Mes Kamaldanil, Año 999 de Tramórea
Una selva, al oeste de la Sierra Virgen

Derguín Gorión se abrió paso bajo una bóveda de ramas y troncos retorcidos. Reinaba un extraño silencio en la selva y las sombras eran densas como brea. Se paró y trató de serenarse. Había arrancado a correr detrás de su amigo Mikhon Tiq, pero tan sólo consiguió extraviarse. No encontró nada que lo orientara. Aún se filtraban vestigios de luz entre la vegetación, pero eran tan tenues que le resultaba imposible averiguar dónde estaba el sol.

Llegó a un pequeño claro. Aunque el dosel de hojas no permitía ver el cielo, el suelo estaba más despejado y podía verse la tierra oscura entre los helechos, los arbustos y las raíces que formaban un dibujo de venas hinchadas y retorcidas. El aire parecía pesar sobre la piel, saturado por una vaga amenaza.

Derguín levantó la mirada. Allá arriba, entre lianas que caían de las ramas como serpientes a punto de despertar, colgaba de las hojas una forma oscura que parecía un enorme murciélago. Derguín se quedó contemplándolo, preso de una extraña fascinación.

Y de pronto aquella sombra cayó sobre él.

Derguín saltó, se retorció en una voltereta y se levantó cinco pasos más allá con la espada en la mano. La forma oscura se había convertido en un hombre alto, con una trenza negra sobre el hombro derecho. Su pálido rostro relucía entre las sombras como si le ardieran brasas bajo la piel. Llevaba tapado un ojo con un parche; el otro taladraba a Derguín.

—¿Quién eres?

—Alguien que lleva tiempo buscándote, Derguín Barok.

El corazón de Derguín dio un vuelco cuando se oyó llamar así. El extraño empezó a caminar en círculos a su alrededor, cruzando los pies con la elegancia de un bailarín. Derguín giró sobre sus talones para encararle, sin dejar de apuntarle con la espada.

—Me llamo Derguín Gorión, no Barok.

—Así te llamas a ti mismo. Que sea tu verdadero nombre es otra cuestión.

—Dime quién eres —insistió Derguín.

—Mejor te diré quién eres tú. Debes sentirte honrado por ser el medio hermano de Togul Barok, príncipe de Ainar.

—No tengo nada que ver con él.

—¿No se dice que los hijos de hermanos gemelos son a su vez medio hermanos? Deberías preguntarle a tu padre. Si es que alguna vez vuelves a verlo.

—Explícate rápido si no quieres que te degüelle —dijo Derguín, rechinando los dientes.

—¡Oh, se me olvidaba que ahora eres tah Derguín, conocedor del secreto de las aceleraciones! Pero ¿qué puede hacer un Tahedorán sin su arma?

El extraño alzó la mano derecha y chasqueó los dedos. Derguín sintió un fuerte tirón que trató de arrancarle a su espada Brauna, pero apretó con firmeza la empuñadura y no la soltó.

—Te resistes…

El tirón se hizo más intenso. Derguín se clavó las uñas en la palma de la mano, pero siguió sin soltar la espada. La fuerza invisible que trataba de arrebatarle el arma desapareció.

—Tienes un poderoso valedor, Derguín Barok. Percibo sus malas artes a tu alrededor, pero no te protegerán más de mí.

En cada vuelta, el intruso se acercaba más. Derguín pensó que sólo tenía que entrar en aceleración y saltar hacia él para ensartarlo en su espada.

—No intentes lo que estás pensando —dijo el intruso.

Un miedo animal se estaba apoderando de Derguín. Aquel temor brotaba como una emanación del propio hechicero. El parche que cubría su ojo empezó a palpitar y a hincharse, exudando un resplandor rojizo, como si un minúsculo corazón latiera enterrado en su cuenca.

Derguín pronunció la fórmula secreta para entrar en Mirtahitéi, la segunda aceleración, y se arrojó sobre el extraño. Pero algo falló. El mundo entero debería haberse vuelto lento como jalea, y sin embargo el hechicero se agachó con una rapidez increíble y esquivó el tajo destinado a decapitarlo. Después, aún en cuclillas, empujó a Derguín.

Fue como recibir la coz de un caballo de tiro. Derguín pataleó por el aire y se estrelló contra el tronco de un árbol. Allí se quedó sentado, tratando de recobrar el aliento. Sin dejarle tregua, su enemigo levantó la mano y lanzó una bola de fuego que partió silbando hacia su rostro.

Derguín cerró los ojos. Algo caliente le chamuscó las cejas, pero el zumbido se alejó en el aire en el último segundo. Cuando abrió de nuevo los párpados, el bólido llameante volaba hacia las alturas abrasando en su camino hojas y lianas.

Ahora había alguien más en el claro. Su amigo Mikhon Tiq acababa de aparecer de entre la espesura y miraba al extraño con odio.

—Aléjate de él, Ulma Tor.

—Vaya con el aprendiz de brujo —silabeó el intruso—. Un muchachito con unos ojos tan lindos no debería meterse en peleas de magos.

Mikhon Tiq dio un alarido y se abalanzó sobre Ulma Tor blandiendo su propia espada, Istegané. Sus pies se elevaron del suelo y voló a través del claro con el rostro contraído en una mueca de odio.

Jamás había presenciado Derguín una lucha de magos, y no se la hubiese imaginado así. Fue una pelea física, un combate a golpes, mordiscos y arañazos, gruñidos e insultos guturales. Ulma Tor saltó a la vez que Mikhon Tiq y ambos chocaron en el aire. Entre revolar de capas, negra y parda, parda y negra, se revolcaron por el suelo. Mientras con los dedos se buscaban los ojos y con los dientes el cuello, brotaban de sus cuerpos chispas blancas, rojas y azules que formaban humeantes arcos de plasma y chocaban aniquilándose entre sí. Cayeron sobre una masa de helechos que ardió sin llama y se redujo a cenizas. Ulma Tor arrancó un trozo de raíz y lo convirtió en una tea flameante entre sus dedos, pero Mikhon Tiq le mordió la muñeca y le obligó a soltarla. Rodaron por la tierra negra, se levantaron; trataban de apartarse y a la vez de mantenerse abrazados para desplegar su poder e impedir que lo hiciera el otro. Derguín se acercó poco a poco y preparó la espada, pero la lucha era tan violenta que apenas distinguía a los dos magos y no sabía a quién herir.

Ulma Tor logró levantar a Mikhon Tiq en el aire y lo estrelló contra el mismo árbol en el que había golpeado a Derguín. El muchacho agarró al nigromante por el cuello y apretó para estrangularlo. Con una cruel sonrisa, Ulma Tor acercó su rostro al de su rival, abrió los labios y le besó en la boca. Mikhon Tiq le soltó la garganta y empezó a aporrearle la espalda y los hombros, pero Ulma Tor seguía aplastándolo contra el tronco y besándolo como si le quisiera aspirar las entrañas. Los cabellos de Mikhon Tiq empezaron a ondear como mieses azotadas por un vendaval. Derguín lanzó un tajo contra Ulma Tor, pero la hoja chocó contra una barrera de luz que repelió el golpe entre una lluvia de chispas, y él cayó sentado en el suelo. El nigromante seguía absorbiendo la boca de Mikhon Tiq; las mejillas del muchacho se juntaban cada vez más, como si le estuvieran chupando el alma, y su cuerpo empezaba a iluminarse por debajo de la capa. La lucha de luces alumbraba el claro con relámpagos fantasmales. El suelo empezó a temblar bajo sus pies.

Un grito aterrador salió de la boca de Mikhon Tiq. Desde el suelo, Derguín se hizo visera con la mano izquierda, pues apenas distinguía los rostros de los magos. El grito de Mikhon Tiq onduló, se quebró, y de pronto se convirtió en otra voz, la de Ulma Tor, ululando en un chillido de ira y frustración. Por la nuca del nigromante asomó un triángulo oscuro del que brotaban espiras de humo verde. Derguín descubrió que aquel triángulo era la punta de la espada de Mikhon Tiq. Ulma Tor abrió más la boca y clavó los dientes en los labios de Mikha, mientras éste seguía hurgándole con el hierro hasta que la empuñadura le llegó a las costillas. El chillido del nigromante se convirtió en un taladro que hizo rechinar el aire. Una bola de luz cegadora devoró a ambos magos. Después, un remolino rojo subió hacia el cielo girando en una espiral vertiginosa y se perdió sobre el techo del bosque, silbando hacia las alturas como una estrella fugaz que cayera de la tierra al cielo.

Durante unos minutos, Ulma Tor se dejó llevar por el pánico de un animal herido y voló ganando altura. Luego, paulatinamente, su mente recobró el control y empezó a comprender lo que le había pasado. Se había convertido en una bestia alada, un gran murciélago a medias material y a medias compuesto por un ectoplasma oscuro que se deshilachaba en su vuelo. Era consciente de que se estaba debilitando, pues llevaba clavada en la garganta una esquirla de hierro, fragmento de la espada del joven mago. Tenía que volver a su guarida para restañar su herida y recuperar su poder. Aleteó más allá de las nubes y subió hasta la región del frío eterno que sólo las cumbres más altas acariciaban. Allí, a más de doce mil metros, encontró lo que buscaba: el padre de todos los vientos, una corriente gélida y violenta que barría aquellas alturas con una furia capaz de arrancar la carne de los huesos. Ulma Tor extendió las alas y se dejó arrastrar hacia el este por aquel chorro helado.

En su interior latía una presencia ajena. Era un punto minúsculo, casi ingrávido; apenas emitía el calor de la fría nada que reina entre las estrellas. Sin embargo Ulma Tor sabía que dentro de ese punto se ocultaba un pequeño cosmos de dimensiones que existían más allá del universo normal. Si cometía algún error, ese cosmos podía colapsarse y aniquilarlo en una pavorosa explosión.

Trató de controlar su miedo. Lo ocurrido era algo que ni él mismo pretendía. Había besado a Mikhon Tiq porque no encontraba otra manera de penetrar en la mente del muchacho y dominarla. Con los Kalagorinôr ya muertos había tenido más suerte, pues los había manipulado sin tan siquiera rozarlos. El maldito Linar había sido imposible de manejar, como lo fuera mucho tiempo atrás Kalitres, el antiguo maestro de Ulma Tor; pero en parte era de esperar, pues cada uno de ellos tenía en su poder un ojo del dios durmiente.

Sin embargo, Ulma Tor no encontraba explicación para la inusitada resistencia del muchacho. Empeñado en vencerla, había empleado todo su poder, descuidando la sutileza tan necesaria en las artes mentales. En ese momento, Mikhon Tiq lo sorprendió al utilizar un arma forjada de un material tangible. La espada le había causado un dolor como no recordaba, pues la hoja de hierro estaba impregnada por un fuego helado y rabioso. Ulma Tor abrió su interior en un grito de pánico y perdió todo control…

Y fue entonces cuando se tragó la syfrõn de Mikhon Tiq. La sede de su poder. Su propio espíritu.

Ahora volaba empujado por el miedo, porque la herida le dolía, y por ella iba perdiendo cuajarones de sustancia negra que se secaban en cenizas, y allá donde caían contaminaban el agua de los arroyos, marchitaban la hierba de los prados o invadían de oscuras visiones los sueños de los niños dormidos. Su miedo se debía también a que la syfrõn del joven mago podía liberar en un instante unas energías que ni siquiera él podría dominar y que lo reducirían a partículas. Tenía que huir a su lejano hogar, al este, más allá de las montañas de Halpiam que rozaban el cielo. Allí, en su cubil, encontraría la forma de extraer de su interior aquella peligrosa singularidad y recluirla tras gruesas paredes, donde tal vez fuera inerte.

Pero también albergaba cierta esperanza. Tenía en sus manos a Mikhon Tiq, que prometía ser el más poderoso de todos los Kalagorinôr. Si era capaz de controlarlo sería un aliado inestimable. Tal vez juntos podrían despertar al dios durmiente sin temor de ser aniquilados por la ira que sin duda experimentaría, ciego y desorientado tras mil años de letargo.

Voló hacia el este en las alas del viento. Dejó detrás la selva sin nombre donde había luchado contra el joven mago y sobrevoló la Sierra Virgen. Después cruzó las tierras de Ainar. Las mil luces de la capital se perdieron en la distancia. Llanos, valles y bosques desfilaron bajo él. Débil por la herida, Ulma Tor dormitó mientras la gélida corriente lo arrastraba sobre montes y llanuras. Lo despertó de su duermevela una luz, y al abrir los ojos, el gran murciélago descubrió que estaba amaneciendo. El mar apareció bajo él, blanco bajo los rayos oblicuos del sol. A la derecha se extendía la oscura masa de la península de Iyam.

Ulma Tor pensó que era el momento de abandonar la corriente y desviarse hacia el norte. Se dejó caer en picado y atravesó un velo de nubes plumosas, sin hacer caso de los cristales de hielo que rozaban su piel coriácea. Cuando llegó a la altura a la que volaban los terones y las grandes aves rapaces, viró hacia el norte. Quería alejarse de las tierras de Iyam, pues allí tenía su asiento un poder rival al que no deseaba enfrentarse, y menos malherido como estaba.

El sol seguía levantándose. Durante un tiempo no ocurrió nada, y Ulma Tor se permitió dormitar otro rato mientras sus alas aprovechaban otra corriente. Pero al abrir los ojos descubrió que su vuelo se había desviado hacia el sudeste. Allí, más allá de la curva del horizonte, apenas visible contra el azul del cielo, se alzaba una cúpula como una montaña, y sobre ella una columna de una altura inconcebible. Etemenanki. Un nombre más antiguo que el tiempo. La torre que llegaba al cielo. El lugar que Ulma Tor quería evitar a toda costa.

Viró hacia el norte para huir. Pero el viento soplaba de frente contra su rostro de murciélago. Miró hacia abajo. Se había quedado clavado sobre una bahía, en el límite entre Iyam y Abinia, y por más fuerte que batía las alas no conseguía pasar de allí.

El viento venía directo desde el norte. Ulma Tor se giró y se dejó llevar, pensando que así pasaría de largo la península y podría sobrepasarla por el sur, aunque aquello alargara su ruta. Pero en cuanto se abandonó al impulso del aire, éste roló de nuevo y lo arrastró hacia Etemenanki, que ya se veía nítida, sin el velo azul de la distancia. Ulma Tor se dio cuenta de que no eran ni el azar ni las fuerzas ciegas de la naturaleza quienes lo arrastraban hacia la torre, sino el designio racional del poderoso adversario que moraba en ella.

Ulma Tor se dejó caer hacia el llano en un pavoroso picado. Atravesó una gran nube, y vio cómo los ríos y los bosques se acercaban a sus ojos. Cayó y cayó, y cuando estaba a punto de tocar el suelo, abrió de nuevo las grandes alas y planeó rasando las copas de los árboles, tan cerca que los inhumanos que allí moraban chillaron y le dispararon las espinas que erizaban las crestas de sus lomos.

Pero también allí lo persiguió el viento, que era un chorro vivo, una serpiente sinuosa y densa que se retorcía para perseguirlo. Ulma Tor ascendió de nuevo y trató de remontarse a las alturas, más allá de las nubes, pero aquel vendaval jugaba con él. Cuando volvió a mirar a Etemenanki, la gran cúpula de su base ocupaba ya todo el horizonte.

Un chillido taladró sus oídos. Sin dejar de luchar contra el viento, Ulma Tor giró hacia atrás el ojo del dios durmiente. La visión de su pupila triple, a la que nada podía ocultarse, atravesó la carne y los huesos de su propia cabeza como si fueran de cristal. Descubrió que lo perseguían siete criaturas aladas. Eran terones, reptiles de más de veinte metros de envergadura. Unos extraños jinetes los cabalgaban, sujetos por arneses de cuero. Eran unos homínidos flacos y lampiños armados con arcos. Sus flechas silbaron cerca de sus alas, a derecha e izquierda. Más que buscar su cuerpo, parecían indicarle que volara hacia la torre sin desviarse de la línea recta.

Ulma Tor giró en una pirueta que provocó un terrible dolor en sus hombros y codos transformados en alas. El viento seguía empujándolo, pero logró resistirlo unos segundos y aprovecharlo para subir. Sus atacantes pasaron bajo él. Ulma Tor aferró entre sus garras al último de los humanoides y lo descabalgó, rompiendo las correas que lo sujetaban al terón. Era muy ligero, no pesaría más de treinta kilos. Le desgarró el cuello, se lo llevó a la boca y bebió su sangre con fruición. Soltó al guiñapo seco que había sido el cuerpo de su víctima, y en ese momento sintió un pinchazo en la espalda. Le habían clavado una flecha, pero la punta no era de hierro ni bronce, sino de un raro metal que le quemaba por dentro. Ulma Tor cayó a tierra con un alarido…

Cuando abrió de nuevo los ojos se dio cuenta de que ya no seguía en el aire. Aún retenía la forma del gran murciélago, pero ahora estaba rodeado por un fluido viscoso. Cuando trató de abrir las alas, éstas chocaron con algo duro. Se revolvió como pudo y descubrió que estaba encerrado en una estrecha celda cilíndrica. La oscuridad que lo rodeaba era impenetrable, y el líquido era mucho más frío que el hielo, de forma que ni siquiera podía percibir las rojizas sombras del calor emitido por su propio cuerpo.

Se examinó. La herida de la garganta estaba casi cerrada, aunque la esquirla de metal había quedado en su interior, rodeada por una callosidad que había crecido hasta envolverla. Ahora lo que más le dolía era la espalda, donde tenía clavada la punta de la flecha, rozando las vértebras. Sus captores habían roto el astil, pero habían dejado la punta dentro de la carne. Aquel metal derramaba por su cuerpo un veneno invisible que lo debilitaba. Pero Ulma Tor ya sabía que su enemigo era inteligente y que no escaparía de él con facilidad.

De pronto, comprobó que había perdido dos cosas. Alguien había cortado el hilo que unía su propio ser con la syfrõn de Mikhon Tiq. El espíritu del mago había dejado de palpitar en su interior.

La segunda pérdida era aún más grave. Ahora estaba tuerto de verdad, pues su enemigo le había arrancado el ojo rojo de las tres pupilas. El ojo del dios Tubilok.

Gritó de ira y miedo, y forcejeó con sus alas y sus patas atrofiadas contra las paredes de su cárcel. Pero aquel líquido absorbía todo sonido y toda energía, de modo que tan sólo pudo captar sus propios chillidos como una sorda vibración en sus huesos. Decidió que era mejor calmarse y esperar.

Al cabo de un tiempo, apareció ante su único ojo una rendija de luz. La luz creció cuando se separaron las compuertas que cerraban su prisión. Descubrió entonces que lo habían encerrado en una urna de cristal, llena de un fluido que teñía de verde todo lo que se veía al otro lado. De pie, contemplándolo, estaba su captor.

Era un hombre alto, vestido con una armadura fabricada con piezas de metal, tubos, cables, luces y tejidos extraños. Sus pies flotaban sobre el suelo. Sus dedos de metal tenían cuatro falanges y había dos pulgares en cada una de sus manos. El rostro, que en parte seguía siendo humano, estaba surcado por profundas arrugas y protegido de la intemperie por una esfera de cristal llena de líquido. Pero sus ojos eran artificiales, dos esferas plateadas y talladas en facetas que despedían destellos de luz.

El hombre levantó una mano hasta el pecho y manipuló un botón en su armadura. Sin que moviera los labios, su voz metálica sonó dentro de la campana que encerraba a Ulma Tor.

—Siempre habías rechazado mi hospitalidad, Ulma Tor. Me siento honrado de tenerte en mi casa. Tus dos regalos han sido bien recibidos y ya los tengo bajo mi custodia: el ojo repugnante de aquella criatura a la que llamas dios y la esfera de singularidad que guardabas dentro de ti. Ahora, mientras me dedico a estudiarlos, espero que disfrutes de tu estancia en Etemenanki. Será larga. Muy larga.

Las compuertas se cerraron y Ulma Tor volvió a quedarse solo, flotando en la oscuridad. Había intentado contestar, pero el líquido se tragaba sus palabras. Cerró los ojos y trató de descansar. Tiempo tendría de vengarse de su captor.

Ulma Tor se durmió recitando una promesa: Tus largos años acabarán, Rey Gris. Has sobrevivido a dioses, magos y demonios. Pero has cometido un error provocando la ira de Ulma Tor…