8. ME ENCUENTRO PRISIONERO EN EL NORTE
—Parece que no tienen fin —dijo una voz de hombre—. Matamos cientos cada día, y siempre vienen más.
—Incrementan su número a medida que los matáis —dijo una voz femenina.
—Los hombres están cansados.
—Doblad los honorarios —saltó ella.
—Eso haremos —dijo la voz.
—El muro se ha debilitado a un pasang al este de la plataforma —dijo otra voz de hombre.
—Pues reforzadlo —dijo ella.
—Quedan pocos troncos.
—Usad piedras.
—Eso haremos —dijo el hombre.
Yo yacía en un suelo de madera. Sacudí la cabeza.
Sentí en el hombro la aspereza de la madera. Iba desnudo hasta la cintura. Llevaba pantalones de piel y botas de piel. Tenía las manos atadas a la espalda.
—¿Es éste el nuevo? —preguntó la voz de mujer.
—Sí.
—Levantadle.
Me hicieron levantar a golpe de lanzas.
Yo moví la cabeza y miré a la mujer.
—Eres Tarl Cabot —dijo ella.
—Tal vez.
—Lo que no pueden hacer los hombres —dijo ella— lo he hecho yo. Te he atrapado. Te hemos estado vigilando. Nos advirtieron que tal vez cometerías la estupidez de venir al norte.
No dije nada.
—Eres una bestia fuerte y sensual —dijo ella—. ¿Es cierto que eres tan peligroso?
No tenía sentido responder.
—Tu captura me supondrá un ascenso ante mis jefes —siguió la mujer.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Unos que no son Reyes Sacerdotes —sonrió ella. Fue hacia la mesa. Vi que mis pertenencias estaban allí.
Sacó la estatuilla de su envoltura de piel. Era la talla, en piedra azulada, de la cabeza de una bestia.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¿No lo sabes?
—La cabeza de una bestia.
—Es cierto.
Volvió a meterla en las pieles. Era evidente que no comprendía su importancia. Los kurii, igual que los Reyes Sacerdotes, suelen tener hombres a su servicio, y se ocultan de aquellos que les sirven. Samos, por ejemplo, no conocía la naturaleza de los Reyes Sacerdotes.
—Eres una mujer —dije.
La miré. Llevaba pantalones y una chaqueta blanca de piel de eslín marino; la chaqueta tenía una capucha, que estaba echada hacia atrás, rematada con piel de lart. Se cerraba en su cintura con un estrecho cinturón negro, del que colgaba un puñal con el mango adornado de rojo y amarillo. Cruzado al hombro llevaba otro cinturón del que colgaba una bolsa y un látigo de esclavo con las colas dobladas, y cuatro cabos de cuerda.
—Eres muy observador.
—Y una mujer tal vez hermosa.
—¿Qué quieres decir con eso de «tal vez hermosa»?
—Las pieles obstruyen mi visión. ¿Por qué no te las quitas?
Se acercó a mí, furiosa. Me dio una bofetada en la boca.
—Haré que te arrepientas de tu insolencia —dijo.
—¿Conoces las danzas de una esclava goreana? —le pregunté.
—¡Bestia! —gritó.
—Eres de la Tierra. Tu acento no es goreano. —La miré—. Eres americana, ¿verdad? —le pregunté en inglés.
—Sí —siseó también en inglés.
—Eso explica que no conozcas las danzas de una esclava goreana. Pero puedes aprender.
Se sacó el látigo del cinto con ademán furioso e histérico y lo sostuvo con las dos manos. Comenzó a azotarme con él. No era agradable, pero no tenía bastante fuerza para golpear duramente. Yo había sido azotado por hombres. Finalmente, retrocedió todavía enfadada.
—Eres demasiado débil para hacerme daño —le dije—. Pero yo no soy demasiado débil para herirte a ti.
—Haré que te azoten mis hombres.
Me encogí de hombros.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Sidney.
—¿Cuál es tu nombre de pila?
—Ése es mi nombre de pila —dijo de malos modos—. Soy Sidney Anderson.
—Sidney es nombre masculino.
—Algunas mujeres lo llevan. Mis padres me pusieron así.
—Sin duda querrían un chico —dijo.
Se dio la vuelta enfadada.
—¿Todavía intentas ser el chico que tus padres deseaban? —le dije.
De pronto se giró iracunda hacia mí.
—Serás azotado a conciencia.
Miré en torno a la habitación. Era de madera, con tejado alto y arqueado. En un extremo había un pabellón con una silla curul. Bajo la silla había una piel de eslín, y otra piel ante el pabellón. A un lado había una mesa sobre la que estaban algunas de mis cosas. También había una chimenea en la que ardía la leña.
Volví mi atención a la chica.
—¿Eres virgen?
Me cruzó la cara con el látigo.
—Sí —dijo.
—Seré el primero en poseerte —le dije.
Volvió a golpearme salvajemente.
—¡Silencio! —dijo.
—Sin duda tendrás mucha curiosidad por tu sexualidad.
—¡No utilices esa palabra en mi presencia!
—Es evidente —dije—. Piensa cómo has apretado tu cinturón sobre las pieles. Eso lo has hecho, aunque sólo sea inconscientemente, para resaltar tu figura, acentuándola y enfatizándola.
—¡No!
—¿Nunca has pensado qué será estar desnuda en una tarima de esclava, ser vendida a un hombre? ¿No has pensado qué es ser una esclava desnuda, poseída, a merced de un amo?
—Sidney Anderson nunca será la esclava de un hombre —dijo—. ¡Nunca!
—Cuando yo te posea —le dije—, te daré un nombre de chica, un nombre de la Tierra, un nombre de esclava.
—¿Y qué nombre será ése?
—Arlene.
Se estremeció por un momento. Luego dijo:
—El poderoso Tarl Cabot, un prisionero atado y arrodillado.
La miré. Era esbelta, de ojos azules, pelo color caoba, delicada, hermosa y femenina.
—¿De verdad crees —le dije— que si los kurii vencen tú tendrás un alto puesto entre los victoriosos?
—Por supuesto.
Sonreí para mis adentros. Cuando hubiera realizado su tarea, la convertirían en esclava.
Tiró de la cuerda.
—En pie, bestia —me dijo.
Me levanté.
—Ven, bestia. —Me sacó de la sala tirando de la cuerda—. Te enseñaré nuestro trabajo en el norte. Más tarde, cuando yo lo decida, trabajarás para nosotros. —Se dio la vuelta y me miró—. Has estado mucho tiempo en contra de nosotros. Ahora contribuirás a la causa, aunque sólo sea llevando piedra y madera.