2. LAS CALLES DE TOR

—¡Agua! ¡Agua! —gritaba el hombre.

—Dame agua —dije.

Vino hacia mí haciendo reverencias. Su aspecto era andrajoso, y su cara curtida por el sol se arrugaba en una mueca que quería ser amable. Al hombro llevaba el odre de piel de verro, y una docena de copas de latón colgaban de diversas correas y del cinturón, tintineando constantemente. El hombro sobre el que apoyaba el odre estaba húmedo. En su camisa rasgada, bajo las correas, se veían manchas de sudor. Desató una de las copas de su cinturón y la llenó sin quitarse el odre del hombro. Llevaba un turbante enrollado en la cabeza, de reps. Esos turbantes protegen la cabeza de los rayos solares. Sus pliegues permiten que el calor y la respiración escapen, evaporándose, y permiten también la entrada y la circulación de aire.

Tomé el agua, y le di al hombre un tark de cobre.

Mi olfato distinguió el olor de las especies y el sudor de Tor. Bebí lentamente. El sol estaba alto.

Tor, ciudad que se localiza en la esquina noroeste del Tahari, es el principal punto de abastecimiento de las dispersas comunidades de los oasis de esta extensión tan árida. Es como un continente de piedra, de calor, de viento y de arena. Estas comunidades, que a veces, dependiendo de la cantidad de agua disponible, son muy numerosas y llegan a algunos centenares de miembros, cuando no millares, estas comunidades, decía, se hallan a cientos de pasangs una de otra. Para abastecer sus necesidades dependen de las caravanas que normalmente provienen de Tor, aunque a veces vienen de Kasra, e incluso de Turia. A su vez, naturalmente, las caravanas exportan los productos de los oasis. Los productos que proporcionan las caravanas pueden ser de varios tipos: tela de reps, telas bordadas, sedas, alfombras, plata, oro, joyas, espejos, colmillos de kailiauk, pieles y cueros labrados, plumas, maderas preciosas, herramientas, agujas, sal, frutos secos y especies, pájaros de la jungla, que se valoran como animales domésticos, armas, maderas bastas, láminas de estaño y de cobre, té de Bazi, lana de hurt, látigos adornados, esclavas y muchas otras mercancías. El principal producto de exportación de los oasis es el dátil, tanto suelto como comprimido en barras. Algunas palmeras datileras sobrepasan los treinta metros de altura. Antes de que empiecen a producir fruto son necesarios diez años, pero una vez que llega este momento pueden seguir produciéndolo durante más de un siglo. En el oasis también se lleva a cabo mucho trabajo de agricultura, o quizás sería más correcto decir de jardinería, pero la mayoría de los productos resultantes no se exportan.

Me dirigí hacia el bazar.

Conocía la espada ligera, y la kaiila sedosa y rápida. Eran cosas que había aprendido con los Pueblos del Carro. Lo que no conocía era la cimitarra. Ese sable corto que colgaba de mi hombro izquierdo, tal y como es normal, sería de uso muy limitado a lomos de una kaiila. Los hombres del Tahari no luchan sobre sus pies. En tiempo de guerra, un hombre a pie en el desierto es un hombre muerto.

Por mi lado pasó un hombre con varios vulos vivos, sujetos por las patas, cabeza abajo. Le seguía otro hombre cargado con una cesta de huevos.

Les seguí, pues era evidente que se dirigían a las calles donde se celebraba el mercado, cerca de las cuales estaba el bazar. La arquitectura de Tor, organizada en círculos concéntricos rotos por numerosas calles retorcidas y estrechas, estaba en función de los radios de sus pozos. Una ventaja evidente de esta organización municipal, aunque sea difícil afirmar que sea intencionada, es que el agua es la porción de la ciudad más protegida, porque constituye su centro. Debo decir que el agua abunda en Tor. No pude ver muchos, pero sé que riega numerosos jardines en donde reina la sombra. Cadenas de esclavos arrendadas a sus dueños se encargaban de llenar las cisternas de las mansiones. Los esclavos de la casa se encargaban luego de distribuirla con mucho cuidado, bote por bote, en el jardín.

Había llegado a la parte inferior de la ciudad.

—¡Agua! —Oí gritar—. ¡Agua!

Me giré, y vi que tras de mí giraba el aguador, el mismo al que le había comprado agua hacía un rato.

Junto a mí pasó una mujer cubierta con un velo. En el interior de su capa llevaba a un niño al que iba dando de mamar mientras caminaba.

Seguí bajando por aquella calle empinada, en dirección al bazar y al mercado.

Había llegado a Tor hacía cuatro días, después de viajar en tarn hasta Kasra. Allí vendí el ave, pues no quería llamar la atención en Tor, y un tarnsman la habría llamado con toda seguridad. Desde Kasra había tomado un dhow, Fayeen Bajo arriba, hasta que por ese río llegué a la población llamada Kurtzal, que está al norte de Tor, por vía terrestre. Las mercancías a transportar desde Tor hasta Kasra se llevan a veces primero a Kurtzal por tierra, para luego dirigirse hacia el oeste por el río. Kurtzal es poca cosa más que un puerto de carga. En Kasra, al descender sobre ella con mi tarn, había sido un guerrero, un tarnsman mercenario. Como una parte más de mi disfraz, llevaba a una muchacha desnuda atada a mi silla, sin collar. Era rubia. Era una bárbara, y ni siquiera sabía hablar en goreano. Me felicitaron por mi captura. Enseguida visité a un trabajador del metal que pudiera hacerme un collar para la presa que había obtenido. Samos y yo habíamos supuesto que nadie sospecharía de un hombre con una muchacha semejante, tan basta, tan poco adiestrada, para quien la esclavitud era algo tan nuevo.

—La capturé en el campamento de un esclavista —le dije al trabajador del metal.

—Sí —me había respondido él—, ya veo que la marca es reciente.

Pero cuando bajé por la estrecha pasarela del dhow que había tomado río arriba desde Kasra hasta la población portuaria de Kasra, ya no era un tarnsman. Había vendido al animal en Kasra, por cuatro discotarns de oro. Mis ropas eran ahora las de un cuidador de kaiilas. Inclinado hacia delante bajo el peso de una gruesa bolsa de pelo de kaiila, llena de equipamientos. Lo primero que pisé al bajar a tierra fueron los listones crujientes del muelle de Kurtzal. Pocos minutos después me encontraba en el interior, con los pies cubiertos hasta los tobillos de polvo blanco. La que me seguía, cubierta por una almalafa negra sólo podía haber sido mi compañera, la desgraciada mujer libre que compartía mi pobreza. La almalafa es una prenda que cubre a la mujer de pies a cabeza. A la altura de los ojos lleva una franja de fino encaje a través de la cual puede ver el exterior. Sus pies estaban cubiertos por zapatillas negras sin tacón, con puntera rizada y ribeteados con una fina raya plateada.

Nadie podía sospechar que bajo la almalafa, había una mujer desnuda con un collar al cuello.

De Kurtzal a Tor viajamos en un carro de sal vacío.

Había traído a la señorita Blake-Allen, como así la nombraré a partir de ahora para mayor facilidad, por un motivo adicional: las mujeres frías, de piel blanca, son consideradas de interés por los hombres del Tahari. Les encanta enseñarlas a servir. Para ello utilizan sus esteras de sumisión, que las convierten en esclavas que gritan su condición. Además, las mujeres rubias y de ojos azules son raras en los distritos del Tahari. Las que existen han sido importadas como esclavas. Su complexión y su color de piel serían muy valorados en Tor, o en el interior, en el mercado de un oasis. Samos estaba de acuerdo en todo ello. Sabíamos a ciencia cierta que los hombres del Tahari pagarían cifras altas por el cuerpo y la persona de la señorita Blake-Allen. También se me había pasado por la cabeza que, bajo determinadas circunstancias, podía sacar buen provecho de ella canjeándola por informaciones valiosas.

En Kasra había averiguado el nombre del niño que había encontrado la roca del mensaje. También supe el nombre del padre: Faruk, un comerciante de Kasra. Allí no los pude encontrar, en contra de lo que planeaba, pero me dijeron que ambos se hallaban en la región de Tor, adonde habían acudido para comprar kaiilas destinadas a una caravana hacia la kasbah, o fortaleza, de Suleimán, de la tribu de los aretai, amo de mil lanzas, Ubar del Oasis de Nueve Pozos.

Oí un gran griterío y después de pasar una puerta, me encontré en la plaza del mercado.

Me crucé con dos vendedores de albaricoques y especias.

—Ven conmigo a la taberna de las Jaulas Rojas —me dijo un niño tirándome de la manga.

Recibían un tark de cobre por cada cliente que hacían entrar por la puerta del establecimiento. Le di al niño un tark de cobre, y salió corriendo.

Con mucho cuidado, empecé a abrirme paso entre la multitud.

De vez en cuando miraba a mi alrededor, como hacen los guerreros, que no recorren grandes trechos sin girarse para ver qué hay detrás de ellos.

Cuando había llegado a Tor, alquilé inmediatamente uno de esos compartimentos semejantes a cobertizos que se hallaban en el interior de los edificios de yeso cercanos a las mesas de las caravanas. Habitualmente están disponibles siempre, excepto en la época de mayor calor del verano, cuando pocas caravanas se aventuran en las extensiones del desierto. Se llegaba a mi estancia subiendo una pequeña y estrecha escalera de madera que se encontraba entre dos muros e iba a dar a un largo pasillo, iluminado por una lámpara de aceite de tharlarión. A ambos lados del pasillo había varias puertas, aparte de la mía, correspondientes a habitaciones similares.

Tan pronto como se había cerrado la puerta de madera y la barra había caído en su sitio, me volví para mirar a la señorita Blake-Allen. Se había quedado allí, quieta, oculta por su almalafa negra, y me miraba fijamente. La alcancé en un par de zancadas y la tiré al suelo, arrancándole el vestido. Su mirada reflejaba el terror.

—Una esclava —le dije—, al entrar en el compartimento de su amo, lo que debe hacer es arrodillarse.

—No lo sabía, amo —dijo ella.

—Es más —le aleccioné—: la sola presencia de un hombre libre basta para que una esclava se arrodille.

—Sí, amo —respondió ella, aterrorizada.

La miré. Tenía la esperanza de que no fuese estúpida. Después la tiré sobre la paja para hacer uso de ella. Cuando acabé le dije:

—Ahora voy a dormir. Limpia la habitación.

—Sí, amo.

Mientras dormía, limpió la habitación con un cepillo, un trapo y una vasija de agua. Cuando me desperté, ella se hallaba de rodillas, y así se mantuvo mientras inspeccionaba la habitación. Estaba inmaculada.

—Es satisfactorio —le dije.

Inmediatamente, sus hombros se relajaron. No iba a pegarla. Entonces volví a hacer uso de ella. Besé y mordí la zona que rodeaba su marca, para hacerla más consciente de ella. Ella, tumbada sobre su espalda, gemía amargamente. Con la punta de los dedos separé su delicada incisión.

—Es una bonita marca —dije.

—Gracias, amo —susurró ella.

Antes de marcharme, encadené a conciencia sus tobillos, para que no le fuera posible moverse, para que no pudiera ponerse en pie. Ella levantó los brazos hacia mí y dijo:

—¿Cuándo volverás, amo? ¿Cuándo volverás para estar conmigo?

La abofeteé, y ella se volvió, sollozando, sobre su estómago, con la cabeza en la paja, mojada por las lágrimas.

La había dejado ahí para ir a las tabernas a obtener la mayor información posible. En esas tabernas, como en las que en el norte expendían Paga, era posible obtener las últimas noticias de la ciudad, lo que iba a ocurrir en ella, cuáles eran sus peligros, y sus placeres, y quién manejaba realmente las riendas del poder.

La información más significativa que había cosechado concernía a las tensiones entre las tribus de los kavar y de los aretai. Los ataques entre ellos empezaban a hacerse habituales. Si estallaba la guerra, todas sus tribus vasallas, como los char, los kashani, los ta’kara, los raviri, los tashid, los luraz y los bakah, se verían envueltas en ella. El Tahari, de este a oeste, se vería envuelto en las llamas de la guerra.

Y yo soy un guerrero.

Por eso no me agradaba la perspectiva de una guerra en el Tahari.

Si eso ocurría, mi trabajo no se vería beneficiado.

Las bailarinas de las tabernas eran espléndidas. En dos de ellas pagué una moneda de uso para llevarme las que más me gustaban, sujetas por los cabellos, a una alcoba.

Volví tarde al compartimento. La señorita Blake-Allen me esperaba, arrodillada, con la cabeza apoyada en el suelo. En las tabernas me había regalado convenientemente. Había comido carne de verro cortada en pedazos y ensartada en una vara metálica junto con pimientos y larma para ponerla sobre las brasas; y también estofado de vulo con uvas, nueces, cebollas y miel; y un kort con queso fundido y nuez moscada; y finalmente, té de Bazi bien caliente, azucarado, antes del vino de Turia. No había olvidado a la esclava, naturalmente. Le tiré cortezas de pan al suelo, y se abalanzó a devorarlas. Era pan de esclava, basto, lleno de semillas, pero a la esclava no parecía importarle. No había sabido si aquel día iba a comer o no. A veces no se les da de comer a las esclavas. Eso puede ocurrir por razones estéticas, si las medidas de la esclava sobrepasan el concepto ideal de su amo. Pero también se la puede dejar sin comida simplemente para hacerle recordar de quién depende. O para confundirla, para sorprenderla. Dejé las calles del mercado y me introduje en una repleta de pequeños comercios y casetas. Era el bazar. En Tor, lo habitual era llegar a él por la puerta principal del mercado.

—Los aretai van a actuar —oí que decía un hombre a otro.

Me detuve por un momento frente a una caseta en la que se vendían ligeras cadenas de marcha. Las tenían expuestas colgadas de perchas que parecían hechas para loros. Sin pensármelo demasiado, compré una que me pareció bonita. Son cadenas ajustables, con anillas, cuyo tamaño oscila entre los cinco centímetros, empleadas para seguridad, y los cincuenta centímetros, destinadas a la zancada. Estas cadenas se venden junto con dos llaves correspondientes a las anillas de ambos tobillos. También compré un lote de campanillas de esclava, provistas de correas, sin cierre, y por eso mismo más baratas, aunque resultan prácticas, pues pueden atarse a diversas partes del cuerpo: alrededor del cuello, de la cintura, del tobillo, del muslo, del brazo, etc. Es delicioso ornamentar a una chica con campanillas. Naturalmente, no podrá quitárselas sin el permiso de su amo.

Miré en el interior de un taller de alfarería. A un lado de los tornos, entre montones de tazas y vasijas, un joven adornaba de azul con sus dedos un cántaro de dos asas. Cuando lo introdujeran en el horno, los pigmentos se quemarían y se endurecerían, fijándose en el barniz. Los hornos se hallaban en la parte posterior del taller.

—Los kavar están alquilando lanzas —oí decir.

Una plataforma de piedra, con varios toldos, señalaba el lugar en el que varias chicas, encadenadas, desnudas, habían sido puestas en venta a precios estipulados. Se trataba de una venta municipal, organizada bajo la jurisdicción de las cortes de Tor. Una chica de piel morena, de ojos oscuros, cuya edad no debía sobrepasar los quince años, estaba entre las ofertas, de rodillas, con sus muñecas y tobillos muy bien atados. Me miraba. La vendían para pagar las deudas de juego de su padre. La compré, e inmediatamente la liberé.

—¿Dónde está tu padre? —pregunté.

—En las mesas de juego de la Kaiila de Oro —musitó ella.

La miré con más detalle. Era realmente atractiva. A sus pies habían caído las cadenas desechadas. Otras chicas tendían las manos, suplicantes, hacia mí. Volví a mirar a la chica.

—Cuando venga otro año —le advertí—, volverás a estar arrodillada en una plataforma. Pero entonces —añadí mirándola fijamente— no te podré liberar, porque serás demasiado bella.

—Debo correr a casa —dijo ella—. Tengo que prepararle la cena a mi padre.

Vi cómo corría, avergonzada, por las calles. Era una chica maravillosa. Personalmente, estaba seguro de que no tardaría demasiado en llevar campanillas de esclava. No importaba que la magistratura de Tor no volviera a ofrecer su venta. Me parecía demasiado probable que cayese en manos de otro esclavista.

—¡Cómpranos! ¡Cómpranos, amo! —gritaban las demás chicas de la plataforma.

—¡Sed esclavas! —dije riéndome de ellas antes de proseguir mi camino.

Pude oír detrás de mí los sollozos, y el sonido del látigo que caía ciegamente sobre sus carnes.

Hice unas cuantas compras más, y tuve ocasión de encontrarme en unas cuantas ocasiones con parejas de hombres vestidos de blanco, con faja y cimitarra. Eran los policías de Tor.

Volví a echar un vistazo tras de mí. Por segunda vez vi a cuatro hombres, los mismos cuatro. Pero sólo cuatro.

Me eché a un lado, pues pasaba por la calle un numeroso grupo de esclavos encadenados. Los llevaban a punta de espada, hacia las salinas del Tahari, el lugar de procedencia de la mayoría de las caravanas de sal. Suponía que menos de la mitad de esos esclavos alcanzarían las salinas. Alrededor del cuello llevaban gruesos collares, con anillas. Una pesada cadena, que pasaba entre las anillas, los mantenía unidos por la garganta. Llevaban las muñecas atadas tras de sí. Iban desnudos. Los hombres les escupían al pasar.

La señorita Blake-Allen ya no estaba en mi compartimento. En ese momento se encontraba en las jaulas públicas de Tor. En la mañana del segundo día, mientras continuaba mi trabajo para los Reyes Sacerdotes, había entrado en las oficinas del jefe de esclavos municipal de Tor.

—Ponte ahí —le dije indicándole un lugar en el centro del suelo, ante la mesa del jefe de esclavos.

Ella obedeció.

—Quítate las zapatillas —le ordené.

Ella se quitó las zapatillas negras, ribeteadas de dorado, y quedó descalza. El jefe de esclavos se levantó para ponerse ante su mesa y apoyarse en ella.

—Quítate la almalafa —le ordené.

Ella obedeció, y se despojó de las ropas que la cubrían para quedarse desnuda ante nosotros.

El jefe de esclavos la miró detenidamente. Fue hacia ella y caminó a su alrededor, sin dejar de observarla con atención. Ella se mantenía firme, como una hembra debe hacer cuando un hombre la examina. Finalmente, el hombre me miró, y yo asentí con la cabeza, por lo que empezó a inspeccionar con las manos expertas de un tasador goreano, la textura de la piel.

El jefe de esclavos volvió frente a su mesa.

—Arrodíllate —le ordené a la chica.

—Rubia —enunció el amo de esclavos—, aparentemente obstinada en intentar permanecer frígida, de ojos azules, por domesticar, poseedora de un increíble potencial de sumisión propia de las esclavas. Excelente material. ¿Quieres venderla?

—Pon firme tu cuerpo, esclava —ordené.

Asustada, la señorita Blake-Allen enderezó su espalda y levantó la cabeza. Se apoyó sobre los talones, abrió las rodillas y puso sus manos sobre las caderas. Era la posición de la esclava de placer. Lo primero que había hecho con ella era enseñarle esa posición. Era importante que las mujeres bellas que caían en la condición de las esclavas la conociesen.

—¿Deseas venderla? —volvió a preguntarme el jefe de esclavos de Tor.

Sabía que no iba a obtener el mejor precio en ese establecimiento, ya que las jaulas municipales compran a bajo precio y venden a bajo precio. Su función principal es la de servir a los jefes de caravana, a los que les compran muchachas que no se han vendido para luego ofrecerlas a otros mercaderes, que pueden estar faltos de material para el tráfico de los oasis. Las jaulas municipales existen principalmente para rendir un servicio, sin pensar demasiado en los beneficios.

—¿Qué me ofreces tú? —pregunté.

—Once tarks de bronce —respondió.

Yo sabía perfectamente que en un establecimiento privado podría obtener el doble de esa suma.

—¿Quince? —inquirió, aumentando su oferta.

—No —dije sonriendo—, no la venderé, pero tus ofertas son tranquilizadoras.

—Ya pensaba que realmente no tenías la intención de venderla —dijo él sonriendo—. Por esa misma razón he sido honesto contigo. Ahora que sé por tu boca cuáles son tus deseos, te diré que, en mi autorizada opinión, el potencial de esta chica es fantástico.

—Me alegra oírtelo decir —afirmé.

La miré. Era realmente bella. Estaba de acuerdo con el jefe de los esclavos. No había duda de que algún día sería una excelente esclava para el amo que la obtuviera.

—Lo que deseo es alojarla —dije—, y de paso se la puede adiestrar un poco.

—También enjaulamos mujeres —dijo el jefe de esclavos—. Eso te costará un tark de cobre al día. El adiestramiento es aparte, pero creo que el precio también es razonable.

—No habla goreano —le informé.

—No te preocupes, aprenderá rápidamente —me contestó sonriendo.

Discutimos las condiciones del adiestramiento, y sus detalles. Se la alojaría en una jaula de estimulación. Durante las primeras cinco noches, bajo mi recomendación, llevaría el arnés de cuerda. Después, si era necesario también se podría utilizar como castigo.

—De todos modos, dejad que mire a los ojos de su adiestrador, y a los de otros hombres —solicité—. No quiero que se convierta en la esclava de amor del primer hombre al que le permita mirar a los ojos.

—Te entiendo muy bien —dijo el jefe de esclavos.

—¿Algo más? —pregunté.

—¿Nos das libertad para privarla de comida y para usar el látigo?

—Naturalmente que sí —respondí, y volviéndome a la chica, le pregunté, en inglés—: ¿Cómo te llamas?

—Priscilla Blake-Allen —respondió.

La miré, y su cara palideció.

—No tengo nombre, amo —susurró—. No soy más que una esclava sin nombre.

—Te daré un nombre —le dije.

Ella me miró.

—Te llamarás Alyena.

—Sí, amo.

—No te vendo —le dije—. Éstas son las jaulas públicas de Tor. Aquí te alojarás, y aquí te adiestrarán. Empezarás a aprender goreano. Aprenderás tal y como aprenden los niños, sin beneficiarte de traducción alguna. Será la única manera de que aprendas rápido. También harás ejercicio, y aprenderás lecciones de esclava.

—¿Lecciones de esclava? —preguntó ella.

—Sí. ¿Está claro, Alyena?

—Sí, amo —susurró.

—Si no cooperas, o si aprendes demasiado lentamente —le advertí—, te pueden dejar sin comida, y también pueden azotarte. ¿Lo entiendes?

—Sí, amo —dijo ella con los ojos muy abiertos.

Le lancé un tark de plata al oficial, y él lo alcanzó en el aire. Una cortina plateada se abrió, y entró en la estancia una esclava muy alta, fuerte. Llevaba un collar sencillo de hierro, con una anilla. La cubría una camisa de cuero, ceñida por un cinturón y dos correas de cuero también, lo mismo que las correas que le rodeaban las pantorrillas para sujetarle unas sandalias de fuerte consistencia. Con la mano derecha sujetaba un largo látigo de kaiila, de unos dos centímetros de diámetro y un metro de largo.

Aquella gruesa esclava puso sus ojos sobre la esbelta y delicada Alyena, e hizo un gesto señalándole con el látigo la cortina por donde había entrado.

—¡Deprisa, preciosidad! —le ordenó a Alyena en goreano.

Alyena había entendido enseguida lo que se le pedía y corrió hacia las cortinas. Cuando llegó a ellas, se volvió para mirarme. Inmediatamente, recibió un violento latigazo en el hombro. Llorando de dolor, la preciosa Alyena se volvió y pasó corriendo a través de la cortina plateada, camino de las jaulas de Tor.

—Ahora que recuerdo, quería preguntarte una cosa —dije despreocupadamente, aunque se trataba del motivo principal de mi visita—. Hay una chica que es de mi interés y que, por lo que sé, se llama Veema y había sido huésped vuestra hace un tiempo. Me gustaría saber qué ha sido de ella. ¿Disponéis de algún registro que la mencione?

—¿Sabes cuál era su número? —preguntó el oficial.

—87432 —respondí.

—Normalmente, la municipalidad se reserva este tipo de informaciones —dijo el oficial.

Puse un tark de plata sobre la mesa.

Sin tomarlo, el oficial fue hacia el lugar de la estancia en el que se encontraban los libros de registro, encuadernados en grueso cuero negro.

—La compramos por dos tarks a un jefe de caravana llamado Zad del Oasis de Farad —dijo levantando la cabeza después de hacer las comprobaciones de rigor.

—Lo que más me interesa —aclaré— es quién os la compró.

—La vendimos por cuatro tarks —dijo el jefe de los esclavos.

—Pero, ¿a quién?

—Guarda tu tark —dijo el hombre secamente—. No figura ningún nombre.

—¿Te acuerdas de esa chica? —pregunté.

—No.

—¿Por qué no hay ningún nombre registrado?

—Por lo visto no nos dieron ninguno —respondió.

—¿Acaso es frecuente que vendáis a las esclavas de esta manera?

—Sí —dijo él—. Lo que nos interesa es el dinero. ¿Qué más nos da el nombre del comprador?

Inspeccioné los libros personalmente. Las entradas no estaban codificadas.

—Quédate con ese tark —le dije al hombre.

Abandoné el despacho del jefe de esclavos de Tor. No había podido averiguar el nombre del comprador de aquella muchacha llamada Veema, el nombre de quien posiblemente la hubiera enviado como chica de mensaje a Samos de Puerto Kar. El jefe de esclavos de Tor me había parecido un hombre suficientemente honesto, con las limitaciones propias de su oficio. Le creía cuando decía que no sabía quién había sido el comprador de la esclava llamada Veema.

En el bazar, me detuve simulando interés en un comercio de espejos. Los cuatro hombres que había visto antes seguían sobre mis pasos. Eran dos tipos corpulentos, y otros dos más bajos, vestidos con albornoces blancos.

En aquella ciudad había asumido el nombre de Hakim, un nombre del Tahari, muy conveniente para un mercader.

Elegiría con cuidado el lugar.

Volví a mirar disimuladamente a mi espalda, y volví a ver a los cuatro hombres. Memoricé sus rasgos, para determinar mentalmente cuál era el más peligroso, y quién después de él. A la hora de actuar, debería tener en cuenta quién era el líder.

También estaba por allí el aguador, con sus tazas de latón. De pronto me di cuenta de que era raro que estuviese por la parte inferior de la ciudad, tan cercana a los pozos. Nadie necesitaría de sus servicios teniendo el agua al alcance de la mano. Entonces le vi descender por los escalones y sumergió su odre, sonriéndome. Sin duda recordaba que le había comprado agua hacía un rato. Le sonreí y me volví. Era un pobre tipo, inofensivo, servil, débil. ¡Qué idiota había sido al extrañarme de su presencia! ¿Con qué quería que llenase su odre? ¿Con la arena blanca de las terrazas superiores de Tor?

Giré por una calle lateral, y luego por otra lateral a ésta, que no tenía salida, cegada por un muro. En esa parte no había demasiada gente.

Oí que los hombres corrían hacia mí. Balanceé las cadenas que acababa de comprar en mis manos, suavemente, sin mirar atrás, percibiendo cómo se acercaban aquellas sombras.

Creerían que me encontraba atrapado en aquella calle sin salida. Pero era yo quien la había elegido, pues allí podría aprovechar sus movimientos, que se volverían a mi favor, no al suyo. También podían volver sobre sus pasos y echar a correr, si así lo preferían. No tenía intención de matarlos. Creía que probablemente no eran más que unos truhanes.

Las sombras se acercaban apresuradamente, y ya distinguía el sonido del roce de sus ropas.

Lancé una carcajada, y con el júbilo propio de los guerreros, me giré dándoles un buen impulso circular a las cadenas que tenía en las manos, y las lancé. Salieron silbando en el aire antes de alcanzar en la cara al líder del grupo. Sólo había transcurrido un instante, y vi que estaba exactamente donde había calculado: un poco a la derecha, como había venido siguiéndome. Gritó de dolor, mientras las cadenas seguían enrollándose alrededor de su cabeza. Utilicé su cuerpo para bloquear a los otros dos, que venían por la izquierda. Inmediatamente salté, como si mis piernas fueran muelles, con las rodillas dobladas, el cuerpo ladeado, hacia el hombre que iba a la izquierda del líder. Uno de mis pies percutió en su pecho, y el otro le lanzó hacia atrás la cabeza. Me deslicé por detrás del cuerpo del líder, agarré por el brazo al hombre bajito que estaba a su derecha y le lancé al muro, con la cabeza por delante. En cuanto al último que quedaba, le sujeté por los tobillos, le di unas cuantas vueltas y, cuando consideré que su velocidad era la adecuada, le lancé contra el mismo muro que a su compañero. Allí impactó, cabeza abajo, cuan largo era y cayó sin sentido, junto al otro. El líder, apartando de sus ojos la sangre que chorreaba en su frente, retrocedió.

—¡Un guerrero! ¡Eres un guerrero! —susurró antes de girarse y echar a correr.

No le perseguí.

Volví al bazar y pregunté dónde podía comprar acero, y una kaiila. Un joven con la ropa andrajosa me lo indicó, y le recompensé con un tark de cobre. La calle de los fabricantes de armas estaba cerca del bazar. Los establos en donde se compraban kaiilas se hallaban en el exterior de la puerta sur de la ciudad.

De camino hacia la calle de los fabricantes de armas me volví a encontrar con el aguador. El odre que transportaba sobre el hombro volvía a estar inflado y húmedo, rebosante.

—Tal, amo —me dijo.

—Tal —respondí.

Por fin, llegué a la calle de los fabricantes de armas. Estaba ansioso por trabar contacto con la cimitarra del Tahari.

—Habrá guerra entre los kavar y los aretai —oí que decía un hombre.

Mientras me adentraba en esa calle, hacía oscilar las cadenas de marcha. Quedarían bien en los esbeltos tobillos de la preciosa Alyena, la esclava que tenía alojada en las jaulas de Tor para que la adiestrasen.

Esa noche iría a cenar al Pomegrate. Me habían dicho que sus bailarinas eran soberbias.