11. SEDA Y PERFUME
—Te doy por ella cuatro tarks de cobre —dijo el capitán.
—Diez —aumentó Ladletender.
—Seis —dijo el capitán.
—Hecho.
Me dolía el cuerpo. Tenía las muñecas presas en unas anillas atadas a su vez a una cadena colgada del techo. Todo el peso de mi cuerpo descansaba en aquella cadena, y apenas alcanzaba a tocar el suelo con las puntas de los pies.
Estaba desnuda y había sido examinada a la manera goreana.
Me había sentido incapaz de resistir el contacto de las manos del capitán, y me había agitado en la cadena suplicando a gritos piedad.
—Hay que domarla un poco —dijo el capitán—. Pero ya nos encargaremos de eso.
Le dieron a Tup Ladletender el dinero que sacaron de una caja de hierro en la oficina del capitán.
Luego el buhonero se marchó.
—Mírame, esclava —me dijo el capitán.
Abrí los ojos.
—Ahora eres una esclava turiana.
—Sí, amo.
—¿Estás domada?
—Sí, amo.
Fue hacia su mesa y sacó de uno de los cajones un collar de esclava, muy distinto a la mayoría de los collares de Gor; era un collar turiano. La mayoría de los collares goreanos, decorados o no, son generalmente una banda circular con unos goznes que se ciñen al cuello de la esclava. Pero el collar turiano es como una anilla, y se ajusta con más holgura en la garganta. Un hombre puede pasar los dedos por el collar turiano para arrastrar a la chica. Sin embargo no queda lo bastante suelto como para que pueda quitarse, claro. Los collares goreanos no están hechos para que las chicas que los llevan se los quiten.
El capitán arrojó el collar sobre la mesa. Yo nunca había llevado un auténtico collar, y de repente me sentí aterrorizada ante la posibilidad de que me lo pusiera. Una vez que lo cerrara ya no podría quitármelo.
—No, amo —dije—. Por favor, no me pongas un collar.
Él se acercó a mí y abrió con una llave las esposas que ataban mis muñecas. Caí en el suelo a sus pies.
—¿No quieres llevar un collar? —me preguntó.
—No, amo —murmuré.
—Yo haré que supliques llevar un collar —dijo el hombre.
Alcé la vista asustada. Él se alzaba ante mí con un látigo de esclava en la mano.
—¡No, amo! —grité.
Me castigó a conciencia por mi insolencia. No había ningún sitio al que escapar. Me azotó como un amo goreano hasta que quedé tumbada a sus pies llorando a lágrima viva.
—Creo que ahora estás domada —me dijo.
—Sí, amo —sollocé—. ¡Sí!
—¿Me suplicas ahora que te ponga el collar?
—¡Sí, amo!
—Suplícamelo.
—Te suplico que me pongas un collar —gemí.
Y entonces me ató al cuello el collar, que se cerró con un ruido metálico. Yo caí desmayada.
Él se volvió para dejar el látigo de esclava en la pared, donde colgaba convenientemente a mano. Hizo sonar un timbre. Se abrió una puerta y apareció un soldado.
—Ve a buscar a Sucha —dijo el capitán—. Hay una nueva esclava.
Yo yacía en el suelo de piedra. Cuando el capitán ya estaba sentado en su mesa ocupado en su trabajo y estuve segura de que no me miraba, toqué tímidamente el collar de brillante acero. Estaba bien cerrado en torno a mi cuello. Ahora llevaba un collar. Sólo cuando me marcaron había sido tan consciente de mi esclavitud. Sollocé.
Oí el tintineo de unas pequeñas campanas, campanas de esclava, y advertí junto a mí los pies desnudos de una mujer.
Las pequeñas campanas colgaban en cuatro filas de su tobillo izquierdo. Sentí un latigazo en la espalda y me estremecí.
—Levanta, niña —dijo una voz de mujer. Alcé los ojos. Ella llevaba una túnica de seda amarilla, y los negros cabellos recogidos por una cinta también de seda amarilla.
Me levanté.
—En pose de esclava.
Obedecí, adoptando la hermosa pose.
—Soy Sucha —dijo la mujer.
—Sí, ama.
—¿Por qué te han fustigado?
—Pedí que no me pusieran el collar —musité.
—Quítatelo —me dijo.
Yo la miré atónita.
—Quítatelo —repitió.
Lo intenté, retorciéndolo hasta que grité. Intenté quitármelo con todas mis fuerzas. Le di la vuelta y exploré la cerradura con los dedos. El cierre era perfecto, inamovible.
Miré a la mujer con desesperación.
—No puedo quitármelo —le dije.
—Es cierto, esclava. Y no lo olvides.
—Sí, ama.
—¿Cómo te llamaban?
—Dina.
Sucha miró al capitán.
—Es aceptable —dijo él.
—Entonces de momento, hasta que los amos decidan otra cosa, te seguirás llamando Dina —dijo Sucha.
—Sí, ama.
—Sígueme, Dina —me dijo. Yo fui tras ella. También Sucha llevaba un collar turiano.
Caminamos por un largo pasaje, del que luego nos desviamos para tomar otros. Pasamos por delante de muchos almacenes cerrados con puertas de barrotes. En un momento pasamos a través de una pesada puerta de hierro vigilada por un centinela. Al otro lado de la puerta me dijo:
—Ve delante de mí, Dina.
—Sí, ama.
Caminamos a lo largo de otro pasaje, flanqueado igualmente por puertas de barrotes que daban paso a almacenes.
—Eres muy hermosa, ama —dije sobre mi hombro.
—¿Quieres probar mi látigo? —me preguntó.
—No, ama. —Permanecí en silencio.
Sabía por qué ahora tenía que ir yo delante. Era una costumbre goreana muy extendida. Debíamos estar acercándonos a las habitaciones de las esclavas. Si me daba la vuelta para huir, ella estaría detrás de mí para detenerme con el látigo. A veces las chicas nuevas tienen miedo a la entrada de las salas de esclavas. Hay algo terrible en ser encerrada como una esclava.
—Aquí está la entrada a las celdas de las esclavas —dijo Sucha.
Yo retrocedí. Era una gruesa y pequeña puerta de hierro, de unos dos metros de altura.
—Entra —me dijo Sucha, sosteniendo el látigo detrás de mí.
Yo giré el picaporte de la puerta y me arrojé hacia dentro de bruces.
Sucha me siguió.
Me levanté y miré con curiosidad a mi alrededor. La sala era alta y espaciosa, con numerosos pilares blancos y ricos cuadros, y una piscina. Estaba embaldosada de púrpura. Los muros satinados se cubrían de ricos mosaicos que representaban escenas de esclavas al servicio de sus amos. Toqué con inquietud el collar que llevaba al cuello. A través de los barrotes de las ventanas, muy altas en las paredes, se filtraba la luz. Aquí y allá, alrededor de la piscina, yacían algunas chicas indolentes que no tenían trabajo. Me miraron estudiando mi cara y mi figura, sin duda comparándolas con las suyas.
—La sala es muy hermosa —dije.
—De rodillas —me ordenó Sucha.
Me arrodillé.
—Eres Dina —me dijo—. Ahora eres una esclava de la Casa de las Piedras de Turmus. Ésta es una casa de comercio, bajo el estandarte y el escudo de Turia.
—En la plaza fuerte —continuó Sucha— hay cien hombres, cinco oficiales y cinco auxiliares: un médico, porteros, escribas, etc.
Las otras chicas se acercaron a mí, arrodillada ante Sucha. La mayoría de ellas iban desnudas. Todas llevaban collares turianos.
—Una nueva chica de seda —dijo una.
Yo me erguí. Me gustó que me vieran como una chica de seda.
—Hay veintiocho chicas en Piedras de Turmus —siguió diciendo Sucha—. Provenimos de diecinueve ciudades. Seis de nosotras hemos nacido en cautiverio.
—Es muy bonita —dijo otra chica.
Sonreí.
—Enseñadle que no tiene valor —dijo Sucha.
Una de las chicas me cogió del pelo y me tiró al suelo. Yo grité. Entonces las otras chicas me golpearon y me patearon. Grité retorciéndome en los azulejos.
—Ya basta —dijo Sucha. La paliza no había durado más que unos segundos, tal vez no más de cinco o seis. Su propósito no había sido otro que el de intimidarme. Yo alcé la mirada, horrorizada, mientras todavía me obligaban a agachar la cabeza cogiéndome del pelo. Me habían mordido en una pierna y sangraba.
—Soltadla —dijo Sucha—. De rodillas, Dina.
Me soltaron el pelo y me arrodillé.
—No tienes valor —me dijo Sucha.
—Sí, ama. —Estaba aterrorizada. Ni siquiera me atrevía a mirar a los ojos a las otras esclavas, pero podía sentir su fiereza, sentía que estaban dispuestas a ponerme bajo disciplina a la menor provocación.
A unos metros de distancia se oyó un entrechocar de hierros y una autoritaria voz de hombre. Todas, incluida Sucha, escuchamos con atención.
—La chica Sulda —dijo la voz— es llamada al diván de Hak Haran.
—Date prisa, Sulda —musitó Sucha—. A Hak Haran no le gusta esperar.
—Sí, ama —dijo una preciosa chica morena, sofocada la cara de placer. Se alejó a toda prisa.
—La esclava oye y obedece —dijo Sucha.
—Está bien —contestó el hombre.
—A mí nunca me llaman si no es al diván de Fulmius —dijo otra de las esclavas.
Las demás se rieron de ella.
—Dejadnos —dijo Sucha.
Las chicas se fueron, algunas dirigiéndome una última mirada.
—No les gusto —afirmé.
—Eres muy bonita —dijo Sucha—. Es normal que se sientan resentidas contigo.
—Creí que estarían domadas.
—Están domadas para los hombres, que son sus amos. Pero no entre ellas mismas.
—No quiero que me hagan daño.
—Entonces recuerda que eres una esclava de baja posición. Complácelas. Compórtate con cuidado entre tus hermanas de esclavitud.
—Sí, ama.
—Levanta. Sígueme.
—Sí, ama.
Yo sabía que generalmente se permitía que las esclavas establecieran sus propias leyes entre ellas mismas, y los amos no solían intervenir en estos asuntos. Las salas de esclavas podían ser auténticas junglas, generalmente bajo el dominio de la más fuerte y de sus secuaces. El orden casi siempre se imponía por la fuerza física. Las primeras chicas, que ya tenían su dominio asegurado, solían prescindir de establecer leyes entre las demás, dejando que ellas determinaran sus propias jerarquías. Las riñas entre esclavas son muy desagradables. Cuando se pelean gritan y ruedan por el suelo entre arañazos, mordiscos, patadas y tirones de pelo. Pero más vergonzoso aún es el hecho de que otras chicas encuentran divertidas estas reyertas y alientan a las contendientes. A veces una chica fuerte le ordena a otras dos esclavas que peleen hasta que venza una de ellas.
—Aquí está tu celda —dijo Sucha—. Por la noche serás encerrada aquí cuando no estés sirviendo a los hombres.
—Sí, ama.
Era una celda grande con una pequeña puerta de barrotes. Para entrar y salir había que ir a gatas. De esta manera la esclava no puede escapar corriendo, y es fácil encerrarla a latigazos. Y tal vez lo más importante sea que sólo puede entrar o salir de su «lugar» con la cabeza gacha y de rodillas, siendo esto un claro recordatorio de su situación de esclava. La celda medía unos tres metros de largo y uno de ancho por uno de altura, de forma que yo no podía estar de pie dentro de ella. Los únicos muebles que albergaba consistían en un colchón púrpura y una raída sábana de teletón.
—Confío en que encuentres satisfactoria tu sala.
—Sí, ama —sonreí. De hecho era la celda más lujosa que había visto. Era seca, y había un colchón. Aparte de ser encadenada a los pies de un hombre entre sus pieles, ¿qué más podía desear una esclava?
—Sígueme —dijo Sucha.
—Sí, ama.
Me llevó a otra sala. Al pasar junto a la piscina, me indicó las puertas de los almacenes.
—Ésta es la puerta trasera. Por aquí es por donde entramos. —Era una pequeña puerta de hierro.
—No hay picaporte a este lado —señalé.
—No —dijo Sucha—. Sólo puede ser abierta desde el exterior.
Miré al fondo del pasillo, a la otra puerta que estaba guardada por un soldado.
—¿Entonces por qué hay un guardia en el pasillo?
Sucha me miró.
—¿Es que no has visto las otras puertas?
—Sí.
—El soldado está para guardarlas.
—¿No está por nosotras?
Sucha se rió.
—Nosotras somos lo menos valioso de la fortaleza.
—Oh.
Seguí caminando detrás de ella, pero sin dejar de mirar por encima de mi hombro la pequeña puerta. Era muy sólida, y no podía abrirse desde nuestro lado. Más allá de ella, en el mismo pasillo, estaban las salas que almacenaban la mercancía realmente valiosa, la mercancía que protegían con soldados. Al caminar por el pasillo había pasado por varios de tales almacenes, todos cerrados pero sin guardia en la puerta. En ellos se guardaban las mercancías menos valiosas, las baratijas.
Sucha pasó junto a una sala pequeña y llegó a un corto pasillo que partía de la gran habitación. En el pasillo había una gran puerta de barrotes y otra puerta detrás de la primera. Desde aquellas enormes puertas había gritado el hombre que llamó a Sulda, la esclava, para el diván de Hak Haran. Pero ahora no había guardias ni soldados a la vista, aunque las dos estaban bien aseguradas con pesados cerrojos. Para cada puerta eran precisas dos llaves. Las puertas estaban separadas por una distancia de unos seis metros. Detrás de ellas se veía un ornamentado pasillo, lleno de alfombras y jarrones. Miré las dos pesadas cerraduras de la puerta más lejana.
—No se pueden forzar —dijo Sucha—. Son cerraduras de casquillo. El casquillo impide la entrada directa de un alambre o una ganzúa. Y además, dentro del casquillo hay una espita, un cono de metal que debe ser desenroscado antes de meter la llave, y ninguna ganzúa podría hacer saltar el casquillo.
—¿Hay alguna cosa en nuestras salas que pudiera servir como ganzúa, algo con la longitud suficiente como para intentarlo? —pregunté.
—No.
Me agarré con desmayo a los barrotes.
—Estás presa, esclava —dijo Sucha—. Vamos.
Me volví para seguirla, con una última mirada a los barrotes y las pesadas cerraduras. Sucha me condujo hasta la pequeña habitación junto a la que habíamos pasado antes. Era una habitación para que se prepararan las esclavas, y estaba llena de espejos. En ellos vi una preciosa chica de negros cabellos, desnuda y con un collar turiano, y me vi a mí misma seguida por una hermosa mujer de pelo negro y túnica amarilla, y un látigo en la mano.
Sucha me señaló una de las pequeñas bañeras, y las toallas y aceites.
—Eres una chica ignorante —dijo—. Ni siquiera sabes darte un baño.
Yo me sonrojé.
Entonces me lavaron y me secaron el pelo, que luego cepillaron sacudiendo todo el polvo del camino que lleva a Piedras de Turmus y del sudor de la tarde.
—Tengo hambre —dije.
—Siéntate en el suelo.
Yo me senté desnuda sobre los azulejos.
Ella arrojó ante mí una cuerda llena de anillos y campanas.
—Ponte las campanas.
Extendí el tobillo izquierdo y puse en fila las cuatro anillas, que se cerraban de arriba abajo con un pequeño cierre. Deslicé unas pequeñas barritas dentro de los cuatro cierres y los anillos se cerraron ajustándose a mi tobillo. En cada uno de ellos había cinco campanitas de esclava.
Miré las campanas, que ahora estaban atadas a mí.
No me atrevía a mover el pie por miedo a atraer a algún hombre.
—¿Puedes bailar desnuda? —preguntó Sucha.
—No conozco las danzas de una esclava —musité—. No puedo bailar.
—¿Sabes colocarte las sedas del placer?
—No, ama —dije bajando la cabeza.
—¿Conoces los perfumes y cosméticos de una esclava, y su aplicación?
—No, ama.
—¿Las joyas?
—No, ama.
—¿Conoces el arte de darle a un hombre el placer exquisito?
—No sé casi nada, ama. —Tenía miedo de mover los pies a causa de las campanas.
—¿Es que no te han adiestrado en nada?
—No sé casi nada, ama. Eta, una esclava, tuvo la gentileza de enseñarme las cosas más simples para poder complacer mínimamente a los amos y no ser azotada demasiadas veces.
—¿Quién fue tu último amo? —me preguntó Sucha.
—Tup Ladletender, un buhonero.
—¿Y antes de él?
—Thurnus del Fuerte de Tabuk, de la Casta de los Campesinos.
—¿Y antes?
—Clitus Vitellius, de Ar, de la Casta de los Guerreros.
—Bien —dijo Sucha.
—Pero fui suya por muy poco tiempo.
—¿Y antes de él?
—Dos guerreros —dije—. No sé quiénes eran, sólo sé que fui suya. —Sucha no cuestionó esto último. No es extraño que una chica ignore quién es su amo; puede ser capturada al atardecer, esclavizada a la noche y vendida por la mañana.
—¿Y antes?
—Era libre.
Sucha me miró riendo.
—¿Tú?
—Sí, ama.
Sucha se rió y yo me sonrojé. Vi que el collar me sentaba como algo natural.
—Sabes muy poco, o más bien nada, sobre las artes de una esclava —dijo Sucha—. No pareces saber nada acerca de los movimientos y las miradas, las posiciones, posturas y actitudes de una esclava, no hablemos ya de las técnicas, habilidades y sutilezas que pueden determinar el que los hombres te permitan vivir o no.
Yo la miré asustada.
—Pero eres bonita —añadió—, y los hombres son más tolerantes con las chicas bonitas. Tienes alguna esperanza.
—Gracias, ama —musité.
—¿Por qué no has movido el pie izquierdo?
—Por las campanas —murmuré.
—¿Qué pasa con las campanas?
—Me dan vergüenza —dije—. Con ellas me siento más esclava.
—Excelente —dijo Sucha. Luego dio una palmada—: ¡En pie, esclava!
Me levanté de un salto con un tintineo de campanas.
—Ve hasta el fondo de la habitación y vuelve.
—No, ama, por favor —supliqué. Ella alzó el látigo y me apresuré a obedecer. Cuando volví, y para mi desmayo, ella me tocó.
Giré la cabeza y me mordí el labio llena de vergüenza.
—Excelente —dijo—. Un simple tintineo de campanas, y estás preparada para los brazos de un hombre.
—Por favor, ama —rogué.
—Eres una zorrita caliente —dijo—. Arrodíllate ante el espejo.
Yo obedecí.
—Existen ciento once tonos básicos de barras de labios para una esclava, y dependen del estado de ánimo del amo.
—Sí, ama.
Más tarde, muchas de las otras esclavas se reunieron con nosotras en aquel tocador, ya que todas debíamos servir durante la cena. En las fortalezas goreanas es costumbre, si no están sitiadas, que la tarde sea un tiempo de placer para los hombres.
—Dentro de cinco ehns —gritó un hombre desde el exterior— deberéis estar en la sala de la fiesta.
Las chicas se agitaron nerviosas, dándose los toques de última hora, ajustando las sedas y los adornos. Algunas se maquillaban. Dos de ellas casi se pelean por un pequeño estuche de sombra de ojos, pero Sucha restalló el látigo entre ellas y las separó. Sulda estaba radiante cuando volvió del diván de Hak Haran; se estaba pintando los labios. Las chicas alisaron sus sedas.
Me miré al espejo y vi a una chica increíblemente bonita atada con una cuerda de seda roja, maquillada, perfumada, de aire dulce y vulnerable, con pulseras y brazaletes y cuentas doradas en su collar turiano.
—Es muy hermosa —murmuré. Sucha me había ayudado mucho.
—Demasiado hermosa para ser la esclava de un buhonero —sonrió Sucha.
—¿Cuáles son mis obligaciones?
—Exquisita belleza y obediencia absoluta —dijo Sucha.
Oí el sonido de una barra de metal en la puerta que daba a las habitaciones de las esclavas.
Las chicas estaban asustadas. Incluso Sucha parecía asustada.
—¡Deprisa! —nos urgió—. Deprisa.
Salimos del tocador y nos dirigimos ligeras hacia las puertas. Pronto atravesamos las dos puertas y nos encontramos descalzas sobre las alfombras del pasillo flanqueado de jarrones, apresurándonos a dar placer a nuestros amos.