Ciudad arrasada de Ilfatar

Darkos, Rhumi y Asdrabo pasaron tres días encerrados en el compartimento secreto de la bodega. Era un lugar estrecho y oscuro, pues sólo de vez en cuando encendían una linterna de aceite para alumbrarse; pero al menos estaba seco, y en él Rhumi terminó de recuperarse de su fiebre.

Asdrabo había sufrido unas quemaduras terribles. Había perdido el cabello del lado izquierdo de la cabeza, tenía la piel de la sien abrasada y surcada por profundos pliegues e incluso había perdido parte de la oreja. Con la nariz torcida, nunca había sido un hombre guapo, pero ahora estaba aún peor. Cuando se extendía bálsamo por las heridas, Rhumi se estremecía y le preguntaba si no le dolía.

—No. La quemadura ha sido tan profunda que me ha dejado insensible toda esa zona —le explicó el militar—. Bien mirado, es una suerte.

Lo último que recordaba Asdrabo, según les explicó, era estar corriendo por la muralla durante el ataque de los Aifolu. Luego había despertado en el patio de una casa, entre escombros y al lado de una mujer cuya cara había quedado aplastada bajo una gran losa. Asdrabo sospechaba que la quemadura de su cabeza tenía que ver con el demonio alado que había sembrado el caos en Ilfatar, pero su memoria, piadosa, debía de haber borrado ese recuerdo. Los Aifolu ya habían entrado en la ciudad, aplastando toda resistencia, y se dedicaban a incendiar, saquear y reunir reatas de prisioneros. Asdrabo esperó a la noche y se las ingenió para llegar hasta la isla de los Cien Arboles y la casa de Darkos, ya que había prometido a su madre que los protegería. Pero ya se los habían llevado de allí. Se escondió en el compartimento. Dos días después, oyó un gran estrépito. Los Aifolu habían demolido la casa. Por suerte, el techo del escondrijo aguantó y ningún cascote cayó sobre la trampilla.

—¿Mi madre te habló de este compartimento?

—Así es.

Darkos no dijo nada. Empezaba a sospechar que entre su madre y Asdrabo había existido algo más que amistad, pero ya no tenía importancia.

—Irdile quería entregarte esto.

Asdrabo encendió la linterna, y a su tenue luz le mostró a Darkos un objeto alargado. Era una espada de Tahedorán, guardada en una vaina de cuero marrón. Darkos comenzó a sacarla de la funda, pero Asdrabo le agarró la muñeca.

—Aquí no. Este sitio es muy pequeño y podrías cortar a alguien.

Darkos se resignó a guardarla de nuevo, pero estudió la empuñadura. En uno de los lados había nueve letras grabadas en caligrafía Ainari. Darkos acercó la llama para leerlas.

Kratos May

—Al otro lado puedes ver el nombre de la espada.

Luz.

—Esta espada era de tu padre. Tu madre la guardó durante todos estos años para entregártela algún día.

—¿Por qué no lo hizo?

—Ella decía que estaba esperando a que cumplieras dieciocho años. No sé, quizá tenía miedo de que, al saber quién era tu padre, quisieras irte con él.

El corazón de Darkos se aceleró.

—Entonces ¿mi padre está vivo?

—Que yo sepa, sí.

—¿Dónde está?

—Me temo que muy lejos, al norte, en un lugar llamado Mígranz.

—¿Tú conoces a mi padre?

—No en persona, aunque he oído hablar de él.

Asdrabo le explicó que Kratos May era un maestro del Tahedo, y que poseía nueve marcas. Según se decía entre quienes practicaban el arte de la espada, Kratos era el mayor Tahedorán de Tramórea. Como mucho, comentaban otros, podía superarlo tan sólo el Zemalnit, Derguín Gorión.

Darkos sintió un cálido orgullo al oír aquello. Pero luego se preguntó por qué su padre no había querido saber nada de él durante tantos años. No era propio de un noble guerrero desentenderse de su hijo. Sin embargo, muerta su madre y destruida Ilfatar, no le quedaba nadie más a quien recurrir que aquel Kratos May de quien, al parecer, tanto se hablaba. Si Mígranz se encontraba lejos, procuraría tener paciencia y pies ligeros.

—La espada es tuya —le dijo Asdrabo—, pero he de pedirte un favor.

—¿Cuál?

—La mía se rompió durante la batalla. Ésta es la única arma que tengo para protegeros.

Darkos asintió.

—Es tuya.

—Te la devolveré en buen estado —le prometió el guerrero.

Por la mañana, Darkos despertó con escalofríos y dolor de cabeza. La fiebre le subió tanto que pasó el resto del día en un ardiente delirio. Al día siguiente, cuando se recuperó como por ensalmo, Rhumi le contó que había llegado a sufrir convulsiones, y que en su desvarío no hacía más que repetir un nombre: Molgru.

—Sólo decías: «Ha despertado, ha despertado».

Darkos recordaba haber soñado con la Torre de la Sangre. Cientos de prisioneros subían por su rampa entre gemidos, mientras las figuras talladas en la pared de piedra se reían de ellos y decían: «Ahora os toca a vosotros». Pero no le comentó nada a Rhumi.

Dos días después, Asdrabo se arriesgó a salir de la bodega. Cuando llevaba fuera más de una hora, Rhumi le pidió a Darkos que encendiera una linterna, pues la oscuridad la asustaba. La llama se reflejó en las pupilas de la muchacha.

—No has vuelto a besarme desde la otra noche —susurró.

Darkos no necesitó más insinuaciones. Tomó el rostro de Rhumi entre las manos, acercó sus labios a los de ella y se dejó devorar por aquellos ojos que eran como el lago Hatâr. Un instante después sonaron golpes en la trampilla. Se separaron, asustados.

—¡Soy yo! —dijo Asdrabo.

Con el rostro acalorado, Darkos abrió la trampilla. El militar le miraba sonriente, con la cabeza envuelta en un turbante improvisado.

—Se han ido. Y nosotros nos vamos también. Salid de ahí.

La ciudad era una ruina humeante y abandonada. Tan sólo había algunos perros, ratas que corrían entre los cascotes, cuervos que graznaban entre los huesos. Los buitres ya habían dado cuenta de lo suyo. Aquellas calles que Darkos había conocido atestadas de gente estaban ahora vacías y silenciosas.

—Demasiada sangre —dijo Asdrabo—. Demasiada muerte. Esta ciudad se ha convertido en una ciudad maldita. Pasarán más de mil años antes de que alguien vuelva a habitarla, y aun así seguirá trayendo mala suerte a quienes se asienten en ella.

Incluso la Torre de la Sangre había sido mutilada. El templete que coronaba su cima había desaparecido, arrancado de cuajo.

—¿Es que ni siquiera han respetado la torre que ellos mismos veneraban? —preguntó Rhumi.

Darkos no dijo nada, pero sabía que no era ésa la razón. Estaba seguro de que el demonio que dormía en el fondo de la torre había despertado. Y ahora ya conocía su nombre.

Molgru.

Salieron por la puerta de Malib, al este de la ciudad. Asdrabo pensaba que era la dirección más segura. Según su razonamiento, los Aifolu, fíeles a las ideas de Yibul Vanash, buscarían más ciudades que arrasar después de Ilfatar. Las más cercanas se encontraban hacia el norte, siguiendo la Ruta de la Seda.

Cargaban con provisiones tomadas del escondrijo, pues entre las ruinas de Ilfatar no encontraron nada de provecho. Al parecer, los saqueadores habían sido concienzudos.

El camino era una calzada de unos tres metros de anchura que seguía el curso del río Bhildu. A la derecha, aún lejanos, quedaban los montes Khugros. El camino atravesaba la sabana, un mar amarillo bajo los rayos del sol de Anurdanil. No encontraron rastro de otros seres humanos. Darkos echaba de menos oír voces que no fueran las suyas, pero Asdrabo le dijo que era preferible seguir así.

—Sólo somos tres, y además…

El guerrero hizo un gesto hacia Rhumi y no añadió nada. Darkos comprendió. Ella era una muchacha muy bonita, y bajo su ropa se adivinaban ya curvas de mujer. Más les convenía no topar con merodeadores.

A los márgenes de la calzada había jalones de piedra que señalaban la distancia a Malib. Los primeros eran ilegibles, pues los habían desmochado o habían pintado de rojo encima de los números. Pero al caer la tarde encontraron uno que indicaba: MALIB, 14. CASA DE POSTAS DE GUTRA, 2. Caballos, comida caliente, tal vez incluso un baño… Darkos y Rhumi se frotaron las manos pensando en ello.

—¿Tenemos dinero? —preguntó ella.

Asdrabo se palmeó el cinturón.

—Irdile tomó la precaución de guardar unas cuantas monedas en la bodega. Pero no penséis que hay tanto como para comprar caballos. Me temo que seguiremos andando.

—¡Qué rabia! —se quejó Rhumi—. Nunca me habían dolido tanto los pies.

El camino serpenteó bajo una loma. Más allá, bajo una arboleda, estaba la casa de postas. Pero cuando llegaron a ella, descubrieron que estaba abandonada. Habían arrancado las puertas y las ventanas, quemado el porche y la caballeriza y también el tejado. De las ramas de un castaño colgaban los cuerpos de un hombre y de una mujer, sin duda los posaderos. Darkos los miró con indiferencia y se dio cuenta de que a Rhumi le pasaba lo mismo. Habían visto demasiados muertos.

—¿No decías que los Aifolu no vendrían por aquí? —preguntó Rhumi.

Asdrabo examinó los escombros. Las cenizas ya se habían enfriado. En su opinión, los atacantes habían destruido la posada tres o cuatro días antes.

—Por aquí no ha pasado ningún ejército —dijo, agachándose sobre las huellas de herraduras al borde del camino—. Es posible que haya columnas de exploradores Aifolu viajando en abanico alrededor del Martal, o incluso que sean desertores. Pero esto lo ha hecho sólo una partida de jinetes. Diez, quince como mucho.

Registraron la posada. No quedaba una silla ni una mesa intactas. Los tapices que decoraban las paredes estaban llenos de cuchilladas, la lámpara del techo yacía en el centro del comedor, había estiércol de caballo por todas partes. Pero Asdrabo encontró tras el mostrador una losa con una argolla y tiró de ella.

—Parece que esto lo pasaron por alto.

Darkos se asomó, esperando encontrar una escalera y tal vez otro compartimento secreto lleno de víveres. Pero sólo vio un pozo oscuro. Dejó caer una piedrecilla, y un instante después sonó un débil chapoteo.

—Espera —le dijo Asdrabo.

Junto al mostrador había un bichero. Asdrabo lo metió por el agujero y buscó en el agua.

—Ajá. Aquí lo tengo.

Tiró para arriba del bichero. El gancho del extremo había atrapado el asa de una jarra de barro. Asdrabo rasgó el sello de cera, levantó la tapa y olisqueó.

—Vino blanco. No es mi bebida favorita, pero como dice el poeta, el vino regocija el corazón, y a nuestros corazones les hace falta mucho regocijo después de todo lo que hemos pasado.

Con un odre lleno de vino, abandonaron la posada. No tardó en hacerse de noche. Se apartaron del camino y subieron a un altozano, donde cenaron queso y fiambre al amparo de unas rocas. En la sabana se oían aullidos, y también ladridos de hienas. Rhumi le pidió a Asdrabo que encendiera un fuego, pero el militar se negó.

—Prefiero a las fieras que a los Aifolu.

Darkos tenía roja la cara, aunque se había cubierto la cabeza con un sombrero de paja. No estaba acostumbrado a pasar tantas horas al sol y era el más blanco de los tres. Asdrabo le aplicó el mismo ungüento que usaba para la quemadura de su cabeza.

—Huele mal.

—Vamos, soldado. No seas quejica.

No hacía frío, pero Darkos y Rhumi durmieron abrazados. Aún no había amanecido cuando Asdrabo los despertó y los puso en camino.

Aquel día tampoco encontraron a nadie. A lo lejos divisaron manadas de antílopes, y también se toparon con una familia de tetradontes que estaban atravesando la calzada. Se apartaron y se agacharon tras unos arbustos, procurando moverse despacio y sin llamar la atención, pues aquellas bestias, aunque sólo comían hierba, se irritaban con facilidad. El macho principal de la manada era un ejemplar gris que debía de medir al menos seis metros hasta la cruz. Tenía roto uno de los colmillos, pero los otros tres eran piezas soberbias que habrían hecho brillar de codicia los ojos de Urkhuna.

Caminaban despacio, pues Rhumi no estaba acostumbrada a tanto ejercicio. A media tarde llegaron al bosque que se extendía al norte de los montes Khugros. Darkos agradeció la sombra que brindaban sus árboles.

Aquella noche Asdrabo, animado por el vino, les contó historias de su juventud como mercenario por diversos lugares de Ritión; pero sólo eligió anécdotas divertidas y en ningún momento habló de batallas ni saqueos. Rhumi escuchaba con la cabeza apoyada en el hombro de Darkos, y así se quedó dormida.

Darkos se dio cuenta de que, en medio del horror, estaba aprendiendo a ser feliz.

Al día siguiente encontraron un jalón según el cual faltaban cuatro kilómetros para la siguiente casa de postas.

—Me temo que tampoco encontraremos nada —dijo Asdrabo.

Seguían caminando por el bosque. A ambos lados de la calzada se veían los tocones de los árboles que habían intentado invadirla. Sobre sus cabezas, las ramas trenzaban un dosel que los protegía del sol. A su derecha corría el Bhildu. Allí sus aguas, encerradas bajo árboles y en un cauce más angosto, eran más sonoras que en la sabana. Asdrabo les explicó que su curso no tardaría en apartarse de la calzada para girar al sur, hacia los montes en los que nacía.

Rhumi estaba muy cansada y no hacía más que quejarse del pie derecho. Asdrabo hizo que se sentara en un tocón y se descalzara. Descubrieron que le habían salido varias ampollas entre los dedos y otra en el talón.

—Tengo que reventarlas. Voy a buscar una aguja —dijo Asdrabo, examinando su mochila.

—¡No! —protestó Rhumi, con cara de horror.

—No se puede salir de viaje con los hijos de los ricos —dijo Asdrabo, chasqueando la lengua—. Tranquila, no te va a doler.

En ese momento, el guerrero torció el cuello. Darkos tardó unos segundos en comprender. Delante de ellos se oía algo.

—Jinetes —susurró Asdrabo.

Darkos aguzó el oído. Sí, eran cascos de caballos que golpeteaban sobre las piedras de la calzada. No los habían oído antes por culpa del fragor del río.

—¡Vamos! —dijo Asdrabo, desenvainando la espada—. ¡Fuera del camino!

A la izquierda de la calzada el suelo se levantaba en una empinada cuesta poblada de árboles. Corrieron hacia ella y empezaron a trepar ayudándose de las manos. Rhumi, que no había tenido tiempo de atarse el zapato, lo perdió y resbaló por el talud. Darkos y Asdrabo bajaron a ayudarla y la levantaron del suelo.

—¡Quietos ahí!

Volvieron la mirada a la derecha. En la calzada, a unos cinco metros bajo sus pies, había un jinete Aifolu armado con una lanza. Tras él venían seis o siete más.

—Seguid subiendo y escondeos —les dijo Asdrabo—. Yo me encargo de ellos.

—Pero…

Asdrabo les enseñó el brazalete con las cinco estrías azules.

—Tranquilos. Yo os buscaré. ¡Rápido!

De pronto, Asdrabo dio dos zancadas, saltó entre dos árboles como un felino y se plantó en la calzada, delante de los Aifolu. Darkos comprendió que había entrado en aceleración.

—¡Vamos! —dijo, tirando de Rhumi.

Treparon a duras penas por la pendiente, agarrándose a arbustos y helechos e incluso arañando el suelo para no escurrirse. Llegaron a un sendero de tierra oscura y húmeda y corrieron por él, mientras de abajo les llegaban gritos y relinchos. Darkos miró a la derecha, pero los árboles le tapaban la vista. Luego se dio cuenta de que Rhumi se le había adelantado y corría sendero arriba sin reparar en las ampollas.

—¡Espera! ¡No sigas por el camino!

—¡Quietos!

Darkos se volvió. Un jinete con coraza y morrión de cuero venía hacia él. Darkos se volvió y huyó. Cuando alcanzó a Rhumi, la agarró por el brazo y tiró de ella hacia la izquierda, fuera del camino. Saltaron sobre unos matorrales y corrieron entre árboles y helechos más altos que ellos. A su espalda sonaba el relincho del caballo y el roce de su cuerpo apartando la vegetación. Darkos sabía que podría adelantar a Rhumi y correr más rápido, pero no quería dejarla atrás.

—¡Quietos! —repitió el jinete.

Darkos torció la cabeza. Su perseguidor estaba encima de ellos, con una espada en la mano. Se echó a un lado para evitar que el caballo lo arrollara, pero al pasar el jinete le golpeó con la espada.

Darkos cayó sobre un arbusto que se tronchó bajo su peso. Notaba algo cálido en la sien. Voy a morir, pensó mientras se revolvía entre unas ramas espinosas. Se llevó la mano a la cabeza y descubrió que la tenía seca. Aquel calor que parecía húmedo debía de ser el propio escozor del golpe.

Intentó levantarse, pero la vista se le nubló y tuvo que poner la rodilla en tierra. El oído izquierdo le zumbaba y le dolía como si le hubieran partido en dos el cartílago de la oreja. Cuando alzó la mirada, buscó al jinete, pero ya no lo vio. Oyó el crepitar de la maleza y los gritos de Rhumi, y luego cascos de caballo sobre suelo duro. Se coló entre dos árboles y miró a la derecha. El jinete regresaba por el camino y llevaba a Rhumi, que pataleaba atravesada sobre el arzón como un fardo.

Pensó que tenía que huir y adentrarse en la espesura, donde no pudieran encontrarlo. Pero, sin pensar en ello, se dirigió al camino. Al lado de la oreja le estaba saliendo un chichón, pero no había sangre. El Aifolu le había dado un cintarazo con el plano de la espada. Darkos caminó de puntillas, pasando de un árbol a otro. Oyó los gritos de Rhumi, y voces que hablaban en Aifolu, y más relinchos.

Con la espalda pegada a un árbol, esperó unos minutos. Cuando dejó de oír ruidos, se volvió para asomarse al otro lado. Al hacerlo se encontró de frente con el hombre que le había golpeado. Había desmontado y tenía la espada desenvainada.

—No abras la boca —le ordenó en Nesita.

Darkos levantó las manos, con el vientre encogido de miedo. En la muñeca derecha del Aifolu había un brazalete de oro. No hacía falta contar las estrías: eran de color rojo, lo que significaba que tenía delante a un Tahedorán. Un guerrero que podía ser aún más rápido y letal que Asdrabo.

—No quiero hacerte daño. Quédate aquí y espera a que nos alejemos. Si te ven los demás, te matarán.

—Rhumi. Te la has llevado —balbuceó Darkos. Tenía que luchar por ella, pero el miedo lo había paralizado. Y sabía que si hacía ademán de enfrentarse a aquel hombre estaría muerto un segundo después.

—Es una chica muy bonita. Será la esclava de un hombre muy poderoso y vivirá bien. Mejor que tú, así que olvídate de ella.

—No. —Darkos lo dijo tragando saliva y con la voz temblorosa.

La kisha de la espada se acercó a su garganta. El Tahedorán no tenía más que empujar para traspasarle el cuello. Era un hombre joven. Tenía los ojos muy amarillos, bigote y perilla negros y tres puntos negros tatuados en la frente. Su mirada era casi compasiva.

—Les he dicho que te he matado. No me dejes por mentiroso.

—¿Por? —Darkos quiso preguntar por qué, pero la voz no le salió de la garganta.

—No quiero tu sangre sobre mi conciencia.

El Aifolu montó a caballo y se alejó. Darkos descubrió que las piernas no lo sostenían y se dejó caer al suelo.

Pasó más de una hora antes de que se atreviera a bajar a la calzada. Había tres cadáveres Aifolu, dos en el camino y otro despatarrado junto a un tocón. Asdrabo estaba sentado, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol y la mano izquierda sobre el vientre.

Darkos corrió a atenderle. El Ibtahán lo saludó con una débil sonrisa. Tenía sangre en el rostro, aunque no debía de ser suya, pues no se veía ninguna herida allí. En el hombro izquierdo había recibido una cuchillada y la tela de la camisa se le había metido dentro de la herida. Darkos la sacó con cuidado.

Lo peor debía de estar en el vientre. Asdrabo tenía puesta la mano sobre la herida, y la sangre rezumaba a través de sus dedos. Darkos se dio cuenta de que le habían quitado la capa y el cinturón, e incluso las botas. ¿Por qué no lo habían rematado?

—Agua, por favor —susurró Asdrabo—. La Tahitéi…

Darkos buscó a su alrededor. Sólo encontró su propia mochila, que se le había caído al pie de la cuesta. Los Aifolu la habían dejado tirada al borde de la calzada. Darkos miró en su interior, pero se la habían vaciado. Aun así, la recogió, corrió con ella hasta el río y la llenó de agua. Casi todo el líquido se le perdió por el camino, pero consiguió darle algo a Asdrabo. El Ibtahán bebió con ansia, se atragantó, tosió y escupió sangre. Darkos se mordió la mano. ¿Nunca acabaría el horror?

—Me han metido un lanzazo en los intestinos —dijo Asdrabo cuando dejó de toser—. Ahora sí que se acabó.

Darkos empezaba a verlo todo nublado. Asdrabo, muy pálido, seguía sin levantar la mano de la herida. Olía a sangre y a algo fétido. Darkos se llevó la mano a la nariz, pero la apartó al instante.

—Tú no puedes morir…

—Sólo soy un Ibtahán, no un dios. Debes ser fuerte, Darkos.

—No me dejes solo, Asdrabo.

Asdrabo le dio la mano derecha y le apretó.

—Si fueras mi hijo, estaría orgulloso de ti…

—No digas eso.

—Quiero que hagas algo por mí.

Darkos asintió, entre lágrimas.

—Debes usar tu espada.

Luz estaba en el suelo, junto a la pierna de Asdrabo. Por alguna razón, los Aifolu no se la habían llevado, aunque debía de valer un buen dinero. Asdrabo empujó la espada hacia Darkos. La hoja estaba sucia de sangre roja y negra.

—Tómala con cuidado —dijo el guerrero—. El filo corta mucho.

Darkos se arrodilló junto a Asdrabo y aferró la empuñadura.

—Acércame la punta.

Darkos lo hizo, tan aturdido que no adivinaba aún qué pretendía el Ibtahán. Asdrabo pellizcó la hoja entre el pulgar y el índice y tiró de ella hasta apoyar la punta sobre su pecho.

—¿Qué haces?

—Esta será mi última lección sobre la guerra, Darkos. Se llama «dar el golpe de gracia».

—No —musitó Darkos.

Asdrabo le miró con ojos hundidos. Está sufriendo mucho, pensó Darkos. La espada también parecía hablarle. Empuja, le decía. Empuja y todo acabará.

—No —repitió.

—Hazlo.

—¡No!

—¿Quieres oír mis gritos de agonía? —masculló Asdrabo. Tenía los dientes manchados de sangre—. ¿Quieres oler cómo me pudro por dentro? ¿Vas a dejar que muera como un perro?

—¡No! —sollozó Darkos.

—Entonces ¡empuja!

—¡Nooooo!

Sin dejar de gritar, Darkos apretó la empuñadura contra su propio pecho y cargó todo el peso de su cuerpo. Durante un instante notó una leve resistencia, y luego la espada se hundió. Darkos se precipitó sobre Asdrabo, éste resbaló del árbol y ambos cayeron al suelo.

Darkos rodó sobre el camino y se quedó boca arriba. Al torcer el cuello vio que Asdrabo estaba a menos de medio metro, tendido sobre un costado. Tenía la mirada fija y su mano izquierda aún cubría la herida, como si aun muerto conservara el pudor de guerrero.

Darkos no encontraba aire en los pulmones. Miró hacia arriba. Una brisa sopló y agitó las hojas que formaban una bóveda sobre su cabeza. Es el espíritu de Asdrabo, pensó. Por fin, el nudo que tenía dentro del pecho reventó, y rompió a llorar con unos gemidos tan lastimeros que a él mismo le sonaron como los aullidos de un perro abandonado.

Un tiempo después, cubrió el cadáver de Asdrabo con piedras, ramas y hojarasca, y se sentó a su lado a velarlo. No sabía qué otra cosa podía hacer. Al final los dioses lo habían conseguido. Lo habían dejado solo en el mundo. Mígranz. ¿Dónde estaba Mígranz? El maestro Baelor solía desenrollar un mapa de Tramórea en el jardín, pero Darkos nunca le había hecho mucho caso. ¿Qué más daba? Baelor, por cierto, también estaba muerto. Como todo el mundo.

Darkos se abrazó las rodillas, agachó la cabeza y lloró durante horas como nunca había llorado, sintiéndose el ser más miserable y solitario del mundo.

—¿Qué tipo de hoja caída eres tú?

Darkos sintió que algo duro le tocaba el costado. Un palo, pensó. Se incorporó asustado, pero apenas podía abrir los ojos. Había llorado tanto que se le había formado una costra de legañas sobre los párpados. El desconocido que le había despertado, fuera quien fuese, le ofreció una cazuela con agua para que se lavara la cara.

Cuando terminó de lavarse, Darkos se puso en pie. Durante un instante se quedó desconcertado, pues no vio a nadie.

—Estoy aquí, chico.

Darkos descubrió que tenía que bajar la mirada, pues su interlocutor apenas le llegaba a la barbilla. Era un hombre rechoncho, de orejas carnosas y mandíbula ancha y cuadrada. Estaba medio calvo, y el poco pelo que tenía le colgaba enredado hasta los hombros. Sus ojos eran grandes y oscuros. Vestía una túnica morada recamada con signos astrales y números dorados, y llevaba un bastón tan alto como él, rematado en un nudo con un hueco bordeado de metal, donde debió de haber en algún momento una piedra engastada.

—¿Quién eres tú? —preguntó el extraño.

—Me llamo Darkos.

—¿Sabes quién soy yo?

—No. ¿Cómo iba a saberlo?

El hombrecillo señaló con el bastón a un carromato detenido en la calzada y con dos caballos, uno blanco y otro negro, uncidos a la lanza. En el toldo morado que lo cubría se veían estrellas, soles y lunas pintados en alegre compañía, y sobre aquel abigarrado firmamento unas letras negras rezaban: EL GRAN BARANTÁN.

—Ese soy yo. Pero puedes llamarme Barantán a secas. ¿Por qué has llorado tanto, chico?

—Yo no lloro.

Barantán golpeó el suelo con su vara, impaciente.

—Por si no te has dado cuenta, chico, soy un mago, y a los magos no se nos puede engañar. ¿Quién está enterrado ahí?

—Mi padre.

Darkos le contó a Barantán la historia que habían inventado la víspera para cuando llegaran a algún pueblo o ciudad: Rhumi y él eran hijos de Asdrabo, aunque cada uno de distinta madre. Se dirigían los tres a Malabashi, a la ciudad de Urhala, donde Asdrabo iba a poner su espada al servicio de la reina local.

Pero ahora su padre estaba muerto y a su hermana la habían raptado.

—¿Quién la ha raptado?

—Los Aifolu.

—¡Los Aifolu! Buenas piezas son. Me parece que, si vuelves a ver a tu hermana, te traerá unos sobrinitos de ojos amarillos.

Darkos le miró con odio, pero no dijo nada. El tal Barantán tenía un carro, mientras que a él sólo le quedaban sus botas y una espada. No le convenía discutir con él.

—Bueno, ¿vas a quedarte toda la mañana como un pasmarote o te decides a pedirme que te lleve?

—¿Adonde vas?

El presunto mago se encogió de hombros.

—A todas partes y a ninguna. Los ejes de mi carreta siempre están engrasados y a mis caballos no les falta la cebada. Llevo la salud y la magia a todos los rincones. ¡Soy el Gran Barantán! ¿Es que no has oído hablar de mí, chico?

—No.

—¡Los jóvenes de ahora sois unos ignorantes! Mago, médico, algebrista, escritor, poeta y excelso amante. ¡Ese soy yo! ¿Qué puedes pagarme para que te admita en mi carruaje?

—Sólo tengo esta espada.

—Una espada. ¿Para qué quiero yo una espada?

—No pensaba dártela.

—Mal negocio vamos a hacer tú y yo. Empecemos de nuevo: ¿qué puedes pagarme para que te admita en tu carruaje?

Darkos acarició el pomo de la espada. Antes de dormirse la había limpiado de sangre, y luego la enterró junto a Asdrabo. Pero lo había pensado mejor y la había recuperado.

—Puedo protegerte.

Barantán puso los ojos en blanco.

—¡Manígulat bendito y poderoso Anfiún! ¿Qué habría sido de mí si no llego a encontrarte? Ahora ya puedo atravesar las hordas de los Aifolu, pues he encontrado a mi paladín.

—No te burles de mí. Sé manejar la espada bastante bien.

—Apuesto a que piensas que la manejas peor de lo que dices, y que además la manejas peor de lo que piensas. Anda, monta en el carro, que el sol no va a quedarse quieto para esperarnos. Ya se me ocurrirá algún provecho que sacar de ti.

Cuando Darkos iba a subir delante, Barantán chasqueó la lengua.

—Aquí no. Siéntate atrás. Hay que tener mucha categoría para sentarse en este pescante.

Darkos se acomodó en el pescante trasero, con los pies colgando sobre el camino. Barantán habló con los caballos en un idioma que a Darkos le era desconocido, y el carromato se puso en marcha entre rechinos y traqueteos. Obviamente, el engrasado de los ejes era parte de la retórica de Barantán.

Pasaron varias horas. El río se perdió de vista, como había predicho Asdrabo, y la calzada empezó a empinarse poco a poco. Darkos tenía el trasero dolorido, pues aquel asiento era estrecho y duro, pero cuando preguntó a Barantán si tenía pensado parar en algún momento no obtuvo respuesta. A los lados del camino, los árboles formaban un túnel que se alejaba de él. Hipnotizado por el paso de los troncos, las ramas y las hojas, un entramado siempre cambiante y siempre igual, Darkos procuraba no pensar en nada. Dentro de su pecho sentía un extraño vacío, como si alguien le hubiera arrancado el corazón y después cauterizado la herida con un tizón ardiente. Al respirar tenía la impresión de que el aire no bajaba más allá de la mitad del pecho, y al expulsarlo sentía una punzada de dolor. Los rostros de su madre, del loro, de Asdrabo y, sobre todo, de Rhumi danzaban como fantasmas en los bordes de su visión. Por eso no apartaba la mirada del camino que dejaban atrás.

A mediodía Barantán paró el carro en un claro que se abría al borde de la calzada. Darkos se bajó del pescante, orinó tras unos helechos y luego se tumbó en la hierba, mirando a las copas de los árboles. Barantán no le dijo nada, y se dedicó a trajinar dentro del carromato, y luego a buscar leña y preparar una hoguera. Al cabo de un rato, Darkos oyó el animado crepitar de las ramas y le llegó un olor a grasa que le hizo la boca agua. Se incorporó y vio que el mago estaba friendo chorizo y morcilla.

—¿Tienes hambre? —le preguntó, al ver que se le habían quedado los ojos fijos en la sartén.

Darkos asintió. El desánimo le había hecho pensar que no volvería a probar bocado en su vida, pero en cuanto olió la comida su estómago le recordó que tenía catorce años y aún le quedaba medio palmo por crecer.

—¿Te gusta el embutido? —Sí.

—Por un cobre, te puedo preparar un plato.

—No tengo dinero. Ya te lo he dicho.

—Pues si no pagas, no comes.

El hombrecillo abrió una hogaza de pan con un cuchillo. Después puso encima las morcillas y los chorizos y empezó a embaular con voracidad digna de un corueco. Entre bocado y bocado, le daba un tiento a una bota de vino o un mordisco a una cebolla cruda. Darkos no podía dejar de contemplarlo, embelesado por la grasa que chorreaba entre aquellos dedos gordezuelos. Sus tripas se quejaron con un gruñido.

—Debe de haber ranas por aquí cerca —dijo Barantán, mirando a los lados.

—He sido yo. Es que tengo hambre.

—Yo también. Por eso estoy comiendo.

—Ahí queda pan y embutido —dijo Darkos, señalando a un zurrón abierto junto a la fogata—. Podrías freír más.

—Ya te lo he dicho. Un cobre.

—Puedo trabajar.

—¡Acabáramos! He oído por fin la palabra mágica. Trabajar. A ver, enséñame las manos.

Darkos extendió las manos. Barantán le estiró los dedos y le examinó las palmas.

—Sucias, pero suaves. Tú no has trabajado en tu vida. ¿Qué podrías hacer para mí, chico?

—Me llamo Darkos. Y puedo cortar leña y traer agua para la comida.

—¿Acaso lo has hecho ahora?

—No.

—No, claro. Me daba la impresión de que lo había hecho yo. Al igual que recogerte del camino, llevarte en el carro, conducirlo, etcétera, etcétera. A ti no te he visto mover el trasero más que para trasladarlo del pescante a la hierba.

—Lo siento. —Darkos agachó la mirada—. No me he dado cuenta.

—Esta noche tendrás ocasión de darte cuenta. De momento, para ganarte la cena, puedes apagar la hoguera y fregar la sartén. Detrás de esos árboles tienes un regato. Yo voy a echar una cabezadita.

Barantán se puso en pie, se sacudió las migas de la túnica y soltó un eructo.

—¡Ah! Te lo advierto: tengo los chorizos contados.