Kimalidú
(Roca de Sangre)
Ulma Tor retrocedió sobresaltado. Del cuerpo de la estatua había surgido una imagen fantasmal, un caballero ataviado con una armadura de oro y plata que cabalgaba sobre un enorme corcel negro. El caballero cargó contra Ulma Tor blandiendo una espada.
—¡Apártate de mí! —gritó el nigromante, golpeando con su lanza a aquella aparición.
El fantasma del caballero se rompió en fragmentos de mil colores, gemas brillantes que quedaron flotando en el aire, revoloteando alrededor de Ulma Tor entre zumbidos burlones y esquivando sus golpes como un enjambre de hadas traviesas. Al fin, el nigromante atinó a golpear un enorme jade verde, y todos los fragmentos del caballero cayeron al suelo y se hicieron añicos como cuentas de cristal.
—¿Qué ridículo truco ha sido éste? —preguntó Ulma Tor, revolviéndose con gesto de ira.
—En Uhdanfiún lo llamaban maniobra de distracción —contestó una voz.
Ulma Tor se volvió a la izquierda y levantó la lanza rota. Su luz negra y la de Zemal alumbraron a la vez la estatua de Mikhon Tiq. Pero ya no era una estatua, sino el propio Mikha, vestido con las ropas que tenía cuando Linar petrificó su cuerpo a orillas del río Haner.
El nigromante contrajo la cara y con un gesto de odio se arrojó sobre Mikhon Tiq para clavarle la lanza. Pero antes de que llegara a él, el joven Kalagorinor levantó la mano. Un disco de cristal luminoso se materializó entre ambos y Ulma Tor chocó de cabeza contra él.
Ese fue el momento que aprovechó Derguín para entrar en Urtahitéi. Mientras Ulma Tor arañaba el cristal azul con un espantoso rechinar, Derguín se arrojó sobre él y le lanzó un tajo vertical. La hoja de Zemal atravesó la muñeca de Ulma Tor. Pero de la herida no brotó sangre, sino unas hebras negras que se retorcieron en el aire como una mancha de tinta en el agua. Ulma Tor gritó y abrió los dedos, y al hacerlo soltó la lanza. Derguín retrocedió asombrado. Durante un segundo había visto cómo se abría una brecha en la manga de Ulma Tor, pero ahora se había cerrado y la mano seguía en su sitio.
Sin embargo, el ataque de Derguín no había sido del todo vano. La lanza ya no estaba en las manos de Ulma Tor, sino en las de Mikhon Tiq, que retrocedió con cuidado.
—¡Deja eso, cachorro de mago! —dijo Ulma Tor—. ¡No comprendes el poder que late en esa arma!
—Tienes razón —contestó Mikhon Tiq—. Prefiero mi propio poder.
Mikha levantó la mano derecha y de sus dedos brotó una red de fuego azul que cayó sobre Ulma Tor. Este se debatió, furioso, pero la red se pegó a su cuerpo. La ropa le ardió y se cayó a pedazos, e incluso el cabello le empezó a humear. Pero el nigromante abrió los brazos, y la red azul se rompió y se volvió roja, y cayó en pavesas que se apagaron antes de llegar al suelo.
—¿Es esto todo lo que sabes hacer, cachorro? —preguntó Ulma Tor, que había quedado cubierto por un montón de andrajos.
De pronto, sonó el silbido de un viento terrible. La tienda se levantó sobre sus cabezas y voló arrebatada por los aires. Derguín se agachó asustado y cruzó una rápida mirada con Mikhon Tiq. Su amigo parecía decirle: Yo tampoco he sido.
Sólo tenían sobre sus cabezas las estrellas y la luz azul de Rimom. Derguín sintió que de golpe respiraba mucho mejor. Seguían dentro de la empalizada, pero las tres tiendas habían desaparecido. Y acercándose a Ulma Tor venía un curioso personaje.
—¿Qué me cuentas de lo poco que has aprendido a hacer tú, Rothmal? —preguntó.
Derguín conocía a aquel individuo, pero jamás hubiera esperado volver a encontrárselo allí. Era el Gran Barantán, al que había salvado la vida junto a Lirib. El hombrecillo, que ahora no parecía correr ningún peligro, se acercó a Ulma Tor con paso tranquilo. El nigromante se acuclilló como una fiera acorralada.
—Tienes algo que me pertenece, Rothmal —dijo Barantán.
—Es mío. Renuncié a mi propio ojo por él.
—Nadie te pidió ese sacrificio. Dámelo.
—Ven tú a cogerlo —silabeó Ulma Tor, enseñando los dientes.
—Precisamente era ésa mi intención.
Barantán siguió avanzando hacia el nigromante. Este se quedó agachado. Con el rostro tan crispado de odio y rabia que de golpe pareció cincuenta años más viejo, Ulma Tor extendió la mano y abrió los dedos.
Barantán se limitó a acercar el puño de su bastón, y fue el propio Ulma Tor quien devolvió el ojo a su sitio. Después, Barantán retrocedió y le señaló con la punta de la vara.
—Ahora, desaparece, ave de mal agüero.
Ulma Tor se encogió aún más sobre sí mismo, agachó la cabeza entre los hombros, y de pronto se convirtió en una sombra negra y alada que desapareció sobre sus cabezas con un viento gélido.
Derguín respiró hondo y por fin se relajó y envainó a Zemal. Pero no pudo evitar decirle a Barantán:
—¿Por qué le has dejado escapar?
El hombrecillo arrugó la barbilla, como si le molestara la pregunta.
—El Gran Barantán no acostumbra dar explicaciones, joven Zemalnit.
—¿Qué es eso del Gran Barantán? —dijo Mikhon Tiq—. ¿No podías haber elegido un nombre más discreto, Kalitres?
Derguín tardó unos segundos en reconocer el nombre. Lo había leído antes. Kalitres de Zenorta. Era el autor del libro de profecías de la biblioteca de Koras. Un libro que tenía todas las páginas en blanco, salvo la última, donde se hablaba de la Espada de Fuego, la lanza negra y dos medio hermanos.
—¿Tú… también eres un Kalagorinor? —le preguntó.
Barantán o Kalitres, como quisiera llamarse, se encogió de hombros.
—Lo fui, o lo soy. Aunque estoy más orgulloso de otras facetas, como las de poeta, algebrista o excelso amante.
—Pero yo… te salvé de aquellos bandidos. No lo entiendo.
—Siempre dije que tenía la situación controlada, pero no me creísteis. En cuanto a ti, joven discípulo de Yatom —dijo, olvidándose de Derguín para dirigirse a Mikhon Tiq—: ¿Te das cuenta de lo que tienes en las manos?
Mikha estudió el fragmento de lanza. Ahora sólo parecía un asta de madera renegrida por las llamas, con una contera oxidada.
—Me doy cuenta, Kalitres —respondió Mikha—. Tú ya tienes el ojo. Yo me quedaré con esto. Es mejor que los despojos de Tubilok estén repartidos.
—Como tú quieras.
—Y estoy de acuerdo con Derguín. No deberías haber dejado escapar a Ulma Tor.
—Créeme si te digo que es mucho mejor que se haya ido. Si el enemigo huye, ponle una alfombra de púrpura. No es nada fácil acabar con Ulma Tor, ni siquiera para alguien como yo. No es del todo un ser vivo.
—¿Por qué te ha obedecido, entonces?
—Un maestro siempre conserva algún ascendiente sobre sus antiguos alumnos —respondió Barantán.
—Siento interrumpirte —intervino Derguín—, pero eso que llevas en el bastón lo he traído yo. Se lo quité al Rey Gris.
—¿Es que tú también pretendes reclamar derechos de propiedad sobre el ojo? —preguntó Barantán.
—No. Pero quiero explicaciones. ¿Por qué Linar y tú tenéis cada uno un ojo del dios loco? ¿Quién os los dio? ¿Y la lanza, de dónde ha salido?
—No te apresures tanto, joven. Te he dicho que el Gran Barantán no acostumbra dar explicaciones. Como Kalitres, aún soy menos aficionado a ellas. Pero te revelaré una cosa: a veces los mitos mienten.
Casi tanto como tus libros de historia, pensó Derguín, pero se mordió la lengua.
—No fue Manígulat quien le arrancó los ojos a su hermano, como se cuenta por ahí y como se ve en las pinturas y relieves de los templos —prosiguió el hombrecillo—. Lo hizo Tarimán, el único dios que a lo largo de la historia ha demostrado amor e interés por el género humano. El repartió dos de los tres ojos, el que ve en el tiempo y el que ve en el espacio. En cuanto al tercero, puesto que se lo reservó para sí, ignoro cuál pueda ser su virtud.
»Y si me preguntas por la lanza negra, sólo te diré que perteneció a Manígulat y luego a su hermano. Sobre la forma en que este fragmento en particular llegó a manos del Enviado, nada puedo decir, porque no lo sé. Y ahora, jóvenes poderosos, si no os quedan más preguntas, tengo asuntos graves que resolver. ¡Aún no he cenado!
Derguín y Mikhon Tiq se quedaron solos en el centro de la empalizada. Desde fuera aún llegaban los sonidos de la batalla: cuernos de guerra, cascos, relinchos, gritos cada vez más lejanos.
—Todo un personaje, Kalitres —comentó Mikha—. Sabía quién era por los recuerdos de Yatom, pero no sospechaba que fuese tan… peculiar.
—Es una manera de decirlo.
Se miraron a los ojos, sin saber qué decir. Derguín, en un impulso un tanto infantil, desenvainó la Espada de Fuego y se la mostró a su amigo.
—¿Has visto? Lo conseguí.
—Enhorabuena, Derguín.
Mikha parecía envarado. Miraba a Derguín como si apenas lo conociera, o tan sólo fuera un vago recuerdo en una memoria remota.
—Te busqué, Mikha —dijo Derguín—. Tuve que viajar muy lejos. Subí tan alto que el cielo ya no se veía azul.
—No sé dónde he estado, Derguín. No sé dónde estamos ahora, ni cuánto tiempo ha pasado. Te veo muy delgado. ¿Cuántos años tienes?
—Estamos en Malabashi, Mikha, cerca de las montañas de Atagaira. Hoy es 25 de Anfiundanil del año 1002.
Mikha frunció el entrecejo.
—No ha pasado tanto tiempo. Yo creía…
—Lo importante es que estás aquí.
Mikha sacudió la cabeza y miró a Derguín, como si acabara de despertar.
—Sí, estoy aquí.
Derguín abrió los cierres de la coraza y la dejó en el suelo.
—¿Qué haces? —le preguntó Mikha.
Derguín le abrazó con fuerza.
—Ya he pinchado a dos personas esta noche. No quería pincharte a ti también. Te he echado de menos, Mikha. Me sentía solo sin ti.
Su amigo se quedó un rato con los brazos inertes. Por fin, le devolvió el abrazo.
—No puedes hacerte idea de lo solo que me he sentido yo, Derguín.