Cercanías de Malib
Campamento de la Horda Roja

Urusamsha había conseguido salvar a Aidé de las iras de Ihbias y su mastín. Pero antes de que amaneciera, el general envió a los gemelos Dolmatus y Biyómides a la tienda de Urusamsha, con orden de arrestar a la hija de Hairón y decapitarla si oponía la menor resistencia.

—No tengas miedo, Aidé —le dijo el Pashkriri cuando se la llevaban—. Voy a hablar ahora mismo con Ihbias. Te prometo que no dejaré que te pase nada.

Para su alivio, Aidé no llegó a ver a Ihbias. La llevaron directamente a la cárcel que sus hombres habían levantado entre los cuadrantes de los batallones Narval y Jauría. Era una especie de corral, una empalizada de troncos aguzados que medían más de tres metros de altura. Allí tenían encerrados a los soldados y oficiales depurados por Ihbias en los últimos días que aún no se había atrevido a ejecutar.

Cuando salió el sol, por todo el campamento sonaron las trompetas que convocaban a los Invictos a una asamblea general. A esa hora trajeron a los prisioneros un barrilito de agua y un canasto con hogazas de pan duro. Eran provisiones muy escasas para los cuarenta hombres encerrados en aquel recinto, pero ellos se las repartieron en buena armonía. Aidé encontró varios rostros conocidos. Estaba el sargento Gavilán, al que al parecer habían arrestado por el único delito de haber sido subordinado directo de Kratos. Lo mismo podría decirse de Trescuerpos. El gigantesco portaestandarte de la compañía Terón estaba sentado en el suelo, pues las rodillas y los tobillos le dolían como siempre. Pero de vez en cuando, los demás le ayudaban a levantarse y un soldado muy flaco llamado Rumas se encaramaba sobre sus hombros para asomarse por encima de la empalizada y contarles lo que veía.

Otro que había acabado allí era Ahri. Estaba sentado en un rincón, escribiendo en la arena con un palo. Aidé se acercó a saludarle. Cuando Ahri levantó la cabeza, Aidé se tapó la boca para sofocar un grito. El Numerista tenía un labio partido, el pómulo derecho convertido en un bulto oscuro y tumefacto, y apenas podía abrir el ojo.

—¿Quién te ha hecho eso?

—Ihbias. Por lo menos no recurrió a ninguno de sus matones.

—¿Por qué?

Ahri se había negado a falsificar la contabilidad de la compañía. Ihbias, sabiendo que pocos se atreverían a dudar de las cuentas de un Numerista, le había ordenado que rebajara de forma sistemática los atrasos que se debían a los soldados. Así que además de asesino es también un ladrón, pensó Aidé.

—Haberle obedecido, estúpido —dijo Gavilán—. Que lo robe todo si quiere. Los Invictos tienen al jefe que se merece.

—Para los Numeristas es un sacrilegio falsificar los números.

—Pero tú ya no eres Numerista —dijo Aidé, compadecida.

Ahri tocó con el índice la estatua de siete puntas tatuada en su frente.

—Un Numerista sigue siéndolo toda su vida, aunque abandone la orden. No puedo traicionar a los números. Si lo hago, ellos me traicionarán a mí. Cuando era sólo un acólito, me explicaron la historia de Ebambro. ¿Te la he contado alguna vez, dama Aidé?

—No. Cuéntamela —dijo ella, sentándose a su lado.

—Ya estás perdida, princesa —dijo Gavilán.

Ahri, haciendo caso omiso del sargento, empezó su relato.

—Ebambro era un matemático extraordinario que vivió hace siglos. Siendo más joven que yo, llegó a Segundo Profesor y todos sabían que no tardaría en convertirse en el primero de la orden.

»Pero Ebambro amaba demasiado el dinero y los lujos, y su éxito lo había ensoberbecido. El emperador Temón Rug le ofreció una suma descabellada para que falseara las cuentas del reino. Todos los nobles y funcionarios aceptaron el desfalco, porque nadie pone en duda las cuentas de un Numerista. Así que Ebambro se hizo rico, muy rico.

»Pero los números lo abandonaron. Descubrió primero que no podía calcular logaritmos, luego que se le escapaban los factoriales, las raíces cúbicas, las cuadradas. Por fin, fue incapaz de hacer dos veces seguidas la suma más sencilla y obtener el mismo resultado. Aunque se había hecho rico, aquello lo volvió loco. Acabó viviendo solo en el palacio que se había comprado con el dinero estafado, corriendo desnudo por las estancias y escribiendo fórmulas matemáticas por todas las paredes con sus propios excrementos.

—Qué desagradable —dijo Aidé, sintiendo dentera.

—Aunque, pensándolo bien —dijo Ahri—, el Primer Profesor actual nunca ha falsificado una cuenta y sin embargo lleva años encerrado en lo más alto de la Torre de los Numeristas. Lo alimentan con papillas y le tienen que poner pañales como a un bebé. Así que la locura puede anidar en la mente de cualquiera.

—Sólo hace falta verte a ti para comprobarlo —dijo Gavilán.

El gesto de Ahri se iluminó.

—Pero al menos, el Primer Profesor no ha perdido las matemáticas. Lleva todo ese tiempo extrayendo decimales de la raíz cuadrada de 2. Creo que ya ha calculado más de cuarenta millones. No, espera, eso supondría… Si lleva encerrado trece años…

Gavilán tomó a Aidé del codo y la apartó de Ahri.

—Déjale solo, princesa. Esas cosas se contagian.

También estaba confinado allí Partágiro, el ayudante de Vurtán. Su delito había sido negarse a testificar contra Aidé, pues estaba convencido de que no era ella quien había asesinado a su general.

Gracias a Partágiro, Aidé se enteró de que Ihbias pretendía juzgarla ese mismo día ante toda la Horda. El general quería cortar el cuello a muchos pollos a la vez. Esperaba que la asamblea lo ratificara como jefe supremo, ya que sin el voto de los guerreros carecía de legitimidad para juzgar y, sobre todo, para ordenar ejecuciones. Sus hombres y sus mastines habían hecho justicia sumaria en muchos casos, pero Ihbias prefería no dejar cabos sueltos.

—¿Qué sucede, Rumas? —preguntó Gavilán al soldado asomado a la empalizada.

Se oía un vago rumor, trompetazos breves e impacientes, y también las poderosas voces de los heraldos que repetían las palabras de Ihbias para que llegaran a todos los rincones de la asamblea. Pero allí, tras la empalizada, apenas se distinguía lo que decían.

—He oído algo de «licenciar» —dijo Rumas.

—A nosotros sí que nos van a licenciar —comentó otro soldado—. Río abajo y con los pies por delante.

—¡Chisss! —le ordenó Gavilán—. No rebajes la moral de los hombres.

—¿Y qué puedes hacerme? —El soldado era de infantería pesada, del batallón Sable—. ¿Juzgarme por sedición?

Las voces seguían alzándose. Al principio era un sordo runrunear, y poco a poco se hizo más estridente hasta convertirse en un clamor continuo. Aidé agachó la cabeza, decepcionada. La Horda iba a dejarse comprar por Ihbias.

Pero pronto se dio cuenta de que aquel griterío no era de júbilo, sino de indignación. Pues las voces no se acallaban por más que los heraldos y las trompetas llamaban al orden.

—Parece que nuestros camaradas no están muy contentos con lo que les propone Ihbias —dijo Rumas desde su atalaya humana.

—¡Bien por ellos! —respondió Gavilán.

Trescuerpos se quejó de las rodillas y Rumas saltó desde su cabeza al suelo. El gigante volvió a sentarse, mientras los demás prisioneros hacían conjeturas sobre lo que estaba sucediendo.

—¡A ver si se organiza un buen motín! —dijo uno.

—Estúpido —repuso Gavilán—. Lo que menos necesitamos ahora es una batalla campal entre nosotros mismos.

La puerta de la empalizada se abrió. Veinte hombres del batallón Jauría entraron al cercado, tirando de las traíllas para que los enormes mastines de guerra no se lanzaran sobre los prisioneros. Detrás de ellos pasaron quince soldados armados con arcos.

—¿Nos van a matar ya? —preguntó alguien.

—No será por las buenas —dijo Gavilán, apretando los dientes—. A mi señal, todos a por ellos.

—¡Aidé! —gritó uno de los perreros—. ¡Venimos a buscar a Aidé!

—No vayas, princesa —dijo Gavilán, agarrándola por un brazo—. Nosotros te protegeremos.

—Gracias, sargento —contestó ella, acariciando la arrugada cara del veterano—. No temas por mí.

Aidé salió del grupo de los prisioneros. Los perreros tiraron de las correas, y los mastines abrieron un pasillo para que pasara Aidé, sin dejar de gruñir y de enseñarle los colmillos. ¿Era ésa la venganza que tenía planeada Ihbias, entregársela a sus perros para que la despedazaran?

Pero quienes la aguardaban fuera de la empalizada eran otra vez los dos gemelos, que se habían convertido en guardaespaldas y recaderos de Ihbias. La saludaron con sendas reverencias y le dijeron que se presentara de inmediato ante el general. Como Aidé seguía vestida tan sólo con el camisón, le habían traído del pabellón de mando una larga capa roja con cuello de armiño.

La escoltaron por un callejón que discurría entre las caballerizas y las tiendas del batallón Narval. Detrás de ellos venían los arqueros. Aidé pensó que era una encerrona y que en cualquier momento oiría el chasquido de una cuerda y el silbido de una flecha buscando su espalda. Pero de momento, lo único que oyó fue el clamor de la tropa, cada vez más cercano.

Giraron a la derecha. Al final del nuevo callejón había una escalera, y sobre ella un telón pardo. Era la parte trasera de la tarima desde la que el jefe de la Horda se dirigía a los soldados. Al pie de la escalera había más soldados del batallón Jauría, y entre ellos esperaba Urusamsha.

Los soldados parecían inquietos. De vez en cuando uno se asomaba por un lado de la tarima, y después de un rato volvía con sus compañeros para comentar la situación entre susurros nerviosos. Los gritos sonaban como la marea rompiendo en un malecón.

—Si se organiza un motín —dijo un soldado—, yo salgo de aquí por piernas.

—Y yo —comentó otro—. Conmigo que no cuente para sacarle las castañas del fuego.

Urusamsha, en cambio, parecía muy tranquilo, y no dejaba de sonreír mientras al otro lado del telón se alzaba aquel coro de voces que presagiaban violencia. Al ver a Aidé, se acercó a ella y la saludó con una inclinación.

—No te preocupes. No te pasará nada. Ya te dije que te protegería.

—¿Por qué me ha hecho venir Ihbias?

—Las cosas no le están saliendo como pensaba. Acaba de exponer la propuesta de Samikir, creyendo que la aceptarían sin rechistar. Al principio les ha dicho que iba a licenciar a dos batallones enteros, pero se ha organizado tal escándalo que ha tenido que desdecirse. Ahora asegura que sólo licenciará a la mitad de los hombres de cada compañía, los que lleven más años de servicio o se ofrezcan voluntarios. Pero los soldados siguen sin estar convencidos.

—Hacen bien —dijo Aidé—. Licenciarse en un país enemigo es una locura. ¿Qué quiere de mí Ihbias?

—Su primera intención era juzgarte delante de la tropa por el asesinato de Vurtán. Pero ha cambiado de opinión. Teme que, tal como están las cosas, eso provoque una rebelión abierta contra él. Al parecer, eres muy popular en la Horda. Lo que significa que aún tienes una oportunidad de salvarte.

—¿Cuál? —preguntó Aidé, sospechando cuál sería la propuesta.

—Preséntate ante la asamblea como la hija de Hairón. Levanta el brazo de Ihbias delante de ellos y proclámalo como digno sucesor de tu padre. Anuncia ante todos que te casarás con él.

Aidé frunció el ceño.

—¿Todo eso es idea de Ihbias?

—Es posible que se haya dejado aconsejar por alguien. —Urusamsha sonrió.

—¿Esa es la protección que me prometiste, ilustre Urusamsha? ¿Ponerme en manos del amo de los perros?

El le tomó la mano y la apretó entre las suyas. Para un Pashkriri, reacio al contacto físico, aquél era un gesto de suma confianza.

—Tengo influencias, hija de Hairón, pero no soy todopoderoso. En la situación actual, es lo mejor para ti y para la Horda.

—¿Para la Horda?

—Escúchalos, Aidé. Oye cómo vociferan, cómo Ihbias se desgañita en vano por hacerles callar. Ahí, al otro lado, hay miles de hombres armados, tan cerca unos de otros que pueden oler el sudor, el miedo y la ira de sus compañeros. Si nadie pone remedio, estallará un motín y se despedazarán unos a otros.

—¿Qué más te da a ti lo que le pase a la Horda?

—Fui yo quien os convenció para venir aquí. No quiero que nadie piense que Urusamsha arrastró a los Invictos a su perdición. Vamos, hija de Hairón, sube a ese estrado y calma a los soldados. ¡Salva a la Horda!

Urusamsha tiró de ella y la hizo subir los ocho peldaños que llevaban a lo alto de la tarima. Aidé se dejó llevar. Salva a la Horda. Los gemelos subieron tras ella, arrogantes e impecables, acariciando los pomos de sus espadas, como si nada de lo que allí pasaba pudiera afectarlos. Salva a la Horda. La voz que repetía aquella orden en su mente no era la suya, sino la de Urusamsha. Resultaba imposible sacársela de la cabeza. Salva a la Horda.

Aidé pasó entre los dos lienzos que cerraban el telón. Ihbias estaba apoyado en un bastón, agitando el brazo izquierdo y desgañitándose para hacer callar a la asamblea. Al sentir tras de sí los pasos de Aidé, se dio la vuelta. Su gesto se crispó durante un instante y sus ojos destilaron veneno. Pero al momento tomó la mano de Aidé, la levantó y exclamó:

—¡Escuchad a la hija de Hairón!

—¡¡¡Escuchad a la hija de Hairón!!! —repitieron los heraldos.

El griterío se acalló poco a poco, como una tormenta perdiéndose en la distancia. Ante Aidé se abría la explanada central del campamento. Diez mil pares de ojos se posaron en ella. Salva a la Horda. Había visto muchas asambleas antes. Cuando era niña incluso había pasado revista a las tropas, encaramada sobre los hombros de su padre. Pero nunca se había dirigido a ella de frente, nunca había sentido sobre sí la atención de diez mil guerreros. Salva a la Horda. Guerreros armados, pues las leyes de la Horda dictaban que los Invictos asistieran a la asamblea con sus escudos, espadas y lanzas.

—Mira bien lo que dices, hija de Hairón —susurró Ihbias—. Si sigues los consejos que te han dado, todo saldrá bien. Pero si dices algo inconveniente, ordenaré a Torko que te arranque la tráquea.

Ihbias retrocedió y la dejó sola al borde del estrado. La mirada de Aidé saltó de un lado a otro, buscando caras conocidas, pero los rostros eran tantos que parecían fundirse en uno solo. Salva a la Horda. Los Invictos habían acudido por batallones, a la derecha el Jauría, a la izquierda el Carmesí, y más atrás el Narval y el Sable. Se habían levantado vallas entre las unidades para evitar que llegaran a las manos entre ellos, pues la rivalidad entre los batallones que ya existía en la época de su padre no había hecho más que exacerbarse en las últimas semanas. Pero ahora todos estaban en silencio, expectantes, conteniendo las energías que podían desatarse destructivas de un momento a otro.

Salva a la Horda.

Oh, cállate ya, Urusamsha, se rebeló Aidé. El Pashkriri los había manipulado a todos desde el mismo momento en que se presentó en Mígranz con el mensaje de Samikir. Pero a ella no la dominaría como sí fuera un vulgar mastín al que se podía apaciguar con la palma de la mano.

Aidé sintió las miradas de los Invictos, la devoción de aquellos hombres toscos, simples y valientes que habían llegado al confín del mundo sólo para ser traicionados. Y ella los amó a su vez; los amó tanto que se le saltaron las lágrimas. Entonces comprendió la forma de salvar a la Horda, de comportarse cómo los héroes de las novelas y los mitos. Levantó la mirada al cielo y dejó que el sol acariciara su rostro. Padre, Kratos, esperad un poco. Voy a reunirme con vosotros.

—¡Habla, hija de Hairón! —gritó alguien entre las filas del batallón Carmesí.

Aidé tragó saliva y preparó sus palabras. No sigáis a este traidor. El es el asesino del duque y de sus compañeros los generales. Levantaos contra él y contra sus hombres. ¡Matad a Ihbias!

Respiró hondo.

—¡Invictos! ¡Soldados de mi padre! —empezó.

De pronto se desató un nuevo griterío al fondo de la asamblea, casi en la primera línea de tiendas. Aidé creyó que la aclamaban a ella y alzó las manos para pedir silencio. Pero el clamor creció y llegó hasta el estrado como una ola rompiente.

—¡El narval! —gritaban—. ¡Es el estandarte de Hairón!

Aidé hizo visera con la mano, pues el sol le daba casi de frente. Allí, entre las filas del batallón Narval, había aparecido un pendón púrpura. Aidé reconoció la figura negra del narval sobre las olas. Era el estandarte de la Horda Roja, el de su padre, el mismo que los traidores Malibíes habían hecho ondear entre las cabezas de Kratos y Forcas. Ahora, recuperado por algún milagro divino, ondeaba orgulloso sobre las cabezas de los Invictos, que abrían sus filas para dejarle paso. Era un jinete el que traía el estandarte, enarbolándolo con la mano izquierda mientras la diestra guiaba las riendas de su caballo. El nombre del caballero empezó a correr de boca en boca, y pronto los gritos de los soldados se fundieron en un solo rugido.

—¡KRA-TOS! ¡KRA-TOS! ¡KRA-TOS!

El jinete levantó aún más alto el estandarte y cabalgó hacia el estrado entre las aclamaciones de los soldados, que abrieron un pasillo para él y golpearon las lanzas y las espadas contra los escudos. Aidé, entre lágrimas, reconoció a aquel hombre que había vuelto del reino de los muertos, cayó de rodillas y dio las gracias a todos los dioses por su regreso.

Kratos galopaba en línea recta hacia la tarima. El éxito de su plan dependía de la rapidez con que lo ejecutara, pues jugaba con las emociones de la multitud, y no hay sustancia más volátil. Confiando en que le abrieran paso, dio rienda suelta a Marteño y agitó el estandarte de la Horda sobre su cabeza.

—¡KRA-TOS! ¡KRA-TOS! ¡KRA-TOS!

Kratos sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca al oír su nombre en labios de la multitud. La tarima estaba ya a menos de quince metros. En ella le esperaba Ihbias, el odiado Ihbias, el traidor Ihbias, cojeando sobre un bastón. Pero no estaba solo. Aidé había caído de rodillas al borde del estrado, y tenía la cara oculta entre las manos. El corazón se le aceleró, pero se obligó a apartar la mirada de ella, pues junto al telón acechaban Dolmatus y Biyómides.

Kratos se dirigió a la parte izquierda del estrado, lejos de los hombres del batallón Jauría. De un salto pasó de la silla de Marteño a la escalera, y subió los cuatro peldaños restantes en dos zancadas. Ihbias se acercó a él con el rostro congestionado, pero Kratos se olvidó de él por unos segundos. En su lugar, se volvió hacia la asamblea, alzó el estandarte sobre su cabeza y lo clavó con rabia en la madera. Como si los dioses bendijeran su gesto, se levantó una racha de viento que hizo ondear el pendón de la Horda.

Los gritos se hicieron ensordecedores. Pero el instinto de Kratos le advirtió de que mirara a su derecha. Por la otra escalera subía corriendo Torko, tan furioso como su amo y con la boca blanca de espuma.

Kratos se volvió hacia el mastín y empezó a pronunciar los números que lo acelerarían. Pero apenas alcanzó la tarima, el perro soltó un gañido estremecedor, resbaló en mitad del salto y cayó sobre las tablas. Una flecha lo había atravesado de parte a parte. Kratos miró hacia la multitud. Desde allí le saludó Arcaón, el oficial de arqueros, subido sobre los hombros de un compañero.

—¡Me debes una, tah Kratos! —gritó, y un gran aplauso celebró la muerte del animal más odiado de la Horda Roja.

Kratos tenía pensado dirigirse a la asamblea y luego, si no le quedaba más remedio, actuar. Pero comprendió que los hechos se habían precipitado y que debía seguir la ola que lo arrastraba sobre su cresta. Ihbias, perplejo, se agachó sobre Torko y luego señaló a Kratos con el bastón.

—¡Tú, lisiado! ¡Yo mismo te…!

Kratos pronunció la fórmula de Urtahitéi. La voz de Ihbias se convirtió en un fluido viscoso. Deees… Con el rabillo del ojo vio que los gemelos ya se habían puesto en movimiento hacia él. …trriiii…Kratos sabía que si se equivocaba al calcular moriría. Pero ya había elegido su objetivo y era tarde para cambiar. …paaa…Se lanzó contra Ihbias y lo agarró del cuello. Su mano derecha voló hacia la empuñadura de Krima, atada a la cintura del general. A la suya él llevaba la espada de Zobruk, pero en aquel trance sólo le confiaría su vida a su propia hoja. La empuñó y tiró de ella, mientras con el otro brazo empujaba a Ihbias.

…réééé… Ihbias cayó hacia atrás. Cuando su espalda aún no había tocado las tablas, Krima trazó un arco de derecha a izquierda y le desgarró la garganta. El general quedó tendido, boqueando sobre el estrado mientras de su herida brotaban burbujas de sangre que reventaban de una en una.

Kratos se volvió hacia sus dos rivales. Los gemelos, tan rápidos como él, se habían desplegado a los lados. Pero antes de atacarle se detuvieron, en un instante de vacilación. Acababan de ver cómo Kratos lanzaba un tajo con toda la fuerza de su brazo derecho, y comprendieron que algo había cambiado.

Por Anfiún que ha cambiado. Kratos sonrió como una fiera y les enseñó los dientes. Levantó a Krima sobre su cabeza, en la guardia celeste, para demostrarles que nada limitaba ya sus movimientos. Percibió el temor de los gemelos, y se preguntó cuántos grados de maestría tendrían, si serían Tahedoranes o si Togul Barok había rematado su profanación revelando la tercera aceleración a simples Ibtahanes.

Kratos era el vértice de una V. El gemelo de la derecha le lanzó un golpe de cuarenta y cinco grados, proyectado desde su hombro derecho con impulso suficiente como para segarle el tronco. Kratos habría podido bloquearlo retrocediendo medio paso y corrigiendo el ángulo de su guardia. Pero eso dejaría expuesto su propio costado, sobre el que ya se arrojaba el otro gemelo desde la punta izquierda de la V, en una profunda estocada apoyada por todo el peso de su cuerpo.

Lo que hizo Kratos fue retroceder casi un metro a la izquierda para apartarse del vértice donde confluían los ataques. Con la espada aún en alto, giró sobre los talones. Era una maniobra muy arriesgada. Durante un instante eterno, mientras describía aquella vuelta entera, sus enemigos desaparecieron de su vista y quedaron detrás de él. Si sentía algo frío en la espalda, sabría que ése era el final.

Pero cuando ya completaba el giro vio lo que esperaba ver. El atacante del lado derecho de la V había golpeado el aire, y ahora, mientras volvía a la posición de guardia buscaba una forma de alcanzar a Kratos sin herir a su hermano. Pues éste, al tirarse a fondo, se había interpuesto entre ambos, con la pierna derecha flexionada y el brazo y la espada estirados en una estocada técnicamente perfecta.

Kratos culminó su propio movimiento y empleó la inercia del giro para abatir su acero sobre el gemelo más cercano. Esperaba herirle en la espalda, pero el azar o la voluntad de los dioses hicieron coincidir la trayectoria de su golpe y el movimiento de su rival con tal precisión que Krima penetró por la nuca y salió por la garganta. La cabeza de su adversario cayó sobre las tablas seguida un instante después por el resto del cuerpo.

Kratos retrocedió un paso. Aún no sacudió la sangre de la hoja, pues le quedaba un enemigo. Pero el otro gemelo, Biyómides o Dolmatus, también reculó, y sus cejas temblaron cuando miró al suelo y vio la suerte que había corrido su hermano.

Lo que hizo a continuación era lo último que se esperaba Kratos. Su enemigo soltó la espada, cayó de rodillas y agachó la cabeza hasta tocar la tarima con la frente.

—¡Piedad, tah Kratos! ¡Perdona mi vida!

Kratos se acercó con cautela y apartó la espada de una patada.

—Sal de Urtahitéi —le ordenó.

Sólo cuando comprobó que el gemelo le había obedecido, pronunció la fórmula que lo desaceleró a él. El mundo a su alrededor volvió a la normalidad, y el sordo rumor que parecía un temblor de tierra se convirtió en un coro de gritos agudos. Kratos no había estado más de diez segundos de tiempo real en Urtahitéi. Le dolían los ríñones, pero el duelo había sido tan rápido que la aceleración apenas había tenido tiempo de desgastarlo.

Entre los soldados, miles de gargantas coreaban su nombre; pero en la zona del batallón Jauría había voces que lo insultaban, puños cerrados en alto y rostros crispados de odio.

Esto va a ser una carnicería, pensó, previendo que habría batalla. Por la escalera subía un nuevo enemigo al que conocía de sobra. Era Abatón, capitán del Jauría y partidario acérrimo de Ihbias. Kratos volvió a ponerse en guardia, pero Abatón levantó los brazos y le mostró las palmas abiertas.

—¡Tranquilo, Kratos!

Kratos relajó la guardia y esperó. Abatón se acercó muy despacio, y sin dejar de mirarle a los ojos, tomó su muñeca derecha, la misma que envainaba a Krima, y le levantó el brazo en el aire.

—Estoy contigo, Kratos —susurró—. Pero no olvides esto.

—No lo olvidaré —contestó Kratos.

—¡Invictos! —exclamó Abatón, mirando al sector donde se agolpaban los hombres de su propio batallón—. ¡Aclamad al hombre que nos ha devuelto el estandarte de Hairón!

Poco a poco, los abucheos del batallón Jauría se convirtieron en vítores y aplausos. Kratos sintió que alguien le agarraba la muñeca izquierda y la levantaba. Volvió la mirada.

—Yo también estoy contigo —le dijo Aidé.

Con ambos brazos en alto, sin sentir dolor por primera vez en mucho tiempo, Kratos saludó a la asamblea de los Invictos y sonrió. El ejército rugía como un león de diez mil gargantas y diez mil corazones. ¡KRATOS! ¡KRATOS! ¡KRATOS!

Pensó que si los dioses lo fulminaban en ese mismo instante no habría otro hombre más feliz. Pero aún quedaba mucho trabajo por hacer.