30. ALZO UNA COPA DE PAGA

Las órdenes se dieron con presteza.

En dos ahns estábamos listos para salir de la fortaleza. Los trineos estaban preparados; los prisioneros, unos cuarenta hombres ahora vestidos con pieles, permanecían atados con las manos a la espalda y cadenas al cuello. Ya no les quedaba batalla que luchar; sabían que en el hielo, lejos de la tecnología de la fortaleza, sólo podrían sobrevivir si los cazadores rojos se lo permitían. Algunos serían vendidos a los tratantes en la primavera, otros tal vez se quedaran en los campamentos para servir a los cazadores rojos como esclavos.

Miré a las quince mujeres que habían estado en la fortaleza, mujeres entrenadas como agentes kur, mujeres que trabajaban para su causa. Todas estaban desnudas de rodillas, la mayoría con correas al cuello.

—Ponedlas en los sacos —dije.

Una a una, las metieron en sacos de piel que luego se introducían en otro saco. En los sacos sólo había una abertura para la cabeza, y estaba cubierta con una capucha, de forma que sólo iba expuesto el rostro de la esclava. Las cuerdas que ataban el saco se anudaban fuertemente detrás de las capuchas, de forma que las mujeres no pudieran alcanzar las ligaduras.

—Atad los sacos a los trineos —dije. Así es como transportaríamos a las mujeres.

Las mujeres gemían mientras las ataban a los trineos.

Ya aprenderían a servir a los cazadores rojos.

La que había sido Lady Rosa no estaba entre ellas. Estaba en otro lugar, donde yo la quería.

—¿Estamos listos para partir? —le pregunté a Imnak.

—Casi —respondió. Poalu, ya vestida con las pieles, estaba junto a él.

—Ven conmigo —le dije a Imnak—, y trae a los más valientes de tus cazadores, los que mejor hayan luchado.

Hubo un clamor.

—Seguramente Karjuk está entre los mejores —dijo.

—¡Ven con nosotros, Karjuk! —grité.

—Id sin mí —sonrió—. Yo soy un hombre solitario.

—Seguramente querrás algo que te caliente y te dé placer en la casa —le dije.

—Tal vez me encariñara mucho con eso —dijo. Se inclinó para comprobar un fardo del trineo.

Imnak me guiñó un ojo.

—Vente, amigo —dijo—. Puedes ayudarnos a elegir.

—Muy poco sé de esas cosas —dijo Karjuk—. Soy un hombre solitario.

—Seguro que puedes decirnos cuál es mejor para tirar del trineo.

—Debéis fijaros en las piernas —dijo Karjuk—. Unas piernas fuertes son importantes.

—Vente —dijo Imnak.

—Muy bien —accedió Karjuk.

Caminamos por el pasillo. Con nosotros venían muchos de los cazadores rojos, unos setenta u ochenta, y también Ram y Drusus.

Entramos en una gran sala.

En el centro de la habitación se arrodillaba una joven mujer roja con la cabeza gacha. Ella era la única mujer de su raza, aparte de Poalu, que había estado prisionera en la fortaleza. La habían encontrado encadenada en una de las salas de esclavas. Alzó la mirada.

—A ésta nadie la quiere —dijo Imnak—. Ha sido una esclava del hombre blanco.

La chica tenía lágrimas en los ojos. Era muy bonita. Era bajita y rechoncha, como la mayoría de las mujeres de los cazadores rojos.

—¿Qué vais a hacer con ella? —dijo Karjuk.

—La dejaremos en la nieve —dijo Imnak—. Es una vergüenza para el Pueblo.

—Yo vivo apartado del Pueblo —dijo Karjuk.

—¿La quieres? —preguntó Imnak.

—Por supuesto que no —se apresuró a decir Karjuk—. Es demasiado bonita para mí.

—¿La conoces?

—Era Neromiktok, del campamento de las Cumbres de Cobre —dijo.

—¿Le conoces? —preguntó inocentemente Imnak a la chica.

—Es Karjuk, amo —susurró ella—, una vez fue del campamento de las Piedras Brillantes, luego se convirtió en guardián.

—Se dice que dejó el campamento y se convirtió en guardián porque una chica orgullosa del campamento de las Cumbres de Cobre rechazó una vez sus regalos —dijo Imnak.

Ella bajó la cabeza.

—¿Cómo te has convertido en esclava? —preguntó Imnak.

—Era demasiado buena para los hombres —dijo ella.

Varios cazadores rojos se echaron a reír al oír a la esclava hablar de aquel modo.

—Me alejé del campamento de las Cumbres de Cobre para huir de un matrimonio que no deseaba. Me capturaron y me hicieron esclava.

—¿Todavía eres demasiado buena para los hombres? —dijo Imnak.

—No, amo.

—Has avergonzado al Pueblo —dijo Imnak severamente.

—Sí, amo.

—¿Qué clase de mujer eres?

—Una que quiere arrodillarse a los pies de los hombres y amarlos.

—¿Conoces el castigo por avergonzar al Pueblo?

—¡No, amo, por favor!

—Cogedla —les dijo Imnak a dos cazadores rojos. Ellos la agarraron cada uno de un brazo y la obligaron a levantarse.

—¡Me van a dejar en la nieve! —gritó desesperada la chica dirigiéndose a Karjuk.

—¿La vais a dejar en la nieve? —preguntó Karjuk.

—Por supuesto —dijo Imnak.

—Pero tiene las piernas fuertes.

La chica se debatía en los brazos de los cazadores rojos.

Ellos la soltaron y la esclava corrió a arrodillarse ante Karjuk, con la cabeza gacha, cogiéndose a sus piernas entre sollozos.

—Supongo que podrá tirar de un trineo —dijo un cazador rojo.

—¡Quédate conmigo, amo! —suplicaba la chica a Karjuk sollozando—. ¡Te suplico que te quedes conmigo, amo!

—¿Qué quieres? —preguntó él.

—Arrodillarme a tus pies y servirte y amarte.

—¡Vergüenza! —gritó Imnak.

—¿Puedes tirar del trineo? —preguntó Karjuk.

—Sí, amo. Y aunque sé que tú estás por encima de esas cosas, también puedo enseñarte maravillas entre las pieles, maravillas que me han enseñado como esclava.

Karjuk se alzó de hombros.

—No está mal ampliar las propias experiencias.

—¡Quédate conmigo, amo!

—Te llamaré Auyark —dijo él.

—Soy Auyark —dijo ella alegremente, sollozando con la cabeza junto a su pierna.

Él bajó la mirada hacia ella.

—Mírame, esclava —dijo.

Ella le miró.

—Me quedaré contigo, pero debes entender que eres una esclava, totalmente una esclava y sólo una esclava. Y si no eres complaciente te abandonaré en la nieve.

—Sí, amo.

—Ven, levántate.

Salieron de la habitación. Él primero, ella detrás.

—Imnak —dije—, tú has preparado todo esto.

—No es imposible —dijo él—. Pero démonos prisa, hay otras zorras por distribuir, y tenemos poco tiempo.

Miré a Arlene, arrodillada en la fila junto a las demás chicas. Era la primera de la línea. Había cuatro líneas, cada una de cincuenta esclavas. Eran las chicas que habían servido como esclavas en la fortaleza.

La que había sido Lady Rosa se arrodillaba a un lado.

—Soy una esclava. Suplico tus cadenas —dijo Arlene.

—Recógelas —dije indicándole la cadena. Ella la levantó.

—Soy una esclava. Suplico tus cadenas —dijo Audrey.

—Recógelas. —Ella cogió la cadena con el collar y la levantó con lágrimas en los ojos. Suavemente, con la cabeza gacha, lamió y besó el metal. Sonreí. Tal como había pensado, la que antes era una niña rica fue la primera en lamer y besar sus cadenas.

Las chicas encadenadas serían puestas en sacos de piel y atadas al trineo. Más tarde, después de que fuera construido el primer campamento en el hielo, se las soltaría de la cadena para utilizarlas en las cabañas. Y más tarde irían junto al trineo.

Cogí las cadenas de Arlene y se las puse, cerrando los candados rudamente sobre su cuerpo.

Olí su femineidad. Ella me miró.

—Más tarde, esclava. Ve al trineo.

—Sí, amo —dijo con un gemido.

Los otros hombres llevaban a cabo parecidas ceremonias de esclavitud con las otras zorras. Vi que Ram no se quedó con ninguna. Estaba satisfecho con la adorable Tina, que otrora fuera Lady Tina de Lydius. Drusus puso sus cadenas a dos esclavas y las mandó al trineo, donde había hecho sitio para sus pertenencias, incluidas las esclavas.

Lancé otra cadena al suelo ante mí.

Bárbara, la chica rubia de la Tierra, se arrodilló a mis pies.

—Soy una esclava —dijo—. Suplico tus cadenas.

—Recógelas.

Ella las cogió y las besó.

Las cerré sobre su cuerpo.

—Ve al trineo —le dije.

—Sí, amo.

Lancé otra cadena al suelo.

Constance, la esclava goreana, se arrodilló ante mí.

—Soy una esclava. Suplico tus cadenas.

Las cogió y las besó.

Las cerré sobre su cuerpo.

—Ve al trineo —le dije.

—Sí, amo.

Lancé al suelo la quinta de las seis cadenas que había cogido.

Belinda, la esclava que yo había poseído en los pasillos, corrió hacia mí y se arrodilló.

Estaba contenta. Yo le permitía estar a mis pies, al menos de momento.

Pronto caminaba encadenada hacia mi trineo.

Lancé al suelo la última cadena.

La aristocrática chica que había sido Lady Rosa vino a arrodillarse ante mí.

—Soy una esclava —dijo—. Suplico tus cadenas.

—Recógelas.

Ella las cogió y sin dejar de mirarme se las llevó a los labios. Luego bajó la cabeza y las lamió delicadamente y las besó.

Yo cerré el collar en torno a su cuello y las dos anillas en sus muñecas.

—¿A quién perteneces, esclava? —le pregunté.

—A ti, amo.

—Ve al trineo, esclava.

—Sí, amo.

—Debemos darnos prisa —dijo Imnak—. Dentro de dos ahns este lugar desaparecerá.

Salí de la habitación y le cogí a un cazador su fusil de dardos.

—¿A dónde vas? —preguntó Imnak.

—A la cámara de Zarendargar —dije. Deslicé uno de los dardos en el cañón del fusil.

—¿Por qué?

Me encogí de hombros.

—Si este lugar explota, su muerte será horrible.

Fui a la cámara de Zarendargar con el arma en la mano. Imnak me seguía.

Cuando llegué a la sala, abrí la puerta con el pie y alcé el arma para disparar a la figura que se desangraba sobre la tarima de piel.

Di un respingo.

Zarendargar no estaba.

—¡Haré que registren todas las salas y pasillos! —gritó Imnak al tiempo que salía corriendo de la habitación.

Me acerqué lentamente al estrado de piel sobre el que había dejado la copa de paga. Vi los restos de la copa rota contra la pared de acero. Pero sobre la tarima había otra copa llena de paga.

Me eché a reír en voz alta.

Me incliné y cogí la copa, alzándola en un brindis y un saludo.

Bebí el paga y arrojé el vaso contra la pared de acero. Los restos de la copa se mezclaron con los otros cristales rotos.

Me di la vuelta y salí de la habitación. Imnak intentaba organizar una búsqueda por la fortaleza.

—No hay tiempo —le dije.

—Pero la bestia…

—No hay tiempo. Tenemos que irnos.

Me quedé solo en la puerta de la cámara de Zarendargar, Media-Oreja, general de guerra de los kurii. Miré una vez más al estrado manchado de sangre y a la pared de acero al pie de la cual reposaban los fragmentos de dos vasos.

Luego me di la vuelta y salí de la zona. Había que ponerse en camino.