21. LO QUE OCURRIÓ EN EL PAÍS DE LAS DUNAS
El kur era un animal increíble. Sin él no habría sobrevivido. Al día siguiente nos habíamos quedado sin agua.
Para mi sorpresa, aunque el kur había señalado en dirección al país de las dunas, me llevó por un camino paralelo a ellas, a través de un terreno tahárico normal. Comprendí que había estado señalando el punto de destino, que sí estaba en el interior del país de las dunas, como si yo tuviera que haberlo conocido, y que en ese momento seguíamos a través de terreno menos difícil para, una vez llegados a la altura indicada, dirigimos al punto elegido por una tangente.
—Se ha acabado el agua —le dije.
Para hacérselo entender, sujeté el odre al revés, con el pitorro abierto, para que viese que no salía ya ningún líquido. El kur no había vuelto a beber desde que le había ofrecido agua el día anterior, tras la zanja.
El kur observaba el vuelo de los pájaros. Los siguió durante un día, y encontró el agua de la que bebían. Pudimos beber a voluntad, y yo sumergí el odre que transportaba en la charca. Matamos cuatro aves y las devoramos crudas. El kur cazó también un pequeño tharlarión de roca, y con él también pudimos saciar nuestra hambre. Después continuamos nuestro viaje. Yo bebía mucho, pues la bestia parecía tener mucha prisa. Estaba seguro de que sabía que no es recomendable marchar si no se hace de noche, pero aquellas precauciones no parecían importarte. Es más, parecía querer que yo hiciera lo mismo que él, que caminase día y noche, sin dormir ni comer. ¿Acaso no sabía que yo no era un kur? Gracias a su abundante pelaje, la bestia estaba menos expuesta al calor que yo, y por esa razón podía desplazarse día y noche. Pero a mí me era imposible, con impaciencia veía como, a veces, dejaba caer mi cuerpo en la arena, para dormir un poco. Al cabo de un ahn me despertaba, señalando al sol. No creo que intentara decirme qué hora era, sino que indicaba, simplemente, que el tiempo pasaba incesantemente. Parecía, efectivamente, tener mucha prisa.
—Necesito agua —le dije.
Hacía más de un día que se había vuelto a acabar.
El kur levantó ocho dedos y apuntó al sol.
No entendí el significado de ese mensaje.
Continuamos el viaje. Un ahn después pareció excitarse. Sus narices se abrieron más y apuntó al suelo. Me miraba, como si tuviera que entenderle. Pero, naturalmente, no le entendía en absoluto. Miró al sol, y luego a mí, y luego otra vez al sol, y así sucesivamente, como sopesando las consecuencias de dos planes de acción diferentes. Finalmente volvió a avanzar, pero variando la dirección original. Ahns después comprendí que estaba siguiendo el rastro de un animal, de olores que mis sentidos no me permitían percibir. Otra vez encontró agua, y nos arrastramos hasta ella para saciarnos y volver a llenar el odre. Al lado de la charca había un tabuk medio comido. El kur descartó algunas partes, después de olerlas, pero me dio otras, las que habían estado más expuestas al sol. En cuanto a él, rompió un anca del animal y en rápidos movimientos, con sus dientes, la convirtió en un hueso pelado.
A la mañana siguiente señaló al sol, y me mostró siete dedos. Me dejó dormir al cobijo de una roca, mientras él observaba los alrededores. Por la noche volvimos a iniciar la marcha. Aquel descanso me había hecho mucho bien. A la mañana siguiente volvió a señalar al sol, y me mostró seis dedos. Deduje que su tarea, cita, o lo que fuera debía realizarse al cabo de seis días. Y ese asunto, se tratase de lo que se tratase, era lo que nos llevaba a los dos a través del desierto.
El agua se hizo más escasa.
El kur empezó a moverse con más lentitud, y bebía más. Supuse que sus heridas empezaban a afectarle seriamente. Por esa razón, ya no quería separarse del camino para buscar agua.
Se estaba transformando en una bestia desesperada. Temía llegar tarde, faltar a la cita. No había contado con su propia debilidad. El cuero que llevaba en torno a mis pies estaba destrozado, pero el kur dejaba al caminar un rastro de sangre. Seguimos adelante, indómitamente.
Finalmente, el agua se acabó.
Esa mañana, el kur había señalado al sol y había mostrado cuatro dedos.
Caminamos un día sin agua ninguna.
Al siguiente, encontramos moscas revoloteando en torno a una zona de tierra agrietada. Allí cavó el kur, laboriosamente, con dolor, hasta que más de metro y medio más abajo encontró barro. Lo presionamos y filtramos el líquido que salía con la seda que llevaba en torno a la cintura. El kur puso sus manos a modo de cuenco, y me dio a beber casi toda el agua que obtuvimos. Él se limitó a lamerse las manos de las que yo había bebido. En otro lugar, esa misma noche, encontramos el lecho seco de una corriente desaparecida, de esas que se forman en invierno, cuando llueve. Seguimos el rastro del fango hasta que llegamos a un pequeño estanco seco. Al cavar en él encontramos caracoles en letargo. A la luz de las lunas rompimos las cáscaras y sorbimos su contenido. Solamente vomité cuando lo hice por primera vez. En esta ocasión el kur volvió a darme casi todo el alimento que encontró. Después ya no encontramos más.
A la mañana siguiente, el kur señaló al sol, y me mostró tres dedos.
De mis manos, vacía, sin objeto, colgaba la bolsa de agua.
Me sentí débil, somnoliento. Ya no tenía demasiado interés en alimentarme. Empecé a sentirme extrañamente caliente. Me toqué la frente. Estaba fría, y parecía seca. El estómago me dolía, y me parecía raro, pues apenas había comido.
—Debemos descansar —le dije al kur.
Pero él se negó, y continuó avanzando. Fui tras él con paso vacilante, con la bolsa de agua en la mano. En un momento dado, la miré. Estaba rota. El sol la había secado y agrietado. Pero la conservé en mi mano, irracionalmente. No quería dejarla. Cuando el sol estaba alto, caí. El kur esperó hasta que me recuperé, y cuando vio que me ponía en pie siguió adelante, cojeando.
—No puedo avanzar más —le dije.
Se volvió para mirarme, agachado, y señaló hacia la derecha, por primera vez. Señalaba directamente al este, hacia las dunas. Entendí que habíamos llegado al punto en el que se nos hacía preciso atravesar las dunas.
Entrar en ese terreno era una locura. Era la muerte segura.
—No puedo avanzar más —le dije.
Se acercó a mí. Me agarró con sus enormes manos y me lanzó al suelo, a sus pies. Oí cómo tomaba la bolsa de agua y la desgarraba. Me ató las manos a la espalda, y me cruzó los tobillos para después atarlos también. Con otro pedazo de cuero de la bolsa de agua se envolvió el pie herido para protegerlo de la arena. Fabricó una cuerda con otros pedazos de la bolsa. Tendido en la arena, noté como si me atara esa cuerda alrededor del cuello. Con los dientes desgarró el cuero que había atado a mis tobillos. Faltó poco para que me estrangulara, pues tiró brutalmente de la cuerda para que me pusiera en pie. El kur se volvió hacia las dunas, con la cuerda en sus garras y tiró de mí, convertido en su prisionero humano. Tras de él subí, resbalé, caí, y me volví a levantar mientras subíamos la larga cuesta de la primera duna.
—¡Estás loco! ¡Loco! —quería gritarle.
Pero de mi garganta solamente salió un susurro. A duras penas podía yo oír mi voz.
El kur continuó, y yo, atado, tras de él.
Ya muy entrada la tarde, en algún lugar, debí caer inconsciente sobre la arena. Soñé con los baños de Ar y de Turia.
Me desperté en mitad de la noche. Ya no estaba atado. El kur me llevaba en sus brazos, a través de las dunas plateadas. Se movía lentamente. Cojeaba del pie derecho. Me sostenía contra su pecho, en el que se abrían algunas heridas, pero no sangraban.
Volví a caer dormido. Cuando me desperté de nuevo faltaba poco para que amaneciera. Cerca de mí, medio cubierto por la arena, con el pelaje azotado por el viento, el kur dormía. Intenté levantarme. Cuando lo logré, volví a caer. No me tenía en pie.
Me senté en la arena, con la espalda apoyada en una duna. Contemplé al kur. Había sido una bestia admirable. Pero el desierto, y aquellas crueles heridas, le estaban matando. Se había convertido en un animal débil, patético. Su carne parecía colgar sobre su inmensa estructura, como un triste recuerdo de la anterior potencia y fuerza de aquella bestia. Me apenó extrañamente verle en este estado, en ese declive. Me preguntaba qué era lo que podía estar persiguiendo, y por qué razón podía avanzar sin descanso por el desierto. Ese algo le había enfrentado al desierto.
El sol se levantaba.
De pronto, la bestia se puso en pie y sacudió la arena que le cubría el pelaje. Yo también me incorporé, vacilante.
—Ve sin mí —le dije—. No puedo caminar. No puedes cargar conmigo otra vez.
La bestia levantó su largo brazo y apuntó. Me mostró dos dedos.
Se acercó a mí.
—No puedo ir contigo —le dije—. ¿Qué es lo que tiene tanta importancia?
La bestia, con uno de sus dedos, se frotó los labios y la lengua. Luego me lo ofreció. Lo chupé, y sentí el gusto de la arena y de la sal.
—No puedo tragar —le dije.
La bestia me miró durante un largo rato. Sus córneas ya no eran amarillas, sino de un color blanquecino, apagado. En sus ojos no se observaba humedad alguna. Los tenía rodeados de arena. Los míos me escocían terriblemente, pero ya no intentaba sacar las partículas de ellos.
La bestia se volvió e inclinó su cabeza sobre sus amplias manos puestas en forma de taza. Luego se volvió, y vi que en sus manos había un líquido. Sujeté con mis propias manos temblorosas las suyas enormes y bebí. La bestia repitió esta acción cuatro veces. Cuatro veces me dio de beber. Era agua de la última charca grande que habíamos encontrado, la del tabuk medio comido. Él la había guardado en su estómago durante cuatro días. Es decir, me daba agua de sus propios tejidos, que pertenecía a ellos ya, pero me la ofrecía para que no muriera. Era la última que le quedaba. Volvió a intentar extraerse agua, pero fue imposible. Arañó su boca y su cuerpo, sus heridas para volver a ofrecerme sal. Volví a lamer su dedo. Esta vez pude tragar. La bestia me había ofrecido un regalo que me parecía inexplicable: agua y sal de su propio cuerpo.
—Ya puedo volver a caminar —le dije—. No será necesario que cargues conmigo, ni que me hagas tu prisionero. Me has dado agua y sal de tu propio cuerpo. No sé qué buscas, o qué misión puedes tener, pero te acompañaré. Llegaremos juntos adonde quieras ir.
Pero la bestia me indicó que descansara. Acto seguido, se puso entre mí y el sol, para ofrecerme sombra, y dormí.
Soñé con el anillo que llevaba en el segundo dedo de su mano izquierda.
Desperté cuando las lunas estaban ya altas. Seguí al kur. Se movía lentamente, a causa de su cojera. No creía que sus tejidos deshidratados soportaran mucho más. El agua que había guardado se había acabado.
Seguía sin saber qué buscaba, pero no podía evitar admirar profundamente su empeño indomable. No creía que fuera injusto, ni tonto, morir al lado de una bestia como aquélla.
A su lado sentía la voluntad y la nobleza del kur. Realmente eran aquéllos unos enemigos colosales para los Reyes Sacerdotes y para los hombres.
Durante el transcurso de aquella noche cayó varias veces al suelo. Su debilidad aumentaba visiblemente. Yo esperaba a que recuperara las fuerzas, y luego seguíamos.
Al aproximarse el amanecer descansamos. Al cabo de un ahn el kur intentó ponerse en pie, pero no pudo. Miró al sol. En la arena, con un solo dedo, trazó una línea. Sacó las enormes garras de su mano derecha y golpeó en la arena, con gran desesperación. Después volvió a caer sobre la arena.
En esos momentos creí que se moría. Pero no fue así. Durante el día, al refugiarme en la sombra de su cuerpo, creí en un par de ocasiones que había muerto, pero al aplicar la oreja sobre su pecho había comprobado que no era cierto. De todos modos, sus latidos eran lentos, irregulares, esporádicos, como si su corazón fuera un puño que se cerrara cada vez con menos fuerza.
Durante la noche me preparé a enterrarle. Cavé una zanja en la arena. Creía que iba a morir de un momento a otro.
Lamenté que no hubiera piedras con las que marcar su tumba.
Cuando las lunas estuvieron en lo alto, vi como echaba atrás la cabeza mostrando sus filas de colmillos. Horrorizado me di cuenta de que volvía a levantarse y, después de sacudirse la arena del cuerpo, reiniciaba la marcha. Le seguí tan rápidamente como pude, admirado.
Por la mañana no se detuvo a descansar. Volvió a señalar el sol, y esta vez me mostró su puño cerrado.
No quedaban más días. Corrí tanto como pude para no perder el contacto con el kur.
Volvía a soplar viento.
En unos momentos cayó sobre nosotros la tormenta. El kur apresuró sus pasos por la arena acribilladora. El cielo se había tornado oscuro. Me agarré al pelaje del kur para no perder el equilibrio. De pronto, el kur se detuvo y se quedó quieto, inclinado contra el viento. Abrí los ojos y vi, ante mí, a no más de un centenar de metros, en una pequeña abertura de la tormenta que la arena enloquecida cerró inmediatamente, algo extraordinario: era un cilindro de acero, medio enterrado en la arena de unos tres metros y medio de diámetro. De su estructura sobresalían en la arena unos doce metros. En su parte superior se distinguían las cámaras de impulsión, apiñadas. Era una nave. Había impactado contra la arena.
Sentí que la mano del kur se apretaba en mi brazo.
Es difícil hablar de lo que vi entonces. El kur apartó su mano derecha de mí y se quitó el anillo de la mano izquierda. Luego volvió el engaste hacia dentro, de manera que el plano plateado montado en el oro señalase hacia dentro. Al hacer esto, vi que en el lado expuesto del anillo había un interruptor circular, que el kur apretó. Durante un momento, la arena pareció brillar, y después no vi más que arena, aquella arena enloquecida que me azotaba. Estaba solo.
Sabía que habría ido hacia la torre. Sobre mis pies y manos me arrastré por la arena en la misma dirección. Volví a verla en una abertura de la tormenta. Me pareció un diseño muy anticuado. Las cámaras de impulsión sugerían que era un proyectil de combustible líquido. Era posible. Sí, debía ser una nave anticuada, no importaba que lo fuera. Cualquier fuselaje grande valía para alojar una bomba.
Me estremecí al pensar en el poder destructivo que aquella nave de acero contenía.
Quise huir en medio de la tormenta, lejos. Pero sabía que no podía escapar, que el terror contenido en aquella nave llegaría a cualquier lugar de Gor, que no me podía ocultar en lugar alguno.
Creí oír, aunque con aquel viento ensordecedor era difícil afirmarlo, los gritos despavoridos de unos hombres. Entonces, más claramente, oí el aullido de un kur, seguido de cuatro rápidas explosiones.
Después oí sólo el ruido del viento.
Esperé allí durante más de un cuarto de ahn, hasta que sentí que el kur había vuelto a mi lado. El viento seguía rugiendo. La bestia se tenía en pie, pero vacilaba. Sus garras estaban rojas. En su pecho se abrían tres agujeros, y en su muslo izquierdo otro, de unos dos centímetros de diámetro. Sus ojos se enturbiaban cada vez más. Volvió su espalda, y vi en ella los orificios de salida correspondientes a las heridas de la parte anterior del cuerpo. Se olía a carne quemada. De los agujeros salía un humillo semejante al del hielo seco, que el viento brutal dispersaba inmediatamente. El kur cayó a la arena. Me arrodillé junto a él. Abrió los ojos y me miró fijamente.
—¿Has podido cumplir tu misión? —pregunté—. ¿Lo has conseguido?
Con su garra ensangrentada, el animal se quitó el anillo, y lo avanzó hacia mí. Estaba cubierto de sangre, que supuse debía pertenecer a los hombres que había matado. El diámetro de aquel anillo no correspondía al de un dedo humano. El kur me lo puso en las manos. Con un pedazo de cuero que me arranqué de las protecciones de los pies, me lo até en torno al cuello.
La bestia estaba tendida en la arena. Sangraba lentamente. Supuse que ya le quedaría muy poca sangre. Observándolo más atentamente, vi que la fuerza que había penetrado en su cuerpo, fuera lo que fuera, había actuado como un hierro candente, y que las heridas que había producido habían quedado como selladas. Era como si una fuerza químicamente activa le hubiese traspasado el cuerpo. La arena que había en torno a la bestia se fue tiñendo de rojo. Empecé a arrancarme las tiras de cuero que me cubrían los pies con la intención de taparte las heridas, pero el kur me rechazó, y levantó su mano hacia el lugar en el que suponía que el sol estaba, con el puño cerrado.
Me puse en pie, vacilante, a su lado. Finalmente, empecé a caminar en dirección a la nave, a través de la tormenta.
Al lado de la nave encontré un refugio hecho con piedras y lona. A su alrededor distinguí los cuerpos de varios hombres. No creía que ninguno de ellos estuviera vivo. De pronto, con espanto, vi la sombra de otro kur, por entre las olas enfurecidas de arena. Iba armado. En su garra derecha llevaba un pequeño ingenio. Estaba agachado, vigilando, escrutando a través de la arena enloquecida.
Me sorprendió encontrar a un kur en esa nave. Supuse también que el kur con el que había viajado no pensaba que fuese a encontrarse con uno de su misma especie. Los kurii, lo mismo que los hombres, huyen de la destrucción, aunque sean ellos mismos quienes la provoquen. Pero ahí aguardaba un kur, vigilante. Supe que era una bestia desesperada, determinada a llevar a cabo su acción, fuese como fuese. Aparentemente deseaba morir para garantizar el éxito del plan de sus superiores. Supuse que muchos kurii habrían competido por ese honor. Los kurii no creen en la inmortalidad, pero sí creen, fervientemente, en la gloria. Éste era el kur que había sobrevivido a todas las crueles selecciones de las naves de acero. Sería el más peligroso de todos. En aquel momento, se volvió hacia mí.
Cuando vi que levantaba la garra me eché a un lado. En aquel preciso momento, una gran roca cuadrada que había cerca de mí, una de las que había constituido el refugio, se partió en dos, carbonizada. Un instante después, pero casi simultáneamente, oí la conmoción atmosférica que había provocado el arma.
Creo que aquel kur se había sorprendido al verme. No esperaba encontrarse con un humano, y quizás esa sorpresa le había hecho errar el tiro. La arena enfurecida volvió a cerrarse entre nosotros. Me arrastré hacia el refugio. Pude ver al kur de la nave en un par de ocasiones, entre las olas de arena. Pero él no me vio. A la vez siguiente, vi que se giraba y empezaba a caminar, agachado, hacia el lugar en el que me encontraba. Retrocedí. Él seguía aproximándose, con el arma en el extremo de su brazo, apuntada hacia mí. Supuse que ese arma tendría un límite de cargas. No disparaba como un rayo, sino que más bien se parecía a un fusil de cartuchos. De pronto, sentí el frío del acero en mi espalda. La bestia emergió de las nubes de arena. Vi que sus labios se levantaban para enseñarme sus filas de terribles colmillos. Preparó su arma en medio del viento enfurecido, y la levantó hacia mí agarrándola con las dos manos. En ese momento, apreté el botón circular del anillo que llevaba atado al cuello. Vi que una luz rojiza envolvía al kur, lo mismo que a la arena, a todo lo que me rodeaba. Sorprendido, vi que el kur vacilaba. Salté a un lado. Una ráfaga de su arma chocó contra el acero de la nave. Cuando miré al lugar del impacto, vi un agujero negro que perforaba el acero. Había metal esparcido por todas partes.
De pronto, comprendí que el kur no podía verme.
Efectivamente, el anillo ocultaba un aparato que desviaba la luz en un campo que rodeaba a su portador. Podemos ver gracias a ondas de luz reflejadas en diversas superficies, ondas que luego chocan contra los sensores visuales. Vemos según los dibujos de estas ondas. Suponía que ese aparato reconstruía las ondas a mi alrededor, y las devolvía a sus dibujos originales. Así, si me alcanzaba una onda de luz del espectro visual normal, al reflejarse en el sensor visual de otro organismo no me alcanzaba, sino que se desviaba. Del mismo modo, los dibujos de luz de los objetos que había tras de mí se desviaban y volvían a converger, y parecía que yo no estuviese a los ojos del otro organismo.
No sabía de cuántas cargas dispondría el arma del kur. Yo estaba completamente desarmado. Retrocedí en la arena, agachado.
El aullido del viento ocultaba los sonidos de mis movimientos. Las descargas terribles del arma que portaba mi enemigo habrían hecho que mi rastro olfativo se dispersara. Así, el kur seguía sólo pistas confusas, que no le permitían localizarme. Le vi moviéndose, inquieto, con su arma preparada, listo para cazarme.
Me parecía muy extraño que hubiese hecho cuatro impactos de lleno en el cuerpo del kur con el que yo había viajado, cuando éste disponía del anillo. Es más, por lo que podía deducir, le había disparado de frente. No era como si le hubiesen sorprendido por la espalda, cuando, invisible, su congénere atacaba la garganta de un hombre. Parecía más probable que le hubiese localizado por el olor, o por el oído, cuando intentaba entrar en la nave, después de atacar a los hombres. Después, el kur del arma habría salido de la nave para rematar a su víctima, sin poderse imaginar que ésta tenía un aliado, un aliado humano.
Vi que el enemigo se volvía hacia la nave. Abandonaba la caza para ocuparse de su objetivo principal.
Se arrodilló, tocó con sus manos el acero de la nave recostada, y se metió, agachado, por lo que debía ser un antiguo acceso a la nave. Era una abertura rectangular, pero no veía la escotilla exterior. Quizás la habían arrancado, a juzgar por los goznes retorcidos. Por allí había desaparecido la bestia.
Volví sobre mis pasos, y llegué al refugio. Allí, echado en el suelo, encontré el cadáver de uno de los hombres. Era el que había quedado más completo. La mayoría de los demás habían perdido algún brazo, o alguna pierna.
Cargué con el cuerpo hasta la parte lateral de la nave. A los lados vi que había más cortes en la estructura de la nave. Probablemente correspondían a otras entradas que podrían utilizar los hombres para entrar y salir de la nave. A un lado vi una escalera de acero, puesta contra la estructura de la nave. Pero estaba retorcida, y además, dada la postura de la nave, su ángulo era de unos veinte grados con respecto al suelo, y quedaba a unos seis metros de él. Descarté la posibilidad de utilizarla. Entraría por los cortes. No hice ningún esfuerzo en disimular los ruidos. Arañé el acero. Me aseguré que el kur que estaba en el interior me oyese, de que pudiese pensar que alguien subía por la parte lateral de la nave y que ese alguien arrastraba consigo un peso muerto, quizás un cuerpo.
Sabía que el kur debía ser muy listo, cuando no absolutamente brillante. No podía ser ningún accidente que precisamente ese kur, y no cualquier otro, hubiese recibido órdenes de cumplir esa espantosa misión: proteger el mecanismo de destrucción de un planeta hasta que hiciera explosión.
Pero, naturalmente, la bestia que aguardaba dentro debía estar en tensión. Y en medio de aquella tormenta no podría ver claramente más allá de la portezuela de la nave. Sin duda asumiría que yo no iba a prescindir del poder invisibilizador del anillo. ¿No resultaría inútil intentar engañarlo? ¿Acaso no había esperado en el interior de la nave mientras en el exterior se producía la matanza de humanos? Si la sangre de los hombres no había sido suficiente para vencer su obediencia a los imperativos de los mundos de acero, no creía que nada le apartase de su misión. Sí, había resistido a la sangre. La voluntad de este kur, que se sustraía a la atracción de la matanza, debería ser realmente poderosa. Quizás suponía que iba a intentar atraer su fuego con un señuelo para luego introducirme en la nave. El único objeto que podía usarse para llevar a cabo un plan así sería el cuerpo de uno de los humanos que había en los alrededores, de una de las víctimas del kur con el que había hecho ese viaje a través del desierto. No intenté de ninguna manera evitar el ruido. Dejé bien claro que estaba en el exterior de la portezuela, que había subido por la parte lateral de la nave, y que llevaba conmigo algo que arrastraba, quizás un cadáver.
Un plan bastante lógico sería lanzar el cuerpo inerte al interior de la portezuela, con lo que atraería sobre él el fuego del kur. Quizás entonces, aprovechando la confusión, podría uno introducirse en la nave, aprovechando la invisibilidad.
Ésa sería una estrategia de señuelo elemental.
Era un plan lógico, y por ese mismo motivo no lo adopté. El kur esperaba en el interior.
De todos modos, en mi estrategia entraría la utilización del señuelo. Sólo que el señuelo sería yo mismo.
Conté lentamente hasta cinco mil, para que los reflejos del Kur estuviesen ya a punto de disparar al más pequeño indicio. Contaba con que toda la fuerza nerviosa de esa bestia, todo su instinto, todas las fibras de su cuerpo, ansiasen explotar después de aquella espera, que deseasen apretar de una vez el gatillo. Pero también contaba con su inteligencia, con su autocontrol, con que no disparase sobre lo primero que percibiese, sobre todo si era algo visible.
El viento ululaba, y la arena azotaba en torno a la nave. Volví a apretar el interruptor circular del anillo atado en torno a mi cuello. Volví a verlo todo en el rasgo del espectro normal. Horrorizado, me di cuenta de que la luz lunar me rodeaba. Inmediatamente, me lancé al interior de la puerta, con movimientos incontrolados, como si alguien me empujase fuertemente desde fuera, y caí hacia delante. Casi ni había tocado al suelo cuando oí el restallido del arma, cuyo rayo destructor pasó por encima de mi cuerpo cinco veces.
Simultáneamente, el kur emergió de un rincón lleno de tubos y corrió al exterior. Uno de sus pies me pisó en el hombro. Se asomó al exterior de la nave, y miró el cuerpo que había abajo, donde había caído desde el lugar en el que lo había dejado al entrar en la nave. El kur parecía confundido. Disparó a aquel cuerpo un par de veces más, y finalmente salió de la nave, resbalando por el exterior, hasta la arena.
Aproveché ese momento para ponerme en movimiento. Agarré la escotilla interior, que el kur había sujetado para tener más limpio el campo de tiro, e intenté volver a cerrarla, pero me fue imposible. Quizás el impacto con la superficie había dañado sus goznes, o quizás el kur con el que había viajado había torcido los goznes al entrar en la nave impetuosamente, antes de recibir las cuatro descargas de su congénere. Oí las garras del kur. Estaba volviendo a subir. Rápidamente, fui a tocar el botón de mi anillo… ¡lo había perdido! Aquel pedazo de cuero, seco por el sol, se había roto, dejando desprender el anillo. Oí el chasquido del arma del kur. Miré hacia arriba, y vi que le tenía a menos de medio metro de mi cara. El arma volvió a emitir un chasquido. Me sumergí en la oscuridad del interior de la nave. Estaba vacía. El kur aulló, rabioso. Caí, sin poder detenerme, golpeando objetos, resbalando, durante unos diez o quince metros, hasta que me detuvo la pared de un compartimento. Miré hacia arriba. De pronto, el interior de la nave se iluminó. En la estructura cilíndrica que quedaba por encima mío, al lado de la puerta, vi al kur. Me miraba, con los labios retraídos, mostrando sus filas de colmillos. Echó a un lado el arma. Miré a mi alrededor, desesperado. Dada la manera en que la nave había quedado clavada al suelo, su interior era muy extraño; aparte de eso, no era tan compacta como había esperado, no estaba tan llena de aparatos como creía, ni de cabinas de almacenamiento, ni de paneles. Por lo visto la habían despojado del máximo de artículos. Quizás lo habrían hecho para aligerarla. Vi que el kur bajaba hacia mí con gran agilidad, agarrándose en los tubos. Cuando llegó a mi altura, intenté trepar rápidamente, utilizando también las tuberías como agarraderas. El kur me arrancó de allí agarrándome del tobillo. Sentí que me levantaba en el aire y que me lanzaba contra la pared de la nave. Choqué contra ella, y seguí cayendo hacia abajo. Primero choqué, unos cuatro metros más abajo, con lo que en algún momento había sido una especie de pared divisoria, y luego, dos metros más abajo, con un amasijo de alambres. Me arrastré sobre manos y rodillas. Oí que el kur se aproximaba. De pronto, bajo unas tuberías, vi el anillo. Estaba debajo de mí. Me tumbé y alargué el brazo para alcanzarlo, pero no podía. Me volví a poner en pie. El kur también lo había visto. Me eché hacia atrás, tropezando, para volver al montón de cable y alambre. Miré hacia arriba, hacia la cima de aquel cilindro inclinado. Muy arriba, a unos veinte metros de donde me encontraba, vi seis diales. El kur alargó su mano para alcanzar el anillo, y aunque la suya era lo suficientemente larga para hacerlo, los tubos que rodeaban el lugar donde la joya había caído dejaban un espacio demasiado reducido, y su mano no podía pasar. Aproveché el lapso de tiempo para trepar hacia arriba, agarrándome a lo que encontraba, intentando llegar a los diales. El kur agarró los tubos e intentó separarlos. Había logrado separarlos unos centímetros cuando miró hacia arriba y me vio. Aulló de rabia. Dejó de preocuparse por el anillo, y empezó a trepar hacia donde me encontraba. Era un animal extremadamente ágil.
Me agarré a una viga de acero que cruzaba el cilindro de lado a lado, junto a los diales. Los primeros cuatro estaban inmóviles. Los dos últimos seguían en movimiento. Cada dial tenía una sola aguja y doce segmentos. Las agujas de los primeros cuatro diales habían quedado inmóviles en su posición vertical. Desde mi posición no podía leer los números grabados en las esferas. Supuse que la posición vertical sería equivalente a doce o a cero. Parecía claro que en esa posición se detenían los mecanismos. El movimiento de las agujas era contrario al de las agujas del reloj.
El kur subía hacia mí.
Supuse que el primer dial registraba algo equivalente a los meses, el segundo a las semanas, el tercero a los días y el cuarto a las horas. No conocía el valor de las revoluciones en el planeta original de los kurii, ni la velocidad de su rotación. Pero no dudaba que esas medidas se calibraban en el movimiento de un mundo presumiblemente desaparecido, destruido en sus guerras. Habían destruido un mundo. Ahora deseaban otro.
Con los dientes desgarré el aislamiento de una parte del cable enrollado que había tomado del montón que había más abajo.
En la parte que había pelado hice un lazo. El kur seguía subiendo hacia mí, de espaldas. Hice bajar el lazo hasta que introdujo su cabeza en él, y tiré. El kur intentó meter sus dedos en el espacio entre el cable y su cuello, pero no pudo. Agarrando firmemente el cable, me tiré por el otro lado de la viga que me sostenía. Cuando la caída de mi cuerpo tensó el cable, el kur se vio separado de la pared y quedó colgando, debatiéndose. Yo colgaba a medio metro por encima de él. La bestia sacó sus garras para tirar del cable, pero el abrazo de éste en torno al cuello era ya demasiado fuerte. Intentó por todos los medios agarrar el cable por encima de su cabeza, o trepar por la pared para aliviar la presión del lazo, pero sus grandes garras resbalaban en la superficie del fino cable. El peso del kur empezó a izarme. Yo, con las manos enlazadas en la parte cubierta del cable, había podido rechazar a patadas las acometidas del kur. Pero su propio peso me había dejado finalmente fuera de su alcance, izándome hasta la viga. Los hombros del kur estaban cubiertos de sangre. Ésta salía a grandes borbotones de su cuello, a un ritmo palpitante. Hice un esfuerzo, con los pies bien firmes sobre la viga, para que el cable siguiera tenso, y el kur colgado de él. De pronto, el cable se partió. Cuando eso ocurrió mi posición sobre la viga era casi horizontal, pues tiraba con todas mis fuerzas del cable. La fuerza de mis piernas, repentinamente libres de la tensión del peso del kur, me lanzó casi al otro lado de la nave, tras lo cual volví a bajar unos cuantos metros, hasta que pude agarrarme a unos tubos. El kur golpeó la pared en tres o cuatro ocasiones, en una caída de unos veinticinco metros que le llevó hasta la parte inferior de la nave, más abajo de la puerta, y bastante más abajo del mismo nivel de la superficie de la arena, en el exterior.
Miré a los diales. La quinta aguja, la del quinto dial, estaba casi vertical.
Sabía que en el exterior había caído la noche. La tormenta seguía aullando.
Los diales estaban cubiertos por un grueso cristal. Trepé a la viga desde la que había tendido la trampa al kur, pero desde ella no alcanzaba a tocarlos.
Me giré, con gran nerviosismo, buscando. No podía detenerlos.
Bajo mis pies, con horror, vi que el kur, convertido en una masa de sangre, se había levantado otra vez. Su gran herida del cuello seguía sangrando. Creía casi con entera certeza que el cable le había cortado el gran vaso de la garganta.
Aquella bestia parecía inmortal. Su fuerza era realmente inconcebible.
Trepaba lentamente. Vi su rostro, sus ojos terribles, sus colmillos, las orejas echadas hacia atrás. Mano tras mano, pie tras pie, no tan ágilmente como antes, pero de manera persistente, la bestia seguía trepando.
Agarré un estrecho tubo que se hallaba junto a mi cabeza, y tiré de él. Contenía cable. Tiré frenéticamente, intentando soltarlo de la estructura de la nave, pero no cedía.
La bestia se acercaba inexorablemente. Seguí trepando. Vi sus ojos. Seguía acercándose, muy lentamente.
Finalmente, el tubo cedió. La aguja del quinto dial se detuvo en ese mismo momento. La aguja del sexto empezó a moverse rápidamente hacia el punto vertical. No creía que tardase en cubrir ese trayecto más que unos cuantos segundos. Golpeé el cristal del sexto dial con el tubo, una y otra vez. El cristal empezó a resquebrajarse. Vi que el kur estaba a medio metro de mí. Intentaba levantar la cabeza para localizarme y agarrarme. Del cuello ya no le salía sangre. Había muerto. Quedó inmóvil un momento, y finalmente cayó hacia atrás. Su cuerpo bajó hasta el nivel inferior de la nave arrastrándose por la pared.
Agarré el pequeño tubo como si de una espada se tratara, y con los pies bien asentados en la viga, lo clavé en el dial. Un momento después, la sexta aguja se detenía contra el tubo. Le faltaba muy poco para llegar al punto vertical.
Descansé sobre la viga y me eché a llorar. Temí caer.
Cuando me atreví a moverme, abandoné la nave. En el exterior ya no reinaba la tormenta. Encontré al kur con el que había viajado tendido en la arena.
—Se ha cumplido tu deseo —le dije—. Ya está hecho.
Pero ya había muerto.
Sus labios se levantaban por encima de los dientes, lo cual, según tengo entendido, en los kurii equivale a una sonrisa. Creo que su muerte no fue una muerte triste.
Volví a la nave. En ella encontré alimentos y agua en abundancia. En los días siguientes, con todo el cuidado de que fui capaz, desmantelé algunos componentes interiores de la nave y los quemé. Con el tiempo, los Reyes Sacerdotes acudirían a ella y la desarmarían adecuadamente. Enterré a los hombres que habían muerto cerca de la nave. Saqué al kur del interior de la nave, pero no enterré a ninguno de los dos. Los dejé expuestos a los depredadores y carroñeros del desierto, pues no eran más que bestias.