24. ATO A UNA CHICA Y LA RESERVO PARA MI USO
El resultado de la batalla que se desarrolló a unos veinte pasangs de la kasbah del Ubar de la Sal, nunca estuvo en duda. De todos modos, fue sorprendente que Ibn Saran, con sus dos mil quinientos mercenarios, se enfrentase a nosotros, y esa actitud hablaba a su favor.
Estaba muy bien rodeado. Creo que muchos de sus hombres no comprendieron la naturaleza de las fuerzas con las que se enfrentaban hasta que salimos de la última cresta para caer sobre ellos. Les sobrepasábamos en número en una proporción de cinco a uno. Muchos de los mercenarios, al ver que no podían escapar, dejaron a un lado sus escudos y desmontaron, clavando sus lanzas y espadas en la arena. Pero alrededor de Ibn Saran hubo duros enfrentamientos, pues le rodeaban sus propios hombres, los del Ubar de la Sal y sus aliados, los que habían luchado al lado de Tarna en los diversos ataques. En una ocasión estuve a unos ciento cincuenta metros de Ibn Saran, y Hassan, o Harun, el alto Pachá de los kavar, llegó a estar a veinte metros de él, luchando como un animal, aunque finalmente una barrera de escudos erizada de lanzas le hizo retroceder. No vi a Tarna en el combate. Vi, eso sí, a sus hombres, pero éstos luchaban bajo las órdenes de Ibn Saran. Supuse que la habrían relevado del mando.
Ya había avanzado mucho la tarde cuando Ibn Saran, con cuatrocientos jinetes, rompió nuestras líneas para huir hacia el noroeste.
No le perseguimos, pero nuestra victoria quedó consolidada.
—Se refugiará en su kasbah —dijo Hassan—. Será muy difícil tomarla.
Eso era cierto. Si no se tomaba la fortaleza rápidamente, los de dentro podrían consolidar sus posiciones, y la conquista de ese punto se haría muy difícil. No teníamos agua suficiente para mantener a nuestros hombres durante un largo asedio. Como máximo, si fracasaba el primer intento de tomar la kasbah, podríamos acometer la empresa con una fuerza menor que pudiese abastecerse de agua de Nueve Pozos de manera más práctica, al ser menor la cantidad necesaria. Un sitio de esta clase podría durar varios meses. Nuestras líneas, no tan numerosas como las del primer ataque, serían susceptibles de ataque, y una huida de su cerco se haría más posible, aprovechando, por ejemplo, la oscuridad de la noche.
—Ibn Saran se te puede escapar entre los dedos —le dije a Hassan.
—Debemos tomar la kasbah —me respondió.
—Quizás pueda ayudarte —le dije, tocándome al anillo prendido a una cinta de cuero en torno a mi cuello.
La chica estaba arrodillada ante aquel tocador bajo. En su actitud se adivinaba la insolencia natural de la esclava adiestrada. Se peinaba metódicamente con un peine hecho con cuerno de kailiauk el cabello largo y oscuro. Vestía escasas sedas de esclava amarillas, y su collar. Se la veía bella en el espejo. Me sentí estúpido al pensar que me había deshecho de ella. Estaba arrodillada entre grandes baldosas de color escarlata. Alrededor de su tobillo izquierdo se veían varias ajorcas de esclava. La luz de la estancia provenía de dos lámparas de aceite de tharlarión, cada una de ellas situada a un lado del espejo.
Todavía no había visto el pedazo de seda que había dejado a un lado.
Cuando puso un frasco de perfume a un lado, sus ojos captaron aquel pedazo de seda al lado del tocador.
Ella lo miró, con una mezcla de confusión y curiosidad.
Yo presioné el anillo para hacerme visible.
Ella recogió el pedazo de seda, y lo abrió. Estaba manchado, desteñido, casi blanco. Finalmente lo apretó contra su cara, inhalando su aroma. Lanzó un grito de alegría, y se levantó.
—¡Tarl! —gritó—. ¡Tarl!
Se giró, y corrió hacia mí, en un estruendo de ajorcas, y me tomó en sus brazos, con la cabeza en mi pecho, mientras susurraba:
—¡Tarl! ¡Tarl! ¡Te quiero, Tarl! ¡Te quiero!
Tomé sus muñecas y las aparté, despacio, de mi cuerpo. La sostuve así, mirándola fijamente. Ella luchaba por alcanzar mis labios, para besarlos, e intentaba acercar su cuerpo para apretarlo contra el mío. No se lo permití. Ella sacudió la cabeza, frustrada. Las lágrimas arrasaban sus ojos. Sollozaba.
—¡Déjame tocarte! —gritaba—. ¡Te quiero! ¡Te quiero!
La seguía manteniendo sujeta, sin que pudiera acercarse más. Ella me miraba.
—¡Oh, Tarl! —dijo—. ¿No puedes perdonarme? ¿No podrás perdonarme nunca?
—Arrodíllate —le dije.
Lentamente, con humildad, aquella chica preciosa se arrodilló ante mí.
De entre mi atuendo saqué un trapo. Era un andrajo pequeño, manchado de grasa, roto. Lo había encontrado en la cocina de Ibn Saran.
Lo lancé contra su cuerpo y le dije:
—¡Póntelo!
—Soy una esclava de alto rango —me dijo.
—¡Póntelo! —volví a ordenarle.
Ella se quitó las sedas amarillas y las dejó a un lado. Tomó el andrajo manchado.
—Primero quítate las ajorcas —le dije.
Se sentó sobre los azulejos y se quitó las ajorcas de su tobillo izquierdo. Después se levantó y se pasó aquel andrajo alrededor de la cabeza. Involuntariamente, su cuerpo se estremeció al sentir que aquel tejido manchado de grasa, basto, le tocaba el cuerpo. El andrajo se ciñó a su cuerpo. Di una vuelta en torno a ella, y rompí el cuello de aquella prenda, para revelar mejor la belleza de sus senos, así como la parte inferior de la prenda, para hacerla más corta. Finalmente, desgarré la parte izquierda del andrajo para revelar mejor la exquisitez de la línea que iba desde su pecho izquierdo hasta su cadera izquierda.
Retrocedí para observarla.
—Este vestido revela mucho mi cuerpo, Tarl —me dijo.
—Cruza tus muñecas, y extiéndelas —le ordené.
Obedeció. Con un pedazo de cuero até sus muñecas. Esa correa no era lo suficientemente larga como para permitirme que la llevara por ella, conduciéndola.
—Tenemos muy poco tiempo —le dije—. Pronto habrá combates en esta kasbah.
—Te quiero —dijo ella.
La miré, furioso.
Mi rabia la sorprendió.
—Siento haberte ofendido tanto —susurró—. He sufrido mucho por esta causa. ¡No sabes cómo he sufrido, Tarl! ¡Lo lamento tanto, tanto!
Yo no dije nada.
—Fui cruel, fui terrible, despreciable. No podré nunca perdonarme lo que hice. Pero Tarl —dijo, levantando la cabeza para mirarme—, ¿podrás perdonarme tú?
Miré a mi alrededor. Podía usar una de esas lámparas de aceite de tharlarión que había en el espejo.
—Ofrecí mi testimonio contra ti en Nueve Pozos —dijo—, y mentí. Mentí.
—Hiciste lo que te ordenaron, esclava —observé.
—¡Oh, Tarl! —dijo, mirándome sin miedo—. ¡Lo hice por Lydius! ¡Por esta razón quería enviarte a Klima!
—Tus deseos no tienen para mí ningún interés —le dije.
Me miró, horrorizada, y susurró, sollozando, bajando la cabeza:
—¡Te identifiqué ante Ibn Saran!
Me encogí de hombros.
—¿No estás rabioso por ello? —me preguntó, desesperada.
—Una esclava le debe a su amo absoluta obediencia —recalqué.
Ella me miró, cada vez más enfadada, y dijo:
—Todavía no te he explicado qué más hice.
—Traicionaste a los Reyes Sacerdotes —le dije—, les traicionaste completamente, tanto como pudiste, con toda tu capacidad.
Ella palideció y preguntó:
—¿Cambia eso las cosas?
—No lo sé —respondí—. Puede ser que represente la pérdida de la Tierra y de Gor, la última victoria de los kurii.
—Estaba muy débil —dijo ella, temblorosa—. Me encerraron en un calabozo, desnuda, y me encadenaron. Estaba muy oscuro, y lleno de urts. Estaba aterrorizada, y no pude evitarlo. Además, me dijeron que me liberarían.
Tiré de la cuerda de cuero para comprobar que la sujeción de sus muñecas era resistente.
—No, no se te liberará —le dije.
Ella se estremeció, apenada.
—Hay bastantes hombres que conocen los datos que facilitó tu traición —le dije—. Sin duda capturaremos a algunos, o caerán en manos de agentes de los Reyes Sacerdotes. Pronto tu vida no valdrá para nada entre los agentes de los Reyes Sacerdotes.
Pensaba concretamente en Samos. Era un hombre impaciente, impulsivo.
Ella levantó los ojos hacia mí y dijo:
—Podría ser que se me torturase y se me empalase.
—Eres una esclava —le recordé—. No tendrías derecho a una muerte tan honrosa. Se te daría muerte como se suele hacer con las esclavas condenadas. En Puerto Kar, sin duda, se te condenaría a la muerte de los desperdicios: se te arrojaría desnuda y atada a los urts de los canales.
—¿Podrás perdonarme por lo que hice?
—Lo que a mi parecer te preocupa no requiere olvidarse. Eres una esclava, y no hiciste más que obedecer a tu amo. Ningún hombre puede poner objeciones a que una esclava obedezca a su amo.
—Entonces ¿no tendrás ni tan siquiera el detalle de mostrarte cruel conmigo?
—No creas que soy indulgente. Recuerda que te permitiste otras gratificaciones, cosas que nadie te había pedido.
—¿El qué? —preguntó, mirándome fijamente.
—En Nueve Pozos después de tu testimonio, cuando te sacaron del tormento, me miraste y sonreíste.
—¿Esto es lo que te molesta? ¿Solamente eso? Lo siento, Tarl.
—Y cuando estaba encadenado, y me llevaban atado a Klima, volviste a sonreírme. Y me arrojaste un pedazo de seda. Y me enviaste un beso.
—¡En esos momentos te odiaba! —gritó ella, de rodillas.
Sonreí.
De pronto se oyeron golpes en la puerta. Inmediatamente me deslicé a la espalda de la chica y le puse una mano en la boca, mientras que con la otra sujetaba una daga con la que le apretaba el cuello.
—¿No gritarás ni darás la alarma, verdad que no? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza, con expresión de tristeza. Quité la mano de su boca.
—¡Vella! ¡Vella! —gritó una voz.
Se oyeron más golpes en la puerta.
—¿No confías en mí, Tarl? —preguntó ella, quedamente.
—No eres más que una esclava —respondí, sin quitar el filo de mi daga de su cuello—. ¡Contéstale!
—¿Sí, amo? —contestó al fin la muchacha.
—Ya sabes que a la vigésima hora debes ir a dar placer a los guardianes de la torre del norte —dijo la voz del hombre al otro lado de la puerta.
—¡Me estoy aplicando los cosméticos, amo! —dijo ella.
—Si te retrasas más de cinco ehns te acariciarán los cinco dedos de cuero.
Ése era un eufemismo para referirse al látigo de cinco tiras, que se utiliza normalmente sobre las chicas porque es de pegada amplia pero suave, de manera que castiga severamente, pero sin dejar marcas imborrables en la piel de la castigada.
—¡Enseguida voy, amo!
El hombre del otro lado de la puerta se fue.
—Estás en un gran peligro —dijo Vella mirándome—. Debes huir.
Enfundé la daga con la que había asegurado su obediencia y dije:
—Los que están en el interior de esta kasbah están en mayor peligro que yo.
—¿Cómo has entrado? ¿Acaso hay alguna entrada secreta?
—Entré sin que me vieran —dije yo encogiendo los hombros—. Por lo que parece, una kaiila en solitario no despierta la curiosidad de nadie.
Había esperado al lado de una de las puertas de la kasbah, bajo el refugio de la invisibilidad que me ofrecía el anillo. Una partida de reconocimiento salió de la kasbah, y yo me había detenido en las cocinas para buscar un atuendo adecuado para Vella. Después había examinado varias zonas, hasta que la había encontrado en una habitación en la cual las chicas que están citadas para provocar el placer se preparan.
Miré a las lámparas de ambos lados del espejo. Una de ellas nos iría bien.
Al cabo de un momento, con Vella delante mío, con la correa atada en torno a sus muñecas, entramos en largos pasillos cubiertos de baldosas. Yo llevaba la lámpara en la mano.
Pasamos al lado de uno o dos hombres. Yo llevaba el atuendo de los hombres del Ubar de la Sal. Se lo había quitado a un prisionero. En el interior de la kasbah había más mercenarios. Nadie reparó en mí, aunque sí en la lujuriosa esclava que me acompañaba, tan sencilla y escasamente vestida, ante mí. Vi que Vella se envanecía, y que su cuerpo se erguía instintivamente al notar que los ojos de los hombres lo contemplaban.
Me reí ahogadamente, y Vella giró la cabeza hacia mí, enfadada.
Cuando llegué a una de esas estrechas ventanas, no lo suficientemente anchas para dejar pasar el cuerpo de un hombre, orientadas hacia el norte del desierto, levanté y baje la lámpara y después repetí el movimiento. Finalmente apagué la lámpara de un soplo, y la bajé. Quedamos en la oscuridad, a excepción de la luz de las lunas que entraba por la ventana.
Oímos la barra del centinela apostado en la muralla. Marcaba la hora vigésima.
—Me solicitan en la torre del norte, Tarl —dijo Vella—. Es la hora vigésima.
—Sinceramente —dije—, creo que allí tienen otras cosas en las que pensar, antes que preocuparse por una esclava.
—No te entiendo —dijo ella.
Había hecho una visita a la torre del norte, la que estaba a cargo de la puerta del norte.
—La kasbah caerá —dije.
—No, la kasbah no caerá nunca —dijo Vella—. Hay agua y provisiones para meses y meses. Un hombre en su interior vale más que diez hombres en el desierto. No resulta posible traer el número de hombres suficientes para hacer caer la kasbah y mantenerlos ahí fuera.
En la puerta del norte, en la estancia de la guardia, al pie de la torre, había diez hombres que luchaban por liberarse. Hacía poco rato que habían despertado, y se habían encontrado atados y sujetos. Sobre la puerta, en la misma torre, había otros diez en iguales condiciones.
Oímos el último golpe de la barra. Era la hora vigésima.
Desde el punto de vista de los guardianes encargados de la vigilancia de la puerta, y quizá también de los que habitaban en el interior de la kasbah, resultaba lamentable que aquélla hubiese quedado entreabierta.
—¡Huye! —susurró Vella.
—Mira —le dije.
Puse mi mano sobre su boca, y la hice mirar por la ventana. Oí que gemía y pugnaba por liberarse de mi presa. Era normal que una chica de la kasbah como ella se horrorizase al ver lo que veía. Como cualquier hembra bonita, esclava o libre, sabía lo que eso podía significar para ella. Intentó gritar, pero no podía hacerlo.
—¡Grita, esclava! —le dije—. ¡Da la alarma!
Pero su voz, bajo mi mano grande y fuerte, estaba ahogada. Sollozó débilmente. No podía hacer nada. Sus ojos, sobre mi mano, reflejaban el terror.
Los jinetes entraban a oleadas en la kasbah. Vi el albornoz blanco de Hassan a la cabeza de todos ellos.
De pronto, alguno de los guardianes de la muralla vio a los jinetes, y dio la alarma. Se oyeron gritos, y la barra de alarma empezó a resonar desesperadamente. Aparecieron hombres en el patio que quedaba debajo nuestro. Otros corrían hacia las murallas, para encontrarse, aterrorizados, con el enemigo ya en el interior de ellas. Muchos eran ya los jinetes que habían desmontado y que se dirigían escaleras arriba, a enfrentarse con los defensores de la muralla, con la cimitarra desenfundada, a punto para el combate. Por la puerta norte no dejaban de entrar los jinetes, y también hombres a pie. La puerta norte había caído. La puerta norte era del enemigo. Los defensores se resistían, y los enfrentamientos con espada se producían por todos los rincones. Se oían gritos, y también los restallidos del acero de las cimitarras, y de las cimitarras sobre los escudos. Retrocedí, y aparté la mano de la boca de la esclava. Vella me miró, con los ojos llenos de horror.
—¡Grita, esclava! —le repetí—. ¡Venga, da la alarma!
—Pero ¿por qué no me has dejado gritar? ¡Nos van a matar a todos!
En ella habitaba el miedo instintivo a los jinetes del desierto.
Hice que se volviera, y la empujé para que caminara.
—Yo soy uno de ellos —le dije.
Los gritos se sucedían por toda la kasbah. Conduje a Vella a la estancia donde la había encontrado.
—Has vuelto por mí —dijo, apretando su cuerpo contra el mío y levantando la cabeza. Quería que volvieses por mí. ¡Soñaba con que lo hicieras!
Pero inmediatamente sollozó, al ver la expresión de mis ojos.
—Entonces —dijo—, ¿por qué has vuelto?
—Porque te deseo —le dije.
—Me quieres —susurró.
—No.
—Realmente no lo entiendo.
—¡Cuántas tonterías tenéis en la cabeza las hembras de la Tierra! —le dije, riéndome—. ¿Acaso no sabes todavía nada de tu increíble deseabilidad? ¿Acaso no sabes que los hombres se vuelven locos de deseo sólo con mirarte? ¿Todavía no eres consciente de la pasión que despierta la vista de tu cuerpo?
—Sé que soy atractiva —dijo ella volviéndose con voz que reflejaba miedo e incertidumbre.
—No eres más que una hembra ignorante. No sabes lo que provoca en los hombres la vista de tu cuerpo.
—No —dijo con ojos centelleantes—. ¿Qué provoca?
—Verte es desearte y desearte es querer poseerte.
—¿Poseerme? —gritó, horrorizada.
—Sí —dije yo—. Cada hombre desea poseer a su mujer, y desea hacerlo completamente. Quiere tener un absoluto control sobre ella, en todos los sentidos, y en cualquier momento. La dominación es una disposición genética de su naturaleza. Los hombres se dividen entre los que satisfacen los instintos de su naturaleza y los que no lo hacen. Estadísticamente, los hombres que los satisfacen son vitales, alegres, y viven largos años. En cambio, los que niegan su naturaleza son miserables, y las estadísticas dicen que viven menos tiempo, pues son víctimas habituales de numerosas enfermedades.
—¡Los hombres desean que las mujeres sean libres! —me contestó Vella.
—A veces —le corregí—, los hombres conceden ciertas libertades a las mujeres, creyendo que así serán más placenteras. Sin duda conoces al amo que, en ciertos momentos, permite a la muchacha que hable de sus sentimientos. Y la muchacha lo hace, con toda sinceridad. Pero esa muchacha sabe que ése es sólo un permiso momentáneo, que en cualquier momento volverá a retirársele. Eso hace que la muchacha se rebele, y así es como el amo le da lo que ella más hondamente desea, la deliciosa sensación de su dominación, la sujeción de su belleza, de su debilidad a la voluntad del amo.
Vella no dijo nada.
—Arrodíllate —le ordené.
Ella obedeció.
—¿Cuál ha sido la mujer más feliz de las que has conocido en Gor? —le pregunté.
—Muchas de las mujeres felices que he conocido en Gor no eran más que esclavas.
—¿Qué ocurriría si, para completar las condiciones necesarias para ser una mujer, fuese necesario, al menos en momentos cruciales, someterse a la dominación total de un hombre?
—En ese caso —dijo Vella—, ninguna mujer tendría el derecho a ser una mujer.
—Entonces, bajo estas circunstancias que acabamos de describir, ni una mujer ni un hombre tendrían derecho a ser ellos mismos.
—Exacto.
—Pues bien, las circunstancias que hemos supuesto son las reales, ni más ni menos. Es innegable que los hombres tienen una disposición genética a la dominación. ¿Te parece posible que esa disposición haya sido elegida para su aislamiento?
Ella me miraba, arrodillada, sin contestar.
—¿No te parece posible —continué preguntando— que el hombre y la mujer, juntos, de manera complementaria, formando una raza, como animales que son, se formaran por la aplicación de diversas fuerzas evolutivas? ¿Te parece posible que la biología haya dotado únicamente al hombre, discriminando a la mujer?
—No —dijo Vella bajando la cabeza.
—La naturaleza, al enseñarle al hombre a dominar —afirmé—, no se ha olvidado de mostrarle a su víctima.
Vella levantó la vista, enfadada.
—Sí —dije yo—, las víctimas son las mujeres bellas y lujuriosas. ¿Y cuáles han de ser las disposiciones genéticas de esas mujeres, oprimidas por los condicionamientos de una sociedad mecánica, impersonal e industrial como la de la Tierra, en la que el sexo es una molestia, en la que se cree que los seres humanos son un mecanismo demasiado complicado?
—No lo sé.
—Quizás haya en ellas una disposición a responder a la dominación, a buscarla por todos los medios, a desear ardientemente ser poseídas y controladas, pues para algo son hembras.
—Lo que dices va contra muchas de las cosas que se me han enseñado.
—Dime una cosa —volví a preguntarle—: ¿A quién prefieren las mujeres, al hombre fuerte o al hombre débil?
—Al fuerte —respondió.
—¿Por qué? ¿Cuál crees tú que podría ser la razón?
Ella bajó la mirada, sin responder.
—Tarl —dijo finalmente—. ¿Qué ocurriría si yo tuviese estos horribles sentimientos que describes? ¿Qué ocurriría si en el fondo de mi corazón desease que me controlara, que me poseyera un hombre, por completo?
—Una sociedad saludable procuraría que tus sentimientos se viesen satisfechos.
Ella levantó los ojos para mirarme.
—La sociedad goreana —continué—, hace lo posible para que así sea. Supongo que habrás oído hablar de la relación entre el amo y su esclava, ¿no es así?
—Sí, he oído hablar de ello.
—La institución más completa para las mujeres, la que facilita su dominación total y absoluta, es la de la esclavitud femenina. ¿De qué otra manera podría dominarse completamente a las mujeres? ¿Cómo, sino siendo una esclava del hombre, podría ser una mujer más perfecta y completamente dominada, más dependiente de él, más vulnerable, más a la merced del hombre? Vella, preciosa Vella, mirarte es descarte, y desearte es querer poseerte completamente.
—Eso es demasiado lascivo —dijo ella apenada—. Eso representa un deseo demasiado completo, y poco comprometedor. ¿Qué parangón tendría? Yo nunca he conocido una pasión como la que explicas. No puedo imaginar que un deseo así pueda existir. Me sobrepasa. Apenas puedo respirar al pensar que yo puedo ser una víctima desamparada del deseo.
Oí los gritos de algunos hombres en las estancias cercanas a la habitación que ocupábamos.
—¡No! —gritó ella, levantándose para intentar salir corriendo y huir.
En un momento la agarré por las muñecas e hice que se sentara en el suelo. Con una correa le uní las muñecas y los tobillos, y luego uní ambas ataduras entre sí, de manera que no pudiese alcanzar las correas con los dedos, ni tan siquiera con la punta. La miré. Allí había quedado sentada, con el andrajo que le había dado para que se vistiese en la parte superior de los muslos. Era una chica increíblemente deseable. Se veía en el espejo. Atada como estaba, no podía levantarse para alcanzar la lámpara que colgaba en lo alto, a un lado del espejo.
—¡Suéltame! —sollozó—. ¡Suéltame!
Inspeccioné los nudos. Eran satisfactorios. La sujetarían perfectamente.
Los restallidos del acero de las cimitarras se acercaban cada vez más.
En su muslo izquierdo, bien arriba, vi el signo de los cuatro cuernos de bosko. Lo toqué con el dedo. Ella se estremeció, y dijo:
—Kamchak me marcó.
Luego me miró fijamente y dijo:
—¿Qué significado tiene que me hayas atado?
Decidí que volvería a marcarla.
Me miró. Tomé un largo mechón de su cabello oscuro, y lo anudé holgadamente al lado de su mejilla derecha.
—El nudo de esclavitud —susurró.
—Esto indicará que ya se te ha tomado —dije.
Me levanté, mientras ella se debatía, y me aparté de su lado.
—¡Tarl! —gritó.
Me volví para mirarla.
—¡Te quiero! —gritó.
—Eres una actriz consumada —le dije.
—¡No! ¡Es la verdad!
—No me interesa saber si es o no cierto.
Ella me miró con lágrimas en los ojos, sentada, atada, con el nudo de esclava a un lado de su cara.
—¿Así que no te importa? —preguntó.
—No —le dije.
—¿No me amas? —preguntó en un sollozo.
—No.
—Pero has venido aquí, ¿no? Te has arriesgado mucho. ¿Qué es entonces lo que deseas de mí?
—Poseerte.
Me volví para salir.
—¡Tarl! —volvió a gritar.
La miré, un poco impaciente ya.
—¿Se me va a conservar como esclava?
—Sí —le respondí.
—¿Bajo disciplina completa?
—Sí.
—¿Sometida al látigo?
—Sí.
—Tarl, ¿podrías emplear el látigo sobre mí? ¿Serías capaz de hacerlo, si te enojases conmigo? ¿Podrías tú, un hombre de la Tierra, ser tan duro conmigo?
—Ya me has hecho enojar bastante —le dije, recordando su sonrisa de Nueve Pozos, y la ventana de la kasbah, y el beso que me había enviado, y el pedazo de seda.
—¿Vas a emplear el látigo sobre mí ahora?
Habría sido muy fácil azotarla en ese momento. No tenía más que desgarrarle el andrajo por su espalda y agarrar luego el látigo. Era muy fácil, atada como estaba. Y ella lo sabía.
—No —respondí finalmente.
Fui hacia el lugar en el que se encontraba y volví a tomar el pedazo de seda que había llevado a Klima, y en todo el camino de vuelta. Ella lo miró, desesperada. Até aquel pedazo en torno a su muñeca izquierda. Así llevaba la seda tal como yo la había llevado.
—¿Cuándo me azotarás? —preguntó ella.
—Cuando lo crea conveniente —respondí.
En ese momento se abrió la puerta de par en par, y dos hombres que me daban la espalda y que luchaban con otros, se internaron en la habitación. Las cimitarras chocaban incesantemente. Uno de ellos se volvió bruscamente. Desenvainé mi cimitarra, y así supo que era un enemigo. Combatimos brevemente, y él cayó por la acción de mi arma. El otro quedó herido de muerte en la puerta. Me arranqué los ropajes de los hombres del Ubar de la Sal, y los del exterior levantaron sus cimitarras en señal de saludo.
—Enseguida lucharé con vosotros —les dije.
Saqué los dos cuerpos de la habitación empujándolos con mis pies, y después cerré la puerta doble para volver a encararme con Vella. Volvíamos a estar solos en la habitación.
—Eres una esclava exquisita, Vella.
—¿Una de esas que los hombres desean poseer? —preguntó.
—Sí.
—En este caso —dijo—, es posible que algún hombre me posea.
—Creo que te daré a Hakim de Tor.
Ella me miró de pronto, asustada, aterrorizada.
—¡No! —gritó—. ¡No! ¡No!
Estaba conociendo entonces la verdadera tristeza de la esclava.
Fui hacia ella y tiré hacia abajo por el hombro el andrajo que la cubría. Tomé una barra de pintura de labios del tocador e hice una inscripción en tahárico en su hombro.
—¿Qué has escrito? —preguntó.
—Dice: «Soy la esclava de Hakim de Tor».
Ella miró horrorizada aquellos signos inscritos en su cuerpo y dijo:
—¡No, Tarl! ¡No, Tarl, por favor!
Me levanté. Ella me miraba, implorante.
—¡Tarl! —sollozó.
—¡Silencio, esclava!
La dejé atrás. Cerré la puerta. Tenía que ejercer mis dotes de lucha en aquellas estancias. Era un trabajo que los hombres debían solventar. Había un tiempo para el trabajo, y otro para las esclavas. Me guié por los restallidos de metal para encaminarme hacia el lugar indicado.