29. LO QUE OCURRIÓ EN LA FORTALEZA
—¡No es un kur! —gritó el hombre—. ¡Fuego!
Le eché las manos a la garganta y lo interpuse entre su compañero y yo. Oí el dardo entrar en su cuerpo y entonces lo aparté de mí y le vi reventar. El otro individuo, también ataviado con lo que parecía un traje plástico, intentaba meter otro dardo en el cañón del arma. Me volví hacia él y la recámara se cerró de un golpe y el arma cayó descargada a un lado; derribé al hombre al suelo y ambos quedamos medio enredados en la piel blanca del kur. Le agarré el cuello con el brazo izquierdo y le golpeé la cabeza con el canto de mi mano derecha. Entonces se quedó quieto, con el cuello partido. Es algo que nos enseñan a los guerreros.
Alcé la vista. Todo parecía tranquilo. Pero había habido disparos. Las armas tubulares disparan con un siseo, no hacen mucho ruido. Sin embargo la explosión de los dardos es mucho más ruidosa. La primera explosión había quedado amortiguada en el cuerpo de su víctima. Mas la segunda tenía que haber sido oída. El dardo había explotado, después de una larga trayectoria parabólica, a varios metros de altura.
Yo estaba de vuelta en la fortaleza. Cruzaba el hielo cerca de ella con el trineo. Esperaba que de esta forma no me confundieran con una común bestia del hielo. No sabía qué contraseñas o qué señales utilizarían los kurii blancos para evitar que los confundieran. Yo no tenía ninguna, pero las bestias del hielo no utilizan trineos, naturalmente. Y de hecho creo que el trineo permitió que me acercara a la fortaleza más de lo que habría podido hacerlo de no llevarlo. La piel de kur, bajo la incierta luz, también fue de ayuda. Había dejado el trineo al pie de la isla de hielo, y camuflándome con la piel del kur, había ido escalando paso a paso hacia la cumbre de la isla. La compuerta por la que yo había salido un tiempo atrás no se veía desde el exterior. Escalé hasta la cima de la isla de hielo buscando algún modo de entrar en la fortaleza. No buscaba las puertas oficiales, sino algún tipo de abertura que no estuviera vigilada. En la fortaleza corría aire fresco, y yo esperaba encontrar los agujeros de ventilación. Si los kurii habían instalado un sistema cerrado, debería intentarlo con alguna puerta más convencional.
Todo parecía tranquilo. Volví a coger la piel de kur. Vino tan rápido que no estoy seguro de haberlo visto. Tal vez oyera o sintiera el objeto cortando la piel del anorak y hundiéndose en el hielo a mis espaldas. Me aparté de un salto y el hielo explotó; entonces los vi venir, los dos armados, y resbalé cayendo en el hielo.
—Está muerto —dijo uno de los hombres.
—Voy a meterle otro dardo —dijo el otro.
—No seas idiota.
—¿Estás seguro de que está muerto?
—¿Ves? —dijo el primero—. No respira. Si estuviera vivo, el vapor de su aliento sería claramente visible.
—Tienes razón.
Pensé que ninguno de estos hombres había cazado al veloz eslín marino. Ahora me alegraba de haber conocido, con Imnak en los kayaks, a esta feroz bestia.
—¡Aaahh! —gritó el primer hombre cuando me levanté de un salto y le golpeé. Pero tenía que haber alcanzado primero al segundo hombre. Era el más suspicaz, el más peligroso de los dos. Su arma estaba dispuesta, cargada con un dardo. Alzó el arma rápidamente, pero yo ya estaba detrás. El otro hombre no había recargado su arma. Cuando acabé con el primero me volví hacia él. Hasta más tarde no me di cuenta de que me había golpeado por detrás. Soltó un largo grito mientras caía por el risco de hielo.
Le despojé rápidamente de sus ropas. Debía moverme deprisa, porque la exposición al invierno ártico podría significar una muerte rápida. En pocos momentos me había vestido con un traje de plástico con capucha y con una unidad calorífica colgada al cinto. No sabía cuánto duraría la carga de calor, pero no esperaba necesitarla mucho tiempo. Luego cogí el saco de dardos y las dos armas.
Había otro objeto en el hielo: una radio portátil. De ella salía una voz que hablaba con urgencia, preguntando en goreano qué ocurría. No intenté responder, pensando que era mejor que siguiera preguntándose qué habría pasado sobre la superficie de la isla de hielo. Estaba seguro de que si respondía en seguida me habrían identificado como un intruso humano, ya que ignoraba sus códigos o frases de identificación. Ahora podrían especular con varias posibilidades, como un error de transmisión, un accidente o el ataque de una bestia del hielo. Pronto enviarían una partida de investigación, pero esto no me disgustaba. Cuantos más hombres hubiera fuera de la fortaleza, menos quedarían dentro. También suponía que las compuertas no se abrirían desde el exterior. Pero sabía que en el interior al menos contaba con un aliado, Imnak, que arriesgaría su vida para protegerme. Ya lo había hecho.
Por fin pude encontrar una de las aberturas de ventilación; la fortaleza contaba con un sistema de tales aberturas, algunas para introducir aire fresco y otras para expeler el aire usado. Los kurii, con sus grandes pulmones, necesitan oxigenar su gran cantidad de sangre, y son extremadamente sensibles a la calidad de la atmósfera. Los kurii generalmente se trasladan a áreas remotas, no sólo para huir del hombre, sino para asegurarse una atmósfera menos polucionada.
No pude quitar la verja del agujero de ventilación. Estaba soldada al metal.
Di un paso atrás y disparé una de las armas. Luego la recargué con otro dardo, aunque no era necesario. La reja estaba abierta. La abertura no era muy grande, pero bastaría. Tanteé con la mano dentro del oscuro agujero, y luego introduje el arma. No encontré ningún tipo de peldaños. Ignoraba la profundidad de la entrada, pero calculé que serían unos tres metros o más. No tenía cuerda. Me deslicé por el agujero, sudando, la espalda apoyada a un lado y los pies al otro. Y así comenzó el lento y tortuoso descenso, centímetro a centímetro.
El más ligero error de cálculo y me precipitaría por el túnel hasta llegar al fondo.
Me llevó más de un cuarto de ahn descender por el canal ventilador.
La reja que había al final, a unos dos metros de un suelo de acero, no estaba fijada tan sólidamente como la exterior. Para mi asombro, la rejilla se levantó.
—¿Qué es lo que te ha retenido? —preguntó Imnak.
Estaba sentado sobre dos cajas, tallando un pez en un hueso de eslín.
—Me retuvieron —dije.
—Has hecho mucho ruido.
—Lo siento.
Vi que habían quitado los tornillos que fijaban la reja.
—Has quitado con tu cuchillo los tornillos —dije.
—¿Habrías preferido arrancarla a patadas? —preguntó Imnak.
—No. ¿Cómo sabías que me encontrarías aquí?
—Pensé que tal vez te sería difícil explicarles a los guardias de las compuertas que tenías derecho a entrar.
—Pero debe haber muchos túneles de ventilación.
—Sí, pero no hay mucha gente arrastrándose por ellos.
—Mira —dije. Le tendí a Imnak una de las armas tubulares y varios de los dardos que llevaba en la bolsa.
—¿Para qué sirve esto? —preguntó él—. Destroza la carne, y no se puede atar ninguna cuerda en la punta.
—Sirve para disparar a la gente.
—Sí, para eso podría servir.
—Tengo la intención de localizar y hacer explotar el dispositivo oculto en esta fortaleza cuyo objetivo es evitar que los suministros caigan en manos enemigas —dije.
—Eso es fácil de decir.
—Tengo que encontrar un interruptor o una manivela que haga que todo este lugar haga bum, igual que cuando un dardo alcanza su objetivo y hace un gran ruido.
—¿Quieres provocar una explosión? —preguntó Imnak.
—Sí.
—Parece una buena idea.
—¿Dónde has oído hablar de explosiones? —le pregunté.
—Karjuk me habló de ellas.
—¿Dónde está Karjuk?
—En el exterior, en algún lugar —respondió.
—¿Te hablo alguna vez de un dispositivo que pudiera destruir la fortaleza? —quise saber.
—Sí.
—¿Te dijo dónde está?
—No. No creo que él mismo lo supiera.
—Imnak, quiero que cojas esta arma y que salgas de la fortaleza con todas las chicas que puedas.
Imnak se encogió de hombros, sorprendido.
—No pierdas el tiempo —le dije.
—¿Y tú?
—No te preocupes por mí.
—Muy bien —dijo Imnak.
Se dio la vuelta para marcharse.
—Si ves a Karjuk —le dije—, mátale.
—¿Pero dónde conseguiremos otro guardián?
—Karjuk no guarda al Pueblo —dije—. Guarda a los kurii.
—¿Cómo sabes tú lo que él guarda?
—Olvida lo de Karjuk.
—Bien. —Entonces se dio la vuelta y echó a correr por el pasillo.
Yo miré hacia arriba. En el techo estaban los rieles de esclava, unas guías de acero a las que estaban atadas las cadenas que las esclavas llevaban al cuello.
En ese momento, venían dos hombres por el pasillo, vestidos con túnicas marrones y negras.
—¿Por qué vas vestido así? —me preguntaron.
—Vengo de la superficie —dije—. Hay problemas ahí arriba.
—¿Qué tipo de problemas?
—Todavía no lo sabemos.
—¿Eres de seguridad? —me preguntó uno de los hombres.
—Sí.
—No se os ve muy a menudo.
—Es mejor que sólo conozcáis vuestras propias secciones —dije.
Encontré pocos humanos en los pasillos. En una ocasión me crucé con veinte hombres que se apresuraban por un pasillo en columnas de a dos, encabezados por un teniente; todos iban bien armados.
Pensé que se dirigían a la superficie, en ayuda del grupo de investigación que ya debía haber fuera.
Ahora sólo era cuestión de tiempo hasta que descubrieran la entrada del túnel de ventilación que yo había volado.
La chica que se acercaba por el pasillo era muy bonita. Era una esclava, naturalmente. Iba descalza. Vestía una breve prenda de seda marrón transparente, anudada muy suelta a la cintura. Iba con collar de acero y llevaba una vasija de bronce sobre el hombro derecho. Tenía el cabello y los ojos castaños. A su collar estaba atada una cadena que arrastraba tras ella.
Yo me detuve, y la esclava siguió avanzando hasta que estuvo a unos tres metros de mí. Se arrodilló sobre los tobillos con las piernas abiertas y las manos sobre los muslos, la espalda erguida y la cabeza gacha. Es una hermosa y significativa posición que muestra la sumisión de la hembra al hombre libre, su amo. Estaba a mi merced.
La observé por un momento, consciente de su debilidad y belleza.
—¿Amo? —preguntó sin alzar la cabeza. Yo no la golpeé.
Entonces alzó la mirada.
—¿Amo? —preguntó temblorosa.
—¿Es que quieres sentir el látigo? —le dije.
—Perdóname, amo. —Volvió a agachar la cabeza.
—Soy nuevo en la fortaleza —dije—. Necesito información.
—Sí, amo.
—Levántate y ven aquí. Y date la vuelta —le dije.
Ella obedeció. Yo le puse la cabeza hacia adelante echándole los cabellos a un lado. En la cadena había un gran candado que la ataba al collar. El candado pasaba por detrás del collar, junto a su cuello.
—Esto no debe ser cómodo —dije.
—¿Es que le importa al amo la comodidad de una esclava?
—No era más que una observación. —El suave vello de la nuca de una esclava es muy excitante.
—Hay varios tipos de collar —dijo ella—. Algunos llevan una anilla detrás para el candado. Creo que al principio no sabían cuántas chicas traerían aquí.
—Éste es un collar de esclava adaptado —dije—, aunque te queda demasiado grande.
—Es para poder poner el candado —dijo ella.
—¿Cómo te llamas?
—Belinda, si al amo le complace.
—¿Qué tipo de esclavas hay aquí? —pregunté.
—Hay cinco colores código en los collares: rojo, naranja, amarillo, verde y azul. Según el color, la esclava tiene distinta libertad de movimientos…
—¿Siempre llevas esas cadenas?
—No, amo. Sólo las llevamos cuando nos dejan sueltas.
—¿Y cuando no os dejan sueltas?
—Nos mantienen bajo llave.
—¿Todas las chicas llevan collares con código?
—No, amo. Las auténticas bellezas están en las salas de placer de acero, para placer de los hombres.
—Explícame el sistema de colores —dije.
—El azul es el más limitado. Los verdes pueden ir a donde los azules y más. Yo soy amarilla. Puedo ir donde las azules y las verdes, pero también tengo acceso a áreas que están prohibidas para ellas. No puedo ir tan lejos como permite el color naranja. La máxima cantidad de movimiento la disfrutan las chicas que llevan el collar con dos bandas rojas.
Me miró por encima del hombro.
—Pero seguramente el amo ya sabrá estas cosas.
Hice que se volviera para mirarme y la empujé contra la pared de acero.
—Perdóname, amo —dijo.
—Pon las palmas de las manos a tus espaldas sobre la pared —le dije.
Ella obedeció.
—Tú no eres de la fortaleza —dijo de pronto—. Eres un intruso —susurró.
Con el cañón del arma tubular solté el flojo nudo que unía en su cintura la seda de placer. La prenda se abrió y la esclava se estrechó con la pared. La mantuve allí hundiendo el cañón del arma en su vientre.
—No me mates, amo —dijo—. No soy más que una esclava.
—A veces las esclavas hablan demasiado —le dije.
—No hablaré.
—De rodillas.
Me obedeció.
—Eres muy hermosa, Belinda —le dije apuntándole al rostro con el cañón del arma.
—No hablaré —musitó—. No te traicionaré.
—Métete en la boca el cañón del arma —le dije. Ella me obedeció—. Ya sabes lo que esto puede hacer, ¿verdad? —le pregunté.
Ella asintió aterrorizada.
—No vas a hablar, ¿verdad?
Ella movió la cabeza ligeramente, expresando una aterrorizada negativa. Su boca estaba muy hermosa sobre el acero. No le había dado permiso para soltar el arma.
—Sí, muy hermosa —dije.
Con el arma en su boca la hice agacharse, y luego apoyé el arma en los rieles. Giró la cabeza a un lado; no se había atrevido a soltar el arma. Para mi asombro, comenzó a responder casi de inmediato, espasmódicamente.
—Qué esclava eres —la reprendí. Ella gimió y lloró, pero no pudo hablar. Cuando me levanté y le saqué el arma de la boca, me miró sorprendida. Se incorporó en el suelo sobre el muslo izquierdo, las palmas de las manos en el suelo, su adorable cuerpo moteado de escarlata, los vasos capilares excitados.
—Tu esclava —dijo.
Me di la vuelta. Pensaba que no diría nada. Seguí caminando por los pasillos. Junto a mí pasaron otros hombres y dos chicas. Miré sus collares: una era azul y la otra amarilla.
Caminaba con rapidez, pero la fortaleza era un laberinto. No creo que ninguno de los humanos que allí había supieran la localización del dispositivo que buscaba. Y ningún kur lo revelaría.
Una sirena comenzó a sonar. Resultaba estridente en el corredor de acero.
Yo no apartaba los ojos del sistema de rieles del techo. Entonces llegué a una bifurcación en el pasillo. El sistema de rieles, que yo esperaba seguir hasta su fin, también se bifurcaba. Y más allá se divisaban más bifurcaciones. Seguramente los raíles llegaban hasta los más lejanos rincones de este nivel, y alcanzarían otros niveles. La sirena sonaba persistente y enloquecedora. Maldije para mis adentros. En varios puntos del pasillo había monitores de un circuito cerrado de vigilancia en el techo. Vi que se movían, obedeciendo a un control remoto. El uniforme de guardia que llevaba parecía ser un buen disfraz, de momento. Me decidí por uno de los pasillos, intentando no mostrar vacilación o indecisión; quería que pareciera que conocía mi camino. Cuando volví a echar un vistazo a los monitores, ya estaban orientados en otra dirección. No les había llamado la atención. Dos hombres pasaron junto a mí, cada uno con una de las armas de dardos.
Maldije interiormente. Podría llevarme mucho tiempo explorar las áreas remotas de la fortaleza. En primer lugar, ignoraba dónde estaban tales áreas ni hasta dónde llegarían los dispositivos de vigilancia. Pensaba que el dispositivo destructivo que buscaba estaría más allá de las zonas que cubrían los rieles, seguramente en un área del sistema de vigilancia. Recordé que los monitores de la cámara privada de Zarendargar, Media-Oreja, no habían mostrado ningún dispositivo similar.
Recordé a la chica que había dejado en el pasillo detrás de mí, con la cadena colgando del sistema de rieles. Era una amarilla. Yo necesitaba una roja. La sirena dejó de sonar y comenzó a hablar por el sistema de megafonía una voz en goreano.
—Asegurad a todos los esclavos —decía—. Que todo el personal acuda a sus secciones.
El mensaje fue repetido cinco veces. Algunos hombres pasaron corriendo. Luego se hizo el silencio en los pasillos.
Era una orden muy inteligente. En tiempos de peligro los esclavos goreanos suelen ser encadenados o encerrados para que no puedan tomar parte en cualquier acción que se desarrolle. No les queda más que esperar las disposiciones de sus amos. Con el personal ya en sus secciones, los líderes de la fortaleza podrían recontar sus fuerzas y hacer efectivo el sistema de vigilancia. Una figura solitaria sería fácilmente identificada como el intruso.
Abrí una puerta en el pasillo. Vi a un hombre que estaba atando a las esclavas. Había colocado a diez chicas desnudas en fila, de rodillas, contra la pared de acero. Las ató con cadenas fijas en sus collares. Ató también sus muñecas a anillas en la pared. El hombre alzó la vista.
—¡Ya me doy prisa! —dijo enfadado. Yo no dije nada. Él cerró la anilla de la última chica de la fila, luego se metió la mano en el bolsillo y salió corriendo de la habitación, lanzándome una furiosa mirada.
Las chicas estaban asustadas, pero no hicieron el más mínimo ruido.
A un lado había varias cadenas de las que iban sujetas a los rieles. Encontré una que tenía un pesado candado atado, con dos bandas rojas. La cadena entraría en los rieles más largos de la fortaleza.
Entonces me dirigí hacia las chicas para comprobar los collares que llevaban, típicos collares de esclava alrededor de los que habían cerrado los pesados collares de pared.
Encontré dos que estaban marcados con dos pequeñas bandas rojas.
—¿Dónde está la llave de tus cadenas? —le pregunté a una de ellas.
—La tiene nuestro guardián, amo.
Eso me temía. Y no había intentado matar ni detener al guardián, porque si le echaban de menos en su sección conocerían de inmediato mi localización. Miré furioso a mi alrededor.
No pude liberar a ninguna de las esclavas del collar rojo. Las dos habían sido bien encadenadas por un amo goreano. No había tiempo para probar las cerraduras; cada una estaba sujeta con tres candados. Y si dirigía los dardos explosivos contra las cadenas, seguramente mataría a las chicas.
Me di la vuelta, cogí una de las cadenas y la metí en su riel, Luego salí del área en que estaban las chicas encadenadas. Si podía hacer detonar o iniciar la secuencia de detonación del aparato que buscaba, confiaba en que sólo destruyera las partes de la fortaleza en las que se almacenaban los suministros y las municiones. Tal vez Imnak pudiera encontrar a las chicas y liberarlas de alguna forma. Yo le había dicho que sacara de la fortaleza a todas las chicas que pudiera. Pero aun así, desnudas o con las sedas, ¿cómo resistirían más de un ahn en la noche polar? Probablemente en la fortaleza habría varias esclavas más, encadenadas. Al parecer serían víctimas inocentes de las guerras entre hombres y bestias. Entonces las aparté de mi mente; volví a ser un goreano, con una tarea por realizar; ellas no eran más que esclavas.
Regresé al pasillo arrastrando conmigo la cadena. No dudaba de que pronto llamaría la atención.
Me pregunté hasta dónde llegaría el riel por el que se deslizaba la cadena. Una cadena así, sin una belleza atada al extremo, no tardaría en ser advertida.
Pasé junto a varias puertas. Eran salas de entrenamiento y ejercicio, apartamentos. Si decidía esconderme, los hombres de la fortaleza iban a encontrar difícil hallarme. Pero poco ganaría yo con eso.
Bajé por unas escaleras hasta un nivel inferior, siguiendo el camino que me marcaba la cadena en el riel.
Oí correr a unos hombres al otro lado de la esquina. Solté la cadena y me refugié en una habitación; era una despensa. Los hombres pasaron sin prestar atención a la cadena. Pensarían que algún guardián habría sacado a la esclava siguiendo las instrucciones de seguridad dadas por la megafonía. Iba a salir de nuevo al pasillo cuando de pronto di un paso atrás. Habían pasado un guardián y una mujer con ropas de ocultamiento. Yo no sabía que en la fortaleza también había mujeres libres. Había un intruso en la fortaleza, y a ella la conducían sin duda a una zona de mayor seguridad. Tal vez estuvieran desalojando aquel nivel para poder realizar una estrecha búsqueda. Finalmente salí de la despensa.
En el exterior encontré a dos parejas más de individuos: dos guardianes y dos mujeres libres. Supuse que tal vez las estaban entrenando en la fortaleza para ulteriores tareas.
—No está aquí —les dije a los hombres señalando con la cabeza a la despensa de la que acababa de salir. Luego añadí—: ¡Deprisa!
Ellos se apresuraron.
Por un momento vislumbré un tobillo bajo las pesadas ropas de ocultamiento que llevaba la mujer. Era un tobillo esbelto y excitante. Sonreí. Pensé que no les habrían dicho que cuando su trabajo político y militar hubiera terminado, les pondrían las sedas y el collar de esclavas.
Otro hombre venía corriendo, llevando ante él a una esclava.
—Hay que ponerla a salvo —le dije adustamente.
—Sí.
Oí que otro hombre venía a mis espaldas. Me di la vuelta juntándole con el arma que llevaba.
—No dispares —dijo—. Soy Gron, de la sección Al-Ka.
—¿Qué estás haciendo en este área? —le dije.
—Vengo a buscar a Lady Rosa.
—¿En qué apartamento está? —pregunté.
—En el cuarenta y dos, nivel Central Minus uno, pasillo Mu.
—Correcto —le dije bajando el arma.
Su respiración se aligeró.
—Yo iré a por ella —dije. Y realmente, necesitaba una mujer—. Vuelve a la sección Al-Ka.
Él dudó por un momento.
—Deprisa —dije con enfado—. Hay una posibilidad de peligro.
Alzó la mano y se dio la vuelta. Pronto desapareció por el pasillo.
Determiné que me encontraba en el pasillo Mu por las marcas goreanas grabadas en la pared cerca del punto en el que el corredor se bifurcaba en dos direcciones. Me parecía probable estar en el nivel adecuado ya que había encontrado al hombre a alguna distancia de las escaleras más cercanas.
No vi a nadie más en el corredor. Arrastré de nuevo la cadena.
Pronto llegué a la puerta de acero marcada con el número cuarenta y dos. Vi que los rieles del techo entraban en el apartamento, sin duda para que Lady Rosa tuviera a su servicio esclavas bien encadenadas. Abrí la puerta y metí la cadena que llevaba, encajada en los rieles. El apartamento era muy lujoso, recubierto de seda. Estaba débilmente iluminado por cinco velas.
Una mujer se levantó sorprendida de la gran cama redonda en que estaba sentada. Llevaba las ropas de ocultamiento. Se cubrió el rostro con un velo de seda.
—Deberías llamar, idiota —dijo—. Apenas me ha dado tiempo a esconder mis rasgos.
Me miró con los ojos llameando sobre el velo. A pesar de él sus facciones no quedaban muy ocultas. Tenía un rostro estrecho pero hermoso. Sus ojos eran extremadamente negros, y también sus cabellos, que asomaban bajo la capucha del traje. Sus pómulos eran altos, su rostro regio, aristocrático y frío.
Estaba furiosa.
—¿Eres Lady Rosa? —pregunté.
Ella se presentó fríamente.
—Soy Lady Graciela Consuelo Rosa Rivera-Sánchez —dijo—. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Hay un intruso en la fortaleza —dije.
—¿Le han capturado ya?
—No. ¿Cuánto tiempo llevas en la fortaleza?
—Cuatro meses —dijo. Luego añadió—: Cuatro meses goreanos.
—¿Conoces el sistema de rieles de cadenas para controlar el movimiento de las esclavas? —pregunté.
—Por supuesto.
—¿Y sus últimas terminaciones?
—Sí —dijo—, pero a los humanos no se les permite ir más allá de esos puntos.
Sonreí.
—¿Cómo ha podido penetrar un intruso en la fortaleza? —preguntó.
—Por un túnel de ventilación. Hablas muy bien el goreano —le dije—, aunque con cierto acento.
—He tenido un entrenamiento intensivo.
Aunque su acento era aristocrático y español; ningún amo goreano haría objeciones.
—¿Y por qué querría un intruso entrar en la fortaleza? —preguntó.
—De momento, necesita una mujer —dije.
—No entiendo.
—Quítate las ropas.
Ella me miró perpleja.
—Tal vez prefieras que lo haga yo. Soy el intruso —le expliqué.
Ella retrocedió.
—Nunca —dijo.
—Muy bien. Échate en la cama boca abajo con los brazos y las piernas abiertas. —Saqué el cuchillo que llevaba al cinto. No es fácil intentar rasgar las ropas de ocultamiento con las manos desnudas, porque pueden esconder agujas envenenadas.
—Estás bromeando —dijo ella.
Hice un gesto con el cuchillo indicando la cama.
—No te atreverás —siseó.
—A la cama —dije.
—Soy Lady Graciela Consuelo Rosa Rivera-Sánchez —dijo.
—Si eres lo bastante hermosa —dije—, tal vez te llame Pepita.
—Me quitarás las ropas, ¿verdad? —dijo.
—Soy goreano. —Di un paso hacia ella.
—No me toques. Yo lo haré.
Sus pequeñas manos acudieron reluctantes a los lazos que cerraban en su cuello las vestiduras.
Su piel era tersa, largos sus cabellos, espesos y maravillosamente negros, contrastando vivamente con la notable palidez de sus brazos, sus hombros y su espalda.
Encontré un peine sobre un tocador. Peiné sus cabellos agarrando a la mujer por el cuello.
Ella sollozó de rabia cuando una pequeña aguja envenenada con kanda cayó de su pelo, atrapada entre los dientes del peine.
Le hice darse la vuelta rudamente. Ella me miró con los ojos llameantes.
—Ahora estoy indefensa —dijo.
—Sí.
Con el cuchillo corté las finas tiras de su ropa de seda, y se las quité con el mango del cuchillo sobre su piel, hasta que la ropa cayó a sus tobillos. Ella se estremeció ante el frío de la hoja sobre su piel. Miró el cuchillo con aprensión.
—¿Qué quieres de mí? —me preguntó—. ¿Vas a violarme?
Miró la gran cama redonda cubierta de seda verde. Se imaginaba a sí misma sobre ella a mi merced, utilizada para mi placer.
—Tendrás que ganarte tu derecho a servir sobre una cama así —le dije—. Una zorra como tú tiene primero que aprender sus lecciones sobre el polvo de una tarima o en las pieles sobre el cemento, a los pies del lecho de su amo, bajo la anilla de esclava.
La cogí del pelo y la llevé a un lado de la sala, junto a unos baúles.
De uno de ellos saqué dos correas de sandalia. Con una le até las manos a la espalda. Una correa de sandalia es más que suficiente para atar a una hembra. La otra correa la até alrededor de su cintura. Luego cogí un gran velo rojo. Era un velo de intimidad, muy diáfano, cuya opacidad depende de las vueltas que se le dé en torno al rostro. Una mujer libre puede demorar a un amante ansioso durante días, permitiéndole cada noche una visión menos oscura de sus rasgos, hasta el momento en que tal vez le permita ver su rostro desnudo. Tales tonterías, por supuesto, no son toleradas en una esclava.
Le até el velo de intimidad en la nuca y lo crucé sobre sus pechos con dos vueltas; luego los até con la correa a su cintura. Cogí después los dos extremos sueltos y los pasé entre sus piernas, atándolos luego a la correa de sandalia en su vientre.
Ella me miró horrorizada.
—Servirán como seda de esclava —le dije.
Empujándola del brazo la coloqué ante un gran espejo.
Ella gimió al contemplarse.
—Mira este nudo corredizo —le dije—. La correa puede soltarse con un simple tirón.
—¡Bestia! —sollozó.
Le miré su esbelto muslo. Pensé que podría quedar bien marcado con la marca corriente de Kajira.
—Te he puesto la seda roja, ¿es adecuado? —le dije.
—¡Desde luego que no! —exclamó.
—Tal vez pronto lo será.
Ella se debatió con furia, pero en vano. Luego cejó en sus esfuerzos.
—Te daré oro, mucho oro, si me liberas —dijo.
La llevé hasta el umbral del apartamento, donde colgaba la cadena de los rieles.
—¿Qué quieres de mí? —suplicó—. El suelo está muy frío —dijo—. Desátame.
Yo estaba atando la cadena a su cuello. La aseguré cuatro veces. Sintió su peso. La cadena ocultaría el hecho de que no llevaba collar. Era una cadena con dos bandas rojas. Miré a la esclava. Ahora era un componente del sistema de cadena y rieles de la fortaleza.
—Soy Lady Graciela Consuelo Rivera-Sánchez —dijo.
—Calla, Pepita.
Jadeó. Luego dijo:
—¡No! ¡No me obligues a salir de la habitación vestida de este modo!
La saqué al pasillo de un empujón. Ella me miró dolorida, la cadena colgando tras de sí. Se daba cuenta de que iba a llevarla por donde quisiera.
—En el sistema de cadenas rojas, que es el más extenso, ¿hay alguna terminación más lejana que en los otros?
—Sí.
Esto me sorprendió.
—Llévame hasta allí.
Ella se irguió con orgullo.
—No —dijo. Dio un respingo al sentir el cañón del arma en su vientre. La empujé hasta tenerla contra la pared—. No te atreverás —dijo.
—No eres más que una mujer.
—¡Te llevaré! Pero no te servirá de nada. A los humanos no se les permite pasar más allá de ese punto.
—¿Por dónde? —pregunté.
Sus ojos me indicaron la dirección.
La empujé rudamente en esa dirección con el rifle.
—Más deprisa —le dije.
Caminamos rápidamente por el pasillo.
—Si nos cruzamos con hombres —dijo ella—, sólo necesito llamarles.
—Hazlo, y sólo quedarán tus restos en la cadena. —No la había amordazado porque eso habría levantado sospechas.
Al poco rato, jadeaba. Era una chica de la Tierra, y no estaba en las condiciones de la esclava goreana, que lleva una dieta casi perfecta impuesta por los amos y cuyos músculos están tonificados por un régimen de ejercicios, las piernas endurecidas por las largas horas de entrenamiento de danza sensual.
Corrimos por los pasillos durante varios ehns. A veces descendíamos escaleras. Ella sudaba y jadeaba. La cadena le pesaba al cuello y sobre los hombros.
—De prisa, hermosa Pepita —la animé.
Estábamos cuatro niveles por debajo del central. Vimos acercarse a cuatro hombres.
—Camina —ordené.
Yo caminé a su lado, ocultando su muslo izquierdo.
Ella se estremeció al ver cómo los hombres la miraban. Uno de ellos se echó a reír.
—Una chica nueva —dijo.
A menos de un ehn de allí terminaban los rieles.
—Éste es el punto más lejano que alcanza el sistema de rieles —dijo la mujer—. Los humanos no pueden ir más lejos.
—¿Has visto a los que no son humanos? —pregunté. Yo sabía que había pocos kurii en la fortaleza.
—No —respondió—, pero sé que son una forma de alienígenas. Sin duda serán humanoides, tal vez no se les pueda distinguir de los hombres.
Sonreí. No había visto a las bestias a las que servía.
—Te he traído hasta aquí —me dijo—. Ahora libérame.
Abrí el candado y le quité la cadena. Luego cerré el candado en un eslabón, a un metro del suelo. Ésta es la posición inactiva de la cadena, con el candado puesto a un metro del suelo, de modo que se puede atar a una chica con rapidez, y si no hay ninguna esclava atada a la cadena, ésta puede deslizarse por el riel sin arrastrar por el suelo.
Ella se dio la vuelta ofreciéndome las muñecas atadas para que se las soltara. En vez de eso, la cogí de los cabellos y la hice caminar junto a mí, arrastrando conmigo la cadena, hasta que llegué a una bifurcación en el pasillo. Arrojé la cadena por los rieles del pasillo y luego, sin soltar a la chica, volví al punto en que terminaban los rieles.
—Libérame —suplicó—. ¡Oh! —gritó cuando le tiré del pelo.
—Eres demasiado hermosa para ser libre —le dije.
Entonces le di un empujón, lanzándola más allá del punto de terminación del sistema de rieles. Ella se dio la vuelta aterrorizada.
—Los humanos no pueden pasar de este punto.
—Ve delante de mí —le dije.
La chica se giró con un gemido y empezó a andar. Ya no se veían lentes monitores que cubrieran el pasillo. La cosa estaba resultando tan fácil que me intranquilicé. Al final del pasillo había una puerta de acero. Yo imaginaba que el dispositivo de destrucción estaría más allá del alcance de las esclavas, en un área que no estuviera cubierta por los monitores y a la que los humanos pudieran llegar. Pero ahora me sentía intranquilo.
Intenté abrir la puerta al final del corredor. Estaba abierta. Miré a la chica y le hice una señal para que se acercara.
Ella me obedeció. Se irguió y me miró enfadada. Yo abrí y cerré mi mano izquierda. Vi que la chica había sido entrenada en las costumbres goreanas, pero jamás había pensado que le harían a ella misma esa señal. Vino junto a mí, se agachó y bajó la cabeza. La cogí de los cabellos. Ella dio un respingo. Las mujeres están indefensas en esta posición. En la mano derecha llevaba el arma de dardos. Me asomé con cuidado al umbral de la puerta. Luego entré con la chica. La gran habitación parecía desierta.
Al parecer era una sala normal de almacenaje, aunque bastante grande. Estaba llena de cajas que ostentaban marcas que no pude leer. Algunas eran cajas de embalaje, y parecían contener maquinaria. Estaban dispuestas de forma que había pasillos entre ellas.
Oí un ruido. Solté a la chica y alcé el arma con las dos manos.
Una figura vestida de negro surgió desde lo alto de las cajas.
—No está aquí —dijo.
—Drusus —exclamé. Recordé que era de los asesinos y que yo le había vencido en la arena.
Llevaba un arma de dardos.
—Deja tu arma, lentamente —le ordené.
Dejó el arma a sus pies.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté.
—Pienso que lo mismo que tú —dijo—. He buscado una llave o una manivela o una rueda, o lo que sea, que pueda destruir este lugar.
—Tú sirves a los kurii —dije.
—Ya no. He luchado, y un hombre me perdonó la vida. He pensado mucho sobre esto. Aunque tal vez sea débil para ser un asesino, quizá tenga la fuerza para ser un hombre.
—¿Cómo sé que dices la verdad?
—Porque los kurii que estaban aquí guardando el lugar han muerto a mis manos.
Señaló entre las cajas. Hasta mí llegaba el olor de la sangre kur. No aparté los ojos de Drusus. La chica, de pronto, dio un salto atrás, en un vano intento de liberar sus manos, y lanzó un grito.
—Cuatro veces disparé, cuatro he matado —dijo Drusus.
—Dime lo que ves —le dije a la chica.
—Hay cuatro bestias, o sus restos —dijo—. Tres aquí y uno más allá.
—Coge tu arma —le dije a Drusus.
Él recogió el fusil y miró a la mujer.
—Una preciosa esclava —dijo.
—¡No soy una esclava! —dijo ella—. ¡Soy una mujer libre!
—Creo que si existe el dispositivo de destrucción, ha de estar aquí —dije.
—Yo también lo creía.
—No debéis detonar el dispositivo —gritó la chica—. ¡Moriremos todos, estúpidos!
La arrojé de un golpe contra las cajas. Cayó al suelo con la boca ensangrentada.
—Piensas y actúas como una esclava —le dije.
Ella bajó la cabeza, temblorosa, asustada, en un gesto instintivo de esclava.
—Quizás sea mejor que pidas permiso antes de hablar en presencia de hombres libres —añadí.
—Estará muy bien desnuda en la tarima de subastas —dijo Drusus.
—Sí.
—¿Y qué hacemos ahora?
En ese momento se cerró la puerta de acero por la que había entrado a la habitación. Debía haberse cerrado automáticamente, porque no vimos a nadie. Desde dentro vimos girar el picaporte asegurando la puerta. Al mismo tiempo, un gas blanco comenzó a salir del techo.
—¡Contened la respiración! —grité. Apunté con el arma de dardos a la puerta y disparé. El dardo se clavó en el acero, y un instante más tarde, mientras yo me arrojaba a tierra cerca de la esclava y de Drusus, hubo una explosión de acero que me taladró los oídos. Les hice un gesto a los otros y echamos a correr hacia la puerta, entre el gas y el humo. La puerta estaba retorcida, arrancada de los goznes, medio derretida. Con la cabeza gacha pasamos por la abertura. La chica soltó un grito cuando el metal caliente rozó su pantorrilla. Ahora nos encontrábamos en el pasillo, y unos ocho kurii venían corriendo hacia nosotros.
Drusus alzó el arma con calma, y un dardo siseó. El primer kur se detuvo y de pronto reventó. Otro se alejó de él, limpiándose la sangre y la carne del rostro, medio cegado, rugiendo de furia. Un dardo silbó sobre nuestras cabezas y explotó tras nosotros. Yo disparé otro dardo y otro kur estalló ante nuestros ojos como si se hubiera tragado una bomba. Los seis kurii restantes, atados a él por tiras de músculo destrozado, retrocedieron a trompicones y desaparecieron detrás de una esquina.
—¡De prisa! —grité.
Echamos a correr. En la primera bifurcación giramos a la izquierda.
No teníamos ningún deseo de volver a encontrar kurii.
Apenas habíamos salido del primer pasillo cuando oímos un gran ruido de acero. Volvimos la vista atrás para ver que el pasillo había quedado cerrado.
—Démonos prisa —sugerí.
Corrimos por unas escaleras.
No vimos a nadie.
Comenzamos a subir otras escaleras. Cerca del final la chica se tambaleó y cayó rodando varios escalones.
La cogí en mis brazos.
—¿Has visto a las bestias? —gritó—. ¿Qué son?
—Son aquellos a los que tú servías —la informé.
—¡No! —gritó.
Me la eché al hombro y subí las escaleras.
—¿Quién va? —gritó un hombre. Luego retrocedió hecho pedazos.
—El camino está libre —dijo Drusus—. ¡De prisa!
Otro panel de acero se cerró a nuestras espaldas. La sirena comenzó a aullar en los pasillos metálicos.
—Tal vez no haya ningún dispositivo de destrucción —dijo Drusus.
—Ahora ya sé dónde está —dije—. Hemos sido unos estúpidos.
—¿Dónde? —me preguntó asombrado.
—Fuera del alcance de las esclavas y de las cámaras —exclamé—. Donde no puede llegar nadie, donde nadie puede verlo.
—Ya hemos llegado hasta el final del sistema de rieles —dijo él.
—¿Dónde terminan todos los rieles de esclava? —pregunté.
—En el centro de la fortaleza.
—En la cámara de Zarendargar —dije.
—Sí.
—Yo he visto esa cámara —dije—. Contiene monitores, pero ella misma no está controlada por ningún monitor.
—Sí —dijo—. ¡Sí!
—¿En qué otro lugar, si no la cámara del alto kur, estaría tan terrible mecanismo?
—Donde nadie puede llegar, donde nadie lo puede ver —dijo él.
—Excepto Zarendargar, el mismo Media-Oreja.
—Entonces todo es inútil.
—Por supuesto. Pero debemos intentarlo. ¿Estás conmigo?
—Desde luego.
—Pero eres de los asesinos.
—Somos tipos testarudos —sonrió.
—Creí que eras demasiado débil para ser un asesino.
—Una vez fui bastante fuerte para desafiar los dictados de mi casta —dijo—. Y una vez fui bastante fuerte para perdonarle la vida a mi amigo, aunque eso podía costarme la mía.
—Tal vez tú eres el más fuerte de la oscura casta —dije.
Se encogió de hombros.
—Vamos —dijo.
—De acuerdo —dije.
Subimos otras escaleras, yo llevando a la chica.
—Espera —dije.
—Sí.
—El camino más obvio hacia la cámara de Zarendargar estará bien guardado. Así que daremos un rodeo, y subiremos arriba. Tal vez podamos entrar desde el nivel superior.
Subimos dos niveles más y comenzamos a buscar otra escalera para subir todavía más.
Apenas habíamos llegado al segundo nivel cuando oímos el grito:
—¡Alto!
Drusus se giró de pronto y disparó un dardo al instante. Los hombres se dispersaron. El dardo se clavó en una pared y explotó cerca de ellos. Doblamos una esquina. Cuatro dardos silbaron y explotaron en una sucesión de estampidos a unos quince metros de distancia. Arrojé a la chica a mis pies. Oímos el ruido de unos pasos que corrían hacia nosotros desde otra dirección. Miramos desesperados a nuestro alrededor. Cogí a la chica del pelo y la hice levantarse. Entonces echamos a correr, hacia el pasillo siguiente.
—Es un pasillo exterior —dijo Drusus—. Hay puertas que dan al exterior.
Corrimos por el pasillo. Oíamos el ruido de los pasos tras nosotros, viniendo del corredor que acabábamos de dejar. Y entonces, a unos doscientos metros de distancia delante de nosotros, vimos más hombres.
Seguimos corriendo.
Miré hacia atrás. Los hombres que venían detrás nuestro parecían andar con precaución. Al parecer no estaban preparados para perseguirnos por este pasillo. De igual manera, los tipos que teníamos enfrente, no hicieron intento de aproximarse.
Detuvimos nuestro paso, atónitos.
—Por aquí, Tarl, que cazas conmigo —dijo una voz familiar.
—¡Imnak! —grité.
Entramos en una gran habitación que tenía acceso a una de las compuertas que daban al exterior de la fortaleza. A un lado había una gran rueda que controlaba la puerta. Hacía frío. Afuera estaba la noche ártica. Un hombre se volvió.
—¡Ram! —exclamé.
—Imnak me liberó —dijo.
En la habitación había varias armas de dardos, y una caja llena de municiones. También había varios paquetes de dardos.
—¡Oh, amo! —exclamó Arlene colgándose de mí—. Tenía tanto miedo por ti… —Yo la besé rudamente, como un amo, y ella se rindió, fundiéndose conmigo como una esclava.
—Amo —dijo la que otrora fuera Lady Constance de Lydius, ahora Constance, mi esclava. Qué hermosa estaba en sus sedas de esclava. La cogí con el otro brazo y dejé que me besara el cuello. Sentí unos labios en la pierna: Audrey estaba arrodillada con la cabeza contra mi pantorrilla. Bárbara también se arrodilló a mis pies bajando la cabeza hasta mis botas. Vi a Tina con Ram y a Poalu con Imnak. Además de ellos había otras quince esclavas asustadas. Los únicos hombres éramos Drusus y yo, Imnak y Ram. También había pieles y alimentos.
—He cogido todas las mujeres, todas las armas y todas las cosas que he podido —dijo Imnak.
—Pero no has salido de la fortaleza —dije.
—Te estaba esperando. Y a Karjuk también.
—¿Karjuk? —dije—. Es un aliado de los kurii.
—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Imnak—. Es uno del Pueblo.
—No he podido encontrar el mecanismo de destrucción —le dije a Imnak—. Creo que está en la cámara de Zarendargar, el alto kur. Pero ya no importa. Ya nada importa. Todo está perdido.
—No te olvides de Karjuk —dijo Imnak.
Le miré.
—Es uno del Pueblo —me recordó Imnak.
—¿Dónde has encontrado a esta nueva esclava? —me preguntó Arlene, no muy contenta, mirando a la esbelta y hermosa chica que llevaba conmigo.
—No soy una esclava, esclava —dijo aquella pálida y aristocrática chica morena.
Arlene me miró asustada.
—Todavía no es una esclava legal —dije yo—, así que trátala con el respeto debido a una mujer libre.
Arlene cayó de rodillas ante ella con la cabeza baja y la chica se irguió con orgullo.
—Levántate —le dije a Arlene—. Aunque esta chica no es todavía una esclava legal, en realidad es una auténtica esclava. —La chica dio un respingo—. Así pues —dije—, no hay que tratarla con particular respeto.
—Entiendo perfectamente, amo —dijo Arlene mirando a la aristocrática chica. Las otras esclavas también la miraban. Lady Rosa se estremeció, sin atreverse a mirarlas a los ojos. Sabía que no había una sola chica en la habitación que no estuviera estudiándola y comparando su cuerpo con los suyos propios.
—Aquí hay pieles —le dije a Imnak—. Creo que lo mejor es que tú y Ram y las chicas intentéis salir de la fortaleza y volver al hielo.
—¿Y tú? —preguntó Imnak.
—Yo me quedo aquí.
—Yo también —dijo Drusus.
—¡Yo también me quedo! —exclamó Arlene.
—Tú obedecerás, esclava —ordené.
—Sí, amo —dijo con lágrimas en los ojos.
Entonces oímos unos golpes en la compuerta.
—¡Rendíos! ¡Abrid! ¡Abrid! —gritaba una voz.
—Estamos rodeados —dije.
—No hay escapatoria —dijo Drusus.
—Apartaos de la compuerta —dije yo—. Que la vuelen.
Nos apartamos con las armas de dardos preparadas.
De pronto oímos un grito al otro lado de la compuerta. Luego una exclamación de ira. Después oímos unos golpes al otro lado del acero.
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Dejadnos entrar! ¡Dejadnos entrar! —Más golpes frenéticos.
—¡Nos rendimos! —Oímos—. ¡Por favor! ¡Por favor! —Más gritos. Oímos algo afilado golpear el acero. Después, la descarga de un fusil de dardos.
—¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos! ¡Dejadnos entrar!
—Es una trampa —dijo Drusus.
—Pero realmente muy convincente —opiné.
Oímos a otro hombre gritar de dolor.
Entonces una voz habló al otro lado del acero. Hablaba en el lenguaje del Pueblo, y pude entender muy poco.
Imnak corrió a la rueda radiante de alegría. Yo no le detuve. Hizo girar la rueda y la gran compuerta se deslizó a un lado.
Ram soltó un grito de alegría.
En el exterior había cientos de hombres, mujeres y niños del Pueblo, sobre trineos tirados por eslines. Y seguían llegando más. Karjuk estaba cerca de la entrada, con su arco de cuerno en la mano, preparado con una flecha. Había otros cazadores. Los hombres de la fortaleza estaban diseminados por el suelo, algunos de ellos con flechas clavadas. Por todos lados había cazadores rojos. Algunos de los hombres de la fortaleza habían sido abatidos por lanzas. Unos pocos, ya desarmados, esperaban retenidos por eslines de nieve domesticados sostenidos por sus amos. Otros hombres eran obligados a tumbarse para ser atados, luego les rasgaban los trajes con cuchillos de hueso.
—¡Nos congelaremos! —gritó uno de ellos. Los cazadores rojos tenían a los enemigos totalmente a su merced, expuestos a los rigores de la noche invernal.
Karjuk dictaba órdenes. Los cazadores rojos corrían de un lado a otro. Imnak les daba fusiles de dardos y les explicaba su funcionamiento. Pero ellos en general preferían sus herramientas de madera y hueso. Los hombres con los eslines domesticados pasaron junto a mí. Drusus se unió a otro grupo de cazadores en la vanguardia, listos para disparar contra cualquier resistencia que encontraran. Ram, arma en ristre, se unió a otro contingente. Yo miré la compuerta. Más gente del Pueblo, mujeres y niños y cazadores, se acercaban a la fortaleza. Muchos soltaban a los eslines de los trineos para usarlos como eslines de ataque.
Karjuk seguía en la compuerta dictando órdenes en la lengua de los cazadores rojos.
—Vienen de todos los campamentos —dijo Imnak—. Son más de dos mil quinientos.
—Entonces es el Pueblo al completo —dije.
—Sí. Es todo el Pueblo —me sonrió—. A veces el guardián no puede hacerlo todo.
Miré a Karjuk.
—Pensaba que eras un aliado de las bestias —le dije.
—Soy el guardián —dijo—. Y soy del Pueblo.
—Perdóname por haber dudado de ti.
—Perdonado.
Vi que empujaban a dos hombres de la fortaleza por los pasillos, con las manos atadas a la espalda. A una mujer la arrastraban desnuda. Su captor ya le había puesto correas al cuello.
—Yo en tu lugar me cambiaría de traje —dijo Imnak—, porque pueden confundirte con un hombre de la fortaleza.
Me quité el traje que llevaba y me puse unas botas y un pantalón de piel. No quería llevar camisa ni anorak porque en la fortaleza hacía calor.
—Id a las zonas más cálidas —les dije a las chicas que tiritaban en la habitación.
Arlene, Audrey, Bárbara, Constance y las otras corrieron a buscar un cobijo más cálido.
Karjuk entró para dirigir las operaciones, acompañado de Imnak.
Yo salí al exterior, a la noche ártica, para supervisar la retaguardia.
Miré las cumbres de hielo para ver si nos amenazaba algún ataque organizado, pero no vi nada. Si los hombres de la fortaleza salían no durarían mucho en la noche ártica. Las unidades de calor de sus trajes se agotarían y quedarían a merced de la nieve y el hielo.
Miré a mi alrededor y de pronto vi que la puerta de la fortaleza se cerraba lentamente. Me apresuré a entrar. Lady Rosa se volvió sorprendida hacia mí desde la rueda con la que controlaba la compuerta. Retrocedió sacudiendo la cabeza.
Sin decir una palabra, fui hacia ella y la hice arrodillarse. Le corté con el cuchillo un mechón de sus cabellos y con él le até los tobillos. Luego la arrastré del brazo hacia la compuerta y sobre el hielo.
—¡No! —gritó—. ¡No! —La dejé sobre el hielo—. ¡No!
Volví a la fortaleza y giré la rueda para cerrar la compuerta.
La oí gritar al otro lado del acero.
—¡Déjame entrar! —chillaba—. ¡Te ordeno que me dejes entrar! —Se oían sus gritos con bastante claridad. Sin duda se había retorcido frenéticamente hasta lograr ponerse de rodillas, justo al otro lado de la puerta—. ¡Soy una mujer libre! ¡No puedes hacerme esto!
No pensaba que resistiera mucho tiempo en la noche ártica, medio desnuda como iba.
Había intentado matarme.
—Seré tu esclava —gritó.
Ella no sabía si yo aún estaba al otro lado de la puerta.
—¡Soy tu esclava! —gritaba—. Amo, amo, ¡soy tu esclava! —Lloraba de miedo y frío—. ¡Por favor, sálvale la vida a tu esclava, amo!
Giré la rueda y abrí la compuerta.
Ella se arrojó dentro temblando. La arrastré a la sala y cerré la compuerta.
La miré, temblando a mis pies. Ella alzó la vista hacia mí; estaba aterrorizada.
—¿Qué clase de hombre eres, amo? —me preguntó. Yo la miré. Ella se puso de rodillas y bajó la cabeza hasta mis pies y comenzó a besarlos desesperadamente, en un esfuerzo por aplacarme.
—Mírame —le dije. Ella obedeció—. Serás severamente azotada.
—Sí, amo. He intentado matarte.
—Eso lo hiciste cuando eras una mujer libre. No lo tendré en cuenta.
—¿Pues entonces por qué vas a azotarme?
—Besas muy mal.
—Te suplico que me instruyas.
—Haré que una esclava intente enseñarte algunas cosas —le dije.
—Intentaré aprender bien mis lecciones —dijo.
Me la eché al hombro para llevarla a una zona interior.
—Aprenderás bien tus lecciones —le dije—, o servirás de alimento al eslín.
—Sí, amo.
—La fortaleza está segura —dijo Ram—, a excepción de la cámara de Zarendargar, Media-Oreja. Nadie ha entrado allí.
—Yo entraré —dije.
—Podemos abrirnos camino a tiros —dijo Ram.
—Nosotros lo haremos —dijo Drusus.
Caminé por el largo pasillo que llevaba a la cámara de Zarendargar. A unos metros detrás de mí venían Ram y Drusus y Karjuk e Imnak y muchos cazadores rojos.
Yo llevaba en la mano un arma de dardos. El pasillo se me hacía interminable. No recordaba que estuviera tan lejos. El sistema de rieles en el techo acabó a unos doce metros de la cámara de Zarendargar. Miré los monitores del techo; sin duda me habían estado observando.
Me detuve ante la puerta de la cámara y alcé el fusil de dardos.
La batalla había sido dura y sangrienta. Muchos hombres de la fortaleza habían caído; también cazadores rojos. La resistencia había sido encabezada por el gigante kur al que le faltaba media oreja. Pero había habido muchos cazadores rojos y muchas armas. El gran kur, cuando la batalla se volvió contra él, dejó a sus kurii y a sus hombres para que huyeran o se rindieran. Ningún kur se rindió. La mayoría resultaron muertos, luchando hasta el final. Algunos habían salido de la fortaleza, tambaleándose heridos en la noche ártica. El mismo Zarendargar se había retirado a su cámara.
La puerta parecía entreabierta.
La abrí con el cañón del fusil.
Recordaba bien la habitación.
Entré con cuidado, pero entonces bajé el arma.
—Saludos, Tarl Cabot —dijo el traductor.
Vi a Zarendargar en el estrado de piel. Cerca de él había un pequeño mecanismo.
Aquella gran figura, sentada muy erguida, me miraba.
—Perdóname, amigo —dijo—, he perdido mucha sangre.
—Deja que te vendemos las heridas —dije yo.
—Toma un poco de paga. —Me señaló las botellas y los vasos que había a un lado.
Fui a las estanterías, me colgué el rifle al hombro, y serví dos vasos de paga. Le di uno a Zarendargar. Fui a sentarme ante el estrado con las piernas cruzadas, pero Zarendargar me indicó que compartiera el estrado con él. Me senté a su lado con las piernas cruzadas, como un guerrero.
—Eres mi prisionero —le dije.
—No creo —dijo él. Me indicó el pequeño mecanismo que tenía en la garra.
—Ya veo —dije. Se me erizaron los pelos de la nuca.
—Bebamos por tu victoria —dijo. Alzó la copa—. Una victoria de los hombres y los Reyes Sacerdotes.
—Eres muy generoso.
—Pero una victoria no es una guerra.
—Es cierto.
Entrechocamos los vasos a la manera de los hombres y bebimos.
Zarendargar dejó la copa a un lado y alzó el objeto metálico.
Yo me tensé.
—Puedo darle a este interruptor antes de que dispares —me dijo.
—Eso está claro —dije—. Estás sangrando. —El estrado en el que nos sentábamos estaba lleno de sangre seca, y era evidente que el pequeño esfuerzo de levantarse para recibirme o de entrechocar su vaso con el mío, había abierto algunas heridas en su enorme cuerpo.
Alzó el objeto metálico.
—Esto es lo que buscabas —dijo.
—Por supuesto.
—¿Sabías que estaría aquí?
—Tardé en comprender que sólo podía estar aquí.
—No me atraparás vivo.
—Ríndete. No hay deshonor en la rendición. Has luchado bien, pero has perdido.
—Soy Media-Oreja, de los kurii —dijo.
—¿Hay aquí muchas cosas valiosas que quieras destruir? —le pregunté.
—Los suministros, los mapas, los códigos, no pueden caer en manos de los Reyes Sacerdotes. Este mecanismo tiene dos interruptores.
Yo vi los dos interruptores.
—Cuando los apriete —continuó—, se iniciará una secuencia irreversible. Primero, una señal se transmitirá desde la fortaleza a los mundos de acero. La señal les informará de la destrucción de la fortaleza, de la pérdida de las municiones y suministros.
—Y simultáneamente, la segunda parte de la secuencia pone en marcha la destrucción del complejo —dije yo.
—Por supuesto.
Tenía el dedo en el interruptor.
—En la fortaleza quedan varios humanos —dije.
—Pero ningún kurii, salvo yo mismo.
—Algunos de los humanos que quedan aquí son prisioneros que servían a tus cohortes.
—¿Mis hombres? —preguntó.
—Han luchado con valor —dije.
La bestia parecía perdida en sus pensamientos.
—Están a mis órdenes —dijo—. Aunque sean humanos, siguen estando a mis órdenes.
Apretó el segundo de los interruptores.
Yo me tensé, pero ni la sala ni la fortaleza explotaron bajo mis pies.
—Eres un gran oficial —dije.
—He apretado el segundo interruptor —dijo—. Se ha transmitido la señal a los mundos de acero y a nuestra flota. Y la secuencia de destrucción está iniciada.
—Pero es una segunda secuencia de destrucción —dije.
—Sí —explicó Media-Oreja—, os permitirá la evacuación de la fortaleza.
—¿Cuánto tiempo queda?
—Tres ahns kur. El dispositivo está dispuesto en cronometría kur, sincronizada con la rotación de nuestro mundo original.
—¿La misma cronometría que rige en la fortaleza?
—Por supuesto.
—Entonces quedan algo más de cinco ahns goreanos —dije.
—Pero te advierto que es mejor que estéis a una distancia de más de un ahn kur de la fortaleza antes de que ésta explote.
—Actuaré deprisa —dije—. Tú debes acompañarnos.
El gran kur se echó hacia atrás sobre el estrado con los ojos cerrados.
—Ven con nosotros —le dije.
—No. —Vi la sangre manando de su enorme cuerpo.
—Podemos llevarte.
—Mataré a cualquiera que se me acerque.
—Como desees.
—Aunque he caído, sigo siendo Zarendargar, Media-Oreja, de los kurii.
—Te dejaré solo —dije.
—Te lo agradezco. Parece que conoces bien nuestras costumbres.
—No son muy distintas de las costumbres de un guerrero.
Serví un vaso de paga y lo dejé junto a él en el estrado.
Entonces me di la vuelta para salir de la habitación. Él deseaba estar solo, sangrar en las tinieblas para que nadie viera su sufrimiento. Los kurii son bestias orgullosas.
En la puerta, me volví.
—Te deseo suerte. Comandante —dije.
No salió respuesta del traductor. Me marché.