17. LA CASA DE FESTEJOS

—¡Aja! ¡Aja! —cantó la mujer.

Mordí la carne. A mi lado se sentaba Imnak, con las piernas cruzadas. Tenía la boca manchada con la grasa de la costilla de carne que estaba comiendo.

La casa de festejos estaba llena. Éramos unas cuarenta personas, hombres y mujeres.

Imnak y yo, y las chicas, habíamos venido al norte en el verano. Habíamos esperado durante semanas en el desierto campamento permanente. Finalmente, a la caída del otoño, habían llegado varias familias para ocupar sus viviendas. Después supimos que podíamos haber viajado al norte con la gente del Pueblo, con los grupos dispersos en varios campamentos permanentes. Pero yo había tenido mucha prisa. Habíamos cazado y pescado, habíamos jugado con nuestras esclavas y habíamos esperado.

—¿Dónde está Karjuk? —pregunté a Imnak.

—Tal vez venga.

—¿Y si no viene?

—Entonces no viene.

A medida que pasaban las semanas, yo estaba más ansioso.

—Vamos a buscar a Karjuk —le decía a Imnak.

—Si no pueden encontrarle las bestias del hielo, ¿cómo le encontraremos nosotros?

—¿Qué podemos hacer?

—Podemos esperar —decía él.

Y esperamos.

El tambor de los cazadores rojos es grande y pesado, y hace falta fuerza para manejarlo. Ahora lo tocaba un cazador en medio del grupo. No podría describir la canción, pero tiene que ver con los vientos apacibles que soplan en verano. Las canciones, al igual que las herramientas o las estatuillas, son consideradas como propiedad del que las canta. Nadie suele cantar las canciones de otro. Se supone que cualquier hombre es capaz de hacer canciones y cantarlas, igual que todo hombre es capaz de tallar y cazar. Suelen ser canciones muy simples, pero hermosas, y algunas conmovedoras. Naturalmente, cantan tanto los hombres como las mujeres.

—¡Canta, Imnak! —dijo Akko.

—¡Canta, Imnak! —exclamó Kadluk.

Imnak sacudió vigorosamente la cabeza.

—No, no…

—Imnak nunca canta —dijo Poalu sin poderlo evitar, olvidando al parecer las correas de esclavitud que rodeaban su cuello.

—Ven, Imnak —dijo su amigo Akko—. Cántanos una canción.

—No puedo cantar —dijo Imnak.

Y para mi sorpresa, Imnak se levantó y salió de la casa de festejos.

Yo le seguí al exterior, y también Poalu, preocupada.

—No puedo cantar —dijo Imnak—. Las canciones no me vienen a la boca. No tengo canciones. Soy como el hielo del glaciar, en el que no brotan flores. Nunca vendrá a mí ninguna canción. Nunca ha nacido ninguna canción en mi corazón.

—Algún día cantarás en la casa de festejos —dijo Poalu.

—No, no cantaré. No puedo cantar.

—¡Imnak! —protestó ella.

—Vuelve a la casa de festejos —dijo él.

Ella se dio la vuelta y volvió a la casa. La casa de festejos era muy parecida al resto de las viviendas del campamento permanente, aunque mucho más grande. Estaba a medias enterrada en la tierra y con un doble muro de piedra. Entre las piedras había turba cogida de la tundra, que servía de aislante. En el tejado había un agujero para el humo. La puerta de entrada era baja, y tenía uno que agacharse para trasponerla. El techo, soportado por varios postes, era de capas de hojas y barro. Aparte de la casa de festejos, en el campamento había unas diez viviendas. Aunque los cazadores rojos eran unos quinientos, generalmente vivían en pequeños grupos dispersos. En el verano solían reunirse para la caza del gran tabuk, cuando el rebaño de Tancred cruzaba el glaciar Eje y llegaba a la tundra, pero luego los grupos volvían a diseminarse siguiendo a los tabuks que se iban dispersando. Al final del verano, estos grupos volvían a sus propios campamentos. Había unos cuarenta campamentos, separados por varios días de viaje. El campamento de Imnak era uno de los más centrales. En estos campamentos vivían los cazadores rojos la mayor parte del año. Los abandonan a veces durante el invierno, cuando necesitan más comida, o a veces salen las familias a cazar el eslín.

Imnak miró las aguas. Estaba junto al muelle.

—Una vez, quise hacer una canción. Quería cantar. Lo deseaba con todas mis fuerzas. Creí que haría una canción. Quería cantar sobre el mundo y su belleza. Quería cantar sobre el gran mar, las montañas, las estrellas, el ancho cielo.

—¿Y por qué no hiciste una canción? —le pregunté.

—Una voz parecía decirme: «¿Cómo te atreves a hacer una canción? ¿Cómo te atreves a cantar? Yo soy el mundo, yo soy el gran mar, soy las montañas, las estrellas, el cielo… ¿Crees que puedes ponernos en tu pequeña canción?». Entonces tuve miedo y lo dejé.

Yo le miré.

—Desde ese día nunca he intentado cantar.

Imnak se dio la vuelta.

—No puedo cantar —dijo.

Oímos unas risas de la casa de festejos. Se veían las estrellas sobre el mar polar. Era el ocaso polar.

Los restos de la gran ballena hunjer yacían sobre los muelles.

—Los almacenes están repletos de carne —dije.

—Sí —respondió Imnak.

Hacía dos semanas, tuvimos la suerte de arponear una ballena, una bestia azul de manchas blancas. Era muy raro cazar dos ballenas en la misma estación. A veces pasan dos o tres años sin cazar una ballena.

—Están bien —dijo Imnak mirando los almacenes de carne—. Tal vez este invierno las familias no tengan que salir al hielo.

La caza en el hielo puede ser peligrosa, por supuesto. El terreno puede quebrarse y abrirse bajo tus pies.

El sol estaba bajo en el horizonte. Más risas salieron de la casa de festejos.

La noche polar no es totalmente oscura. Las lunas goreanas, e incluso las estrellas, ofrecen algo de luz, cuyos reflejos brillando en la nieve y el hielo es suficiente para poder ver el camino. Pero si una nube cubre el cielo, o hay tormenta, desaparece esta luz y la gente permanece en casa, debiéndose contentar con los sonidos del viento en las tinieblas y los ocasionales pasos de los animales sobre el hielo en el exterior.

—Aunque tengamos bastante comida para el invierno —dije yo—, si Karjuk no viene pronto, deberé ir a buscarle, aunque eso signifique salir al hielo en las tinieblas.

—Quédate en el campamento —dijo Imnak.

—No tienes que venir conmigo, amigo —dije yo.

—No seas estúpido, Tarl, el que caza conmigo.

—Puedes quedarte con tus amigos, que ahora tanto se divierten en la casa de festejos.

—No pienses que mi gente es frívola —dijo él—. Les gusta reír y contar historias y divertirse. La vida no siempre es agradable para ellos.

—Perdóname.

—No hay nadie en la casa de festejos, que no sea un niño, que no haya pasado una estación de mala caza. Los niños no saben nada de la mala caza, no les decimos nada.

Yo sabía que los cazadores rojos son extremadamente indulgentes con sus hijos. Muy raramente los castigan y casi nunca pegan a ninguno. Los protegen todo lo que pueden. Ya aprenderán los niños a su tiempo, pero hasta entonces, que sean niños.

—No hay nadie en la casa de festejos, que no sea un niño, que no haya visto a la gente morir de hambre. Muchas veces no es culpa de la gente. Está la enfermedad o el mal tiempo. A veces hay una tormenta y la nieve esconde los agujeros de respirar del eslín. —Hablaba en voz baja—. A veces hay un accidente. A veces el hielo se rompe. —Me miró—. No, no pienses a la ligera de mi pueblo. Que rían y sean felices. No les desprecies porque se alegren de que por una vez los almacenes estén llenos de carne.

—Perdóname, amigo —dije.

—Está hecho.

Volvimos juntos a la casa de festejos.