.
Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro barbudo. En su mano había una lanza.
—Envié un millar de kaiilas, un millar de lanzas y provisiones abundantes a Klima —dijo Hassan—. Tenía la firme convicción de que esos hombres resultarían buenos guerreros.
T’Zshal levantó su lanza, y la kaiila se encabritó.
—¡No olvidaremos nunca a los kavar, Pachá! —dijo.
Pensé que Hassan podía haber cometido un terrible error. ¿Cómo se podía confiar en hombres como aquéllos, armados?
T’Zshal hizo volver su kaiila, con gran habilidad. Antes había sido del Tahari. A todo galope, volvió al desierto, a supervisar a sus hombres, que rodeaban a los prisioneros.
Hamid y Abdul estaban arrodillados en la arena, atados.
Hassan puso su acero contra el cuello de Hamid y le preguntó:
—¿Quién atacó a Suleimán? ¿Quién le apuñaló?
Hamid le miraba, desesperado, impotente. Suleimán y Shakar contemplaban de cerca la escena.
—Fui yo —dijo finalmente Hamid.
—Lleváoslo —dijo Suleimán.
Sus órdenes fueron atendidas inmediatamente.
—¿Cómo sabías que había sido él quien me atacó? —preguntó.
—Estaba allí —dijo Hassan—. Lo vi todo.
—¿Allí? —preguntó Shakar—. ¿Allí estaba Harun, el alto Pachá de los kavar? No —se contestó a sí mismo—. En aquella sala solamente había aretai, además de Ibn Saran, Hakim de Tor y…
—¡Y Hassan el bandido! —exclamó sonriendo Hassan.
—¡Tú! —gritó Suleimán echándose a reír.
—¿Acaso creías que podían existir dos hombres de tan buena presencia? —preguntó Hassan.
—¡Ah! —dijo Suleimán, sin dejar de reírse—. ¡Eres un eslín kavar!
—Espero que no hagáis correr demasiado la voz —pidió Hassan—. Mi doble identidad resulta en ocasiones muy útil, sobre todo cuando los deberes de Pachá se vuelven demasiado opresivos.
—Sé muy bien a lo que te refieres —dijo Suleimán—. No temas, te guardaré el secreto.
—Y yo también —dijo Shakar.
—Tú eres Hakim de Tor, ¿no es así? —preguntó Suleimán volviéndose hacia mí.
—Sí, Pachá —dije.
—Te ofendimos gravemente, y te causamos perjuicios.
—Todavía hay focos de resistencia en la kasbah. Conviene que acabemos cuanto antes con ellos —le dije inclinando la cabeza—. Ruego permiso para retirarme.
—Que tu vista no te falle, y que tu acero sea rápido —me deseó Suleimán.
Me incliné otra vez.
—¿Qué haremos con este pequeño eslín? —preguntó Shakar señalando a Abdul, que seguía arrodillado, temeroso, en la arena.
—Que se lo lleven también —ordenó Suleimán.
Los hombres le obedecieron diligentemente.
Miré hacia el edificio central de la kasbah. En su interior, los hombres todavía luchaban.
—Encontrad a Tarna, y traedla a mi presencia —dijo Suleimán.
Sus hombres se aprestaron a cumplir sus deseos. No envidiaba la suerte de esa mujer. Era una mujer libre, que había roto pozos. Le esperaban torturas prolongadas, que culminarían en el empalamiento de su cuerpo desnudo, en lo alto de las murallas de la gran kasbah de Nueve de Pozos.
Los hombres del Tahari no son pacientes con aquellos que rompen pozos. No conciben el perdón para un crimen de este cariz.
Me deslicé por un lado para abandonar el grupo.
Tarna se giró, en su estancia, para enfrentarse a mí. Estaba sorprendida. No sabía que yo estaba allí. Había tocado el anillo, y al cabo de un momento ella se volvía para verme, allí, en pie, en su habitación.
—¡Tú! —gritó.
Su mirada estaba trastornada. Llevaba las vestimentas masculinas del Tahari, aunque no usaba el velo contra el viento, ni el kaffiyeh, ni el agal. Su cabeza, su orgulloso rostro, estaban al descubierto. Sus cabellos eran muy largos, y caían alborotados sobre la capucha retirada del albornoz. Sus ropas estaban desgarradas, manchadas. La pierna izquierda de su pantalón estaba hecha jirones por la acción de alguna cimitarra. No veía que estuviese herida. Tenía la cara sucia.
—¡Has venido a capturarme! —gritó. Llevaba una cimitarra.
—Has perdido esta guerra. Se acabó.
Me miró furiosa. Por un momento vi lágrimas, brillantes, abundantes, en sus ojos. Comprobé entonces que se trataba realmente de una mujer. Pero enseguida volvió a ser Tarna.
—¡No! ¡No se ha acabado! —gritó—. ¡Nunca!
Podíamos oír el fragor del combate en los corredores cercanos.
—La kasbah ha sido conquistada —le dije—. Ibn Saran ha muerto. Tanto Harun, el alto Pachá de los kavar, como Suleimán, el alto Pachá de los aretai, están en el interior de las murallas.
—Lo sé —dijo ella tristemente—. Lo sé.
—Te relevaron del mando. Ya no les resultabas útil —le dije—. Todos los hombres, incluso los que te fueron fieles, luchan en estos momentos por conservar la vida. La kasbah ha sido conquistada.
La miré fijamente, y ella me aguantó la mirada.
—¿Cómo has podido encontrarme?
—Conozco bien estas estancias —le dije.
—Sí, claro —dijo sonriendo—. Y ahora has venido a prenderme, ¿no es así?
—Sí.
—Sin duda, aquel que me capture y me eche una cuerda al cuello para llevarme ante los Pachás Harun y Suleimán recibirá una buena recompensa —dijo Tarna.
—Sí —dije—, supongo que ése será el caso.
—¡Estúpido! —gritó—. ¡Eslín! ¡Soy mucho más que un simple juego para cualquier hombre!
Levantó su cimitarra, y arremetió contra mí. Contuve su carga. No era torpe. De momento, procuré simplemente protegerme de sus golpes, sin cargar los míos. En dos ocasiones se echó hacia atrás, asustada, al comprender que podía haber aprovechado algún hueco en su ataque para herirla con mi espada. Pero no lo hice.
—Para un guerrero no eres nada —le advertí.
Era cierto. Había cruzado mis aceros con centenares de hombres, tanto para practicar ejercicios como en feroces contiendas guerreras, y cada uno de ellos podría haber acabado con Tarna fácilmente.
Ella seguía atacando, furiosa. Sollozando mientras golpeaba con todas sus fuerzas. Me adelanté, y puse la hoja de mi arma a la altura de su vientre, muy cerca. Ella volvió a luchar, pero esta vez le hice sentir el peso y la fuerza del brazo de un hombre. De pronto se dio cuenta de que estaba contra una columna. Había bajado la guardia. Apenas podía levantar el brazo. Mi hoja estaba a la altura de su pecho. Retrocedí, y ella se apartó de la columna rápidamente. Su acero chocó contra el mío, altos los dos, y la obligué a bajar el brazo. Se arrodilló, tratando de contener mi fuerza, pero no pudo. No tenía equilibrio, y su fuerza había desaparecido. Me bastó empujarla un poco más para que cayera de espaldas sobre las baldosas. Mi bota izquierda se posó pesadamente sobre su muñeca derecha, y apretó su presa. La mano se fue abriendo, hasta que la cimitarra quedó suelta en el suelo. La punta de mi arma estaba en su garganta.
—Levántate —le ordené.
Rompí la cimitarra de Tarna por su empuñadura y la lancé a un lado.
—Pon tu cuerda en mi cuello —me dijo—. Me has ganado, guerrero.
Caminé a su alrededor, examinándola.
Con mi cimitarra acabé de desgarrar los jirones de la pierna izquierda. Debajo de ellos apareció una pierna excelente.
—¡Por favor! —rogó.
—Quítate las botas —le ordené.
Furiosa, me obedeció, y quedó allí en medio, descalza.
—¿Vas a llevarme descalza ante los dos Pachás? —me preguntó—. ¿No es lo suficientemente dulce ya tu venganza? ¿Te ves en la obligación de degradarme?
—¿Acaso no eres mi prisionera? —le pregunté.
—Sí lo soy —respondió.
—Entonces, haré contigo lo que me plazca.
De pronto, le ordené que se arrodillara. Ella se arrodilló sobre las baldosas, con la cabeza gacha, entre las manos. Con la cimitarra la desnudé por completo.
—¿A quién tenemos aquí? —dijo Hassan al entrar en la habitación.
Me interesó ver que se había cambiado de atuendo. Ya no llevaba las vestiduras blancas del alto Pachá de los kavar, sino un atuendo más sencillo, el que habría adoptado Hassan, el proscrito del Tahari.
—Levanta tu cabeza, preciosa —le ordené al tiempo que ponía la punta de mi cimitarra bajo su barbilla.
Ella miró a Hassan. Estaba bellísima. Las lágrimas mojaban sus mejillas.
—Ésta es Tarna —dije.
—Tú la has capturado —me dijo—. Ponle una cuerda en torno al cuello y llévala a la presencia de Harun y de Suleimán. Seguro que les alegrará verla.
Busqué por entre mis ropas hasta que encontré un pedazo de cuerda muy basta.
—Sin duda —dijo Hassan—, pagarán una alta recompensa al hombre que lleve a su presencia a Tarna.
Até la cuerda alrededor del cuello de la chica. Era mía.
—¡No quiero morir! —gritó de pronto—. ¡No quiero morir!
Acto seguido, puso el rostro entre sus manos y se echó a llorar.
—El castigo para los que rompen los pozos no es cualquier cosa —dijo Hassan.
Tarna temblaba y sollozaba, con la cabeza recostada en el suelo, mi cuerda en su cuello.
—Ven, mujer —le dije tirando de la cuerda—. Debemos ir a ver a los Pachás.
—¿No hay otra salida? —sollozó.
—No, para ti no hay otra salida —dije—. Te he capturado.
—Sí —dijo quedamente—. Me has capturado.
—¿Acaso no estás pensando lo mismo que yo, Hassan? —dije—. ¿No crees que puede haber una esperanza de vida para esta chica?
—Quizás —respondió Hassan.
—¿Cuál es? —preguntó ella—. ¿Cuál es?
—No —dije—. Es demasiado horrible.
—¿El qué? —preguntó ella, desesperada—. ¿El qué?
—Más vale que lo olvides —dije.
—Sí, más vale que lo olvides —dijo Hassan—. Nunca aprobarías una cosa así. Eres demasiado orgullosa, demasiado noble y selecta.
Tiré de la cuerda, como si fuera mi intención llevarla a la presencia de los Pachás.
—Pero —gritó ella—, ¿de qué se trata?
—Es preferible que te torturen y que te empalen en las murallas de la kasbah de Nueve Pozos —dijo Hassan.
—¡Por favor! —dijo ella—. ¡Por favor! ¡Decidme de qué se trata!
—Por lo que sé —comenté mirando a Hassan—, en los niveles inferiores se mantiene a algunas chicas.
—Sí —dijo Tarna—. Son las que están reservadas para los placeres de mis hombres.
—Recuerda que ya no tienes hombres —le dije.
—¡Ya entiendo! —dijo Tarna—. ¡Podría hacerme pasar por una de ellas!
—Es una posibilidad —admitió Hassan.
—¡Pero si no estoy marcada! —dijo ella.
—Eso puede arreglarse —dije yo.
Me miró, horrorizada, y dijo:
—Pero entonces… ¡seré una auténtica esclava!
—Ya sabía que no lo aprobarías —dijo Hassan.
Tiré otra vez de la cuerda que la sujetaba por el cuello. Su barbilla estaba erguida. El nudo estaba bajo la mandíbula, a la derecha, por lo que volvía la cabeza hacia la izquierda.
—¡No! —dijo—. ¡No!
Hassan y yo la miramos.
—¡Hacedme esclava! —sollozó—. ¡Por favor! ¡Por favor!
—Es una operación muy arriesgada —dijo Hassan—. Si Harun, el alto Pachá de los kavar, se entera de que he participado en esto, ¡podría despellejarme vivo!
—¡Por favor! ¡Por favor!
—¿Cómo podríamos hacerlo? —pregunté.
—Te diré algo importante —me dijo Hassan—: la cuerda tan basta que has sacado no es la indicada. Necesitaríamos sujetarla con correa para las muñecas.
—No será demasiado difícil —dije.
—Otra cosa muy importante, será transportarla a través de los pasillos.
—¿Crees que podremos llevarla por los pasillos? —pregunté. Se oían gritos procedentes del exterior de aquella habitación. Los combates iban cesando, y cada vez se hacían más evidentes los gritos de alegría.
—No —dijo Hassan—, todavía no puede caminar como una esclava, pues aún no es una auténtica esclava. Pero si no ponen demasiada atención en ella, puede pasar desapercibida. Podemos probar suerte. Muchacha —dijo, volviéndose a Tarna—, ¿cómo mirarás a los hombres que encuentres por el camino?
Tarna le miró.
Hassan gimió y dijo:
—Perderemos nuestras cabezas.
Arrastré a Tarna a su gran lecho tirando de la cuerda. Até la cuerda en la cabecera del mismo. No podía levantarse más de treinta centímetros de la superficie del lecho. Se debatió hasta que pudo girarse y mirarme.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó mirándome fijamente, horrorizada.
—Es tu captura —dijo Hassan, sonriendo—. Los primeros derechos del captor son tuyos.
Tarna gritó, desesperada.
Al cabo de un rato, conducíamos a Tarna por los pasillos de la kasbah. Le habíamos quitado la cuerda de prisionera del cuello, para ocultar que se trataba de una mujer libre. La conducía con una correa atada a sus muñecas. A veces tiraba bruscamente de la correa, y hacía que ella cayera, o corriese, o tropezase. Hacía esto por tres razones: para ocultar su torpeza al imitar los movimientos y la actitud de las esclavas, porque teníamos prisa y, por último, porque me complacía hacerlo. Las correas procedían de los cortinajes de su habitación, y no parecían demasiado fáciles de identificar.
—¿No crees que está demasiado limpia? —había dicho Hassan.
Yo había mirado a la chica atada y había dicho:
—Sí.
Le había indicado que se tendiera en el suelo y rodara sobre él, y ella había obedecido. Cuando volvió a ponerse en pie frente a nosotros, Hassan tomó las lámparas de aceite de tharlarión y frotó con ellas su cuerpo.
—El principal peligro que corremos ahora —dijo Hassan— es que alguien note su falta de marca.
—No podemos hacer nada, a menos que no lleves contigo algún hierro.
El problema era realmente serio. Las marcas de las esclavas son prominentes, y se hallan en las partes superiores de sus muslos. Cuando las esclavas están desnudas es fácil observar sus marcas. Si alguien notaba que esa muchacha no llevaba marca alguna, podía traernos problemas. Por otra parte, Tarna era probablemente la única mujer no marcada en toda la kasbah, lo cual hacía nuestra posición más incómoda todavía.
Desgarré una de las cortinas, una de color amarillo, para procurarme una estrecha tira de ropa, que luego até en torno a los muslos de la chica, para resaltar su ombligo. A eso se le llama en Gor el vientre de la esclava. En Gor, solamente las esclavas llevan el ombligo al descubierto. De esta manera, la parte que en principio debería ocupar la marca quedaría cubierta.
—Sería mejor si fuese completamente desnuda —dijo Hassan, estudiando el cuerpo de la chica.
—No si no disponemos de marca —le dije.
—Sí, tienes razón.
—Supongamos que se la llevamos a alguien, para ofrecérsela como obsequio, y que deseamos que su nuevo amo acabe de desnudarla.
—Muy bien —dijo Hassan—, al menos parece plausible.
—Por favor —dijo Tarna—, levantad un poco más la tela, para que mi ombligo quede cubierto.
Lo que hice en realidad fue bajarle todavía más la tela. Su expresión denotaba indignación, pero no dijo nada. Tampoco debió gustarle mucho que Hassan se limpiara las manos del aceite de tharlarión en la tela que cubría a duras penas sus caderas.
Al atravesar los pasillos, muchos de los hombres que allí se encontraban la miraban con curiosidad. Tal y como habíamos previsto, creían que era una esclava.
Algunos la acariciaban, lo cual debió darle una primera idea de la familiaridad con que se tratan los cuerpos de las esclavas.
—¡Más deprisa, esclava! —le gritaba yo de vez en cuando.
Finalmente, con gran alivio para mí, alcanzamos la puerta que conducía a los niveles inferiores.
—¿Habéis visto cómo me miraban? —preguntó—. ¿Es eso ser una esclava?
No le respondimos. Hassan abrió la pesada puerta, y yo desaté a la chica, antes de agarrarla por el brazo y empezar a bajarla por las estrechas escaleras, con Hassan delante.
Habíamos conseguido conducirla a través de los pasillos. Eso me alegraba.
Estaba convencido de que nuestro éxito se debía en gran parte a lo que Tarna había aprendido, poco antes, en su propio lecho. Hay muchas diferencias en la manera de mirar a los hombres que tienen las mujeres. Esas diferencias son en su mayor parte atribuibles al tipo de experiencias que se hayan tenido con el otro sexo. Así, las mujeres podían mirar a los hombres de igual a igual, o podían mirarles como a seres superiores. Lo primero era muy difícil que ocurriera, o imposible, si las mujeres habían experimentado realmente la voluntad de un auténtico hombre. Solamente así, después de experimentar su propia vulnerabilidad, su fantástica vulnerabilidad, podían mostrar la auténtica expresión de la esclava.
En la parte inferior de aquella kasbah también se cantaba y reía. Habíamos descendido cuatro niveles, hasta que llegamos al fondo. Tarna parecía mareada.
—Son los olores —dijo.
Un soldado borracho, con una botella en la mano, pasó por nuestro lado. Hice que Tarna cayera al suelo en un par de ocasiones. Después la empujé por delante mío, agarrándola por el antebrazo, y arrastrándola por encima de la paja y la suciedad. Ella gritó, desesperada, cuando un urt pasó rozándole la pierna. Miramos desde la puerta de una celda, y vimos que en su largo interior se alineaban más de un centenar de esclavas, unidas al muro por cadenas al cuello. Los soldados, muchos de los cuales estaban borrachos, se divertían con ellas. Algunos las obligaban a beber, y la mayoría de las chicas sujetaban las botellas con ambas manos.
—¡Qué horribles son los hombres! —dijo Tarna.
—Habla con más cuidado —le advirtió Hassan—, pues muy pronto pertenecerás a ellos tanto o más que cualquiera de esas esclavas que has visto.
Al oír esto, Tarna echó atrás la cabeza y gimió.
—Es aquí —dijo Hassan.
Abrió una pesada puerta de acero y entramos en la habitación. Miré a mi alrededor, y por todas partes veía cadenas y artilugios diversos. Tarna intentó retroceder, pero la tenía bien agarrada por el antebrazo. La habitación estaba a oscuras, o casi, pues la única luz era la que provenía de una pequeña lámpara de aceite de tharlarión colgada en un rincón, así como la de un brasero que brillaba cerca del potro de marcaje. Hassan atizó las brasas. En las kasbahs grandes siempre se mantienen calientes los hierros. Las esclavas lo saben bien.
Arranqué el pedazo de tela que le rodeaba las caderas y la arrojé contra el potro. Cerré las dos bandas en torno a sus muslos, y las tensé bien, para inmovilizarlos. Tarna intentó moverse, y yo la agarré por las muñecas para atarle cada una de ellas en los postes del potro. Todos los mecanismos de este aparato son muy simples, y sus sujeciones son muy sencillas de abrir y cerrar, aunque están dispuestas de manera que la chica no pueda hacer nada por manipularlas una vez sujeta. La esclava en cuestión queda perfectamente fijada. Volví a manipular las manecillas de las sujeciones de los muslos para tensarlas un poco más.
—¡Oh! ¡Oh! —gritó Tarna, sin dejar de tirar de sus sujeciones.
Yo volví a tensar las de sus muslos, y gritó aún más.
—¡Silencio! —le ordené.
Tarna se mordió el labio. Pude así acabar de tensar el mecanismo, y bloquearlo con el cierre, de manera que la chica quedó lista. No podía moverse en absoluto.
—Por lo que veo —observó Hassan—, te gustan las chicas con marca en el muslo izquierdo.
La chica podía gritar y sollozar lo que quisiera, pero el aparato no le permitiría moverse. Había quedado preparada para el beso ardiente del hierro.
Hassan, con un grueso guante, sacó uno de los hierros que había dispuestos en el brasero.
—¿Qué te parece esta marca? —me preguntó.
—Es muy bonita —respondí al ver que se trataba de la marca de esclava del Tahari—, pero será mejor que nos aseguremos que pueden venderla como una esclava común también en el norte.
—Buena idea.
Dejó aquel hierro y eligió otro que estaba al rojo vivo. Era de un hierro muy bien trabajado, limpio y preciso. Se trataba del signo de la Kajira común en todo el planeta Gor. Tarna lo miró, horrorizada.
—Todavía no está lo suficientemente caliente, querida —dijo Hassan volviendo al brasero.
Oímos gritos que provenían de algún lugar un tanto alejado. Hassan me miró, y yo dije:
—Saldré a investigar.
Dejé la habitación y subí al tercer nivel. Aquel escándalo provenía del nivel superior, el segundo. Vi a un soldado que avanzaba vacilante y le pregunté:
—¿Qué sucede?
—Están buscando a Tarna —me respondió riendo antes de seguir su camino.
Por mi lado pasaron esclavas atadas por las muñecas y conducidas por otros soldados.
Volví al cuarto nivel, y me introduje en la habitación en la que Hassan aguardaba.
—Están buscando a Tarna —le informé.
—¿En qué nivel están?
—En el segundo.
—Bien, en ese caso tenemos tiempo.
Al cabo de unos ehns sacó el hierro de entre las brasas, y lo examinó. Volvió a dejarlo entre ellas. Poco después lo retiró pues ya debía estar casi listo. Ya no brillaba en rojo, sino en blanco.
—Puedes gritar y sollozar tanto como quieras, preciosa —dijo Hassan.
Ella, presa de las ataduras metálicas, miró desesperada el hierro. Después gritó. Durante cinco largos ihns Hassan lo mantuvo presionado y firme en el muslo. Podía ver el humo que desprendía la quemadura. Finalmente, con lentitud, Hassan lo retiró. Tarna había sido marcada.
No cesaba de llorar violentamente. Aflojé sus sujeciones en el potro, y cayó de rodillas, y así se quedó hasta que la levanté entre mis brazos.
Hassan y yo llevamos entonces a Tarna a una celda vacía del cuarto nivel. Hassan empujó la puerta para abrirla, y yo, guiándome por la luz que había en el pasillo, dejé a Tarna en el montón de paja que había en la parte posterior de la celda.
—Soy una esclava —susurraba—. Soy una esclava.
Finalmente encontramos la cadena y el collar, y la atamos como se debía.
La miramos. Había quedado allí, encadenada al muro.
—Soy una esclava —repetía, como si no pudiera dar crédito a ese nuevo pensamiento.
Oímos ruidos provenientes del nivel superior.
—Están buscando por el nivel tercero, el que queda encima nuestro —dijo Hassan—. Pronto estarán aquí. Si se descubriese que tú eras Tarna, no te iría demasiado bien.
Tarna le miró. Empezaba a comprender. Había oído que se empleaba el pasado para referirse a su antiguo nombre. Ya no se llamaba Tarna. Tarna se había ido, ya no existía. En su lugar, en ese momento, sólo había una esclava sin nombre, como una kaiila o un verro.
—¿Qué puedo hacer? —sollozó ella—. ¿Qué puedo hacer?
—Eres una esclava —dijo Hassan, inflexible—. Complácenos.
Y en el interior de esa celda, sobre la paja, entre la débil luz que proporcionaba la lámpara exterior, la que había sido la orgullosa Tarna hizo lo que pudo por complacernos, con la cadena en el cuello. Nosotros, sus amos, no fuimos amables con ella. Antes bien, nos mostramos crueles y violentos. Cuando se desesperaba porque no podía cumplir con sus obligaciones recibía golpes y patadas para que se concentrase más intensamente.
Finalmente, Hassan y yo nos levantamos.
—La esclava espera haber sido complaciente con sus amos —dijo la chica.
Hassan me miró y dijo:
—Tiene mucho que aprender, pero creo que con el tiempo puede mejorar hasta hacerse satisfactoria.
Asentí para mostrar mi acuerdo con ese juicio. Salimos al exterior, y encontramos en el pasillo a un soldado.
—Busco a Tarna —dijo.
—Tarna no está aquí —dije—. En esta celda solamente se encuentra una esclava.
El soldado miró al interior de la celda.
—¿Cuál es tu nombre, muchacha? —preguntó.
—El que desee mi amo —respondió ella.
El soldado examinó detenidamente el cuerpo de aquella esclava. Ella, con un sinuoso movimiento que hizo sonar sus cadenas, se incorporó en su posición, y quedó sentada, con la espalda muy recta. Extendió su pierna derecha, mirando al soldado por encima del hombro derecho. Los dedos de su pie se estiraron. Su pierna quedó flexionada, para revelar mejor la curvatura de su pantorrilla.
Me vinieron ganas de violarla.
—¿Cuál es el nombre de tu amo? —preguntó el soldado.
—No lo sé —dijo ella—. Pertenecía a Tarna. Ahora, por lo que me han dicho los soldados, Tarna ha caído. No sé quién será mi amo. Tú —dijo mirando fijamente al soldado— pareces fuerte.
La manera de estar sentada de aquella chica acentuaba la forma de sus senos.
—Eres una zorra —le dijo el hombre, riéndose.
Ella bajó la cabeza, avergonzada.
—Busco a Tarna —repitió el soldado.
—No la busques más —dijo la chica—, y quédate conmigo.
—Estás demasiado sucia, y apestas.
—Trae perfume de esclava, y frótalo en mi cuerpo.
Él se volvió, para marchare, y la chica tiró de la cadena, con los brazos extendidos, como para alcanzarle, al tiempo que decía:
—El cuarto nivel es muy profundo. Mira, tengo una celda para mí sola. Muchos hombres no lo saben. La kasbah ha caído, y sólo dos hombres han entrado en mi celda. ¡Quédate conmigo!
—Debo buscar a Tarna.
—Cuando hayas acabado tu búsqueda —dijo ella, sin dejar de extender los brazos—, vuelve a mí.
—Lo haré —dijo el soldado, riéndose con brutalidad.
—¡Gracias! ¡Gracias, amado mío!
Él se volvió para marchare, y la chica dijo:
—Amado amo. Si fuera una mujer libre, y no una esclava, te pediría que cuando volvieses trajeras una botella de vino para tu placer. Así pasarías un rato más agradable.
—¡Eslín! —dijo el soldado entrando en la celda para propinarle unas cuantas patadas antes de volverse y decir—: Volveré. Y cuando vuelva, traeré vino. También traeré perfume de esclava, porque la verdad es que apestas, esclava.
—¡Gracias, amo!
Finalmente, el soldado abandonó la celda para proseguir la búsqueda de Tarna.
—Vayamos arriba —dijo Hassan—. Sin duda habrá unos cuantos que se preguntarán dónde puede estar Harun, el alto Pachá de los kavar.
Miré al interior de la celda y le comenté a la chica:
—Creo sinceramente que ese soldado volverá.
—¿Sí? ¿Por qué lo dices?
—Porque eres una actriz excelente.
—Espero que vuelva, tal como dices.
—¿Por qué lo esperas? —le pregunté.
—¿Acaso no has visto lo fuerte que era? ¿No te has dado cuenta de cómo me manejaba? ¿Has visto cuánta autoridad, cuánta audacia?
—Sí —respondí.
—Quiero que me posea —dijo—. Quiero ser poseída por un hombre como él.
—¿Lo dices en serio? —pregunté.
—Sí, quiero servirle como una esclava.
Hassan, que estaba tras de mí, dijo:
—Te deseo suerte, muchacha.
—Yo también te deseo suerte, esclava —dije.
—La esclava os expresa su gratitud —dijo; y, cuando nos girábamos para marcharnos añadió—: Os deseo lo mejor, amos.