23. CONOZCO A HARUN, EL ALTO PACHÁ DE LOS KAVAR
Podía oír los tambores de guerra.
—¿Para quién cabalgas? —preguntó el hombre, amenazante.
—Cabalgo con los kavar —respondí.
Sobre la llanura debía haber unos diez mil jinetes, alineados durante pasangs. Veía los pendones, y los estandartes. Estaban separados por unos cuatrocientos metros. Las lanzas refulgían entre las filas. Tras cada uno de los agrupamientos de filas se veían centenares de tiendas, con diferentes tiras de colores.
—Entonces —preguntó el hombre—, ¿eres un kavar que llega tarde a las formaciones?
—No —respondí.
—¿De qué tribu vasalla eres?
—No soy de ninguna tribu vasalla, pero elijo cabalgar para los kavar.
—Bienvenido —dijo el hombre, satisfecho, al tiempo que levantaba su lanza.
Los que estaban detrás suyo también levantaron sus lanzas.
—Creo que será una batalla magnífica —dijo el hombre.
Me levanté sobre los estribos. Podía ver el centro ocupado por los kavar, de color blanco. En el flanco izquierdo estaban los pendones de los ta’kara y el púrpura de los bakah. En el flanco derecho estaba el dorado de los char y los diversos rojos y amarillos vivos de los kashani.
—¿Por qué nombre se te conoce?
—Hakim de Tor.
—¿Cabalgarás hasta la batalla con las kaiilas de carga? —me preguntó.
—No, creo que no —dije—. Te las doy.
El hombre hizo un gesto indicando a uno de los que le acompañaban que se llevase las kaiilas de carga. Debería dar una gran vuelta que le llevaría tras las líneas kavar, a las tiendas. Entre éstas había centenares de kaiilas de carga.
—Y ése —dijo un hombre señalando al que estaba atado a mi silla—, ¿quién es?
Me giré para mirar fijamente al objeto de la pregunta y le dije:
—¿Deseas luchar conmigo hasta la muerte?
—No, amo —me respondió bajando la cabeza.
—Es un esclavo —le dije al que me había hecho la pregunta—. Ya no tengo ningún cometido en el que usarlo. Podéis usarlo vosotros. Os lo doy.
—Sí, nos será de utilidad. Esclavos como éste son los que usamos para ir a labrar los huertos de los oasis lejanos.
Le eché la correa del esclavo al hombre que señaló mi interlocutor.
—Vamos, esclavo.
—Sí, amo.
Se le veía muy contento de que su correa ya no estuviese sujeta a mi silla. El jinete se alejó rápidamente con su kaiila, mientras que el esclavo intentaba correr a la misma velocidad, a trompicones, arrastrado por la correa. Tras las líneas kavar, entre las tiendas, las kaiilas y las demás propiedades, se encadenaría a aquel hombre y se le dejaría allí a disposición de los jefes.
Podía observar que había problemas en las filas de los aretai, en su flanco izquierdo. Los jinetes tajuk querían abrirse camino hacia la parte delantera. Los tajuk estaban acostumbrados a esa posición. Se habían mantenido en las filas delanteras del flanco izquierdo de los aretai durante doscientos años. Hay que decir que el flanco izquierdo es fundamental en este tipo de guerra. La razón es muy simple: las armas que se emplean principalmente en el ataque son la lanza y la cimitarra, mientras que para la defensa se utiliza un pequeño escudo redondo. Existe una tendencia, tras el primer ataque, a desplazarse hacia la derecha. En un ataque goreano a pie, esta derivación hacia la derecha es casi inevitable, porque los hombres, al luchar, tienden a protegerse parcialmente, mientras pueden hacerlo, tras el escudo del hombre que tienen a la derecha. Como consecuencia de ello, es corriente que el flanco izquierdo de cada uno de los frentes se vea sobrepasado por el flanco derecho del enemigo.
Se decía que el flanco izquierdo de los aretai no había sido vencido en doscientos años. Los orgullosos tajuk habían sido siempre los encargados de ocuparlo.
Pude ver que un pequeño grupo de jinetes salía del núcleo aretai en dirección al punto del conflicto.
No era cuestión de que los tajuk, los arani y los zevar se pelearan entre ellos. Los tajuk habían acudido a una guerra, y una palabra de su kan les hubiese bastado para lanzarse contra los hombres de las tribus zevar y arani. Los tajuk eran gente muy susceptible, de gran generosidad, pero también muy arrogantes, orgullosos y caprichosos. Si se les ofendía, posiblemente no considerarían honorable atacar a los aliados de los aretai, y podrían abandonar sus líneas para retirarse y volver a su tierra, a más de mil pasangs. Eso era algo probable, pues así podrían demostrar su disgusto, y lo que es más, incluso podrían decidir luchar del lado kavar, pues asumirían que en el flanco izquierdo de los kavar se les daría preferencia. Respetaba a los tajuk, pero yo, lo mismo que muchos otros, no los entendía.
Uno de los jinetes que fue hacia el flanco izquierdo iba atado a su silla. Se veía que su cuerpo estaba todavía dolorido. Le reconocí, y me complació ver que se trataba de Suleimán, el Pachá de Nueve Pozos. Todavía convaleciente de la herida que Hamid le había producido, se había levantado del lecho y subido a su kaiila. Tras él se levantaba una gran lanza, sujeta por Shakar, el capitán de los aretai, en la que ondeaba el pendón de mando.
Ante el núcleo kavar podía distinguir una figura, vestida con ropas blancas, con barba. Cerca de él un jinete llevaba el pendón de mando kavar, y otro el pendón de visir. Ese hombre, según sabía, debía ser Baram, un nombre corriente en el Tahari, el jeque de Bezhad, el visir de Harun, alto Pachá de los kavar. En ninguna parte veía el pendón del alto Pachá. No sabía siquiera si tal hombre existía.
Alrededor de mi cuello, sujeto en una tira de cuero, llevaba el anillo del kur, el que contenía el mecanismo de desviación de la luz. Mientras miraba las líneas lo acariciaba.
En el flanco izquierdo de los aretai seguían los problemas. Centenares de jinetes se apiñaban, enfrentados. Eran los tajuk contra los arani y los zevar. Suleimán, con sus hombres más allegados, estaba entre ellos, intentando sin duda poner paz.
Entre las filas de los kavar y de sus tribus vasallas detecté movimiento. Oí que los tambores cambiaban su golpe. Vi que las líneas de jinetes se ordenaban. Vi que los pendones, los de preparación, se levantaban. Supuse que cuando los bajaran se levantarían los pendones de carga, para que los jinetes hicieran bajar sus lanzas al unísono, y se inclinaran antes de iniciar la carga, en filas casi paralelas.
No parecía que aquél fuera un momento inoportuno para que Baram ordenara cargar.
Por culpa de los tajuk, Suleimán no se encontraba en el centro de sus filas, y el flanco izquierdo de los aretai, en lugar de estar listo para el combate, parecía un bazar alborotado.
Vi que Baram, el visir de Harun, extendía la mano hacia delante y después la levantaba, Vi que los pendones de carga se levantaban con su mano.
Suleimán, en medio de todos aquellos tajuk, zevar y arani, se volvió, sobresaltado.
Pero el arma de Baram, el visir, no bajó hacia delante para que las lanzas hicieran lo mismo. En lugar de eso, se volvió de pronto sobre su silla, levantó las dos manos y gritó:
—¡Alto!
Las lanzas volvieron a apoyarse firmemente en los estribos.
Entre los dos frentes, despacio, sin apresurarse, cabalgaba un hombre ataviado con las prendas blancas de los kavar. En su mano derecha sostenía una lanza larga, en lo alto de la cual ondeaba un amplio pendón, escarlata y blanco. Era el pendón de Harun, el alto Pachá de los kavar. Detrás suyo se arrastraban cuatro hombres desnudos, con las muñecas cruzadas y atadas por una correa sujeta en su otro extremo a la perilla de la silla de Harun.
Baram, con su guardia, cabalgó rápidamente hacia aquel jinete. Las filas de ambos frentes se agitaron, pero nadie se movió. Suleimán se apresuró en volver a ocupar el centro de sus hombres.
Vi que la lanza del jinete blanco, con su orgulloso pabellón, se inclinaba y describía un círculo, para después volver a inclinarse y describir otro círculo. A ambos lados, algunos jinetes, acompañados de sus respectivas guardias, empezaron a cabalgar lentamente hacia la figura. Así, acudieron al centro de aquel campo a parlamentar los Pachás de los ta’kara y de los bakah, y los del char y los de los kashani. También acudió, atado a su silla, Suleimán. Con él, Shakar y sus guardias, así como los Pachás de los luraz, de los tashid y de los raviri, todos con sus respectivas guardias. Finalmente vi que también se agregaba el Pachá de los ti, así como el de los zevar y los arani, que acudieron a toda prisa, con sus guardias detrás. El último en acudir fue el joven kan de los tajuk. Cabalgaba solo, pues desdeñaba las guardias personales.
Yo no disponía de nadie que me representara más que yo mismo, y sentía cierta curiosidad. Azucé a mi kaiila. Me mezclaría con el grupo que iba a parlamentar, y no creía que nadie considerase extraña mi presencia allí, pues pensarían que tenía a quien representar.
En unos momentos llegué con mi kaiila al grupo, y traspasé las filas de las guardias con cortesía, pero con firmeza. Así fue como me encontré en el grupo que parlamentaba, en la línea posterior a los Pachás y al kan.
—Valeroso Harun —dijo Baram, jeque de Bezhad—. El mando es tuyo. Los kavar aguardamos con impaciencia.
—¡Los bakah también! —gritó el Pachá de los bakah.
Cada uno de los Pachás lanzó el grito respectivo, al tiempo que levantaban sus lanzas.
La figura del velo, cubierta de tejido blanco, con la lanza y el pendón, asintió en señal de aceptación del mando de esos millares de orgullosos guerreros.
Finalmente, Harun, se giró y miró a Suleimán, a quien dijo:
—¡Saludos, Suleimán!
—¡Saludos, Harun alto Pachá de los kavar! —dijo Suleimán.
—Según me han dicho, tu herida fue grave —dijo Harun mirando a Suleimán—. ¿Por qué has montado en la kaiila?
—Para hacer la guerra contra ti, naturalmente.
—¿Con alguna motivación o simplemente como distracción?
—¡Con motivos, y muy graves! —dijo Suleimán—. ¡Por los ataques kavar a las comunidades aretai, y por la rotura de los pozos!
—¡No olvidamos lo que ocurrió en Roca Roja! —gritó un guardia tashid.
—¡No olvidamos lo que ocurrió en Dos Cimitarras! —gritó un hombre perteneciente a la guardia del Pachá de los bakah.
—¡No hay piedad para los que destruyen el agua! —gritó uno de los luraz.
Las cimitarras se soltaron. Aparté el velo de protección contra el viento de mi cara. Había aretai cerca, pero me prestaban poca atención. Vi que Shakar me miraba, pero enseguida apartó la mirada como apurado.
—¡Mirad! —gritó Harun, señalando a los hombres desnudos atados a su silla—. ¡Levantad vuestros brazos, eslines!
Los hombres le obedecieron, y levantaron sus brazos atados por las muñecas por encima de la cabeza.
—¿Lo veis? —preguntó Harun.
—¡Son kavar! —gritó uno de los raviri.
—¡No! —gritó Suleimán—. ¡Mirad la cimitarra del antebrazo! ¡No apunta hacia el exterior, sino hacia el cuerpo! ¡Estos hombres no son kavar!
—No, no lo son —dijo Harun.
—¡Los aretai atacaron los oasis kavar! —gritó un hombre de entre los ta’kara—. ¡Rompieron pozos!
—¡No! —gritó Suleimán, cuya mano se había crispado sobre la empuñadura de su cimitarra—. ¡Eso no es cierto!
Se produjo una sucesión de gritos indignados entre los kavar y sus cohortes. Harun levantó su mano para imponer silencio.
—Suleimán dice la verdad —dijo—. Ningún aretai nos ha atacado últimamente, y aunque lo hubiera hecho, nunca habrían destruido nuestros pozos. ¡Los aretai son del Tahari!
Los hombres de alrededor se calmaron.
—¡Tenemos un enemigo común —dijo Harun—, un enemigo que quiere enfrentarnos cueste lo que cueste!
—¿A quién te refieres? —preguntó Suleimán.
Harun se volvió a los desgraciados atados a su silla, los cuales bajaron los brazos y cayeron sobre la arena de rodillas, con la cabeza gacha.
—¿Para quién cabalgáis? —les preguntó Harun.
Uno de los hombres, penosamente, levantó la cabeza y dijo:
—Para Tarna.
—Y esa Tarna, ¿de quién es preferida?
—Es preferida de Abdul, el Ubar de la Sal —dijo el hombre antes de volver a inclinar la cabeza.
—No entiendo qué está ocurriendo —dijo el joven kan de los tajuk, que parecía enfadado—. He venido a una guerra. ¿Qué pasa? ¿No habrá guerra ya?
Harun miró al joven guerrero.
—Tendrás tu guerra —le dijo. Y luego, mirando a Suleimán, añadió—: Te hablo de buena fe: los kavar, y todas sus tribus vasallas se ponen bajo tu mando.
—Estoy demasiado débil —dijo Suleimán—. Todavía no me he recuperado de la herida. Los aretai, y aquellos que cabalgan con ellos, se ponen bajo tu mando.
Harun miró al joven kan de los tajuk.
—¿Y tú? —le preguntó.
—¿Me llevarás a la guerra? —preguntó el tajuk.
—Sí.
—Entonces, te seguiré. Pero quiero preguntarte una cosa. ¿Quién estará al cargo del flanco izquierdo?
—Los tajuk —dijo Harun.
—¡Aiieee! —gritó el joven, levantándose sobre sus estribos y azuzando a su kaiila para que echara a galopar a través de aquel terreno, en dirección a la formación de sus hombres.
—¿No sería mejor que volvieses a Nueve Pozos? —preguntó Harun a Suleimán.
—No —respondió éste—, quiero estar al frente de mis hombres.
Los Pachás y sus respectivas guardias volvieron a sus formaciones. Harun pasó la lanza y el pendón a uno de los hombres que estaba con Baram, su visir.
—¿Qué hacemos? —preguntó Baram, señalando al grupo de hombres atados a la silla de Harun, que inmediatamente apoyaron la cabeza en la arena—. ¿Matamos a estos eslines?
—No —dijo Harun—. Llévalos a las tiendas y encadénalos allá, como esclavos. Más tarde tendrán una numerosa compañía. En Tor nos pagarán un buen dinero por ellos.
Un jinete se encargó de las correas a partir de ese momento, y los llevó hacia las tiendas.
Se dieron órdenes. En poco tiempo, grandes filas empezaron a moverse por el desierto. En el centro iban los kavar y los aretai, en el flanco derecho cabalgaban, juntos, los ta’kara y los luraz, los bakah y los tashid, los char, los kashani y los raviri. A la izquierda estaban los ti, los arani y los zevar, y en el extremo final del flanco cabalgaban los tajuk.
Detrás nuestro, detrás de Harun y detrás de mí, que cabalgaba a solas, avanzaban las líneas de los pueblos reunidos del Tahari.
—¿Cómo fueron las cosas en el país de las dunas? —me preguntó Harun.
—Bien —respondí.
Se quitó el velo y lo dejó suelto sobre sus hombros.
—Veo que todavía llevas un pedazo de seda en torno a la muñeca izquierda —dijo.
—Sí —contesté.
—En el transcurso de esta marcha deberás informarme de lo que ocurrió en el país de las dunas.
—Lo haré con mucho gusto. ¿Con qué nombre quieres que me dirija a ti?
—Por el nombre con el que mejor me conozcas —dijo él.
—De acuerdo —respondí—, Hassan.