Narak

Los sueños poseen su propio reino, una isla que flota a la deriva en el Mar de la Vida. A esta isla ningún marino ha podido llegar, pues cuando un barco intenta acercarse a ella, se aleja en el horizonte como una visión borrosa. La isla está sembrada de vastos campos de amapolas y adormideras, y en su centro se levanta una ciudad cerrada por muros de tinca y cristal. Dos puertas se abren en estas murallas. Una, la más grande, es de marfil, y por ella brota el gran tropel de los sueños engañosos. Por la otra, más estrecha, de batientes de cuerno tallado, salen los sueños veraces, que son los menos frecuentes y los más preciosos.

FLIANTRO, Sobre la adivinación y el porvenir, II 33

Derguín pasó nervioso todo el día antes de consultar a la oniromante. Para colmo, la pureza del ritual le obligaba a no probar bocado ni beber una gota de agua. Por no agravar su sed, dejó que Brund dirigiera el entrenamiento de los Ubsharim y se quedó en la biblioteca consultando libros. Pero pasaba sobre la misma línea una y otra vez, pues la mente se le escapaba a la noche anterior, al enfado de Neerya y a la trifulca fingida con Krust. Tres veces estuvo a punto de enviarle flores a la cortesana, y tres veces se arrepintió. La lógica le decía que era mejor así, pues aquella discusión le brindaba una excusa para alejarse de ella. Pero le dolía recordar la mirada de desprecio con que lo había despedido Neerya.

Cuando el sol empezaba a caer hacia el Vigía del Sur, Derguín llamó a Semias. El gesto del joven era aún más serio que de costumbre. Kybes había partido la víspera hacia el sur, y dentro de dos días él mismo tendría que marchar a Áinar.

—Los sacerdotes me han hecho saber que no puedo llevar a Zemal a su santuario, pues su energía perturbaría el aura sagrada del lugar y también mis sueños. La dejaré aquí, en la biblioteca. Debes vigilar, pero como si no pusieras mucho celo en ello. No debes llamar la atención sobre la Espada, ¿entendido?

—Sí, tah Derguín.

Derguín no había vuelto a separarse de Zemal desde el robo frustrado cinco meses atrás. Ahora, cuando la dejó en la biblioteca, notó con alivio que su piel y su vello dejaban de estar erizados. Pensó que no le venía mal apartarse de la Espada durante unas horas. Dejó a Semias en el patio, con el encargo de vigilar la puerta de la biblioteca, y salió de la casa.

Ya estaba abriendo la cancela del jardín cuando Ariel llegó corriendo.

—¿Quieres que te acompañe, señor?

Derguín sonrió. Se estaba encariñando con aquel muchacho.

—No, Ariel. Tendrías que esperar muchas horas. No te preocupes, el Zemalnit se las arreglará solo.

Bajó en el funicular, medio amodorrado por el balanceo del artefacto y el rechinar de los cables. Entre los demás pasajeros, le llamó la atención una dama de buen porte que llevaba una capa oscura con capucha y a la que acompañaban dos musculosos sirvientes. Una mujer de buena familia, pensó, que se camuflaba para correr aventuras en el puerto.

Contempló el paisaje sin apenas verlo, pues su mente no dejaba de saltar de una imagen a otra. Ignoraba qué podría surgir de su cena con Agmadán. No estaba acostumbrado a la política. Cuando llegara el momento, seguiría su táctica habitual y dejaría que el otro llevara las riendas en conversación. A continuación, era de suponer, tendría que ponerse en contacto con Krust para contárselo todo. ¿Cuál sería el plan de su amigo? Sin duda no sería algo tan burdo como pedir a Derguín que desenvainara a Zemal y cortara en rodajas a los conspiradores. Tal vez pretendía reunir pruebas para demostrar la conjura de los oligarcas a los jefes del bando demócrata; pero en tal caso, la algarada organizada de Agmadán podía convertirse en una revolución espontánea. Presintiendo violencia, Derguín pensó en los cuatrocientos vigiles a las órdenes del Consejo. ¿Controlaba el politarca a todos, o habría algunos a favor de Krust y los demócratas? Derguín no quería de ninguna manera que sus Ubsharim se involucraran. Eran pocos, demasiado valiosos para él, y todavía no estaban preparados.

Caminó a paso vivo por el Paseo Marítimo hasta llegar al Puerto de la Seda. Después se internó en el barrio del Nidal. Allí las calles eran estrechas y empinadas. El sol se acababa de poner y las sombras caían violáceas por las paredes blanqueadas. Pasó por delante de varias tabernas de mala muerte, y de vecinos que habían sacado asientos a la calle para tomar el fresco y estirar las piernas. Algunos lo reconocieron y empezaron a correr susurros de «El Zemalnit, el Zemalnit». Pronto tuvo a un grupo de niños corriendo detrás de él y pidiéndole que les enseñara la Espada de Fuego.

Al llegar a una plazuela se dio la vuelta. Le seguían ya más de quince críos, de entre tres y once años. «Zemal, Zemal», insistían. Derguín se abrió la capa para que vieran la empuñadura de la espada.

—Lo siento. Esta espada es normal.

Se oyó un murmullo de desilusión. Derguín desenvainó a Brauna y realizó unas técnicas enlazadas que hicieron zumbar el aire. Los chavales lo aplaudieron entusiasmados. Derguín enfundó la espada, se despidió con una reverencia y se alejó a buen paso.

Un rapaz de unos siete años se empeñó en seguirlo. Como no se desprendía de él, Derguín le prometió un par de ases si lo guiaba hasta el santuario. No tardaron en llegar al jardín de Orbine, donde se encontraba el templo, pegado a la pared del acantilado. Era una pagoda de madera, de tres pisos y tejados dorados. A Derguín le extrañó aquella intrusión de la arquitectura Ainari en Narak, pero el chaval, por contarle algo y ganarse unas monedas más, le dijo que en ese barrio todos los templos eran iguales. En las esquinas había gárgolas que representaban a endriagos, coruecos, vestiglos y otras criaturas de pesadilla.

Derguín le dio los cobres al niño y lo despidió. Dentro lo recibieron un sacerdote y un acólito, que ya tenían preparado el cordero lechal que había pagado Derguín. Le arrojaron encima un balde de agua fría y, al ver que tiritaba según lo preceptivo, lo sacrificaron en el altar. A Derguín le dieron lástima los balidos del corderillo, pero como no había probado bocado en todo el día se le hizo la boca agua pensando en lo tierna que debía de estar su carne.

Se entraba al santuario por la única pared de piedra de la pagoda, que estaba adosada a un saliente del acantilado. La puerta era un boquete circular a un metro del suelo. El sacerdote le pidió que dejara allí la espada, antes de ver a Argatil, la oniromante. Derguín se desató el talabarte y se lo dio, no sin advertirle de que no debía tocar el arma.

Tras contorsionarse para pasar el boquete, Derguín atravesó una tupida cortina de tiras de lana. Se encontró después en una especie de domo, como la guarida de un animal. Del techo colgaban las raíces de un árbol. Había hornacinas en las paredes y platillos en el suelo, con velas de todos los tamaños y colores. Olía a cera, pero sobre todo a hierbas dulzonas que ardían en más de diez pebeteros.

Argatil estaba sentada cerca de la pared, en un escabel. Vestía una túnica cubierta de pañuelos que colgaban por todas partes como parches de colores. En su cabeza rapada llevaba tatuado el símbolo de la bóveda celeste. Sus rasgos eran duros y alargados, pero poseían cierta despiadada belleza.

—Vaya, vaya —se burló la oniromante—. Aquí veo a un hombre hinchado con los humores de la adolescencia, un caldero que lleva dos años hirviendo y de un momento a otro va a reventar. Pero no será hoy cuando te alivies, joven Zemalnit.

Al pie del escabel había un lecho rectangular excavado en la roca y relleno de arena fina. Argatil ordenó a Derguín que se acercara. El lo hizo con paso torpe, porque las hierbas se le estaban subiendo a la cabeza, los ojos le escocían y todo le daba vueltas.

—Desnúdate antes de dormir —le dijo Argatil. Tenía los ojos muy grandes, todo pupilas, y el cuello largo como una grulla.

Derguín quiso objetar algo, pero los párpados se le cerraban. La oniromante se puso de pie para ayudarle a desnudarse. Después se soltó las fíbulas de los hombros y dejó que su propia ropa cayera al suelo. Se tumbó desnuda junto a Derguín y lo abrazó. Tenía el cuerpo frío, pero era un cuerpo con curvas, de carne tierna, un cuerpo de mujer. Derguín empezó a tiritar.

—Voy a guiarte a la isla de los sueños —murmuró Argatil con voz cadenciosa—. Allí todos los seres vivientes enlazan sus almas, más allá del tiempo y del espacio. Allí todo es uno y uno es todo. Piensa en la persona en quien quieres soñar, tráela a tu recuerdo, y un arco iris de cristal se tenderá entre ambos. Ahora, dime su nombre. —Mikha… Mikhon Tiq…

—¿Hay algún otro nombre que se relacione con el de tu amigo? La isla de los sueños es un laberinto en el que cuesta mucho buscar…

—Linar… Kratos… Ulma Tor…

Al pronunciar el último nombre, Derguín sintió que el cuerpo de la oniromante se contraía. Pero olvidó aquel detalle al instante, pues bajo su espalda el suelo parecía convertirse en una laguna de aguas oscuras, y él se hundía en ella.

—Estás ardiendo —le dijo ella—. Ahora duerme, duerme en paz. Duerme en paz y sueña.

Sueña.

Sueña…