2. EL SÉQUITO

Sentí que, rudamente, alguien me volvía cara arriba. «Veck, Kajira», decía una voz áspera. Miré asustada. Grité de dolor. Una punta metálica se posó sobre mi cuerpo, entre mi cadera izquierda y el vientre. La punta de la lanza se levantó al tiempo que recibía un duro golpe en el muslo derecho con el otro extremo del asta. Al llevarme la mano a la boca, él me la apartó de una patada; calzaba una alta sandalia atada con cintas a su pierna; era recia, parecía una bota abierta. Llevaba barba. Estaba tendida entre sus piernas. Alcé la vista hacia él, aterrorizada.

No estaba solo. Tras él había otro hombre, a corta distancia. Vestían sendas túnicas rojas; de sus cinturas colgaban sendas espadas envainadas; cada uno llevaba en el cinturón un cuchillo adornado. El hombre de atrás tenía una adarga de cuero trenzado y metal, y una lanza de cuya hoja colgaba un penacho de pelo oscuro y arremolinado; llevaba alrededor de su cuello un collar de dientes de algún animal carnívoro. El que se hallaba frente a mí había dejado casco y adarga a un lado; estos yelmos debían de cubrir la cabeza entera y la mayor parte de la cara, con una abertura en forma de Y. El cabello de ambos era largo; el del primero atado por atrás con un estrecho pedazo de ropa doblada.

Me escurrí de entre los pies del hombre que se alzaba sobre mí, retrocediendo. Nunca había visto un hombre semejante. Me sentí tan vulnerable. Se veían poderosos, fieros. Me acuclillé. La cadena colgaba de mi collar. Me quedé quieta y traté de taparme como pude con mis manos. No me atrevía ni siquiera a hablar.

Uno de los hombres me ordenó algo con un gruñido. Movió su mano, airadamente. Yo aparté las mías de mi cuerpo. Me di la vuelta, todavía en cuclillas. Comprendí que querían mirarme. El de la barba se me acercó. No me atrevía a mirarle a los ojos. No podía concebir tales hombres. Mi mundo no me había preparado para entender que tales hombres existieran.

Vi la negra correa de cuero amplia y brillante que cruzaba su cuerpo, a la que se sujetaba la espada que pendía de su cintura. Vi las gruesas fibras rojas rudamente tejidas de su túnica. Supe que iba a levantarme en sus brazos para estrecharme contra su pecho con tal fuerza que la correa y las fibras de su túnica se imprimirían en mis pechos.

Sentí la punta de su daga bajo mi barbilla. Dolía. Me pinchó. Chillé, levantándome casi de puntillas. Luego me quedé de pie ante él, derecha, tan derecha como no lo había estado nunca en mi vida.

Entonces el hombre retrocedió un paso y ambos me inspeccionaron, completamente, caminando a mi alrededor. Hablaban de mí cándidamente. No podía comprender su diálogo. Mi barbilla se mantenía erguida, tal y como la dejó la punta de la daga. Temblé. Oí el leve movimiento de la cadena en la abrazadera del collar. Me pregunté cuál sería la condición de las mujeres en este mundo, un mundo en el que habitaban hombres de este tipo.

Completar su examen les llevó varios minutos. No se daban prisa.

Ahora estaban ambos ante mí, uno un poco más atrás, mirándome.

Sentía el peso del collar en mi clavícula; la cadena colgaba entre mis pechos; sentía anillas sobre mi cuerpo. Me mantenía inmóvil.

El de la barba se me acercó. Me golpeó sin más con su mano derecha, un rápido, salvaje bofetón. Salí despedida, rodando, hasta el extremo de la cadena, que me frenó cruelmente por el cuello arrojándome al suelo. Mi labio y mi mejilla se cortaron. Me pareció que me explotaba la cabeza. Noté el gusto de la sangre.

El hombre bramó una de sus órdenes. Desesperada de pánico, con una sacudida de la cadena, corrí de nuevo a mi sitio poniéndome ante ellos tan derecha como pude, con la barbilla alzada, exactamente como estaba antes.

Me pregunté otra vez cuál sería la situación de las mujeres entre tales hombres.

No me volvió a golpear. Le había aplacado con mi obediencia.

Me volvió a hablar. Le miré a los ojos. Nuestras miradas se cruzaron por un momento. Me arrodillé.

El otro hombre me hizo bajar el torso hasta posarme sobre mis talones. Tomó mis manos y me las colocó sobre los muslos. Alcé la vista hacia ellos. Soy morena, mi pelo es de un castaño muy oscuro al igual que mis ojos, de complexión ligera; mi figura, aun sin ser de formas muy remarcadas, es atractiva.

Los hombres me contemplaban desde arriba. Por aquel tiempo llevaba el pelo corto. Sentí la punta de la espada bajo mi barbilla, la enderecé, quedando mi cabeza bien levantada.

Mi nombre es Judy Thornton, y soy licenciada en inglés y poetisa.

Estaba arrodillada ante unos bárbaros, desnuda y encadenada.

Estaba terriblemente asustada.

Me arrodillé exactamente donde ellos me ordenaron, apenas atreviéndome a respirar. Temía moverme lo más mínimo. No quería ser golpeada de nuevo, irritarles u ofenderles lo más mínimo. No sabía cómo podían reaccionar aquellos poderosos y terribles hombres, tan impredecibles y primitivos, tan distintos a los hombres de la Tierra, si no les complacía enteramente. Me decidí a no darles ningún motivo de enojo. Decidí darles mi obediencia absoluta. Así me mantuve sin moverme, de rodillas ante ellos. Sentí el viento removerme el cabello de la nuca.

El hombre dijo algo. No le comprendía.

Entonces, con el mango de su lanza, para mi horror, me separó bruscamente las rodillas.

No pude evitar un gemido al sentirme tan indefensa, en aquella postura.

La posición en la que me encontraba, de rodillas ante ellos, era la que después conocería como la de la esclava goreana del placer.

Satisfechas ya, las bestias me dieron la espalda. Algo les mantenía ocupados cerca de la roca. Parecía que buscaban algo. En un momento dado, el de la barba se me acercó. Dijo algo. Era una pregunta. La repitió. Yo miraba al frente, aterrorizada, con los ojos llenos de lágrimas.

—No sé —murmuré—. No entiendo. No sé lo que quiere.

Se fue otra vez y volvió a empezar su búsqueda. Al cabo de un rato, airado, regresó para mirarme. Su compañero iba con él.

—¿Bina? —dijo bien claramente—. Bina, Kajira. ¿Var Bina, Kajira?

—No sé lo que quiere —susurré—. No le entiendo.

De pronto, salvajemente, me golpeó la boca con el dorso de su mano derecha. Salí despedida, cayendo sobre la hierba. Fue un revés violento, me dolió mucho más que el primero. No podía dar crédito a su rudeza, a su fuerza, a su rapidez. Me hizo perder el mundo de vista; me quedé sosteniéndome sobre las manos y las rodillas, con la cabeza gacha. Escupí sangre sobre la hierba. ¿Cómo me pudo golpear así? ¿Es qué no sabía que yo era una mujer? Me arrastró por el collar ante sus rodillas, repitiendo su pregunta mientras me sujetaba el pelo con ambas manos.

De otro golpe me lanzó al suelo, donde quedé recostada, aterrorizada. Con un rápido movimiento se quitó el cinturón de cuero, dejando a un lado las armas. Luego oí el silbido del látigo en el aire. Me hacía chillar de dolor mientras me azotaba una y otra vez, con saña. Después se detuvo, irritado. Ni siquiera fui capaz de alzar la cara, sólo era capaz de llorar, cubriéndome aún la cabeza con las manos, la cadena oscilando entre mis piernas, bajo mi cuerpo.

Le oí colocar las armas de nuevo en el cinturón y atárselo a la cintura. No le miré, continuaba sollozando, encadenada, y temblando. Haría cualquier cosa que él me pidiera, cualquier cosa.

Los dos hombres se consultaron. Horrorizada, vi como el de la barba se me acercaba, desenvainando su espada. No decía nada. El otro se agachó detrás de mí; con la mano izquierda me agarró el pelo echándome la cabeza hacia atrás, mientras que con la derecha empujaba el collar hacia arriba. Olía. Mi yugular sobresalía bajo el círculo metálico.

Noté la fina hoja de su espada en mi cuello.

—¿Var Bina Kajira? —inquirió—. ¿Var Bina?

—¡No me maten! —imploré—. ¡Haré lo que ustedes quieran! ¡Tómenme! ¡Soy suya! ¡Soy su cautiva, su prisionera! ¡Utilícenme para lo que deseen! ¿Es qué no soy bella? ¿No les puedo servir? ¿Es qué no les puedo complacer? —Y, con una voz que salía desde lo más profundo de mi ser, exclamé—: ¡No me maten! ¡Quiero ser su esclava! ¡Seré su esclava! ¡Déjenme serlo! ¡Deseo ser su esclava!

Me estremecí de horror por lo que acababa de decir, por el desaliento, el escándalo que entrañaba tal afirmación. Pero insistí con resolución, con la cabeza hacia atrás fuertemente sujeta por su mano.

Noté el filo de la espada en mi cuello. A través de su acero percibía la mano del hombre que la sostenía, lista para actuar. Mi garganta iba a ser cortada.

Pero se detuvo. Se separó de mi cuello. El hombre miraba a lo lejos. Entonces yo también lo oí. Un hombre cantaba con desenfado una melódica y repetitiva canción.

Molesto, el de la barba envainó su espada. Ambos blandieron el escudo y la lanza; el de atrás se colocó el casco.

Volví a colocarme de cuatro patas sobre la hierba. Casi no me podía mover. Vomité. Intenté inútilmente zafarme del collar y la cadena. Si solamente hubiera podido correr, o huir arrastrándome… Pero estaba firmemente atada.

Torpemente levanté la cabeza. El individuo se acercaba sin prisa. Parecía estar de buen humor. Cantaba feliz con una voz plena. Su pelo era negro y abundante. Vestía como los otros, armado del mismo modo. Cargaba un zurrón en el que supuse habrían víveres y una cantimplora. Llegó cantando y sonriendo, pero los otros no parecían muy contentos de su aparición. Su túnica era algo distinta, tenía una marca sobre el hombro izquierdo que los otros no tenían. Para mí eran diferencias sutiles, pero tal vez no lo fueran para quien las pudiera interpretar correctamente.

El hombre dejó de cantar a unos veinte metros de nosotros y se detuvo risueño. Les saludó levantando la palma de su mano derecha, mientras con la otra sujetaba la lanza con los objetos que de ella colgaban.

—¡Tal, Rarius! —dijo el barbudo.

El recién llegado se quitó la cantimplora del cinturón y descargó su zurrón.

El de la barba agitó con desdén su mano, hablando airadamente. Le estaba ordenando que se alejara. Señaló a su compañero: eran dos. El otro sonrió, dejando la lanza sobre el suelo y aflojando su casco.

El barbudo se colocó entonces el suyo, ocultando sus rasgos.

Sin la más mínima hostilidad, el hombre se fue acercando, como casualmente.

De nuevo se le indicó que se alejase. Él de nuevo, sonrió.

Los tres hablaron entre ellos. Nada pude entender. El recién llegado hablaba muy relajadamente; una vez se golpeó el muslo al reírse. Los otros dos parecían más nerviosos, el que no llevaba barba sacudía su lanza.

El recién llegado no le prestó atención. No les miraba a ellos sino a mí. Me sonrió.

Sin quererlo, me sonrojé. Bajé la cabeza. Estaba furiosa. ¿Por quién me tomaría? ¿Por una esclava encadenada, cuya belleza iba a pertenecer al más fuerte, o al más poderoso, al más rápido con la espada, o al mejor postor?

Me señaló. Habló. El de la barba volvió a gruñir, agitando su brazo, ordenándole que se fuera. El nuevo se rió, provocando que gesticulara más aún. Me miró más de cerca y pronunció una palabra que ya había oído antes, la que me habían dicho después de haberme azotado, cuando mantenían mi cabeza sujeta con la espada en mi garganta. Enderezando la cabeza me arrodillé, la cadena colgando frente a mi cuerpo, sobre la hierba. Me apoyé sobre los talones con la espalda bien derecha, las manos sobre los muslos, la cabeza alta y mirando al frente. Eché los hombros hacia atrás, los pechos hacia delante. No olvidé la posición de mis rodillas, las abrí tanto como pude, como sabía que ellos querían. Me arrodillé ante ellos en la postura más elegante y sumisa en la que un hombre podía colocar a una mujer.

El recién llegado habló con decisión. Los otros dos replicaron con enojo. El primero, lo veía por el rabillo del ojo, me señalaba; sonreía. Me hizo estremecer. ¡Me pedía! ¡Les estaba diciendo que me entregasen a él! ¡Cómo le odié, por su atrevimiento, y al mismo tiempo, cómo me complacía! Los hombres se rieron; yo me asusté. ¡Eran dos contra uno! ¡Debía escapar, salvar su vida!

—¡Kajira canjellne! —dijo. Aunque me señalaba a mí con su lanza, no quitaba el ojo de los dos hombres.

El de la barba le miró furioso.

El recién llegado retrocedió unos pasos. Se agachó para recoger un puñado de hierba que empezó a masticar.

El barbudo se me acercó. De su túnica sacó una fina tira de cuero negro. Se inclinó a mi espalda para atarme de manos y pies, al tiempo que abría mi collar con una enorme llave. La sentí girar bajo mi oído izquierdo, sobre mi cuello. Una vez abierto lo dejó sobre la hierba, junto con la cadena. ¡Al fin me había librado de él! Lo pude ver por primera vez, era tal como lo había imaginado.

Pero estaba atada, indefensa. Inútilmente intenté deshacerme de mis ligaduras.

El de la barba me levantó sin esfuerzo. Yo no pesaba nada para él. Miró al extraño, que se hallaba a unos metros.

—¿Kajira canjellne? —preguntó. Estaba claro que le ofrecían la posibilidad de retractarse. Quizás había un error, un malentendido…

El otro asintió con la cabeza. No, no había ningún error.

Entonces el primero trazó un círculo con su espada en el suelo. Me dejó ahí; yo me arrodillé. Tuvieron un corto diálogo, como si establecieran ciertas normas.

El extraño se incorporó. Se colocó el casco y preparó sus armas. En su mano derecha empuñó la espada. Ésta era de bronce, ancha en su base y de punta muy afilada, deduje que debía ser un arma realmente peligrosa; dudé que sus escudos fueran lo suficientemente resistentes para protegerles de un ataque frontal de una espada así. Sin duda, con un arma semejante, se podía atravesar sin esfuerzo el cuerpo de un hombre.

Los dos hombres intercambiaron algunas palabras. El que no tenía barba avanzó unos pasos con el escudo en su brazo y la espada en la mano. Se paró ante el extraño.

Ninguno se movía. Pasaron largos minutos. Entonces, de repente, el extraño, hundió el asta de su lanza en el suelo, riendo.

—¡Kajira canjellne! —exclamó con una carcajada.

Era el ritual del tiro de lanza.

La del que fuera mi guardián salió despedida tras chocar contra el escudo del extraño, clavándose inútil en el suelo. La del contrincante consiguió hundirse en su escudo; entonces, con un veloz movimiento, sin darle tiempo a deshacerse de él, agarró la lanza por el asta, alzándola en el aire y derribándolo a sus pies. La espada del recién llegado se hundió sin piedad en la garganta de su oponente, bajo su casco.

Dejando a un lado su propio escudo, con la espada en ristre, aguardaba en pie.

El otro, enfurecido, desenvainó desafiándole, y en un instante ambos estaban enzarzados en un terrible cuerpo a cuerpo.

En mi horror, comprendí que no eran humanos, no lo que yo entendía por humanos. Eran guerreros brutales, bestias.

El miedo me hizo gritar.

Siempre había tenido miedo de las hojas metálicas, incluso de un simple cuchillo. Ahora me encontraba, de rodillas, desnuda e indefensa, ante dos hombres fieros, fuertes y expertos en el arte de blandir el acero.

Peleaban.

Uno de ellos retrocedió, gruñendo, cayendo de rodillas para quedar tendido, retorciéndose de dolor, sobre la hierba, con ambas manos en el vientre y la espada abandonada a un lado.

El extraño también retrocedió, con su espada ensangrentada para observarlo mejor.

El barbudo, desde el suelo, levantó el escudo.

El extraño se dirigió hacia el escudo de su primer rival para extraer su lanza. Su enemigo yacía doblado sobre sí mismo; se mordía, sangrando, el labio superior para no chillar de dolor; sus manos plegadas sobre su medio partido cinturón, la hierba teñida de rojo a su alrededor.

En el instante en que el vencedor arrancaba su arma del escudo, el barbudo se levantó, gritando salvajemente, corriendo hacia él con la lanza en la mano.

Antes de que yo pudiera reaccionar, el extraño ya se había puesto en guardia. En el momento en que el grito de terror escapaba de mis labios, la lanza pasó rozando el casco del extraño, quien se apartó del escudo. El de la barba palideció. El otro no corrió hacia él, sino que se mantuvo en su posición, en guardia. Con su espada hizo un gesto indicando que la lucha recomenzaba.

Con un alarido de rabia, el barbudo se le acercó corriendo, protegiéndose con el escudo y la espada horizontal. El extraño ya no estaba ahí. Dos veces más atacó, pero su rival parecía desaparecer del punto donde se debía de haber producido el choque. A la cuarta embestida, éste se hallaba detrás de él, a su izquierda. Se miraron, desafiantes.

La lucha se volvió a entablar.

Entonces me di cuenta, como no lo había hecho antes, de la habilidad del extraño. Se había reservado hasta el final, y con un sutil y experto golpe dejó a su rival tendido, mirándole humillado, comprendiendo que si no había acabado ya con él era porque había decidido dejarlo con vida. Atada, de rodillas en el círculo, me alegré de comprobar que el extraño era en realidad el amo de los otros dos. Con toda la autoridad de su mirada, le obligó a desarmarse y a cargar con el cuerpo de su compañero, no sin haber dejado antes también sus armas a un lado. Con él a cuestas, se alejó lentamente.

El extraño permanecía en pie, observando su partida hasta que desaparecieron en la distancia.

Terminó de arrancar su lanza del escudo, la enarboló como un estandarte. Luego se sentó junto a él.

Y me miró.

Empezó a acercárseme lentamente. Estaba aterrorizada.

Se detuvo ante mí.

Jamás me había sentido tan asustada. Incliné mi cabeza a sus pies. Permanecía de pie, sin moverse. Yo era terriblemente consciente, indefensa, de su presencia. Esperaba que hablase, que me dijera algo. ¡Tenía que comprender mi terror! ¿Es que no se daba cuenta, ante mi cuerpo desnudo y atado, de mi total vulnerabilidad? Yo esperaba que dijera alguna palabra amable, algo que me tranquilizase. Temblaba. No dijo nada.

Yo no alzaba la cabeza. ¿Por qué no hablaba? Cualquier hombre bien educado, tras advertir mi belleza, hubiera tratado de consolarme, de sacarme del trance en el que me encontraba.

Se quitó el yelmo, lo dejó a un lado sobre la hierba. Sentí su mano en mi cabello, sin crueldad, pero con firmeza. Luego sentí como me echaba hacia atrás la cabeza, con la mano sobre mi rodilla, hasta hacerme tocar el suelo con ella; quedé con la espalda arqueada, mirando hacia el cielo asustada. Estaba examinando toda mi belleza. Siempre me había sentido orgullosa de ella. Luego me tendió, de costado, para examinar mi perfil. Yacía sobre el lado derecho. Dio unos pasos a mi alrededor, observándome. Me enderezó los pies, para así poder verme completamente extendida. Entonces se agachó a mi lado. Sentí su mano en mi cuello. Con su pulgar recorrió la marca que el collar me había dejado. Me escocía. Pero no era una herida profunda. Me palpó el brazo, el antebrazo y los dedos, moviéndolos. Pasaba sus manos firmemente por mi cuerpo, siguiendo sus curvaturas. Me colocó una mano en la espalda y la otra en el tórax para sentir mi respiración. Luego sobre mi muslo; me hizo flexionar la pierna. No era precisamente lo que un caballero hubiera hecho. Nunca anteriormente un hombre me había tocado como él lo hacía; ningún hombre en la Tierra, estaba segura, hubiera actuado de este modo. Me sentía examinada como un animal. En un momento determinado me hizo abrir la boca introduciéndome en ella dos dedos de cada mano; me examinaba la dentadura. Tengo los dientes bonitos, pequeños y bien alineados, aunque con dos empastes ya que había tenido caries. Se fijó en ello, pues, como más tarde pude saber, era uno de los rasgos para determinar el origen terráqueo. También supe que no era la primera mujer terrestre que veía. Y aprendí también que los goreanos no padecían de caries; seguramente debido a una dieta más adecuada, sin azúcares, y a su cultura. Una cultura en la que el concepto de edad no iba unido al de deterioro. Después me recostó sobre el otro lado para seguir examinándome.

Me horrorizaba la franqueza, la simplicidad con la que me trataba.

¿Es que me tomaba por un animal? ¿Se creía que era únicamente de su propiedad?

Me dijo algo. Noté su aliento sobre mi cara. Temblé.

—No le entiendo —dije—. Por favor, desáteme.

Pareció satisfecho, o más bien resignado, con mi reacción. Entendió que no podía comunicarse conmigo, que no podíamos hablarnos. Se alzó sin mirarme. Evidentemente, no estaba contento. Yo me encogí de hombros, enojada. ¡No era culpa mía si no nos entendíamos! Pero agaché la cabeza, humillada, mientras él recorrió el campo, el círculo, la roca con su mirada. Me sentí tan pequeña, sola en la hierba…

Al rato, tras haber examinado el terreno, tal vez buscando la clave de mi presencia allí, el desconocido me miró otra vez.

Levanté la vista hacia él, temblando.

Me agarró por el pelo y me dobló sobre el vientre a sus pies. Le oí desenvainar la espada.

—¡No me mate! —grité llorando—. ¡No me mate, se lo ruego!

Aterrorizada, escuché como su espada cortaba con toda facilidad el cuero que me ataba los tobillos.

Luego me dejó, cargó con sus cosas y se marchó sin mirarme.

Observé su partida; desentumecí los pies, con las manos aún firmemente atadas a mi espalda. El cielo se oscurecía. Me sobresalté al ver tres lunas aparecer en el horizonte. El hombre estaba ya lejos.

Corrí tras él.

—¡Deténgase, por favor! ¡Espéreme! —grité.

Jadeando, le seguí; tropecé, me caí varias veces.

Se volvió. Me detuve sin aliento, a unos doscientos metros de él. Mas diome la espalda para continuar su marcha. Empecé a correr otra vez. De nuevo se volvió, al tiempo que yo, instintivamente, agachaba la cabeza. Continuó su camino, y por dos veces repetimos la misma operación; yo bajaba siempre la cabeza, hasta que, finalmente, se me acercó, deteniéndose a un metro de mí.

Me contempló durante unos minutos; tras esto se quitó el yelmo, cogió su zurrón y su cantimplora y me los colgó al cuello. Después, ajustando las correas, me colocó el escudo en la espalda. Vacilé bajo su peso. Luego, con el yelmo en la mano, prosiguió la marcha.

Durante cuatro horas caminamos sobre la hierba.

De vez en cuando me caía, no podía soportar la incesante marcha bajo el peso del escudo. Hasta que me desplomé exhausta. Se me acercó. Me miró furiosamente, al tiempo que se desabrochaba el cinturón. ¡Iba a azotarme! Me levanté de un salto. Se colocó de nuevo el cinturón y prosiguió su camino. Volví a andar tras él.

Hacia el amanecer cruzamos varios riachuelos; algunos árboles aislados, de copa plana, iban apareciendo en el paisaje. Nos paramos bajo un grupo de ellos, junto a un pequeño arroyo. Me quitó la carga. Me desplomé, inconsciente. Debió de durar unos segundos; me despertó con una sacudida. Luego me dio de comer unos pedazos de carne seca; me di cuenta de cuán hambrienta estaba. Me incorporó, haciéndome sentar sobre la hierba. Me dio de beber. Bebí con delirio. Luego me recosté, él me levantó en sus brazos y me colocó junto a un arbusto, al cual me amarró por el tobillo. Al instante me quedé dormida.

Me pareció que estaba en mi propia cama, cálida y placentera.

Cuando desperté, vi que me encontraba en el bosquecillo, en un mundo extraño. Hacía calor, el sol estaba alto, filtrándose entre las ramas. Mis muñecas estaban libres, aunque seguía desnuda, atada por el tobillo al arbusto. Sentada, observé al hombre. Estaba absorto en la tarea de engrasar, con un fino aceite, la hoja de su espada. No me miró. Me enojé; yo no era tan insignificante como para ser ignorada así, especialmente por un hombre. ¡Ellos que siempre se habían mostrado solícitos a mi menor capricho!

No me daba cuenta de que, en este mundo, éramos nosotras quienes debíamos obedecerles, complacerles, cumplir exactamente cualquier orden que de ellos proviniera.

Le miraba.

Era atractivo. Me pregunté si sería posible establecer algún tipo de relación significativa con él. Para esto debía aprender por supuesto, a respetarme como mujer.

Al finalizar su tarea, dirigió su mirada hacia mí.

Yo le sonreí. Quería que fuéramos amigos. Él se palmeó el tobillo, señalándoselo con el dedo, ordenándome que acudiera.

Me dispuse a desatarme el lazo que me sujetaba el pie. Con una áspera orden, me indicó que debía deshacer primero el nudo que me unía al arbusto. Sin duda me tomaba por una estúpida, como si no supiera que la última atadura que debía ser desechada era la de mi propio cuerpo. Pero yo venía de la Tierra y no conocía estos asuntos. Me costó, y tuve miedo de estarme retrasando demasiado. Mas él esperó paciente; sabía que sus nudos no eran nada fáciles.

Me ordenó situarme ante él, a su derecha. Le sonreí, pero él me respondió con dureza. Inmediatamente me coloqué en la postura que tan dramáticamente aprendí el día anterior, es decir, la espalda bien derecha sobre los talones, manos sobre los muslos, cabeza alta, y rodillas bien abiertas. Entonces me miró satisfecho.

¿Cómo podía yo entablar amistad con él, arrodillada de aquel modo? ¿Cómo podía hacer que me respetase como persona, que me considerase su igual?

Me tuve que inclinar para recoger con la boca el pedazo de carne que me ofrecía; no me permitió cogerla con la mano.

¡Qué miserable me sentía, en un mundo en el que no se me permitía alimentarme por mí misma!

Luego me dio a beber de la cantimplora.

Atardecía. Se tendió a dormir. Yo no dejé mi postura. No tenía permiso. Quizás me mantenía así para disciplinarme. No lo sabía. Tenía miedo a romper la posición, él podía despertar y darse cuenta; o tal vez me estaba observando con los ojos entrecerrados. Pero, en mi corazón, yo sabía que si no rompía la posición era porque no tenía permiso para ello. Le temía. Temía romper la posición. Le obedecía.

Debí de mantenerme así, en esta postura tan simbólica de la subyugación femenina por más de dos horas. Se despertó. Me miró, pero no me ordenó descansar. Le vi prepararse para la marcha, cargando él mismo con el escudo, la cantimplora y el zurrón. ¿Es que no me iba a permitir que se los llevase?

Tras eso, con un chasquido de dedos, me permitió relajarme. Moví mis miembros, agradecida, me desentumecí. Vi que me observaba. Avergonzada, me detuve. Pero, a una orden suya, continué. Él me miraba mientras yo estiraba lujuriosamente mi cuerpo, mientras me frotaba las piernas para restablecer la circulación. Y me di cuenta de que no estaba realizando todos estos movimientos del mismo modo que los haría si hubiese estado sola, sino que me estaba comportando como una hembra ante él. Me miró, risueño. Me ruboricé. Enojada, me tumbé sobre la hierba.

Miré al cielo; había oscurecido. El hombre al que yo pertenecía se alejaba. No tuve miedo de que no regresara, sabía que no estaba enfadado conmigo; lo había visto en su mirada y en su sonrisa.

Percibí su regreso. Me recosté sobre mi codo. Estaba en pie junto a mí.

Alcé mi mirada hacia él.

Pero no me ordenó arrodillarme; no me obligó a separar las rodillas.

Con un gesto, me indicó que me levantase. Así lo hice.

Después hizo desaparecer las pocas señales que dejamos en el lugar. No habíamos encendido fuego.

Luego se quedó inmóvil, apoyándose en su lanza, sin prestarme atención. Yo estaba allí, simplemente, a la espera.

Mi mente caviló con rapidez. Contrariamente a ayer, que viajamos a la luz del día para pasar la noche bajo ese bosquecillo, hoy partíamos a oscuras sin dejar rastro. Esto me hizo pensar que tal vez nos encontráramos en una región hostil. Me estremecí; miré con temor a mi alrededor, a las sombras de los árboles. ¿Habría enemigos al acecho? ¿Seríamos objeto de algún ataque, de alguna emboscada? Se oyó un crujido que le hizo ponerse en guardia. Estuve a punto de chillar de horror; intenté agarrarme a su pierna izquierda, pero él me apartó con la base de su lanza. Caí de espaldas sobre la hierba. Retrocedí, aterrorizada. El empujón no fue nada suave. Luego me acurruqué detrás suyo. Si hubiera tenido algún arma civilizada, un pequeño revólver, por ejemplo, me hubiera sentido menos asustada; pero sólo le tenía a él y a su acero, entre mí y el tenebroso crujido. Me llevé la mano a la boca. Lo vi emerger del arbusto en la oscuridad. Pensé, primero, debido a su sinuoso movimiento, que se trataba de una enorme serpiente; pero no lo era. Luego pensé en un gran reptil. Pero, cuando la luna cayó sobre él, vi, en lugar de escamas, un grueso y largo pelo rizado. Sus ojos brillaban como centellas. Gruñía y resoplaba. Tenía patas. Se acercaba sinuosamente, emitiendo silbidos. El hombre le habló con suavidad, su lanza encarándole. Giró a nuestro alrededor; el hombre también le seguía, siempre apuntándole con la lanza. Después la bestia desapareció en las sombras. Yo me desplomé a sus pies, temblando. Él no me amonestó; no fui castigada. Él actuó sin temor ante el monstruo; y no porque fuera simplemente valiente, o tuviera experiencia en la caza de semejantes animales, sino porque, como más tarde comprendí, conocía bien sus hábitos. La bestia no quería convertimos en su presa; en realidad, andaba tras otro animal, algún tipo de antílope, y nosotros no habíamos sido más que un estorbo en su camino. Estos animales son unos cazadores obstinados, y a menudo se les utiliza como rastreadores. Una vez tras un rastro, lo seguían infatigablemente. Su tenacidad, aparentemente era la causa de su supervivencia. Afortunadamente, no fuimos lo que primero olfateó en su cacería; de haber sido así, la situación hubiera sido muy distinta. Eslín era el nombre de aquel animal.

El hombre levantó la cabeza y miró a lo lejos, a través de los árboles.

Se dio la vuelta y emprendió la marcha. Le seguí sin demora.

No caminamos mucho.

Se giró hacia mí, indicándome que permaneciera inmóvil y en silencio.

En la oscuridad se nos aproximaban unas veinte antorchas. Estaba asustada, sin saber con qué tipo de gente íbamos a encontrarnos.

Era un cortejo de unos setenta u ochenta individuos. Su línea de marcha era de unos cuarenta o cincuenta metros de longitud, por unos diez de anchura, flanqueada por unos diez hombres armados a cada lado. Éstos llevaban las antorchas. Otros cinco, también armados, lo precedían; y unos diez o doce más ocupaban posiciones en el centro. Dos plataformas eran llevadas a hombros por unos diez hombres, y, más atrás, avanzaba un carromato tirado por dos extraños animales, como bueyes, que a su vez eran conducidos por otros dos hombres. Tanto los hombres que cargaban las plataformas como los que guiaban los animales, no iban vestidos de un modo distinto a los guerreros.

El cortejo se acercaba. Nos escondimos entre unos árboles. No parecía sorprendido con el encuentro, más bien era como si ya lo supiera, como si lo estuviera esperando.

Iban a pasar muy cerca de nosotros, de nuestro escondite, en el que nos agazapábamos en silencio.

Cuando estaban junto a los árboles, pude distinguir unas cinco figuras de mujer en la primera de las plataformas. En la segunda había algunos cofres y cajas cubiertos con un material brillante; en el carro otras cajas de apariencia más tosca junto a objetos de acampada, armas y bidones.

Retrocedimos algo más hacia el interior del bosquecillo.

Mi guardián dejó a un lado sus armas y se colocó detrás mío, con sus manos sobre mis hombros. A la luz de las antorchas, contemplamos el paso del cortejo.

Me estremecí ante la visión.

La vanguardia de la procesión se nos acercaba. Me di cuenta de cuán distintos a los humanos eran estos seres.

Pude ver sus armas. Sus túnicas escarlatas, cascos y escudos no tenían la misma forma, ni estaban decorados del mismo modo que los del hombre al que yo pertenecía, el bárbaro que me sujetaba por los hombros.

Parecía que quería evitar ser visto.

De repente, quise chillar. Me quedé congelada. Su mano izquierda me cubría la boca, mientras sentía en mi garganta la fría hoja de su cuchillo. No podía emitir un sonido ni moverme en lo más mínimo.

¡Quizás estos hombres de los que se ocultaba podían rescatarme! ¡Quizás me salvarían! ¡Quizás encontrarían el modo de devolverme a la Tierra!

Me fijé en las mujeres que transportaban en la plataforma. Eran muy bellas. Era obvio que esos hombres las trataban con el respeto apropiado, con reverencia, no como animales.

Tuve la intención de chillar, pero su mano, tal vez intuyéndolo con anticipación, sujetó aún con mayor firmeza mi boca. Tenía un cuchillo en el cuello. ¿Qué podía hacer, sino permanecer totalmente inmóvil y en silencio? Sentía su filo sobre mi garganta.

La vanguardia del cortejo pasó ante nosotros.

Vi el palanquín con las mujeres. Eran cinco chicas. Cuatro de ellas vestían blancos trajes de corte clásico, sin mangas. Extrañamente, teniendo en cuenta la elegancia de su indumentaria, iban descalzas. Eran morenas y, en mi opinión, de gran hermosura. En sus cuellos me pareció distinguir un collar dorado, así como un brazalete igual en sus muñecas. Se encontraban recostadas o arrodilladas alrededor de un trono instalado en la plataforma. Ahí, grácilmente sentada, había otra chica, cuyos rasgos no pude distinguir porque traía la cara cubierta con un velo. Me quedé maravillada ante el esplendor de sus ropajes, multicolores y brillantes. También llevaba medallones de oro y piedras preciosas. Sus guantes eran blancos con ribetes dorados, y bajo su vestido vi asomar la punta de unas zapatillas de oro. Sólo en un mundo bárbaro se podía dar tal grado de fastuosidad en los ropajes, pensé.

Luego pasó el segundo palanquín, y más hombres con antorchas. Vi los cofres cubiertos de ricos tejidos.

Supuse que se trataba de un cortejo nupcial; los cofres del segundo palanquín debían contener ricos regalos, o la dote de la novia.

En el camarote que seguía seguramente habría las provisiones para el viaje, que, supuse, sería sin duda largo.

Luego, el cortejo se perdió en la distancia.

Se habían ido.

El hombre me quitó la mano de la boca y el cuchillo de la garganta. Me temblaban las rodillas. Me sentía débil, estuve a punto de caerme. Envainó su cuchillo y me hizo girar cara a él. Levantó mi barbilla para que le mirase. Brevemente encontré sus ojos y bajé la cabeza. Él sabía que había intentado gritar, delatarle. Pero no había podido.

Con horror pensé que iba a ser castigada o azotada. Me arrodillé ante él y, abrazando su alta sandalia con delicadeza, le besé, llena de temor, los pies.

No me pegó. No me dejó amarrada a algún árbol para que un monstruo me devorase. No me azotó como hubiera merecido.

Le seguí en su marcha. Pensé para mis adentros que ahora ya sabía cómo tratar con él. Simplemente tenía que satisfacer su vanidad. Me sentí tan lista ante alguien tan estúpido que se dejaba manipular por una muchacha… No sabía entonces con qué suavidad me había tratado, ni que la paciencia de un hombre como aquél tenía un límite. Pronto lo aprendería.

Era yo la estúpida e ignorante. Pero iba a aprender que la estupidez y la ignorancia no eran toleradas en Gor.