12. ACAMPO CON IMNAK

Tal vez yo fui el más sorprendido por la ausencia de árboles.

Unos cinco días después de adquirir a la esclava Arlene, había seguido al rebaño de Tancred hasta llegar al borde del glaciar Eje. Allí encontré el campamento de Imnak.

—Te estaba esperando —dijo Imnak—. Pensé que vendrías.

—¿Por qué lo pensabas? —le pregunté yo.

—Vi las pieles y los suministros que habías apartado para ti cuando estábamos junto al muro. Vi que tenías asuntos en el norte.

—Es cierto.

No me preguntó de qué asuntos se trataba. Era un cazador rojo. Si yo deseaba decírselo, lo haría. Decidí que hablaría con él más tarde. Llevaba en mi bolsa la pequeña estatuilla de piedra azul, la cabeza de un kur, un kur con media oreja arrancada.

—Yo confiaba en que tú me esperarías —le dije—. De otro modo me sería muy difícil atravesar el hielo.

Sabía que me había visto preparar mi bolsa.

Imnak sonrió.

—Fuiste tú quien liberó al tabuk —dijo. Luego se volvió hacia las chicas—: Levantad el campamento. Estoy ansioso por llegar a casa.

Cruzaríamos con la ayuda de Imnak el glaciar Eje para encontrar a los innuit, como ellos mismos se llaman, una palabra que significa «el pueblo». Recordé que en el mensaje de Zarendargar, éste se había referido a sí mismo como general de guerra del «pueblo». Yo pensaba que se refería a su propio pueblo. Los innuit no tienen «generales de guerra»; la guerra es desconocida entre ellos. Viven dispersos en pequeñas y aisladas comunidades. Es como si dos familias vivieran separadas en una vasta área. Poco sentido tendría una guerra entre ellos. En el norte hacen falta amigos, no enemigos.

Miré al glaciar Eje. Más allá estaba la base polar.

Thimble y Thistle desmontaron las cuerdas y postes de la tienda de Imnak y comenzaron a cargarlo todo en el trineo.

El látigo de Imnak restalló en la espalda desnuda de Thimble. Ella gritó.

—¡Ya me doy prisa, amo! —Se apresuró cargando el trineo. Thistle, la chica morena también se dio prisa, queriendo evitar que fuera su espalda la siguiente en probar el látigo.

—Veo que tú tienes una bestia —me dijo mirando a Arlene.

Ella retrocedió en la nieve, asustada del cazador rojo. Llevaba una chaqueta de piel sin mangas que le llegaba a las rodillas, y los pies envueltos en piel. Yo había improvisado su atavío. La miré. Ni siquiera sabía arrodillarse.

—Esas vestiduras —dijo Imnak— serán insuficientes en el norte.

—Tal vez puedas enseñarla a coserse ropas más adecuadas —dije yo.

—He hablado a mis chicas. Ellas la enseñarán.

—Gracias.

Estaba casi por debajo de la dignidad de un hombre enseñar a coser a una chica. Imnak lo había hecho con Thimble y Thistle, y no quería repetirlo.

—Veo que llevas una correa al cuello —le dijo Thimble a Arlene.

—Veo que llevas los pechos descubiertos —le dijo Arlene a Thimble.

—Quítate la chaqueta —le dije a Arlene. Ella me obedeció de malos modos. Imnak dilató las pupilas. Le gustaba haberla añadido a nuestro pequeño rebaño.

—A los arreos —dijo Imnak.

Thimble y Thistle se inclinaron y se engancharon a los arreos del trineo.

—Sois animales, ¿no? —preguntó Arlene.

—¿Puedes hacer otro arreo? —le pregunté a Imnak.

—Por supuesto.

Y pronto, para su rabia, Arlene estaba también en los arneses.

Imnak restalló el látigo sobre sus cabezas y ellas tiraron hasta que el trineo salió de las piedras para deslizarse sobre el hielo del glaciar Eje. Imnak y yo nos agarrábamos a la parte trasera del trineo. El hielo del glaciar estaba cubierto de las incontables huellas del rebaño de Tancred, que había dejado una estela de huellas de más de quince metros de anchura. Nosotros seguiríamos al rebaño.

El glaciar Eje es un valle entre dos cadenas de montañas, a veces llamadas Montañas Hrimgar, que en goreano significa Montañas Barrera. No es que sean una barrera, del mismo modo que lo son las Montañas Voltai o incluso las Montañas Thentis o las Montañas Ta-Thassa. Las Montañas Barrera no son tan rudas como estas otras cadenas montañosas, y están penetradas por numerosos pasos. El paso que nosotros atravesábamos en aquel momento era el paso de Tancred, porque es el que utiliza el rebaño de Tancred en su migración.

Cuatro días después de dejar el extremo norte del glaciar Eje, llegamos a lo alto del paso de Tancred. Las Montañas Hrimgar nos flanqueaban a ambos lados. Más abajo veíamos la tundra de la planicie polar, de miles de pasangs de extensión y de cientos de pasangs de profundidad. Se extendía más allá del horizonte.

Imnak se detuvo en la cima del paso y se quedó allí un largo rato, observando la grandeza de la tundra helada.

—Estoy en casa —dijo.

Entonces empujamos el trineo hacia abajo.

Supongo que yo no prestaba mucha atención al camino. Iba mirando al individuo que se movía entre la blancura. La bola de piel me golpeó en la espalda.

Y no fue eso todo lo que me golpeó en la espalda. En un momento, una pequeña mujer, una chica de los cazadores rojos, también me golpeó. Primero se detuvo tropezando con mi espalda porque me volví a mirarla. Luego me golpeó el pecho.

Después de un tiempo se detuvo y comenzó a regañarme a voces.

Me alegro de que las palabras sean, en cierto modo, menos peligrosas que las flechas y los puñales, porque si no poco habría quedado de mí.

Finalmente la mujer se cansó de vituperarme. Me miró con enfado. Llevaba las altas botas y las mallas de piel de las mujeres del norte. Como, desde su punto de vista, era un día caluroso, por encima de los cero grados, iba desnuda de cintura para arriba, como la mayoría de las mujeres de los cazadores rojos. Llevaba unos nudos al cuello. Parecía bonita, pero su mal genio habría avergonzado a una hembra de eslín. La piel que llevaba y la agudeza de su lengua sugerían que debía ser alguien de importancia. Más tarde sabría que las hijas solteras de los hombres más importantes a menudo llevaban las pieles más pobres. Es cosa del compañero o del marido el proporcionar buenas pieles. Esto tal vez sea un incentivo para que la mujer intente ser más complaciente para atraer a los hombres y tener buenas pieles para vestir. Pero si éste era el propósito, estaba claro que todavía no había funcionado con aquella chica. No me sorprendía. Había que ser muy osado para atreverse a regalarle pieles.

Ella movió la cabeza y se marchó. Llevaba el pelo recogido en un moño, como suelen llevarlo las mujeres de los cazadores rojos. Sólo se dejan el pelo suelto de casa durante la menstruación. En una cultura donde el intercambio de mujeres es práctica habitual, esta costumbre es una cuestión de cortesía con la que proporcionan a los amigos del marido información pertinente a lo oportuno de sus visitas. Pero esta costumbre no se extiende a las esclavas. Los animales no se adornan el pelo, y las esclavas generalmente tampoco. Imnak a veces les daba a Thimble y Thistle una correa roja para atarse el pelo, pero no siempre. Hacía con ellas lo que quería, y ellas hacían todo lo que él les mandaba. Él generalmente les daba la correa roja cuando se las llevaba consigo. Imnak tenía su vanidad. En cuanto a Arlene, a veces llevaba el pelo recogido y otras suelto sobre los hombros.

—La has puesto furiosa —me dijo un hombre en goreano.

—Lo siento.

La chica estaba jugando a un juego parecido al fútbol con otros jóvenes, y yo no me había dado cuenta, hasta que fue demasiado tarde, de que estaba atravesando el campo de juego.

—Lo siento —dije.

—Tiene una lengua muy afilada —dijo el hombre.

—Sí. ¿Quién es?

—Poalu, la hija de Kadluk.

Aunque los cazadores rojos son reticentes a la hora de dar su nombre, no tienen reservas para dar los nombres de los otros. A veces es muy difícil, si no imposible, conseguir que un hombre te diga su propio nombre. Generalmente un hombre te dirá el nombre de su amigo, y su amigo te dirá el nombre de él. De esta forma puedes conocer el nombre de ambos.

—Es bonita, ¿verdad? —preguntó el hombre.

—Sí —dije—. ¿Es tu intención ofrecerle ropas festivas?

—No estoy loco. Kadluk nunca la colocará.

Pensé que tal vez era cierto.

—¿Tienes un amigo que pueda decirme tu nombre?

Él llamó a un hombre que estaba allí cerca.

—Alguien quisiera saber el nombre de alguien —le dijo.

—Él es Akko —dijo el hombre. Luego se marchó.

—Yo puedo pronunciar mi propio nombre —dije yo—. Soy del sur. Nuestros nombres no se van cuando los pronunciamos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Akko.

—Te lo mostraré. Me llamo Tarl. Ahora escucha… —esperé un momento—. Tarl —dije—. ¿Lo ves?

—Muy interesante.

—Mi nombre no se ha ido.

—Tal vez es que ha vuelto muy deprisa —sugirió.

—Tal vez.

—En el norte creemos que más vale no correr riesgos innecesarios.

—Eso es muy sabio.

—Buena caza —dijo.

—Buena caza. —Se marchó. Akko era un gran tipo.

Olía a tabuk asado.

La gran caza había sido un éxito. Yo no sabía si era por la mañana, por la tarde o por la noche. En esos días el sol, muy bajo en el horizonte, traza interminables círculos en el cielo.

Seis días atrás Imnak y yo habíamos bajado de las alturas del paso de Tancred, con nuestras chicas. La gran caza acababa de comenzar. Cientos de mujeres y niños, gritando y batiendo sartenes, habían empujado al rebaño hacia un pasillo formado por dos paredes de piedras amontonadas, de unos dos metros de altura. Cuando llega al final de las paredes de piedra, el tabuk se da la vuelta, y muchos son cazados, hasta que alguno, más sabio o más aterrorizado que los otros salta las piedras, y los demás le siguen hacia la libertad de la tundra.

En esta época del año, la tundra desmiente su reputación de tierra desolada. Por todas partes estalla con la frescura de las flores. Casi todas las plantas de estos parajes son perennes, puesto que la estación del brote es demasiado corta para permitir a las plantas anuales completar sus ciclos. En el invierno muchas de estas plantas yacen dormidas en una crisálida que las protege del frío. En el ártico goreano crecen más de doscientos tipos de plantas. Ninguna de ellas es venenosa, y ninguna tiene espinas. En el verano las plantas y las flores crecen por todas partes, excepto en los lugares próximos al hielo glacial.

En determinadas épocas del verano aparecen incluso insectos, moscas negras de largas alas revolotean entre las tiendas y ante los rostros de los hombres.

Dos niños pasaron corriendo junto a mí.

Miré hacia el norte. Allí era donde esperaba Zarendargar.