13. UN REENCUENTRO

Mi pie izquierdo rompió la costra de sal.

—¡Matadnos! ¡Matadnos! —Oí que gritaba un hombre—. ¿Por qué no nos matáis?

La cadena tiró de mi cuello por detrás, y oí el restallido del látigo, seguido de otro grito, prolongado, terrible. Mi pierna izquierda estaba hundida en brillantes capas de sal, hasta el muslo. Me era imposible corregir mi posición, pues las esposas me fijaban las muñecas en la cintura. La capucha de esclavo no me dejaba ver. Toda mi espalda, el cuerpo entero, ardía. Llevábamos los pies envueltos en cuero, lo mismo que las piernas, hasta la altura de las rodillas, pero en muchos lugares, el peso de nuestros propios cuerpos nos hundía hasta más arriba de las rodillas, y la sal hincaba sus afilados cristales en la carne. Incluso era frecuente que traspasara nuestras protecciones de cuero, de manera que caminábamos sintiendo que nuestra sangre iba empapando aquellas envolturas. Algunos hombres, no podía saber cuántos, habían quedado cojos. Ya no caminaban con nosotros en aquella cadena. Los habíamos dejado atrás, con la garganta cortada, tirados sobre la costra de sal. La cadena sujeta a mi collar tiró de él. Me quedé en aquella posición, descansando durante un precioso instante más, pero sentí un latigazo en el costado. Sentí que la cadena volvía a tirar, y me levanté como pude. El látigo volvió a ensañarse en mi piel. Avancé como pude. Una kaiila abría el sendero. Sus largas patas, con amplias almohadillas, eran las indicadas para romper la costra y volver a levantarse para avanzar.

—Ya me temía que una mujer no podría guardaros —había dicho aquel hombre.

Hassan y yo apenas acabábamos de emerger, vestidos como los guardianes, con kaiilas tomadas del establo de la fortaleza de Tarna, por la puerta de la fortaleza, camino de Roca Roja, cuando, al levantar la vista, habíamos visto a muchísimos jinetes que nos aguardaban. Intentamos salir a todo galope con nuestras kaiilas, pero entonces comprendimos que estábamos absolutamente rodeados. Bajo la luz de las tres lunas de Gor nos volvimos para encararnos con aquel hombre. Los arcos estaban tensos. También vimos ballestas.

—Os estábamos esperando —dijo uno de los jinetes—. ¿Creéis necesario que matemos vuestras kaiilas?

Aquellos jinetes llevaban velos rojos.

—No —dijo Hassan, echando sus armas a tierra y desmontando.

Yo seguí su ejemplo.

Nos echaron cuerdas al cuello, y nos ataron las manos tras la espalda.

A pie, entre nuestros captores, con las cuerdas que rodeaban nuestros cuellos sujetas a las perillas de las sillas de los jinetes, caminamos en dirección a la kasbah mayor, aquella que se encontraba a unos dos pasangs de la kasbah de Tarna.

Tras aquel corto trayecto nos detuvimos. Estábamos ante la gran puerta de entrada. Las murallas eran de unos veinte metros de altura, con almenas, al menos diecisiete de ellas, que llegaban a los treinta metros. El muro frontal debía medir unos ciento veinte metros. Esos muros eran de bastante más de un metro de espesor, y estaban hechos de piedra y de ladrillos de arcilla. Tal y como ocurría en otras kasbahs, los muros estaban cubiertos con un yeso que al cabo del tiempo había perdido ya varias de sus capas.

—Tú eres Tarl Cabot —dijo el líder de los hombres que nos habían capturado, señalándome.

Me encogí de hombros. Hassan me miraba.

—Y tú —dijo el hombre, señalando a Hassan—, tú eres Hassan, el bandido.

—Es posible —admitió.

—Entraréis en esta kasbah como prisioneros desnudos —dijo el hombre.

Nos desnudaron con la punta de una cimitarra.

Vimos cómo se abrían las grandes puertas, lentamente. Nosotros aguardábamos en pie, desnudos.

—¿De quién puede ser esta kasbah? —pregunté.

—No puede ser más que la kasbah del Guardián de las Dunas —repuso Hassan.

—¿La del Ubar de la Sal?

—Esa misma.

Había oído hablar del Guardián de las Dunas, o del Ubar de la Sal. La localización de su kasbah es secreta. Aparte de sus propios hombres, pocos eran los que conocían el lugar en el que se encontraba, y eran, en su mayoría, mercaderes importantes del negocio de la sal. Aunque en Gor puede obtenerse sal del agua del mar y de la quema de algas, como se hace a veces en Torvaldsland, y aunque en varios distritos de Gor se puede encontrar sal, tanto en estado sólido como en solución, los depósitos de sal mayores del planeta, los más ricos de todos los conocidos, se encuentran concentrados en el Tahari.

—¡Arrodillaos, esclavos!

Hassan y yo obedecimos, y nos arrodillamos.

—Besad la arena de la entrada a la morada de vuestro amo.

Hassan y yo apretamos nuestros labios en la arena que antecedía a las grandes puertas de la kasbah.

—En pie, esclavos.

Hassan y yo obedecimos.

Ante nosotros, las puertas estaban abiertas de par en par. Podíamos ver el patio de arena blanca, con la luz de las lunas reflejada en ella, y las lámparas que colgaban de los muros interiores.

—Conducid a los esclavos ante su amo —dijo el líder de nuestros captores.

Sentí en mi espalda la punta de una cimitarra.

—¿Cuál es el nombre del Ubar de la Sal? —le pregunté a Hassan.

—Creía que todas las personas conocían su nombre —dijo él.

—No, yo no lo conozco —le dije—. ¿Cuál es su nombre?

—Abdul —respondió Hassan.

Las estancias de la kasbah del tal Abdul, conocido como Ubar de la Sal, eran realmente ostentosas y opulentas.

—Por aquí —dijo el hombre que había conducido a nuestros captores hasta aquel momento.

En ese momento estábamos detenidos frente a un gran portal estrecho por su parte inferior, y con progresivos ensanchamientos y estrechamientos en arco, acabados en una punta. Era un bello trabajo, que podía simbolizar el dibujo de una lanza, o de una llama, o de una hoja. Este portal iba a dar al final de nuestro paseo por el edificio a través de sucesivas estancias y de más de una escalera.

En esa estancia había varios hombres sentados en torno a un personaje central, sentado en lo alto de una tarima. El suelo estaba cubierto de alfombras. Los hombres llevaban velo, a la manera del char. Las muchachas, dóciles, con sus campanas y collares, les servían.

—Ahí —indicó el hombre.

Volví a sentir el tacto de la cimitarra en mi espalda.

Atados con cuerdas, con las manos unidas por detrás de la espalda, Hassan y yo entramos en la estancia.

Los que estaban dentro levantaron la mirada para contemplarnos.

Fuimos empujados hasta la parte delantera de la tarima.

—¡Arrodillaos y besad las baldosas que hay delante de vuestro amo!

Hassan y yo nos arrodillamos. Las cimitarras estaban preparadas para doblegar cualquier resistencia nuestra. Besamos las baldosas con mucha aplicación. Cualquier atentado al protocolo se castiga con la decapitación inmediata.

El hombre que estaba sentado sobre la tarima con las piernas cruzadas nos miraba fijamente.

—Ya sabía que una mujer no iba a poder manteneros en su fortaleza —dijo.

No respondimos a ese comentario.

—Espero tener mejor fortuna que ella.

También él llevaba velo, a la manera del char, como todos los demás en aquella habitación. Tomó un grano de uva de una bandeja de frutas cercana, y levantando lo menos posible el velo, tal y como hacen los hombres del char, puso aquella fruta en su boca, y la masticó. Alguien se había encargado con anterioridad de retirar las semillas del interior de la fruta.

Miré a mi alrededor.

Era una estancia maravillosa, de altas paredes, con columnas y tapices, con piedra labrada, de aspecto espacioso, de rica decoración.

—Esa muchacha es una herramienta perfecta —dijo el hombre sentado sobre la tarima, lavándose los dedos de su mano derecha en un pequeño bol de agua de veminium y secándoselos en un trapo que tenía a su derecha—, pero cuando todo está dicho y hecho no es más que una mujer. Sospechaba que no os podría guardar con ella demasiado tiempo. No habéis tardado ni veinte ahns en huir.

—Hemos caído en tu trampa —dijo Hassan.

El hombre se encogió de hombros a la manera del Tahari sutilmente, como por sorpresa, para demostrar que agradecía el cumplido de Hassan.

—No acabo de entender —dijo Hassan— que un simple mercader de dátiles como Hakim de Tor, mi amigo, y yo mismo, un bandido de baja estofa, seamos del interés de un personaje tan alto como tú.

—Una vez —dijo el personaje de la tarima—, me arrebataste algo en lo que yo estaba muy interesado.

—Soy un bandido —dijo Hassan alegremente, y arrebato cosas a la gente. Eso es normal. Quizás pueda devolverte lo que te sustraje, si tanto te interesa.

—Ya lo he recuperado —dijo el hombre de la tarima.

—Entonces no tengo gran cosa que ofrecerte —admitió Hassan—. ¿Qué era eso que tanto te interesaba?

—Una pequeñez —dijo el hombre.

—Quizás fue otro bandido —sugirió Hassan—. Ya sabes, muchos de nosotros, cuando vamos con el rostro tapado, nos parecemos.

—Fui testigo presencial del robo, y no te dignaste en ocultar los rasgos de tu cara.

—Reconozco que quizás fuera una imprudencia por mi parte —dijo Hassan, claramente picado por la curiosidad—. De todos modos, no he recolectado ningún botín en un lugar en el que estuvieras presente. De hecho, ésta es mi primera visita a tu kasbah.

—Entonces no me reconociste —dijo el hombre.

—No pretendía ofenderte con mi ignorancia.

—He esperado durante mucho tiempo tenerte a mis pies —dijo el hombre de la tarima.

En ese momento levantó el dedo. Cuatro de las muchachas, en un alegre estruendo de campanillas, corrieron hacia donde Hassan y yo nos encontrábamos. Una vez a nuestro lado, miraron a la figura de la tarima.

—Complacedles —dijo.

Nosotros nos debatimos. Con sus labios, sus lenguas y sus dedos, las chicas se dirigieron hacia nuestros centros de placer. Las ataduras nos aprisionaban, cortantes, las muñecas. Las cuerdas de nuestros cuellos nos mantenían quietos. No podíamos hacer nada por liberarnos. El hombre del velo volvió a levantar el dedo. Otras chicas vinieron a ofrecernos comida. Con sus propias manos nos la ponían en la boca. Una chica nos sujetaba la cabeza y otras nos daban a probar diferentes vinos. La cabeza nos daba vueltas. Oímos música que se acercaba, y efectivamente, los músicos entraron en la estancia.

Hassan y yo sacudimos la cabeza, intentando disipar los vapores del vino. Nos debatíamos. Aparté la cabeza de los labios hambrientos y de las manos de una esclava que quería abrazarme y besarme.

—Tafa te ama —decía mientras me besaba.

La mano de un guardián me sujetó la cabeza por el cabello, para mantenerla fija. Sentía que las cuerdas que sujetaban mi cuello quemaban. Cerré los ojos. Sentí los labios de esa chica en mi oreja. La mordía, la besaba.

—Tafa te quiere, amo —repetía—. Deja que Tafa te complazca.

Estaba sorprendido. De pronto, me di cuenta de que esa chica era una de las dos que Hassan había capturado en el desierto, poco antes de que le tuviese frente a mí por primera vez. Aquélla era, efectivamente, la mujer libre y orgullosa que había sido vendida en Dos Cimitarras junto con Zina, la traidora. En ese momento era difícil ver a la misma persona en esa esclava, deliciosa, que parecía haber nacido para el collar y en esa otra, la que Hassan había capturado, orgullosa, tirante, vendida luego en el oasis bakah de Dos Cimitarras.

Los hombres, tras sus velos, observaban la escena con complacencia.

El hombre de la tarima volvió a dar una palmada. Ante nosotros, sobre las brillantes baldosas, en la posición básica de la esclava, con las manos por encima de la cabeza, las muñecas tocándose una a otra por el dorso, vimos a una esclava encadenada.

Los ojos de Hassan se iluminaron.

Era Alyena.

—¿Recuerdas a ésta? —preguntó el de la tarima mirando a Hassan.

—Sí.

—De ella es de quien te hablaba antes. Era en ella en quien estaba interesado. Esto es lo que un día me robaste. A esta nadería, a esta nimiedad, me refería. Pero ahora, como ves, la he recuperado.

Alyena temblaba bajo los ojos de Hassan. Iba ataviada con graciosas cadenas doradas.

—La recuperé —dijo aquel hombre— en las vecindades de Roca Roja.

En los ojos de Alyena había lágrimas. Permaneció en la posición de la esclava de danza, de una chica que espera órdenes para complacer a los hombres.

—Estaba con varios hombres —dijo el de la tarima—, que se defendieron muy bien, con habilidad y fuerza, y se abrieron paso al desierto, dejando atrás Roca Roja.

Entonces, pensé, ¿cómo podía ser que Alyena estuviese ahí, sobre esas baldosas, esclava de otro hombre?

—Lo más curioso ocurrió después. Cuando aparentemente parecía que aquel grupo de hombres se escapaba con la chica, cuando parecía que ya nadie podría detenerlos, ella, de pronto, hizo girar a su kaiila y regresó a Roca Roja.

Pensé que en aquel momento la mayor parte de la población estaría ya en llamas.

—Naturalmente —prosiguió el hombre de la tarima—, la capturamos casi de inmediato. No dejaba de gritar un nombre: Hassan.

—¡Te quiero, amo! —gritó Alyena en aquella sala—. ¡Quería estar contigo! ¡A tu lado!

—Eres una esclava fugitiva —dijo Hassan.

Ella lloraba, pero no por ello alteró su posición de esclava de la danza.

—Danza esclava —dijo Hassan.

El dedo del hombre bajó, lánguidamente, y los músicos empezaron a tocar. Alyena, ante nosotros, ataviada con las cadenas del Tahari, danzó.

El festejo se prolongó hasta bien entrada la noche. Estábamos admirados de las bellezas que había en la fortaleza del Ubar de la Sal.

Finalmente fue él quien dijo:

—Es tarde, y debéis retiraros, porque tenéis que levantaros antes del amanecer.

Horas antes, el mismo hombre había indicado que sacaran a Alyena de la estancia de audiencia.

—Llevadla al cuerpo de guardia —dijo—, y que allí dé placer a los hombres.

—Te pones el velo a la manera de los del char —le dije al hombre de la tarima—, pero no creo que seas del char, ¿verdad?

—No —respondió.

—No sabía que tú fueras el Ubar de la sal —dije.

—Son numerosos los que no lo saben —contestó él.

—¿Por qué razón os ponéis el velo tú y tus hombres?

—Es una costumbre que guardan los hombres del Guardián de las Dunas, para ocultar su rostro a las miradas de los demás. Su alianza no está unida a ninguna tribu, está unida exclusivamente a la protección de la sal. El anonimato es el disfraz perfecto para ellos. Pueden moverse con libertad total cuando no van con el velo, pues nadie sabrá que son mis hombres. En cambio, cuando llevan el velo, sus acciones no pueden atribuirse a un individuo en concreto, sino a una institución, mi Ubarato.

—Hablas con mucho orgullo de tu trabajo —comenté.

—Pocos conocen a los hombres del Ubar de la Sal —dijo él—, y cuando llevan el velo, cuando son anónimos, todos les temen.

—Yo no les temo —dijo Hassan—. Soltadme, dadme una cimitarra, y podremos hacer una prueba sobre este asunto.

—¿Hay alguien más a quien conozca, por aquí? —pregunté.

—Quizás sí —dijo el hombre antes de volverse a sus hombres y ordenarles—: Quitaos los velos.

Los hombres obedecieron, y se despojaron de los velos escarlata.

—Hamid —dije yo al reconocerle, sin sorpresa en mi voz—, teniente de Shakar, capitán de los aretai.

Él me miró con odio. Su mano estaba en la empuñadura de una daga sujeta en su sash.

—Deja que le mate —dijo.

—Quizás conmigo tendrías más fortuna que cuando intentaste matar a Suleimán —le dije mirándole fijamente.

El hombre gritó de rabia.

El líder, el Ubar de la Sal, levantó su dedo, y Hamid se quedó quieto en su sitio, con los ojos chispeantes.

—En esta sala hay otro al que también conozco —dije, señalando con la cabeza hacia el lugar que ocupaba un hombre pequeño, sentado al lado del Ubar de la Sal—, aunque ahora lleva ropas mucho más preciosas que cuando le vi por última vez.

—Él es como mi vista y mi oído en Tor —dijo el Ubar de la Sal.

—Abdul el aguador —dije—. Una vez te confundí con otro.

—¿Cómo? —dijo él.

—Ahora ya no importa —dije, sonriendo para mis adentros.

—¿Puedo cortarle el cuello? —preguntó el aguador.

—No. Tenemos otros planes para nuestros amigos —dijo el Ubar de la Sal.

No se había quitado el velo, aunque todos sus hombres lo habían hecho por orden suya.

—¿Se te ha conocido como Abdul desde hace mucho tiempo? —le pregunté al hombre de la tarima.

—Desde hace unos cinco años, desde que me infiltré en la kasbah y depuse a mi antecesor.

—Sirves a los kurii —le dije.

El hombre de la tarima se encogió de hombros.

—Y tú a los Reyes Sacerdotes —dijo—. Los dos tenemos mucho en común, pues ambos somos mercenarios. Lo único que nos distingue es que tú eres menos listo que yo, puesto que estás del lado equivocado, mientras que yo estoy del lado de los que van a degustar la sal de la victoria.

—Los Reyes Sacerdotes son enemigos formidables —dije yo.

—No tan formidables como los kurii. El kur es un animal persistente, tenaz, fiero. Consigue lo que quiere, porque avanza siempre en su camino. Los Reyes Sacerdotes perderán. Sí, te aseguro que perderán.

—¿Dónde está Vella? —pregunté.

—La he confinado en sus cuartos.

—¿Debo llamarte con ese nombre? ¿Debo llamarte Abdul?

—No —dijo el hombre despojándose del velo—, si no lo deseas no debes hacerlo.

—Te conocía mejor bajo otro nombre —dije.

—Eso es cierto —dijo el hombre de la tarima.

Hassan se debatió fuertemente en sus ataduras, pero no le fue posible romper las fibras que unían sus muñecas, y las cuerdas siguieron tirando de su cuello. Los guardianes corrieron a sujetarlo. Finalmente, la hoja de una cimitarra acarició su cuello, y se tranquilizó.

—¿Qué pasará al amanecer? —pregunté—. ¿Nos mataréis?

—No.

Le miré, confundido. Hassan tampoco parecía entenderlo.

—Acompañaréis a otros en su largo viaje. Será un largo viaje a pie. Espero que ambos lleguéis con vida a vuestro destino.

—¿Qué vas a hacer con nosotros? —preguntó Hassan.

—Ahora y aquí —dijo Ibn Saran—, os condeno a las minas de Klima.

Intentamos ponernos en pie, pero los guardianes lo impidieron.

—¡Tafa! ¡Riza! —dijo Ibn Saran, dirigiéndose a las dos chicas—. ¡Desnudaos!

Las muchachas le obedecieron, y pudimos verlas con el collar y la marca.

—Os llevarán a los calabozos —dijo Ibn Saran mirándonos—. Allí os encadenarán por el cuello, en diferentes celdas. En cada celda os pondremos a una muchacha desnuda, a la que también encadenaremos por el cuello. La cadena quedará a vuestro alcance para que podáis, si así lo deseáis, tirar de las esclavas hacia vosotros.

—Ibn Saran es generoso —dije.

—A Hassan le doy una mujer en señal de reconocimiento a su audacia. Y a ti también te ofrezco una mujer —dijo mirándome fijamente—, por tu humanidad y porque al fin y al cabo ambos somos seres de la misma especie, es decir, mercenarios de guerras más altas.

Ibn Saran se volvió a una de las muchachas y dijo:

—Tensa tu cuerpo, Tafa.

La chica le obedeció, y contemplamos un cuerpo soberbio, el de una maravillosa esclava.

—Encadenad a Riza al lado de Hassan, ese bandido. A Tafa la colocáis al lado de este otro hombre de la Casta de los Guerreros, cuyo nombre es Tarl Cabot.

Las cadenas se cerraron en torno al collar de las esclavas.

—Mira bien a Tafa, Tarl Cabot —me dijo—, y deja que su cuerpo te dé mucho placer, pues en Klima no hay mujeres.

Nos hicieron volver y nos sacaron fuera de la sala de audiencias del Guardián de las Dunas, el Ubar de la Sal, aquel que era Ibn Saran.