3. LA FERIA DE EN’KARA

—¡Pista! ¡Pista! —rió aquel joven fornido. Llevaba al hombro una chica desnuda, atada de pies y manos. La había ganado en una Caza de Chicas, en un certamen para decidir una disputa comercial entre dos pequeñas ciudades, Ven y Rarn. La primera era un puerto de río en el Vosk, la segunda era notable por sus minas de cobre, que yacían al sureste de Tharna. En el certamen participaban cien jóvenes de cada ciudad, y cien mujeres, las más hermosas de cada lugar. El objeto del juego es atrapar a las mujeres del enemigo. No se permiten armas. La contienda tuvo lugar fuera del perímetro de la gran feria, un área cerrada por una valla baja de madera, detrás de la cual miran los observadores. Cuando un joven es forzado a salir de la valla queda eliminado de la competición y no puede volver a entrar en ella. Cuando una chica es atrapada, se la ata de pies y manos y se la lleva a un foso. Los fosos están cada uno al final del campo de los contendientes. Son fosos circulares, marcados por una pequeña valla de madera, y se hunden un metro bajo la superficie del campo. Si la chica no puede liberarse, se considera una captura. El objetivo del hombre es sacar a los oponentes del campo y capturar a las chicas de la otra ciudad. El objetivo de la chica, naturalmente, es evitar ser capturada.

El joven pasó a mi lado. La chica llevaba el pelo atado; aún no se lo habían soltado como a una esclava. En torno al cuello llevaba un collar corriente de acero gris. Era una chica de Rarn, probablemente de casta alta, a juzgar por su belleza. Ahora sería una esclava en un puerto fluvial de Ven. El joven parecía un barquero. Ella tenía unos labios delicados y hermosos. Le besarían bien.

Le vi abrirse camino entre la multitud, hacia la empalizada que bordeaba las montañas de Sardar.

—¿Dónde están las mesas de las apuestas? —le pregunté a un tipo de Torvaldsland de pelo rubio que comía una costilla asada de tarsko—. ¿Dónde se celebran los torneos de Kaissa?

—No lo sé.

El hombre de Torvaldsland mordió un trozo de costilla.

—¿Dónde están los mercados de esclavos? —me preguntó.

—El mercado más cercano está a un cuarto de pasang en aquella dirección, detrás de los puestos de los mercaderes de alfombras. Pero el más grande, las tarimas de exhibición de esclavas y los grandes pabellones, están detrás de las tiendas de cadenas.

—Hablas muy claramente para ser del sur —me dijo, y me tendió la costilla de tarsko. Yo la cogí con las dos manos y me la llevé a la boca. Mordí un buen trozo de carne. No había comido nada desde la mañana.

—Gracias —dije.

—Me llamo Oleg.

—A mí me llaman Jarl Pelirrojo en el norte.

—¡Jarl! —exclamó—. ¡Perdóname, no lo sabía!

—La carne es buena —dije. Se la devolví. Era cierto, en el norte me conocían como Jarl.

—Yo luché contigo —me dijo—, en el campo de las bestias. Una vez te vi cerca de las tiendas de Thorgard de Scagnar.

—Fue una buena lucha —dije.

—Sí —convino chasqueando los labios.

—¿Está tranquilo el norte? —pregunté—. ¿Hay alguna actividad kur en Torvaldsland?

—No. El norte está tranquilo.

—Bien —dije.

El hombre me sonrió.

—Buena caza en el mercado —le dije.

—Sí, Jarl —respondió sonriendo y alzando la costilla de tarsko. Se encaminó hacia el mercado más cercano.

Esa noche había llovido, y la feria estaba cubierta de barro.

Pasó un hombre pequeño pero fornido, de apariencia muy fuerte. Aunque aún hacía frío al comienzo de la primavera, iba desnudo hasta la cintura. Llevaba pantalones y botas de piel que le llegaban a la rodilla. Su piel era oscura, rojiza como el cobre, y su pelo negro azulado y muy rizado. Portaba al hombro cuerdas trenzadas, hechas de pelo de eslín, y en la mano sostenía un saco y una brazada de pieles. Llevaba un carcaj a la espalda cargado de flechas, y un pequeño arco de cuero.

Rara vez se ven estos hombres en Gor. Son nativos de la base polar.

El rebaño de Tancred no había aparecido en el norte. Me pregunté si lo sabía.

El hombre se perdió entre el gentío.

Antes de dejar la feria quería ver el mayor mercado, que estaba detrás de las tiendas de cadenas, en el que están dispuestas el mayor número de tarimas, cerca del gran pabellón de venta, de seda azul y amarilla, los colores de los esclavistas.

Si encontraba chicas que me gustaran podía hacer que me las llevaran a Puerto Kar. El transporte de esclavas es barato.

Bajé por la calle de los vendedores de artefactos y curiosidades. Me encaminaba hacia las tiendas públicas junto al anfiteatro. Allí era donde estaban las mesas para las apuestas de la Kaissa.

Al atravesar la calle vi al tipo de la base polar, desnudo hasta la cintura, con sus botas y pantalones de piel. Estaba hablando con un hombre alto y corpulento de uno de los puestos. También había un escriba detrás del mostrador. El tipo de las pieles al parecer no hablaba muy bien el goreano. Estaba sacando objetos del saco de piel que llevaba encima. El tipo alto detrás del mostrador los examinaba. Eran objetos redondos y no se sostenían sobre el mostrador. El nativo de la base polar los sostenía para mirarlos con atención. Los había hecho él. Eran tallas de eslín de mar, de peces y ballenas, y pájaros y otras criaturas del norte.

Llevaba otras tallas en la bolsa, hechas de piedra azul marfil y hueso.

Continué mi camino.

En pocos minutos llegué a la zona de las tiendas públicas, y no tuve ninguna dificultad en encontrar las colas de las mesas de apuestas. Había docenas de mesas, y las colas eran muy largas.

Esa noche me quedaría en una de las tiendas públicas. Por cinco tarskos de cobre se pueden alquilar pieles y una plaza en la tienda. Es caro, pero al fin y al cabo es la feria de En’Kara. Estas tiendas suelen estar atestadas, y en ellas duermen campesinos codo a codo con capitanes y mercaderes. Durante la feria de En’Kara se olvidan muchas de las distinciones entre hombres.

Por desgracia, en las tiendas no sirven comidas, aunque por el precio que tienen deberían dar banquetes. Pero hay muchas cocinas y mesas públicas distribuidas por todo el distrito de la feria.

Cogí sitio al final de una de las largas colas, en la que me pareció la más corta.

Las tiendas públicas tienen alguna compensación. Dentro de ellas se puede beber vino y paga, servidos por esclavas cuyo uso también va incluido en el precio del alojamiento.

—¡Caldo! ¡Caldo! —gritaba un hombre.

Le compré por un tarsko de cobre un pote de sopa, con tiras de bosko caliente y con sul hervido.

—¿Por quién apuestas en el gran torneo? —pregunté.

—Por Scormus de Ar —me dijo.

Asentí. Le devolví el pote de la sopa. Temía que las apuestas por Scormus no fueran muy altas. Yo pensaba que sería el ganador, pero no me hacía gracia arriesgar un tarn de oro para ganar un tarsko de plata.

En las colinas a cada lado del anfiteatro había una tienda dorada. Una de ellas era la Scormus de Ar, la otra era la de Centius de Cos.

—¿Se han jugado ya el amarillo? —pregunté.

—No.

Normalmente la mayoría de las apuestas se hacían después de que se supiera quién jugaría el amarillo, que determina el primer movimiento, y el primer movimiento, naturalmente, determina la apertura.

Pero las apuestas ya eran fuertes.

Especulé sobre los efectos que tendría el sorteo del color amarillo sobre el torneo. Si Centius tenía el amarillo, las apuestas a favor de Scormus bajarían un poco, pero probablemente no mucho. Por otra parte, si Scormus salía con el amarillo, las apuestas subirían mucho a su favor, algunos aceptarían incluso apuestas de veinte contra uno en tales circunstancias. De cualquier forma, imaginaba que tendría que apostar al menos diez a uno a favor de Scormus, que sería el favorito.

—Mirad —dijo un hombre.

De las dos tiendas salieron dos grupos de hombres que se encaminaban al anfiteatro. En los grupos irían Scormus de Ar y Centius de Cos. El oficial en jefe de la casta de los jugadores, con representantes de Cos y de Ar, les esperaba en el escenario de piedra del anfiteatro, sosteniendo el casco.

Respiré más tranquilo. Ahora pensaba que me daría tiempo a hacer mi apuesta antes del sorteo. Si Scormus sacaba el amarillo y yo hacía mi apuesta después de eso, apenas podría ganar nada, aunque apostara una buena cantidad.

—¡Deprisa! —gritó un hombre—. ¡Deprisa!

Los dos grupos de hombres entraban en el anfiteatro desde extremos opuestos.

—El siguiente —dijo el corredor de apuestas.

Estaba frente a la mesa.

—Catorce a uno a favor del campeón de Ar —dijo.

—Cuatrocientos tarns de oro —dije yo— a favor del campeón de Ar.

—¿Quién eres? —me preguntó el corredor—. ¿Estás loco?

—Soy Bosko de Puerto Kar.

—Hecho, Capitán.

Firmé la hoja con el signo del bosko.

—¡Mirad! —gritó un hombre—. ¡Mirad!

Sobre el anfiteatro un hombre alzó el estandarte de Ar.

Me hice a un lado. Había un gran estruendo. Los hombres de Ar se abrazaban unos a otros entre la multitud. Y entonces, junto al hombre que sostenía el estandarte de Ar apareció un hombre con el atuendo de los jugadores, la túnica de cuadros rojos y amarillos y la capa de cuadros, con el tablero y las piezas colgando sobre el hombro, como los pertrechos de un guerrero. El hombre alzó la mano.

—¡Es Scormus! —gritó la multitud—. ¡Es Scormus! —Entonces el joven alzó él mismo el estandarte de Ar.

Los hombres de Ar gritaban. El joven devolvió el estandarte a su portador y desapareció de la vista.

Había gran regocijo.

—El siguiente —decían los corredores de apuestas.

—Treinta y seis a uno a favor del campeón de Ar.

Yo sonreí mientras me alejaba de las mesas. Habría preferido tener mejores apuestas, pero me las había arreglado para hacer la mía antes de que se doblaran en contra del pobre Centius de Cos. Esperaba ganar cien tarns de oro. Estaba de buen humor.

Volví mis pasos hacia el mercado principal.

Llegué al gran pabellón, que ahora estaba tranquilo. Sin embargo había una gran actividad y bullicio entre las tarimas. Aquí y allá se arrojaba comida a los esclavos.

—¿Dónde están las nuevas esclavas? —preguntó un hombre a otro.

—En las plataformas del oeste —respondió éste. Estas plataformas se dedican generalmente para organización, y las chicas no suelen ser vendidas allí. Lo normal es que esperen allí antes de ser conducidas a sus propias tarimas, las que han sido alquiladas con anterioridad por sus amos.

Puesto que tenía tiempo de sobra, me dirigí a las plataformas del oeste. Si había allí algo bueno tal vez pudiera averiguar en qué plataforma se pondría a la venta para poder estar allí cuando ella llegara.

Mientras caminaba entre las plataformas vi carros arrastrados por tharlariones, que esperaban soltar su delicada carga. Los mercados de las ferias del Sardar son mercados grandes e importantes para la economía goreana. La mayoría de los carros son carros de esclavos, y llevan un barrote en el centro en el que van encadenados los tobillos de las chicas.

Seguí mirando las nuevas plataformas.

En algunas las mujeres estaban todavía vestidas, al menos en parte.

Ya iba a alejarme de la zona de las nuevas tarimas cuando vi algo que me interesó. Un lote de cuatro chicas.

Tres de ellas eran morenas y la cuarta rubia. Tenían encadenadas las muñecas y los tobillos.

Estaban arrodilladas Llevaban collares encadenados uno a otro.

Lo que encontraba interesante en ellas era que llevaban indumentaria de la Tierra.

La chica del extremo, la rubia, llevaba un pantalón corto de algodón azul, muy bajo de cintura para dejar ver su vientre. Vestía una camisa azul de trabajador atada bajo los pechos.

Era de piel morena y ojos azules, con el pelo rubio suelto y anillas en las orejas. La chica siguiente, de pelo oscuro, llevaba pantalones negros y femeninos, al parecer de algún material sintético terrestre. La pernera derecha del pantalón estaba rasgada de la rodilla para abajo. También llevaba los restos de un jersey de cuello alto rojo, igualmente femenino, rasgado de modo que se veía su pecho derecho. Cuando la miré, ella bajó la vista asustada e intentó cubrirse más. Sonreí. Qué absurdo era su gesto; parecía no saber dónde estaba. Estaba en Gor. Estaba en la tarima. También llevaba adornos en las orejas.

Las otras dos chicas eran de cabello y ojos oscuros. Llevaban pantalones de algodón azul y camisas de franela y pendientes de oro. Me acordé de la chica en la casa de Samos y de la ropa que había llevado y que quemaron en su presencia. Su atuendo era muy similar al de estas dos chicas; todas llevaban ese uniforme masculino que supuse sería muy popular entre este tipo de chicas, chicas que aparentemente quieren evocar la masculinidad que hormonal y anatómicamente les está negada. Parecen pensar que es mejor imitar al hombre que atreverse a ser lo que son, mujeres. A mí me parece que una mujer debería ser una mujer, pero supongo que el asunto es más complicado de lo que parece.

—Quiero hablar con alguien —dijo la chica del extremo dirigiéndose a un esclavista que pasaba.

El hombre se detuvo sorprendido ante tal osadía y la abofeteó.

—Silencio —dijo el hombre en goreano. La chica retrocedió sorprendida, con los ojos muy abiertos. Se llevó la mano a la boca; tenía sangre.

—Me ha pegado —dijo—. Me ha pegado.

Las chicas miraron en torno asustadas. La chica rubia se arrodilló.

La chica que había recibido la bofetada miró a su agresor asustada. Supuse que nunca la habían abofeteado.

La chica del pantalón corto miró a las otras.

—¿Y si nos obligan a besarles? ¿Qué vamos a hacer?

—Besarles —dijo la chica del jersey rojo.

—¿Crees que querrán algo así? —preguntó una morena.

—Quién sabe lo que querrán.

—¡Tenemos nuestros derechos! —dijo la rubia.

—¿Los tenemos? —preguntó la del jersey. Parecía la más femenina de todas.

Las chicas se quedaron un rato en silencio. Luego habló la del pantalón corto:

—¿Qué clase de prisioneras somos?

—Esperemos que sólo seamos eso, prisioneras —respondió la del jersey rojo.

—No lo entiendo. ¿Qué otra cosa podríamos ser?

—¿No puedes imaginarlo?

—No.

—Tal vez seamos esclavas —dijo la del jersey.

—No bromees —dijo la rubia horrorizada.

Pasó por allí otro esclavista, y las chicas dieron un respingo.

Me pregunté si habrían venido en la misma nave que la chica que encontré en la casa de Samos.

Sentí hambre y me alejé de las chicas. Me dirigí a comer a uno de los restaurantes públicos de la feria.

Había pensado comprar las dos chicas del extremo, la rubia y la del jersey rojo, pero luego cambié de opinión. Todavía no estaban adiestradas y pensé que mis hombres podrían matarlas. Intuía que ambas tenían sorprendentes potencialidades para ser magníficas esclavas, mejores incluso que muchas otras chicas de la Tierra. Sería una lástima que tales capacidades se perdieran si las chicas acababan siendo arrojadas a las fauces de los urts.

Me acabé el Calda. No lo había probado desde Tharna.

En el restaurante había unas doscientas mesas bajo la tienda.

Me limpié la boca con la manga y me levanté.

Había muchos hombres en las mesas cantando canciones de Ar.

Vi salir de su tienda a un individuo, a unas mesas de distancia. Algo en él me inquietó vagamente. No le vi la cara, porque me daba la espalda. Pensé que no me había visto. Salí de la tienda. Hay que pagar la comida por adelantado, y se lleva un pequeño disco de metal a la mesa. Luego se le entrega el disco a una esclava que pone la comida ante ti. La chica lleva un delantal de piel y un cinturón de hierro. Si uno quiere tener a la chica, tiene que pagar más.

Volví a mezclarme entre la multitud. No había nada interesante hasta el día siguiente, en que empezaría el torneo.

Por un momento me inquietó el recuerdo del hombre que había visto salir del restaurante.

Me dirigí hacia las plataformas.

Volví a ver al tipo de la base polar, con sus pantalones y sus botas de piel. Recordé que había vendido algunas tallas a un curioso aquella mañana.

Me apetecía ver de nuevo a las chicas de la Tierra. La última vez que las vi se acercaban a ellas dos hombres, uno con un cuchillo y otro con túnicas blancas y leves. Tenía curiosidad por ver cómo estarían vestidas con ropas que más servían para poner de manifiesto su femineidad que para ocultar sus cuerpos.

—¿Dónde están las tarimas de Tenalion de Ar? —le pregunté a un hombre. Las esclavas eran de Tenalion.

El tipo me señaló el camino.

—Gracias. —Tenalion era un esclavista muy conocido.

Qué complacido me sentí al volver a ver a las esclavas. Ahora quedaba patente que eran unas bellezas. Pero la mayoría de las esclavas de Tenalion eran bonitas.

Todavía llevaban los collares al cuello, y seguían encadenadas unas a otras. Pero ahora los collares les sentaban de maravilla. Ya no llevaban el absurdo atavío de la Tierra, sino las túnicas goreanas de tarima. Eran túnicas blancas, de profundos escotes, sin mangas y muy cortas. Las chicas estaban de rodillas.

—Apenas me atrevo a moverme —dijo la rubia. Estaba arrodillada, como las otras, con las piernas muy juntas.

Tenían las muñecas atadas a la espalda. No podrían cubrirse si les abrían las túnicas.

—Ni yo —dijo la chica del extremo—. ¿Qué van a hacer con nosotras?

—No lo sé —dijo la tercera—. ¡No lo sé!

Un hombre se acercaba a ellas caminando muy lentamente.

Las chicas retrocedieron.

Tenían los tobillos confinados en anillas bastante sueltas, pero no tanto como para poder soltarse. Por las anillas pasaba una cadena lo suficientemente larga como para que ellas pudieran juntar los tobillos, según los deseos del amo, o abrir totalmente las piernas.

Pasaron dos hombres y echaron una ojeada a la mercancía encadenada.

Los hombres no vieron nada de interés en ellas. Había expuestas muchas bellezas.

Volví a ver al tipo de la base polar; estaba mirando mujeres.

—Mira —oí que decía un hombre—, es Tabron de Ar.

Me di la vuelta. Entre el gentío avanzaba un tarnsman, con el cuero rojo de sus derechos de guerra. Casualmente se detuvo ante las cuatro chicas.

La rubia dio un respingo cuando sus ojos la examinaron.

Él miró a la chica morena. Para mi sorpresa y placer la vi arrodillarse muy erguida y alzar el cuerpo ante él. El hombre miró luego a las otras dos chicas y siguió su camino. La morena volvió a sentarse sobre los talones.

—¡Te he visto! —dijo la chica del extremo.

—Era muy guapo —dijo la morena—. Y yo soy una esclava.

—No te ha comprado —se burló la tercera chica—, zorra de lujo.

—Tampoco te ha comprado a ti —respondió la morena—, idiota de baja clase.

Sonreí. No eran más que esclavas.

—Soy más bonita que tú —dijo la tercera chica.

Me agradó ver que la tercera chica parecía ahora mucho más consciente de su femineidad que antes. Tal vez no tardaría tanto como yo pensaba en descubrir que era una mujer. Los machos goreanos se lo enseñarían deprisa. Estaría preciosa, pensé, arrastrándose hasta su amo con las sandalias en la boca.

—Ya que discutimos estas cosas tan sórdidas —dijo la del extremo—, soy yo la más bonita de todas.

—Soy yo —dijo la morena enfadada, indignada.

—No —dijo la rubia—. Seguro que soy yo la más bonita.

—Tú ni siquiera quieres que te toque un hombre.

—No, pero aun así soy la más bonita.

La morena miró a la multitud.

—Ellos decidirán quién es la más bonita —dijo.

—¿Ellos? —preguntó la rubia.

—Los amos.

—¿Amos? —balbuceó la rubia.

—Sí —dijo la morena—, los amos. Los hombres que hay aquí, los que nos comprarán, nuestros amos, ellos decidirán quién es la más bonita.

Las chicas se sentaron arrodilladas sobre los talones.

—¡Oh! —exclamó la rubia.

Un hombre fornido, vestido con el atuendo de los guardianes de tarn y oliendo a tarn, se paró para mirarla. Ella se echó hacia atrás y sacudió la cabeza.

—¡No! —Tenía el miedo en los ojos.

El hombre echó una mirada en torno y vio a uno de los vendedores que se acercó hasta él.

—¿Son esclavas nuevas? —preguntó el cuidador de tarn.

—Carne de collar —dijo el esclavista.

—Necesito una criada. Que no cueste mucho. La necesito para que esté de día en las chozas, para que limpie los excrementos de tarn y que se quede de noche en mi cabaña.

—Estas cuatro mozas están totalmente indicadas para tales tareas —dijo el vendedor haciendo un gesto hacia la cadena. Se subió a la tarima—. Mira ésta —dijo señalando a la rubia que era la primera de la cadena.

Le cogió la túnica.

—¡No me toques! —gritó ella dando un respingo.

—Una bárbara —dijo el cuidador de tarn.

—Sí.

—¿Y las otras?

—Todas son bárbaras, señor.

La chica morena se estremeció al ver que el cliente la miraba.

El cuidador de tarn se dio la vuelta y se alejó. Las chicas se miraron asustadas, pero aliviadas. Aunque sin duda su alivio era prematuro. Otro esclavista se unió a su colega en la plataforma.

—No vamos a venderlas nunca —dijo el primero—. Son novatas, ineptas, torpes, son zorras inútiles. Ni siquiera hablan goreano.

—Tenalion no tiene intención de ponerlas en la tarima principal del pabellón —dijo el segundo. Llevaba al cinto un látigo de cinco colas.

—Sería un desperdicio. ¿Quién iba a querer unas mujeres tan ignorantes? Seguramente habrá que llevarlas de vuelta a Ar.

—Podemos venderlas aquí como alimento para el eslín.

—Es cierto.

—Atiende las plataformas del cuarenta al cuarenta y cinco —dijo el segundo, que parecía tener más autoridad que el primero—. Yo me quedaré un rato por aquí.

El otro hombre asintió y se marchó.

El segundo esclavista se quedó mirando a las cuatro chicas, que no le miraron a la cara. El hombre llevaba una túnica azul y amarilla y muñequera de cuero. Al cinto colgaba el látigo. Las chicas parecían asustadas. Y no las culpo. Las vi mirar el látigo, pero no parecían entender realmente. No comprendían todavía lo que era el látigo ni lo que harían con ellas. Me di cuenta de que nunca habían sido azotadas.

—Las pujas han comenzado en el pabellón —oí decir.

—Moveos —dijo el esclavista a las chicas en goreano. Ellas no entendieron sus palabras, pero su gesto estaba claro. Asustadas, de rodillas todas avanzaron hacia el borde de la tarima. Ahora estaban más cerca de la multitud. Antes habían estado un metro más o menos dentro de la plataforma; cuando una chica está un poco apartada, se la puede apreciar mejor.

Las chicas se miraban aterrorizadas unas a otras. Ahora estaban cerca de los hombres.

—¡No, por favor! —suplicó la rubia. Un hombre le había puesto la mano en el muslo.

Intentó retroceder, pero el esclavista al verlo se sacó el látigo del cinto e indicó con él el lugar en que la esclava debía tener las rodillas, muy cerca del borde de la plataforma. Las otras chicas también se aseguraron de que sus rodillas estaban perfectamente alineadas. Las ropas de los hombres que pasaban les rozaban las rodillas.

—Quiero ver ésta —dijo un curtidor parándose ante la rubia.

La chica dio un respingo.

—Es bonita, ¿verdad? —sonrió el vendedor—. Abre su túnica y verás lo que puede ofrecerte.

El curtidor se acercó a la chica, pero ella retrocedió.

—¡No me toques! —gritó. La chica morena también gritó de dolor al sentir el tirón de la cadena.

El curtidor de pieles estaba atónito.

—Creo que no me interesa —dijo—. Ésta también es bárbara. No está acostumbraba al collar.

—Espera, noble señor —dijo el vendedor—. ¡Espera! ¡Mira qué delicias te aguardan!

El hombre vaciló.

—¡Prodicus! —llamó el esclavista.

En un momento llegó el primer esclavista que había ido a supervisar las plataformas cuarenta y cuarenta y cinco. El esclavista que llevaba el látigo señaló a la rubia con la cabeza.

El vendedor subió a la plataforma y rápidamente forzó a la rubia a arrodillarse ante el esclavista del látigo y el curtidor. Entonces soltó el nudo del cinturón de la rubia.

—¡No! —gritó ella. El hombre retiró la túnica exponiendo a la esclava. Era muy hermosa. La túnica yacía tras ella, sobre sus muñecas encadenadas. El hombre le abrió las piernas de una patada y se agachó sobre ella agarrándola por los brazos. Ella se debatía y comenzó a gritar con la cabeza hacia atrás, juntando con fuerza las rodillas. El esclavista del látigo subió furioso a la tarima y volvió a abrir las piernas de la chica. Ella gritaba y lloraba. Los hombres reían.

—¿Ves, amo? —dijo el hombre del látigo. Pero el curtidor ya se había ido. El esclavista miró furioso a la rubia encadenada. Otro hombre de la multitud se acercó y cogió el tobillo de la morena. Ella lo apartó bruscamente mirándole aterrorizada.

Tenalion de Ar, su amo, estaba en el borde de la tarima. No estaba nada contento.

—No valen nada —dijo el hombre del látigo, tras azotarlas a todas.

—Vendedlas por lo que os den —dijo Tenalion antes de marcharse.

—Dos —dijo una voz—. Dos, ¿cuánto?

Era el tipo de la base polar. En la mano derecha llevaba un fardo de pieles, más pequeño ahora, y un saco más vacío que la última vez que lo vi.

Me acerqué más, pensando que tal vez tuviera dificultades para comunicarse con el vendedor.

—Ésas —dijo aquel hombre de piel cobriza señalando a la rubia y a la morena. Las chicas sollozaban.

—¿Sí? —dijo el vendedor.

—¿Baratas?

—¿Estas dos?

El cazador asintió.

El vendedor hizo que las dos chicas se arrodillaran ante el cazador.

Ellas le miraron con temor.

Era un hombre. Habían sentido el látigo.

—Sí, baratas. Muy baratas —dijo el vendedor—. ¿Tienes dinero?

El cazador sacó una piel del fardo que llevaba. Era una piel nívea y gruesa, la piel de invierno de un lart de dos estómagos. El vendedor reconoció su valor. Una piel así podría venderse en Ar por medio tarsko de plata. Cogió la piel y la examinó. El lart de nieve caza en el sol. Puede conservar la comida en el segundo estómago casi indefinidamente.

—No basta —dijo el vendedor. El cazador gruñó. Ya lo suponía.

El cazador sacó del fardo dos pequeñas pieles de leem. Eran marrones.

—No es bastante —dijo el vendedor. El cazador gruñó y se agachó para volver a atar el fardo de pieles. Cogió sus cosas y se dispuso a marcharse—. ¡Espera! —rió el vendedor—. ¡Son tuyas!

Las chicas reaccionaron.

—Hemos sido vendidas —susurró la chica morena. El vendedor se puso las pieles al cinto. Con la mano derecha obligó a la rubia a agachar la cabeza hasta las rodillas. Lo mismo hizo con la morena. Ellas obedecieron. Habían sentido el látigo.

Entonces el esclavista les liberó los tobillos de las anillas de acero y abrió las cadenas que ataban sus muñecas. Las túnicas cayeron al suelo. Mientras tanto, el cazador había cortado un trozo de la cuerda que llevaba al hombro. El esclavista abrió los collares de las esclavas y los tiró al suelo.

El cazador las hizo bajar de la plataforma, y las chicas se quedaron allí asustadas, atadas la una a la otra por el cuello. La tercera y la cuarta chica observaban la escena con manifiesto terror. Sabían que también ellas podían ser objeto de una transacción que las pondría totalmente a merced de su comprador, de su amo.

El cazador rojo ató las manos de las dos bellezas a las espaldas y luego, rápidamente, las ató una a la otra. La rubia se sobresaltó.

—¡Oh! —dijo de pronto la morena. Vi que el cazador tenía experiencia en atar mujeres. Estaban totalmente indefensas.

Los cazadores rojos suelen ser gente amable y pacífica, excepto con los animales. En el norte se domestican dos tipos de bestias: la primera es el eslín de nieve, la segunda es la mujer blanca.

—Ho —dijo el cazador alejándose de la tarima. Las dos bestias que había comprado corrieron tras él.

—Será la suya una dura esclavitud —le dije al vendedor.

—Aprenderán a arrastrar el trineo bajo el látigo —me respondió.

—Sí. —Este tipo de mujeres eran utilizadas como animales de carga. Pero también, como esclavas, servirían a muchos otros propósitos.

—Espera que les pongan las manos encima las mujeres rojas —rió el vendedor.

—Pueden matarlas —dije.

—Tienen una oportunidad de vivir si obedecen con total perfección.

Me abrí camino entre la multitud.

Compré un trozo de carne con salsa envuelta en papel.

Entonces le vi. Se cruzaron nuestras miradas y él se puso pálido. Tiré la comida y de inmediato comencé a abrirme paso entre la multitud en su dirección. Él se dio la vuelta e intentó dirigirse hacia un lado de la tienda.

Ahora sabía quién era. Era el tipo que había visto salir del restaurante. Pero en aquel momento no pude reconocer su identidad. Ya no llevaba los colores marrón y negro propios de los entrenadores de eslín. Llevaba, igual que yo, ropas de mercader.

No dije nada, ni le llamé. Pero le seguí. Él miraba hacia atrás de vez en cuando, abriéndose paso hacia un extremo de la tienda.

Perseguí al que se hacía llamar Bertram de Lydius, el que había azuzado a un eslín contra mí en mi casa.

Quería su cabeza.

Cuando llegué a un extremo de la tienda, que él había rasgado para salir, no vi ningún rastro suyo.

Maldije y me golpeé la pierna con el puño. Había desaparecido.

Mis oportunidades de encontrar a un hombre entre el gentío eran muy escasas, sobre todo cuando él sabía que yo le buscaba. Miré a mi alrededor, furioso. Dos hombres se metieron en la tienda a través de la abertura cortada. Yo ya no quería ver el mercado. Me di la vuelta y me mezclé con la muchedumbre, sin una dirección fija. Pronto me encontré cerca de la empalizada que rodea las montañas Sardar. Subí a una de las altas plataformas. Desde allí se ve el Sardar. Estaba solo en la plataforma, mirando las montañas nevadas que brillaban bajo la luz de las tres lunas. Desde la plataforma también se veía la feria, con los fuegos y las luces, y las tiendas y los puestos, y el anfiteatro donde Scormus de Ar y Centius de Cos se enfrentarían mañana a ambos lados de un pequeño tablero de cuadros rojos y amarillos. El distrito de la feria cubría varios pasangs cuadrados. Era muy hermosa de noche.

Bajé las escaleras de la plataforma y encaminé los pasos hacia la tienda pública donde había reservado alojamiento.