Cercanías de Malib
Campamento de la Horda Roja
Día a día, Forcas mostraba más desapego por Aidé. A quien más indignaba esta conducta era a Ulura, aunque la criada sólo demostraba su enojo a solas con su ama, y en cuchicheos. Una noche, mientras le cepillaba el pelo, le dijo que Forcas la estaba abandonando poco a poco.
—El duque planea casarse con una de las hijas de la reina. Bueno, la llaman hija, pero debe ser su biznieta, porque la reina tiene más de cien años.
Según Ahri, por imposible que pareciera, Samikir llevaba reinando ciento cuarenta y tres años. Estaba seguro de ello, pues lo había comprobado en multitud de textos y relieves. Durante todo ese tiempo, Samikir no había tenido escrúpulo en mostrarse a sus súbditos, de modo que los más viejos del lugar recordaban el aspecto de la reina incluso ochenta años atrás y afirmaban que no había cambiado nada. Aidé pensó que una mujer capaz de vencer al tiempo así bien podía ser madre a los ciento cincuenta o incluso a los doscientos años.
—Conozco hasta el nombre de la candidata —insistió Ulura—. Se llama Rushati. ¡Y el duque ya debe de estar fornicando con ella, a juzgar por cómo le tiemblan las piernas últimamente!
—Eso no son más que chismes del campamento.
A Aidé no la sorprendió oír aquella historia, aunque hería su orgullo más de lo que quería reconocer ante Ulura. Forcas, como hijo segundón de un noble vasallo de Ainar, estaba obsesionado con los rangos y la posición social. El mismo título de duque que detentaba era una invención suya. Cuando dos años antes llegó a la Horda Roja, aunque en aquella república de mercenarios todos se consideraban iguales, los Invictos lo eligieron jefe y aceptaron llamarlo «duque». Sin duda, ayudó a cimentar su popularidad el carretón de monedas con el que pagó a la Horda dos meses de sueldo por adelantado.
Durante un tiempo, Forcas había sopesado la idea de servirse de los Invictos para atacar los dominios de su hermano, al suroeste de Mígranz, y arrebatarle el mayorazgo. Pero lo refrenaba la sospecha, o más bien la certeza, de que Ainar no vería con buenos ojos que la Horda Roja se acercara tanto a sus fronteras. De modo que la oferta de Samikir le había llegado como un regalo de los dioses. Le brindaba la posibilidad de conquistar su propio feudo, e incluso de emparentar con la realeza.
En cambio, casarse con Aidé, la hija de un bárbaro Équitro que había sido primero esclavo, después oficial del ejército de Ainar, más tarde prófugo de ese mismo ejército y por último jefe de una banda de mercenarios, no era algo que colmara los anhelos de alguien obsesionado pollas alcurnias centenarias.
—Que con su pan se la coma el duque —resumió Aidé.
Ulura se escandalizó tanto que le dio un tirón de pelo con el cepillo.
—¡Ay! ¡Ten cuidado!
—¿Cómo puedes decir eso, señora? ¿Qué será de nosotras si nos abandona el duque?
—Soy la hija de Hairón. No lo necesito.
—No seas ingenua, señora. Tu padre está muerto.
—No hace falta que me lo recuerdes.
—Esto es un campamento de hombres, señora. Sin un protector, aquí no somos nadie. —¡Tienes que dejar de tomar ese brebaje que me pediste!
—No quiero quedarme preñada de Forcas.
—Es la única manera de cazarlo, señora.
—¿Y eres tú la que me llama ingenua? Si él quiere casarse con una princesa, aunque yo tenga un hijo no lo aceptará. Y yo me quedaré con un bastardo.
—Pero será el nieto de Hairón. La Horda no tolerará que el duque rechace a un nieto de Hairón.
—Cuando quieres, eres tú la que mientas a mi padre.
Aidé pensaba que los argumentos de la criada escondían una pizca de razón, pero se negaba a reconocerlo. Lo cierto era que no quería tener hijos, ni ahora ni nunca. Anhelaba recorrer el mundo, pero no en un carromato ni rodeada por un ejército, sino libre, cabalgando cabello al viento y junto a un aventurero, como la heroína de la novela Trayshya y el caballero del jubón verde. O, incluso, ser una guerrera orgullosa y feroz, como Tildara, la princesa Atagaira que había desafiado al duque en su propia tienda.
Incluso en sus fantasías se daba cuenta de que esto último era imposible. Las Atagairas eran más altas y fuertes que ella, y se adiestraban con las armas desde niñas. Además, contaban que su desprecio por las demás mujeres superaba incluso a su odio a los hombres, y que castigaban con la muerte a cualquier extranjera que se acercara a sus dominios.
No, Aidé no podría convertirse en Atagaira de adopción. Su única opción para ser libre era conseguir a su propio aventurero. Ya lo tenía elegido, pero el caso era convencerlo a él. Para su propio desánimo, Aidé se daba cuenta de que el caballero en el que había posado sus ojos estaba demasiado triste y cansado para correr aventuras por el mundo.
Si el duque estaba moviendo sus peones, pensó, ella tendría que mover los suyos. Por más que le palpitara el corazón y le temblaran las manos cada vez que se quedaba a solas con Kratos, tenía que actuar.
A unos cinco kilómetros al norte del campamento de la Horda Roja, había un parque de más de ochocientas hectáreas que pertenecía a la Divina Samikir. Aquel bosque era un coto reservado para algunos nobles Atavi a los que la reina permitía cazar en agradecimiento por sus dádivas al trono. Como Protector de Malib, Forcas también tenía derecho a disfrutarlo. El once de Anfiundanil, mientras cenaban, Aidé insistió en ir de cacería al día siguiente.
—Mañana no puede ser, Aidé —respondió Forcas, con voz cansada—. Tengo que asistir a un consejo en Malib.
Kratos, de plantón en la puerta del pabellón, escuchó la conversación, como tantas otras que no había tenido más remedio que oír desde que servía como guardia personal de la muchacha. Cuando se convirtió en gran maestro del Tahedo no sospechaba que acabaría presenciando en posición de firmes las desavenencias de un matrimonio que ni siquiera era matrimonio.
Y no eran sólo las desavenencias. Más de una noche, al oír jadeos tras la cortina, había sentido la tentación de entrar en la alcoba, clavar el diente de sable en los ríñones de Forcas y terminar él lo que el duque había empezado.
—¡Siempre estás en Malib! Me tienes abandonada.
—Tengo obligaciones como jefe de la Horda Roja, ¿recuerdas?
Ella se puso de pie, rodeó la mesa y se sentó sobre las rodillas de Forcas. Cuando Aidé besó el cuello del duque y aprovechó el gesto para mirar de reojo a Kratos, éste enrojeció y apartó la vista.
—Me siento orgullosa de cómo diriges la Horda, mi señor. Los soldados están cada día más contentos con tu mando.
A Kratos casi se le escapó una carcajada. Por cada día que pasaban en la ociosidad, los Invictos inventaban nuevos motes para el duque, cada vez más hirientes y sarcásticos. Pero ya conocía a la muchacha lo bastante para maliciarse que tanta zalamería debía ir encaminada a alguna meta.
—¿Cómo sabes tú lo que opinan los soldados?
—Ulura me informa.
—Ya.
—¿Me das permiso para salir mañana de cacería? ¡Estoy deseando disparar el arco!
—¿Por qué tienes tanto empeño en parecerte a esas Atagairas? La milicia no es una ocupación apropiada para tu sexo.
—No pretendo ser una guerrera, mi señor. Sólo quiero cazar, y tú has dicho a menudo que la caza es una actividad muy noble. Además, lejos del campamento nadie puede verme disparar, así que no se escandalizarán.
—¿Nadie? ¿Pretendes ir sola? ¿Qué otra locura se te puede ocurrir, cabalgar desnuda río abajo?
Aidé soltó una carcajada, cuchicheó algo al oído de Forcas y se puso de pie. Después añadió en voz alta, mientras tiraba de la mano del duque:
—Con la compañía del capitán Kratos, no necesito más protección. Y no tengo por qué distraerte de tus deberes, mi señor.
Forcas miró a Kratos, como si hasta entonces no hubiese reparado en su presencia.
—El capitán debe de estar aburrido de atender a los caprichos de una niña melindrosa, ¿no es así, tah Kratos?
—Para mí es un placer obedecer tus órdenes, duque —contestó Kratos, en tono neutro.
Aidé volvió a tirar de la manga de Forcas, que parecía remiso a seguirla. La muchacha insistió entre risitas, y al final consiguió arrastrarlo tras la pared de tela que los separaba de la alcoba. Pronto se oyeron jadeos, y carcajadas de Aidé a medias sofocadas. Kratos se retiró a su improvisado dormitorio y se acostó en el jergón. Aquella noche no había bebido vino y sus párpados se resistieron a cerrarse. Los sonidos del combate amoroso en la alcoba cesaron al cabo de un rato, reemplazados por los ronquidos de Forcas, un ruido tan terrenal y plebeyo que habría mortificado al propio duque de haberlos oído. Sólo entonces Kratos se durmió.
Aidé debió actuar en la alcoba de forma convincente, pues el duque le dio permiso para salir de cacería. Al día siguiente, mientras él partía para Malib una vez más, la muchacha, Kratos y una patrulla de quince jinetes tomaron una calzada que seguía el sinuoso curso del Argatul hacia el este y después se desviaba al norte.
El parque estaba rodeado por una empalizada de madera de más de cuatro metros de altura, para evitar que los campesinos y los nómadas Khrumi talaran leña o se dedicaran a la caza furtiva. Sobre los troncos del cercado sobresalían copas de árboles de todos los tamaños, formas y colores, incluso algunos del lejano Norte que a duras penas se aclimataban allí; pues la Divina Samikir había hecho traer semillas y esquejes de toda Tramórea para embellecer aquel parque y otros cotos similares que rodeaban la ciudad. La calzada entraba desde el sur, por una puerta de piedra flanqueada por dos atalayas. Mientras varios arqueros los observaban desde las troneras, un guardabosque salió a recibirlos, y cuando leyó el salvoconducto de la reina les abrió paso con una reverencia.
Kratos reconoció que el lugar era una delicia para los sentidos. Varios arroyos y riachuelos recorrían el parque por cauces trazados con tal arte que en todas partes sonaba el alegre rumor de las cascadas y rápidos que sorteaban piedras de colores. Bajo los árboles soplaba una brisa fresca que arrastraba aromas de flores, hierba y tierra mojada. El aire zarandeaba las ramas y creaba juegos de claroscuros con la luz del sol.
Entre la vegetación se abrían caminos de tierra húmeda y oscura que amortiguaban el repique de los cascos. Los cuidadores del parque podaban las ramas más bajas para que no pudieran descabalgar a los jinetes.
Llevaban apenas un rato recorriendo el parque cuando Aidé, con una sonrisa maliciosa, arrimó su yegua al caballo de Kratos.
—¿Es necesario llevar a todas partes esta escolta? Con tanta caballería se van a espantar hasta las palomas.
—Así lo ha ordenado el duque.
—¿De quién eres guardián, del duque o de Aidé?
—Tuyo, señora.
—¡Pues entonces guárdame!
La muchacha picó espuelas, saltó un pequeño seto que delimitaba el camino y se coló entre un grupo de árboles. Kratos suspiró y se volvió hacia el sargento que mandaba la patrulla.
—Esperadme en la laguna que hay junto a la entrada.
—¿Crees que este lugar es seguro, capitán?
Kratos señaló a su alrededor.
—Esto no es un bosque. Es sólo un enorme jardín. Puedes estar tranquilo.
Kratos siguió la dirección que había tomado Aidé. Las huellas de su yegua se marcaban frescas en la tierra húmeda del camino. Cruzó un puente de piedra que saltaba sobre un arroyo, rodeó un árbol de tronco panzudo y retorcido y no tardó en llegar a un claro. En el centro había una laguna. Los bambúes que la bordeaban no formaban la erizada maraña que se alzaba a orillas del Argatul como las lanzas de una falange hostil, sino que los habían recortado a modo de seto para acrecentar la belleza del paraje.
Al lado de los bambúes pastaba la yegua blanca de Aidé. La muchacha, que ese día llevaba sus pantalones de montar favoritos y chaleco y boina negros, se acercaba a la laguna con paso sigiloso. Kratos desmontó y dejó a su caballo junto a la yegua de Aidé.
Aidé se descolgó el arco del hombro. Era un arma compuesta, de madera y cuerno y con guarniciones de marfil en los extremos. Después emitió un reclamo, un sonoro parpar que a Kratos no le sonó demasiado femenino. Una bandada de ánades de cabeza verde alzó el vuelo desde detrás de los bambúes. Aidé cargó una flecha y la soltó sin apenas tiempo para apuntar. La flecha zumbó en el aire, en dirección al sol. Kratos se hizo visera con la mano y vio cómo un ave caía a plomo casi al borde de los árboles. El disparo fue tan rápido y certero que a Kratos se le escapó una exclamación más propia de una taberna.
Aidé salió corriendo para cobrar la pieza. Pero entre las hierbas debía de haber alguna piedra o raíz, porque tropezó y cayó de bruces al suelo. Kratos se apresuró en su ayuda.
—¡Mi tobillo! —se quejó la muchacha.
Kratos se agachó a su lado, le quitó el mocasín y le subió un poco la pernera del pantalón. Era la primera vez que tocaba la piel de la muchacha, y la encontró más suave y tibia de lo que se había imaginado. Se dijo que la razón era que llevaba meses sin rozar siquiera a una mujer, pues últimamente acostarse con prostitutas, por hermosas que fueran, le dejaba hiel en la boca y sensación de mugre en la piel.
—No parece hinchado.
—Me lo acabo de doblar. Ayúdame a levantarme, por favor.
Aidé le echó los brazos al cuello para colgar su peso de él. Kratos se incorporó con ella durante un momento que se le antojó fugaz como un soplo de brisa, y sin embargo captó tantas sensaciones como para paladearlas y recordarlas durante días. El calor de los dedos de Aidé en su nuca. El perfume de enebro de su pelo, el suave almizcle de su sudor juvenil. El roce de su pecho, que se agitaba al respirar. Cuando terminaron de enderezarse, sus rostros quedaron frente a frente, pues Aidé era tan ligera que Kratos la había levantado en vilo casi sin darse cuenta. Y entonces fue cuando ella lo besó.
Kratos se demoró unos segundos, antes de que la cordura volviera a él. Bajó al suelo a Aidé y retrocedió unos pasos. La muchacha avanzó hacia él, y Kratos pudo comprobar que su tobillo estaba intacto. He caído en la trampa de una niña.
—Mi señora, esto no es correcto.
—No me llames señora y bésame otra vez.
—Sabes que no puedo hacerlo.
—Te amo, tah Kratos.
—Eres muy joven para saber lo que es el amor.
—No soy una niña —repuso ella, parándose con los brazos en jarras—. Tengo diecisiete años. Quiero amar a un hombre de verdad, no a un maniquí perfumado.
—Me temo que ese maniquí perfumado al que te refieres es el jefe al que debo obediencia.
—¡Eres mi guardián, no el suyo! Ahora estás a mis órdenes.
La mirada de Aidé era tan petulante que Kratos sintió deseos de abofetearla.
—Una cosa es obedecer órdenes, y otra complacer los caprichos de una damisela mimada —masculló.
La reacción de Aidé fue inusitada, considerando que se había declarado enamorada de él. El guantazo no sorprendió demasiado a Kratos, pero cuando se estaba frotando la mejilla donde ella le había pegado, Aidé le propinó una patada en la entrepierna. Kratos resopló y cayó de rodillas, maldiciendo entre dientes.
Tardó un rato en levantarse de la hierba. Por suerte, el golpe le había alcanzado sólo de refilón, pero aun así sentía un dolor sordo que le subía por el lado izquierdo de la nuca. Aidé, con una ligereza insospechada, se había internado en la arboleda. Kratos apenas tuvo tiempo de ver el destello fugaz de sus cabellos perderse entre la espesura.
—Maldita sea —susurró—. Te voy a dar la zurra que debió darte tu padre a tiempo.
Kratos se acercó a su caballo y descolgó de la silla un venablo de metro y medio que había traído para la cacería. Después corrió hacia los árboles. Pasó junto al ánade, que bajo el asta de la flecha parecía reírse de él con el pico abierto. Unos pasos más allá encontró la boina de Aidé, la recogió del suelo y la enganchó entre el cinturón y la ropa. Después se internó entre la vegetación, que era más frondosa de lo que esperaba y refrenó su carrera.
Al poco rato tuvo que reconocer que había perdido el rastro de Aidé. Seguía furioso, pero ahora, además, empezaba a sentirse preocupado. El coto de la reina era lo bastante extenso para que una muchacha con ínfulas de aventurera se extraviara en él hasta la caída de la noche. Y Kratos no tenía intención de presentarse ante Forcas para confesarle que había perdido a su concubina.
La zona de espesura terminó, y Kratos llegó a un puente de madera pintado de blanco que dibujaba una airosa curva sobre un rumoroso torrente. Desde allí partía una senda hasta un altozano que sobresalía entre los árboles como una gran giba verde. Kratos la subió a zancadas, con la esperanza de que Aidé hubiera obedecido al ancestral instinto de refugiarse en las alturas.
Sobre el altozano había un merendero, con mesas y sillas de piedra, y una estatua erosionada que representaba a un dios barbudo y con un falo que debió ser desproporcionado antes de que algún pícaro sacrílego lo cercenara. Kratos se encaramó a la mesa más alta y oteó el panorama.
Desde allí se dominaba todo el parque, e incluso se veían al oeste las murallas de Malib y uno de los acueductos que la abastecía de agua desde los montes Crisios. Entre el parque y Malib se extendían tierras de cultivo, recorridas por una red de acequias. Más a la izquierda, casi tapado por una colina rojiza, se adivinaba el campamento de la Horda, acodado en una curva del río. Apenas se veían las tiendas, pero sí las columnas de humo que se alzaban perezosas en el aire encalmado de la media mañana.
Kratos se volvió hacia el sur. En una explanada, junto al arco de piedra que daba entrada al parque, ramoneaba un grupo de caballos. Por lo que pudo distinguir, los jinetes habían desmontado, y supuso que estarían disfrutando de aquella jornada de holganza en que se habían librado de la instrucción rutinaria. Mejor que sigan haraganeando, pensó, y que no sospechen que he perdido a la amante del duque.
Un grito de mujer lo hizo volverse de nuevo hacia el norte. Sólo podía ser Aidé. Kratos saltó de la mesa y corrió hacia otro sendero que bajaba caracoleando por la ladera. El grito se repitió, pero esta vez algo lo sofocó a la mitad. Kratos apretó el paso y recortó en línea recta saltándose las curvas del camino, aunque la pendiente era tan pronunciada que más de dos veces estuvo a punto de caer de cabeza.
El corazón de Kratos palpitaba con furia, más por el miedo que por la velocidad de la carrera. ¿Y si una fiera había atacado a Aidé? No se le ocurría qué otro peligro podía rondar en aquel vergel artificial. Le habían dicho que en el parque había dientes de sable, pero que se encontraban en el extremo norte y rodeados por una alta verja de barrotes de hierro. Aquella chiquilla era tan insensata que tal vez había encontrado una manera de entrar en esa reserva de fieras.
Kratos llegó al pie del otero y se frenó. Delante de él se abrían tres caminitos con linderos delimitados por minuciosas hileras de piedras. Se quedó vacilante, sin saber por cuál tomar. Entonces le llegaron más voces, carcajadas que trataban de no sonar estridentes. Kratos cerró los ojos y pronunció la fórmula de Mirtahitéi. Sólo permaneció en ella unos segundos, por ahorrar fuerzas, pero fue suficiente para agudizar sus sentidos y captar unas palabras en Malabashar.
Abrió los ojos y se desaceleró. Las voces provenían del sendero de la izquierda. Caminó bajo los árboles que formaban un tupido dosel sobre su cabeza, con el venablo terciado. En el suelo blando se veían huellas recientes. Se agachó y comprobó que las más pequeñas podían pertenecer a los mocasines de Aidé. Había más de un metro de separación entre el pie derecho y el izquierdo; la muchacha debió pasar corriendo por aquel punto. Alrededor encontró más pisadas, de pies grandes y cuerpos pesados.
A su derecha sonó un grito. Kratos saltó entre unos helechos más altos que él y encontró una trocha. Corrió por ella y no tardó en llegar a un pequeño calvero. En cuanto vio lo que estaba ocurriendo allí, entró de nuevo en Mirtahitéi.
El mundo empezó a arrastrarse a la mitad de velocidad. Kratos barrió el claro con la mirada y estudió la situación. Aidé estaba en el suelo, a unos cinco metros a su izquierda. Un hombre la tenía agarrada por detrás y le amordazaba la boca con las manos. Otro se afanaba por arrancarle los pantalones, pero las patadas de la muchacha eran tan violentas que aún no lo había conseguido. «Juuuu… juuuu… juuuu», sonaban sus carcajadas, lentas y graves. Había dos más a su lado, observando divertidos. Uno de ellos se apoyaba en el asta de su lanza, y el otro llevaba un machete enganchado en el turbante. Un quinto hombre yacía en el suelo, despatarrado y con una daga clavada en el cuello. Todos ellos vestían turbantes, pantalones de montar y bastas camisas de sarga atadas con trencillas negras en el pecho. Khrumi, pensó Kratos. Cazadores furtivos.
El hombre del machete en el turbante se volvió hacia él y abrió la boca para advertir a los demás. Debajo de los ojos se había pintado unas líneas negras, las sinuosas curvas de una serpiente. «Cuuuii…». Kratos se arrojó sobre él, con la lanza en el brazo izquierdo. El Khrum siguió avisando mientras empezaba a sacar el cuchillo del turbante. «… daaa…». Kratos decidió que bajo la camisa podía haber una coraza, así que levantó el venablo buscándole el cuello. La cuchilla alargada que remataba su arma desgarró la aorta del hombre. Kratos removió el venablo para agrandar la herida y derribó al nómada de una patada en el pecho.
Después se volvió a la derecha. El segundo hombre ya enarbolaba la lanza contra él. Kratos se agachó bajo su arma y entró a matar, usando el brazo derecho para guiar el impulso del izquierdo. Clavando la rodilla en tierra, hundió la azagaya en la ingle del furtivo. Sus oídos acelerados captaron el grito de dolor del Khrum como un ronquido gorgoteante. Kratos tiró de su lanza y vio que algo oscuro brotaba con ella. Tal vez las tripas, pensó, pero no tenía tiempo para mirar. Sacudió el venablo para dejarlo libre y, mientras el Khrum soltaba la lanza y caía al suelo tratando de sujetarse las entrañas con ambas manos, Kratos giró hacia la izquierda.
El hombre que luchaba con los pantalones de Aidé ya estaba en pie y tenía en la mano el cuchillo que hasta entonces llevaba en el turbante. Se lo arrojó a Kratos con tal puntería que el Tahedorán lo vio venir hacia sus ojos. Se apartó y oyó un silbido junto a sus oídos. El Khrum se dio la vuelta y huyó entre los árboles. Kratos pensó en arrojarle el venablo contra la espalda desprotegida, pero quedaba aún otro rival, el que tenía agarrada a Aidé. La muchacha se había revuelto contra él y le mordía la mano a la vez que le daba puñetazos en el pecho. Kratos se acercó en dos zancadas y tiró una lanzada al rostro del furtivo por encima del cuerpo de Aidé. Había apuntado al ojo, pero su brazo izquierdo no era tan preciso y en lugar de clavarlo allí, la cuchilla del venablo resbaló y le arrancó la oreja. Kratos giró un poco la cadera, agarró la lanza a media asta con la mano derecha y corrigió el golpe. El Khrum se desplomó de espaldas, con la yugular desgarrada.
Kratos se desaceleró y clavó la rodilla en tierra, mordiéndose los labios. Mirtahitéi suponía una prueba dura incluso para un cuerpo entrenado, pero Kratos todavía era capaz de aguantarla. Sin embargo, el dolor de su hombro derecho, aunque apenas lo había usado, era tan intenso que a su lado apenas sentía el pinchazo en los ríñones que siempre seguía a la aceleración.
Aidé se levantó, enjugándose la nariz y las lágrimas, y le dio una patada al Khrum para comprobar que estaba muerto. Después se volvió hacia Kratos y le ayudó a levantarse.
—Tu brazo…
Kratos se soltó el hombro, aunque las oleadas de dolor eran tan fuertes y profundas que sólo pensaba en clavarse los dedos y buscar los tendones con saña.
—No es nada. ¿Tú estás bien?
Aidé asintió, y se fue derecha a recobrar su daga, que aún seguía clavada en el cuello del primer cadáver. La limpió en la hierba y se la guardó, con una frialdad que sorprendió a Kratos. Después se volvió hacia él. Tenía el chaleco manchado de sangre, pero intacto. La sangre debía de ser del cazador furtivo.
—Nunca habías matado a nadie —dijo Kratos.
—No.
Kratos examinó los cadáveres. Uno de ellos llevaba un morral. Dentro había una torta de pan ázimo. Se la comió, aunque la miga era muy espesa y sabía a bellota amarga. También encontró un trozo de queso ácido, del que dio buena cuenta. Después cogió un pellejo que aún colgaba del hombro del Khrum al que había destripado. Dentro había una bebida dulce y áspera a la garganta, que debía de tener algo de alcohol. Pero sirvió para calmar su sed.
Se dio cuenta de que Aidé lo miraba con una oscura fascinación.
—Eso que has hecho… ¿era Mirtahitéi? —Sí.
—A veces vi a mi padre hacer lo mismo. Luego también comía y bebía rápido para reponer fuerzas. Decía que si no lo hacía se podía desmayar. ¿Es verdad?
—Así es. —Kratos le tendió el odre, pero la muchacha lo rechazó con un gesto de asco.
—¿Por qué no has desenvainado la espada?
—La espada no es un arma apropiada para destripar cerdos.
—Esa no es la verdad. —Aidé se acercó aún más y le miró con aquellos ojos, que en el rostro bronceado parecían lagos de montaña a mediodía—. Te observo, tah Kratos. Te he observado desde que venciste a aquel fanfarrón en el palacio de Samikir. ¿Qué te pasa en el brazo?
Kratos la miró con tristeza y suspiró.
—Es el hombro. Aunque he intentado forzarlo lo menos posible, ahora se me hinchará, y esta noche no podré dormir a menos que le pida láudano a Zagreo. No puedo protegerte, Aidé. Ya no soy Tahedorán.
Los ojos de Aidé brillaban húmedos. Una lágrima nueva se desbordó de aquel lago y rodó por la mejilla. Kratos, entre el dolor del hombro y la punzada de los ríñones, sintió un calor nuevo, un líquido que hervía en sus entrañas.
—Me has protegido bien, tah Kratos. Ahora, más que nunca, tendrás que quedarte a mi lado.
Ni siquiera buscaron otro lugar, a pesar de los cadáveres.