18. EL SACO DE ESCLAVA
El Chatka y Curla es una gran taberna de Paga, de cuatro pisos. Tiene un gran patio abierto de suelo de madera, con un pabellón circular excavado a unos cuatro metros de profundidad, y sobre él, dos balconadas circulares, de unos dos metros de altura.
Esa noche estaba atestada.
Me dirigí a la segunda balconada, pasando junto a esclavas y clientes que iban y venían por las rampas de madera. Llevaba la bandeja con mucho cuidado; no está bien tirar una bandeja. En el Chatka y Curla trabajaban muchas chicas, más de cien. Subí con cuidado, las rampas se habían elevado para cubrir los desniveles, que se elevan unos sobre otros medio metro para facilitar el paso.
Oí gritar a una chica en una de las alcobas.
El cordel rojo, o Curla, estaba atado en torno a mi cintura, con el nudo, un nudo que se deshacía con un simple tirón, sobre mi cadera izquierda. Por encima de la Curla, por delante, deslizándose por mi cuerpo y entre las piernas y pasando por la Curla a la espalda, estaba la Chatka, una fina tira de cuero negro de unos veinte centímetros de ancho por un metro y medio de largo. También llevaba un vestido muy corto y abierto, sin mangas, de cuero negro, el Kalmak. Un hombre me lo abrió cuando intenté pasar junto a él en la rampa. Me detuve sin poder hacer nada, siempre con la bandeja en la cabeza. Me besó dos veces.
—Pequeña belleza —dijo.
—Esta esclava se alegraría de poder complacerte en una alcoba —le dije yo. Era éste un proceder que nos habían enseñado y que estábamos obligadas a adoptar, pero yo no lo dije sin cierta sinceridad. Él ya me había poseído hacía unos días, cuando trabajé por primera vez en la taberna Chatka y Curla, y sabía muy bien cómo obtenerlo todo de la belleza de una esclava indefensa.
—Más tarde, esclava —me dijo.
—Sí, amo —musité, siguiendo mi camino.
Además de la Curla, la Chatka y el Kalmak, llevaba un collar, y campanas que pendían de una anilla negra en el tobillo; cinco anillas de pequeñas campanas doradas, y un collar turiano de esmalte negro, que también tenía cinco campanas pendidas de cinco cadenitas de oro. Mi pelo comenzaba a crecer después de que me afeitaran la cabeza en el barco de esclavas, pero todavía lo llevaba muy corto. Llevaba una ancha Koora que, como un pañuelo, me cubría la cabeza. Cuando Narla y yo llegamos al Chatka y Curla, nos asearon escrupulosamente, para limpiarnos de todo residuo de parásitos o suciedad acumulada en el viaje. Nos bañaron en agua saturada de productos químicos tóxicos para los parásitos; tuvimos que cerrar los ojos y la boca bajo el agua mientras las chicas nos lavaban. Nos tenían presas por un aro enganchado al lóbulo de la oreja derecha. Más tarde se nos permitió bañarnos nosotras mismas. De pocos baños había disfrutado yo tanto en toda mi vida.
—¡Paga! —gritó un hombre.
—Llamaré a una esclava, amo —le dije al pasar junto a él en la primera balconada mientras me dirigía hacia la segunda, que era el cuarto piso de la taberna.
En la rampa de la balconada alta pasé junto a Narla que volvía de allí.
—El hombre de la mesa seis de la primera balconada quiere Paga, esclava —le dije.
—Sírvesela tú, esclava —respondió.
—Estoy ocupada, esclava.
—Pues peor, esclava.
—Tiene un látigo, esclava.
Palideció su rostro. Algunos parroquianos traen látigos o fustas a la taberna. Si no se sienten complacidos, se lo hacen saber a las chicas; en cada mesa hay una anilla de esclava con correas, así que todas las chicas nos esforzábamos por servir bien. Sonreí para mis adentros al ver a Narla apresurarse por la rampa para servir el Paga.
—¿Desean los amos algo más de Yata, su esclava? —pregunté, tras servir en la mesa de la segunda balconada.
—Márchate, esclava —dijo una voz de mujer. Era una mujer libre, ataviada con túnicas y velos, arrodillada a la mesa con su escolta, que se sentaban detrás de la mesa con las piernas cruzadas. A veces vienen al Chatka y Curla mujeres libres con su escolta. Su voz no había sido muy agradable.
—Sí, ama —musité recogiendo la bandeja y marchándome con la cabeza baja. Tal vez, de no haber estado ella presente, pensé, los hombres habrían deseado algo más de Yata, su esclava. A menudo, para irritación de otros parroquianos, me retenían a su mesa, atándome las muñecas a la anilla de esclava para reservarme para más tarde.
Fui a la baranda de la balconada y miré hacia abajo. Estaba a unos ocho metros sobre el suelo de madera. Hay varias bailarinas en el Chatka y Curla, y en este momento estaban entre las mesas. A veces, si una bailarina es buena, se exhibe ella sola en el centro del suelo de madera escarlata, dentro del anillo de esclava pintado en amarillo.
Los hombres entraban y salían. Yo me quedé allí, en la balconada alta, con la bandeja bajo el brazo.
Todavía no habían establecido ningún contacto conmigo. De momento, no era más que otra esclava de Paga. Servía igual que las otras, exactamente igual.
En ese momento acababa de estallar una pelea abajo en la que empezaron a enzarzarse varios hombres.
Sentí un tirón en la correa de cuero que tenía anudada en la muñeca.
—Amo —dije.
Era el hombre que antes me había abierto el Kalmak besándome. A mí no me disgustaba verle, ni tampoco que me tuviera atada.
—Ven a la alcoba —me dijo.
Dejé sobre un estante la bandeja que llevaba. El hombre tiraba de la correa atada a mi muñeca izquierda, llevándome a una alcoba en el piso de la balconada superior.
—Ésta —dijo el hombre indicando una alcoba.
Me quitó la correa de la muñeca y me hizo pasar primero. Subí los cinco escalones y entré en la alcoba.
De pronto se me ocurrió que nadie había visto cómo me traía a la alcoba. Todos los ojos estaban fijos en la pelea que había estallado abajo.
Me arrastré hasta el fondo de la habitación, y desde allí me volví para mirar al hombre al que ahora debería complacer, puesto que él me había elegido.
Él me daba la espalda mientras corría las cortinas de cuero, para que no nos molestaran desde el exterior.
Me indicó que me quitara las ropas y yo le obedecí, despojándome incluso de la Koora roja que llevaba en la cabeza. Me hizo entonces un gesto para que me acercara y me arrodillara ante él sin mirarle. Cuando hice esto, me ató las muñecas a la espalda.
—No te vuelvas a mirarme —me dijo.
—Sí, amo.
Oí cómo sacaba, entre un revuelo de pieles, algo de su túnica. De repente, sentí en la boca la mordaza de un capuchón de esclava, con el que me cubrió rápidamente. No podía emitir ni un sonido. Estaba amordazada. Luego me cubrió toda la cabeza con el capuchón, que ató bajo mi barbilla. Me arrojó hacia delante y yo caí sobre las pieles con el hombro derecho. Me ató los tobillos. Sentí cómo retiraba algunas pieles. Luego me hizo doblarme y metió mis pies en un saco de esclava. Me senté y me empujó la cabeza hacia abajo. Entonces cerró el saco sobre mi cabeza y lo ató.
Luego, y para mi curiosidad, le oí abrir una puerta. Debía estar detrás del perchero al fondo de la alcoba. Metió el saco por la abertura y luego lo arrastró por el suelo de madera de un pasillo. Se lo echó al hombro y comenzó a descender cortos tramos de escalera.
Yo me agité en el saco, pero no pude hacer nada. Él era muy fuerte.