Me llamo Kratos. Kratos May.
Desde ayer no hemos hecho otra cosa que cabalgar sobre los mismos caballos que hace poco combatieron contra nosotros en la Roca de Sangre. Aunque hombres y animales están agotados y hemos dejado a muchos en el camino, seguimos adelante.
Galopamos hacia el este, siempre hacia el este. Ayer vimos cómo las nevadas cumbres de Atagaira crecían poco a poco ante nuestros ojos. Más allá de ellas, si es que logramos atravesarlas por los túneles cuyo secreto guardan celosamente las Atagairas, nos espera lo desconocido.
¿Cómo es posible que setecientos locos convocados por un excéntrico mago cabalguemos hacia un destino que ignoramos, para guerrear contra los mismos dioses a los que hemos adorado durante toda nuestra vida?
¿Cómo hemos llegado a esto?
Pienso en ello, porque tampoco tengo otra cosa que hacer mientras miro hacia el frente entre las orejas de mi yegua, que cabalgo hoy por segunda vez tras haber montado en mis otros dos caballos de refresco.
Todo empezó hace tres años, con la muerte de mi señor Hairón, dueño de la Espada de Fuego y general en jefe de la Horda Roja. Aunque nunca llegó a esclarecerse, sé que Hairón murió envenenado. Quien dio la orden fue uno de los capitanes de la Horda, tah Aperión, que ambicionaba convertirse en nuevo Zemalnit.
Yo vivía tranquilo en Mígranz, como capitán de la Horda Roja, con una joven concubina llamada Shayre. A veces, cuando veía a Hairón desenvainar la Espada de Fuego, me imaginaba que algún día me convertiría en Zemalnit. ¿Qué maestro de la espada no habría fantaseado con esa idea?
Y entonces Hairón murió y Zemal quedó sin dueño. Los monjes Pinakles aparecieron para llevársela y nos dijeron: «Revelaremos su paradero en el templo de Tarimán en Koras el día primero del mes de Kamaldanil». Sólo los Tahedoranes, los grandes maestros de la espada con siete o más marcas, podíamos luchar por ella.
Así empezó la carrera por la Espada de Fuego. Aperión no estaba dispuesto a competir limpiamente. Nunca había sido rival para mí con la espada, pero me aventajaba en falta de escrúpulos. Asesinó vilmente a mi concubina y delante de su cabeza cortada pretendió que yo le jurara fidelidad.
No lo hice. Entré en Urtahitéi, la tercera aceleración que sólo yo, como maestro del noveno grado, tenía derecho a conocer, y huí abriéndome paso con mi espada Krima. Aunque no pude matar a Aperión, juré que lo haría tarde o temprano.
Si otros poderes no hubieran participado en el certamen por la Espada de Fuego, habría cabalgado directamente a Koras para conocer su paradero. Sin embargo, una voz del pasado me reclamó. Yatom, el brujo Kalagorinor que me había salvado de un corueco años atrás, me envió un mensaje. «Debes adiestrar a un joven guerrero para que se convierta en el próximo Zemalnit. El destino de los reinos depende de ello».
Él tenía derecho a exigir mis servicios, así que me dirigí al bosque de Corocín, donde me enteré de que Yatom había muerto y entregado su syfrõn —sea eso lo que sea— a un joven Ritión llamado Mikhon Tiq. Mas no me puse a sus órdenes, sino a las de Linar, otro brujo Kalagorinor; un tipo tuerto, de dos metros de estatura y rostro impenetrable. Acompañado por Mikha y Linar viajé a Zirna, en la frontera oeste de Ritión, y allí conocí a Derguín Gorión. Desde entonces, para bien o para mal, nuestros destinos se unieron.
Derguín poseía seis marcas de maestría. Algo que muy pocos hombres pueden alcanzar, pero que no bastaba para convertirse en candidato a la Espada de Fuego. Necesitaba la séptima. Durante nuestro viaje a Koras, lo adiestré para que recuperara su técnica y se pusiera en forma. Mientras tanto, en mi corazón cobijaba la esperanza de que, llegado el momento, Linar se decidiera por mí para convertirme en Zemalnit.
En el viaje a Koras, asistimos a un extraño ritual y salvamos de morir sacrificada a una joven de extraordinaria belleza llamada Tríane. Ella se encaprichó de Derguín, pero poco después desapareció sin más. O eso creíamos entonces.
Fue también durante esas jornadas cuando Linar nos habló sobre el pasado remoto de Tramórea. Según su relato, los dioses no eran los benefactores de la humanidad, sino sus enemigos mortales. Uno de ellos, el dios loco Tubilok, dormía encerrado en una prisión de roca fundida, pero estaba a punto de despertar y traer el caos y la destrucción.
«Mas no le será tan fácil», añadió Linar. «Pues para eso estamos los Kalagorinôr. Somos los que esperan a los dioses».
No creí en aquel relato. Me negué a aceptar que las divinidades a las que mis padres me habían enseñado a adorar fueran en realidad demonios crueles y sedientos de sangre. No descubrí que estaba equivocado hasta hace unos días. Pero no debo anticipar acontecimientos.
Antes de llegar a Koras, Linar y Mikhon Tiq se separaron de nosotros. Ya en la capital, Derguín se presentó a la prueba. Fue una encerrona. Según las normas, debía enfrentarse a Ibtahanes del quinto grado, pero sus rivales tenían seis marcas, como él. Aun así Derguín, de quien yo había dudado hasta entonces, demostró ser un natural, un talento de la espada de los que sólo se encuentra uno por generación. Venció a sus tres enemigos, se convirtió en tah Derguín y ganó el derecho a llevar el puñal de diente de sable y el brazalete con siete marcas rojas de maestría.
Sé que muchos me consideran el mayor Tahedorán de Tramórea. Todo lo he conseguido con sudor y trabajo, aunque no me faltan talento ni fuerzas para el noble arte del acero. Cuando empuño una espada no temo a nadie. No obstante, he de reconocer que tengo reparos a enfrentarme a dos rivales.
Todavía no he cruzado mi hoja con la de Togul Barok. No creo que su Tahedo supere al mío, pero sus ojos de doble pupila revelan que por sus venas corre la sangre de los dioses. De nada me serviría atravesar su cuerpo de parte a parte si sus heridas se cierran por arte de magia.
El otro rival es Derguín. Cuando lo entrené aún no se hallaba a mi altura; empero, en algunos combates de adiestramiento su genialidad me sorprendió. Por aquel entonces habría perdido contra él dos de cada diez duelos. Sin embargo, Derguín es muy joven. Él sólo puede mejorar, mientras que yo sé que mi decadencia es inevitable.
Llegó el 1 de Kamaldanil del año 999, y acudimos al templo de Tarimán, el dios que había forjado la Espada de Fuego. Éstos éramos los candidatos dispuestos a luchar por Zemal: mi viejo amigo Krust de Narak, el aborrecible Aperión, el príncipe Togul Barok, Derguín y yo. También había una mujer del pueblo guerrero de las Atagairas: Tylse, hija de la reina Tanaquil. Y un Aifolu, Darnil, hijo de Ulisha, el general que mandaba la horda de fanáticos conocida como «el Martal». En aquel momento tan sólo sospechábamos las atrocidades que estaban cometiendo los Aifolu en nombre de su dios sanguinario y oscuro.
Siete Tahedoranes. La Jauka de la Buena Suerte, como la denominó con ironía Krust, pues sabía que aquella septena sólo habría de traer buena fortuna a uno de nosotros. La espada, según se nos reveló, se hallaba en la isla de Arak, en el mar Ignoto.
En el certamen no sólo se competía con espadas. Togul Barok recibió la ayuda de un hechicero llamado Ulma Tor. Cuando intenté enfrentarme a él, sentí cómo mi cuerpo se volvía pesado como una losa de granito, y desde el suelo le vi partir en dos la hoja de mi espada Krima. Ulma Tor nos entregó a la Atagaira y a mí a los hombres del príncipe, que nos encerraron en la fortaleza de Grios, no muy lejos de la Sierra Virgen. Allí se encontraban ya prisioneros Krust, Aperión y el candidato Aifolu.
Derguín había logrado escapar, aunque quedó tan conmocionado por el ataque de un corueco que perdió la memoria. Para colmo, una banda de forajidos lo asaltó cuando cruzaba un puente, y cayó al río atravesado por varias flechas.
Tríane, la misteriosa joven a la que habíamos salvado, recogió a Derguín y curó sus heridas en Gurgdar, una cueva en la que el tiempo transcurría a un ritmo distinto que en el exterior. Tríane también le dio a Derguín mi espada Krima, milagrosamente reforjada: cuando volví a tenerla en mis manos, reconocí sus líneas de templado, junto con una nueva marca en su espiga.
Una T. Igual que en Brauna, la espada de Derguín. Nunca lo hemos dicho en voz alta, pero los dos sospechamos qué significa esa T.
De nuevo los dioses usándonos como peones. Mas si el divino herrero había reforjado mi espada, ¿qué podía hacer yo sino agradecerlo?
Además, Tríane le entregó a Derguín un fabuloso unicornio cuyo cuerno sólo se veía bajo la luz de las tres lunas en conjunción. Cabalgando a lomos de Riamar, Derguín podría haber continuado su camino sabiendo que cinco de sus adversarios estaban fuera de combate; pero decidió desviarse de su camino para venir a rescatarnos. Disfrazado de músico ambulante se coló en el castillo de Grios y se las arregló para entregarme mi espada durante un banquete en que nuestros enemigos pretendían envenenarnos.
En lugar de morir, fuimos nosotros quienes sembramos la muerte entre ellos como lobos en un rebaño. Huimos de Grios, acompañados por un gigantón llamado El Mazo. Irónicamente era el jefe de los forajidos que asaltaron a Derguín en aquel puente, pero se había hecho amigo suyo y nos ayudó en la fuga.
Con todo, habríamos perecido entonces, pues nos extraviamos y los arqueros enemigos nos rodearon. Esta vez fueron Mikhon Tiq y Linar quienes nos sacaron del atolladero. Llegaron a lomos de una gran bestia alada y destruyeron a nuestros perseguidores con sus llamaradas mágicas.
En realidad, fue sólo Mikhon Tiq quien nos salvó, pues Linar estaba paralizado en un extraño trance. Al parecer habían combatido contra otros brujos al norte; eso sólo lo supe entreoyendo alguna conversación entre Derguín y Mikhon Tiq. Éste ya no era la misma persona de antes. Al igual que Derguín se había convertido en tah Derguín, Mikhon Tiq ya no era aprendiz, sino mago.
Cruzamos la Sierra Virgen. Al otro lado se extendía una vasta jungla atravesada por un río. Construimos una balsa y descendimos por sus aguas persiguiendo a Togul Barok.
He visitado parajes hostiles, mas ninguno como esa selva. Nos atacaron cientos de serpientes que llegaron nadando por el río, salvajes como una jauría de lobos. Aunque logramos ahuyentarlas, mordieron a Tylse, que murió poco después. Mientras agonizaba, Derguín se empeñó en que era por su culpa, pues había yacido con ella la víspera del ataque. «Las serpientes son la venganza de Tríane. Hará lo mismo con cualquier mujer con la que me acueste», me dijo.
A las desgracias no les gusta viajar solas. Derguín se adentró en la selva buscando un antídoto para Tylse. Allí lo atacó Ulma Tor. El hechicero habría acabado con él, pero Mikhon Tiq apareció a tiempo. Ambos magos lucharon. Desde el río oíamos los ruidos del combate y vislumbrábamos resplandores mágicos entre la espesura.
Linar despertó de su trance y se dirigió hacia el lugar de la lucha. Llegó demasiado tarde. Ulma Tor se había ido, llevándose con él el alma o la syfrõn de Mikhon Tiq, o ambas cosas; no soy filósofo y no distingo bien esos conceptos. Lo único que dejó atrás fue un cuerpo vacío, una cáscara sin vida.
Para proteger el cuerpo de Mikhon Tiq, Linar lo convirtió en piedra y lo dejó en la selva. Si sintió pena por abandonar al joven, no la manifestó. No lo juzgaré por ello, pues nunca llegué a conocer lo que guardaba en su interior. Un hombre distinto de todos los que he conocido, y me atrevería a decir que admirable. Pero todavía no tengo muy claro qué papel desempeña o desempeñará en todo lo que está ocurriendo.
Llegamos por fin al mar Ignoto. Allí nos aguardaba un velero. El timonel que lo tripulaba era uno de los Pinakles. Nos informó de que Togul Barok ya había zarpado hacia la isla y nos dijo: «Sólo uno de vosotros puede embarcar».
Éramos cuatro Tahedoranes para un puesto a bordo. Krust renunció a pelear. Supimos entonces que Aperión nos había estado envenenando el agua, pero Linar había frustrado sus planes y fue Aperión quien cayó vomitando sangre y bilis. Yo le corté la cabeza, escupí entre sus ojos y la arrojé al mar.
Todo quedaba entre Derguín y yo. Él se negó a luchar contra mí. Tengo sus palabras clavadas como un hierro candente: «Jamás levantaré la espada contra ti, aunque en ello me vaya la vida».
La decisión se hallaba en manos de Linar, pues mi voto me obligaba a respetar su voluntad. ¡Maldito juramento prestado por el Kratos del pasado, que no conocía los tortuosos recodos de la vida!
Fue Derguín quien embarcó y quien se enfrentó a Togul Barok. Lo venció, pero el príncipe se levantó cuando parecía muerto y su herida se curó de forma milagrosa. No obstante, eso le retrasó lo suficiente para que Derguín se le adelantara y empuñara la Espada de Fuego. Armado con ella, empujó a Togul Barok a un pozo sin fondo. Durante más de dos años, no se volvió a saber nada de él. Derguín estaba convencido de que seguía vivo, y demostró tener razón, pues Togul Barok ha retornado y es ahora emperador de Áinar.
Derguín regresó convertido en Zemalnit. Debería haberme sentido orgulloso de mi joven discípulo, pero la boca me sabía a acíbar. Tan sólo deseaba despedirme de él y no volver a contemplar el brillo de Zemal en mi vida.
Mas todavía no podía ser. Caminamos hacia el sur por la costa, buscando alguna ciudad con puerto para volver a parajes civilizados. Pasamos la invernada en una aldea de pescadores. Fueron meses de tedio. Un buen día, Linar desapareció, sin dar explicaciones a nadie.
Meses después aparecieron unos barcos que venían de comerciar con los Équitros del norte. Con ellos regresamos al mar de Ritión. Derguín, persuadido por Krust, decidió viajar hasta Narak para fundar una nueva academia de artes marciales.
Yo me negué a ir con él, y desembarqué en Tíshipan, mi ciudad natal. Allí supe que Irdile, que fue mi esposa y con la que había tenido a mi hijo Darkos, había emigrado al sur para casarse con un rico comerciante. Me tranquilizó saber que a Darkos no le faltaría nada. ¡Qué lejos andaba de sospechar las calamidades y atrocidades que habría de presenciar mi hijo en Ilfatar!
De Tíshipan volví a Mígranz. Al llegar descubrí que la Horda Roja tenía un nuevo jefe, el duque Forcas. Le ofrecí mis servicios, los aceptó y le juré fidelidad. ¡Siempre jurando servir a otros!
Pasó un tiempo. El último día del año 1000 vimos una luz incandescente que surcaba el cielo en pleno día. Al poco de perderse tras el horizonte, sentimos un terremoto que rompió algunos cristales y agrietó paredes de adobe.
Aquella luz era una roca del cielo que cayó al norte, en Trisia. Estaba envenenada, y su veneno emponzoñó las cosechas. El trigo, la cebada o el pasto del ganado mostraban la misma apariencia que siempre, pero ya no alimentaban. La plaga se extendió hacia el sur, y con ella la hambruna. Sabíamos que pronto llegarían los bárbaros Trisios, y nos preparamos para ello.
Por aquel entonces nos visitó un rico mercader de Pashkri, Urusamsha. Pertenecía al clan Bazu, que desde hace siglos explota la Ruta de la Seda y otras calzadas y ejerce de mediador entre los estados de Tramórea. Era un taimado intrigante, pero encandiló a Forcas con su retórica. Y con algo más, pues aseguran que algunos Bazu pueden dominar las mentes ajenas. Ahora Urusamsha cabalga con nosotros con la boca amordazada para evitar que manipule a nadie con su lengua de víbora.
Urusamsha oficiaba de mandadero de la divina Samikir, reina de la ciudad de Malib, quien quería contratarnos para que protegiéramos la ciudad de los ataques de los nómadas y la amenaza de las Atagairas. A cambio nos pagaría la soldada y nos concedería tierras en Pasonorte, entre Malabashi y Abinia.
La mayoría decidimos aceptar la propuesta y nos pusimos en marcha. Veinte mil personas entre soldados, mujeres, niños y sirvientes. En Mígranz quedó tan sólo un batallón. Recorrimos miles de kilómetros, y en el mes de Himdanil llegamos a Malib.
El último día de ese mismo mes, la ciudad de Ilfatar, donde vivía mi hijo, cayó en poder del Martal, el ejército de cien mil soldados Aifolu mandado por Ulisha el Destructor. Aquellos fanáticos de ojos amarillos traían como aliados a los Glabros, guerreros aún más salvajes que ellos, que cabalgaban a sus pájaros del terror, unas aves carniceras del tamaño de corceles de guerra. Por si la ayuda fuera poca, poseían máquinas de asedio y, sobre todo, los acompañaba Gankru, un gigantesco demonio forjado en metal incandescente que volaba y escupía llamaradas.
Los Aifolu saquearon la ciudad y la redujeron a escombros. A sus cincuenta mil habitantes los sacrificaron en un impío templo, una Torre de Sangre en cuyo interior dormitaba Molgru, otro demonio de metal. Cuando la sangre cubrió su cuerpo, el demonio despertó. El general Ulisha ya tenía a dos aliados infernales, Gankru y Molgru, y quería despertar al tercero, Aridu. Eso haría que el camino de Ulisha se cruzara con el mío, pero yo estaba lejos de saberlo.
Entre las pocas personas que se salvaron de Ilfatar se encontraba mi hijo Darkos. Antes de morir, su madre le había confesado que yo era su padre. Darkos pasó varios días encerrado en unas catacumbas con miles de ciudadanos que iban a ser sacrificados. Demostrando una valentía y un ingenio que me enorgullecen, Darkos escapó de allí rescatando también a una muchacha llamada Rhumi.
Poco después se les unió Asdrabo, un Ibtahán con cinco marcas de maestría. Aquel hombre había luchado como un héroe en las murallas de Ilfatar; de haberlo conocido, le habría entregado el mando de un batallón. Por desgracia, los tres cayeron en una emboscada de jinetes Aifolu que raptaron a Rhumi e hirieron de muerte a Asdrabo. Darkos se salvó porque uno de los Aifolu se apiadó de él y le dejó escapar. Luego supimos que se trataba de Kybes, un espía de Derguín en el Martal.
Días más tarde Kybes se batió en duelo con Bintra, hijo del general Ulisha. En él perdió los dedos de la mano derecha. Ahora cabalga con nosotros hacia Atagaira y el mar de Kéraunos, y puede manejar la espada de nuevo gracias a las artes del hombrecillo que se hace llamar a sí mismo el Gran Barantán.
Fue precisamente el Gran Barantán quien apareció cuando mi hijo se quedó solo. A partir de ese momento, los dos viajaron juntos hacia el norte, y su camino se cruzó con el de Derguín, que se dirigía hacia el este.
Derguín tampoco había pasado días fáciles, pues se había visto envuelto en una turbia intriga en la que nuestro común amigo tah Krust fue asesinado. Los Narakíes incendiaron la casa y la academia militar de Derguín y a él lo acusaron del crimen. Un político llamado Agmadán le ofreció conservar la vida a cambio de dejar a Zemal en Narak. Derguín no sólo tuvo que renunciar a ella, sino también a Neerya, una cortesana de la que estaba enamorado.
Derguín logró escapar de la nave que lo llevaba al destierro o a la muerte gracias a la intervención de su amigo y socio, el navarca Narsel, que en aquel momento actuaba como pirata con el nombre de Agshar. Con él viajaba El Mazo, que debía sentir nostalgia de sus tiempos de bandolero en las tierras de Áinar.
El Mazo había rescatado del incendio una extraña armadura que Derguín trajo consigo de la isla de Arak. Gracias a eso Derguín recobró a Zemal, pues la había escondido dentro de la armadura. Después se dirigió al este. Llevaba con él el cuerpo petrificado de Mikhon Tiq, que el mismo Narsel le había traído desde la selva donde lo habíamos abandonado. Mikha se le había presentado en sueños y le había dicho que su alma se encontraba prisionera en Etemenanki, la fabulosa torre que se alza hasta el cielo.
En su viaje a Etemenanki lo acompañaron El Mazo y un niño llamado Ariel. ¡Menudo pillastre! Más bien, menuda pillastre. Al llegar a Atagaira, se descubrió que Ariel era en realidad una niña. Las mujeres extranjeras tienen prohibido entrar en Atagaira so pena de muerte. El Mazo trató de proteger a Ariel, pero la princesa Ziyam lo mató apuñalándolo por la espalda.
Ziyam había chantajeado a Derguín para que asesinara a su madre, la reina Tanaquil. La conjura no le salió bien: la descubrieron, y Tanaquil la castigó quemándole la mejilla con un hierro candente. Pese a esa marca, y ahora que no me oye Aidé, debo decir que Ziyam sigue pareciéndome una de las mujeres más atractivas que he conocido en mi vida. Pero también es más peligrosa que una cobra.
¡Aidé! He criticado a Derguín por involucrarse en conspiraciones, cuando lo que hice yo no le anda a la zaga. Mientras estábamos acantonados en las afueras de Malib, Aidé, la hija de Hairón, se enamoró de mí. Por desgracia, era concubina de Forcas, el jefe al que yo había jurado fidelidad. Aidé engatusó a Forcas y consiguió que me convirtiera en su escolta personal.
Ni Aidé ni nadie más sabía que como guardaespaldas yo no era el más adecuado. Llevaba ya muchos meses con el hombro derecho inutilizado. Lo disimulaba como podía, aunque el dolor era tan intenso que me impedía manejar bien la espada. Cuando en Malib el capricho de la reina Samikir me obligó a enfrentarme con un campeón local, sólo el oficio me salvó.
Aidé se me declaró durante una cacería en un parque. Luego huyó de mí; no sin antes tirarme una patada a los testículos: es una mujer de armas tomar. Cinco nómadas que se habían colado en el parque la atacaron. Aidé apuñaló a uno de ellos, pero los otros cuatro la inmovilizaron. En ese momento aparecí yo, entré en Mirtahitéi, la segunda aceleración, y acabé con ellos.
Allí, rodeados de cadáveres, hicimos el amor por primera vez.
Al día siguiente, acompañé a Forcas a la ciudad de Malib. La reina Samikir le había ofrecido la mano de una de sus hijas, y para evitarse problemas con Aidé, el duque me propuso que yo me casara con ella. Además, me ofreció un ascenso en la Horda. Parecía que los problemas se solucionaban solos.
No fue así. En Malib caímos en una emboscada. Forcas fue asesinado, y yo me convertí en cautivo y juguete sexual de Samikir. Mientras, en el campamento de los Invictos, el general Vurtán, el más capaz de la Horda, fue envenenado. El verdadero culpable, mi enemigo personal Ihbias, acusó del crimen a Aidé, y la encerró para juzgarla más tarde.
Mal me habría ido como concubino de Samikir, pues la reina exprimía la juventud de sus amantes en un solo año. Pero llegó un mensaje de Togul Barok, ya emperador de Áinar y aliado de Samikir. Togul Barok quería que me enviaran a Koras, de modo que la reina me dejó libre.
Apenas habíamos salido de Malib cuando apareció Darkos, fingiendo ser el Zemalnit. En ello le ayudó el Gran Barantán, que prendió fuego a una espada normal. El truco funcionó, y después de muchos años me reuní por fin con mi hijo. De paso, el Gran Barantán arregló mi hombro, no sé si con magia o con simple ciencia. Convertido de nuevo en un Tahedorán entero, regresé al campamento de la Horda y maté a Ihbias. Los Invictos me eligieron general en un día cuyo recuerdo todavía me pone la carne de gallina.
Mi primera orden fue alejarnos de Malib, nido de serpientes. Además, el Martal se acercaba. Yo tenía diez mil hombres a mis órdenes y Ulisha cien mil, así que no quería enfrentarme con él.
El destino no lo permitió. Nos refugiamos en las ruinas de Nidra, al pie de una peña gigantesca conocida como Kimalidú o Roca de Sangre. Allí se encontraba, precisamente, la tercera Torre de Sangre donde dormía el demonio Aridu.
El Martal tomó la ciudad de Malib y apresó a decenas de miles de sus habitantes, a los que se llevó al Kimalidú con el propósito de sacrificarlos y despertar a Aridu. Cuando quisimos darnos cuenta, estábamos encerrados en Nidra. No nos quedaba más remedio que luchar contra un enemigo que nos superaba diez a uno.
Por suerte, llegó un desertor del Martal. No era otro que Kybes, el espía de Derguín. Gracias a su información, pude tenderle una trampa a Ulisha, que aceptó librar un torneo de campeones entre las caballerías pesadas de ambos ejércitos. En realidad, no hubo choque: nuestros arqueros sembraron la muerte y el caos entre ellos. ¿Traición? Tal vez. Los Aifolu habían cometido tales atrocidades que no merecían la menor caballerosidad.
Después, ordené avanzar a la infantería, mientras yo lanzaba un ataque en diagonal con la caballería. Mi plan, y mi única esperanza, era destrozar el núcleo del ejército Aifolu y acabar con sus jefes. Pero cuando llegábamos a las tiendas de mando nos quedamos trabados en combate con sus jinetes, y para colmo los demonios Gankru y Molgru despertaron.
Fue entonces cuando apareció Derguín. Había subido a Etemenanki, donde descubrió que el sueño que lo condujo hasta allí era una trampa de Ulma Tor. Aunque no recuperó el espíritu de Mikhon Tiq, al menos logró huir y regresar con Ariel y con la capitana Baoyim, la única mujer Atagaira que conozco que no es albina.
En Acruria se les unió un ejército de ocho mil guerreras. Los Glabros, jinetes de los pájaros del terror, habían cometido el error de violar en masa y matar a una compañía de Atagairas mandada por la princesa heredera. Y a fe que lo pagaron con creces.
Mientras mis hombres y yo combatíamos en el centro del campamento Aifolu, al ponerse el sol, las Atagairas cargaron contra los Glabros por el otro flanco de la batalla. Las guerreras que embestían en retaguardia se despojaron de sus ropas, giraron en ángulo recto y pasaron ante los enemigos desnudas y disparando andanadas de flechas. ¡Un espectáculo que habría merecido la pena, sin duda! Mientras, Derguín atravesó las filas de los Glabros montado en el unicornio Riamar y seguido por el grueso del ejército de Atagaira.
Derguín logró penetrar como un cuchillo hasta el centro del campamento. Yo estaba peleando contra el demonio Gankru, que había hecho una escabechina entre mis hombres. En el duelo se me rompió por segunda vez mi espada Krima, y habría perecido de no ser porque Derguín apareció a tiempo e hizo trizas al monstruo.
A la vez que todo esto ocurría, nuestra infantería logró romper las líneas enemigas y cambiar el signo de la batalla. En ello tuvieron que ver el valor de Trescuerpos, el gigantesco portaestandarte de la Horda, y el del capitán Gavilán, que antes había sido sargento de mi compañía. El pavor cundió entre los Aifolu, que rompieron líneas. La refriega se convirtió en persecución y matanza.
Mientras tanto, Derguín entró en la tienda del Enviado, el siniestro profeta al que seguían y obedecían los miembros del Martal, incluido su general Ulisha. En ella se encontró con Ulma Tor. Esta vez consiguió derrotarlo, gracias a la ayuda de Mikhon Tiq, cuyo cuerpo y cuyo espíritu se unieron de nuevo —asuntos de magos que me superan—. También colaboró el Gran Barantán, que había destruido al demonio Molgru y resultó ser, en realidad, otro Kalagorinor llamado Kalitres.
La victoria fue total. Matamos a decenas de miles de enemigos y nos apoderamos de un cuantioso botín que repartimos a partes iguales con nuestras aliadas improvisadas, las Atagairas. Yo pensé que nuestros peores problemas habían terminado. Poseía el mando de la Horda, el amor de Aidé y me había reunido con mi hijo, y esperaba que el resto de mi vida fuera más tranquila y apacible.
Sin embargo, el destino dispuso las cosas de otro modo. Al poco de la batalla, Ariel le robó la espada a Derguín y desapareció. Derguín sospechaba que Ziyam tenía algo que ver en el robo, y es posible que llevara razón. Como fuere, nos pusimos en marcha hacia Pasonorte, el feudo que nos había prometido la reina Samikir —quien se había convertido en mi prisionera: la rueda de la fortuna da muchas vueltas—. Allí nos establecimos en unas ruinas que empezamos a restaurar, y refundamos la ciudad con el nombre de Nikastu, sugerido por Mikhon Tiq.
Privado de Zemal, la conducta de Derguín era cada vez más errática. En la taberna El Mirador de Nikastu, regentada por Gavilán, mi antiguo discípulo tuvo una pelea en la que entró en Tahitéi y dejó fuera de combate a más de diez hombres. Sé que le provocó el general Abatón, un indeseable que ahora cabalga conmigo porque prefiero tenerlo a mi lado que dejarlo en Nikastu cerca de Aidé. Pero Derguín es un Tahedorán, y debería saber comportarse.
Tuvimos una discusión terrible, en la que perdí los nervios y desenvainé mi espada contra él. Derguín me arrojó a los pies su brazalete de Tahedorán, el mismo que perteneció al gran héroe Minos Iyar y que le había regalado Linar. Después se marchó, y cuando volví a verlo volaba a lomos de un terón junto a Mikhon Tiq. Adónde se dirigían, lo ignoro.
A la noche siguiente empezaron los portentos. Sobre Rimom, la luna azul, apareció el rostro de un dios, y al mismo tiempo presenciamos una intensa lluvia de estrellas fugaces. Pocos minutos después, una estatua del dios Anfiún cobró vida y se dedicó a sembrar la destrucción en nuestra ciudad. Luchamos contra ese gigante, y yo le arranqué los ojos y conseguí que dejara de lanzarnos sus rayos de fuego. Luego lo acorralamos y lo arrojamos por un acantilado. Pero fue una victoria amarga, porque perdimos a quinientos de los nuestros.
Antes de su destrucción, la estatua del dios nos dijo: «El sueño de los dioses ha terminado. Hemos despertado para conquistar Tramórea. ¡El tiempo de los humanos se acabó!».
Al comprender cuál era nuestro enemigo, interrogué a la reina Samikir, que afirma poseer parte de naturaleza divina. Mientras hablaba con ella, el Gran Barantán se apoderó del cuerpo de mi hijo para enviarme un mensaje. El día 15 debemos reunirnos con él en Teluria, un puerto del mar de Kéraunos. Si logramos llegar a tiempo, ignoro cuál será nuestro siguiente destino.
De paso, Barantán insinuó que los dioses conocen más aceleraciones que yo o que Derguín. El filósofo Numerista Ahri, un genio de las matemáticas, está esforzándose desde entonces en deducir las fórmulas numéricas de la cuarta y la quinta aceleración. Si las averigua, seguiremos siendo inferiores a los dioses, pero supondrá una gran ayuda.
Entre los setecientos guerreros cabalgan conmigo mi hijo Darkos, Ahri, Gavilán, y también el antiguo espía Kybes y Baoyim, que debe servirnos de mediadora con sus hermanas las Atagairas para que nos permitan atravesar los túneles que atajan por debajo de sus montañas. Por Baoyim tuve una discusión con Aidé. Mi corazón está lleno de amargura, porque nos hemos despedido con frialdad, y tal vez no volvamos a vernos. Gracias a los poderes de Mikhon Tiq, sé que Aidé lleva en su vientre un hijo mío. ¿A quién rogaré que me conceda volver a reunirme con ella, si los dioses a los que rezábamos han demostrado ser nuestros enemigos?
Durante el camino enviamos y recibimos cayanes. Las noticias vuelan con ellos por toda Tramórea. Sé que en muchas otras ciudades han despertado más estatuas divinas para sembrar el terror y la muerte. Se rumorea que las rocas que cayeron del cielo han destruido nuestra antigua fortaleza de Mígranz, y que de paso han aniquilado a un ejército Trisio y a otro Ainari, y que tal vez en la catástrofe ha perecido el emperador Togul Barok.
¿Será verdad que el tiempo de los humanos ha terminado? No lo sé, pero no renunciaré al que a mí me toca sin luchar. Mientras me quede un hálito de vida, combatiré a estos dioses crueles y soberbios.
No todo es desesperación. Anoche, en las pocas horas que dormimos entre los Khrumi, tuve un sueño. En él se me apareció un hombre muy grande. Tenía la barba roja, una pierna tullida y un ojo tapado por un parche. Cuando comprendí que era un dios, traté de levantarme para acometerlo. Pero él me dijo:
«Detente, Kratos. No soy tu enemigo».
«Entonces, ¿qué pretendes al perturbar mis sueños?».
«Decirte que tengas paciencia, y que consigas mantenerte con vida hasta llegar a las tierras de Agarta».
«No sé qué país es ése».
«Lo sabrás».
«¿Qué me espera allí?».
«Un arma».
«¿Qué clase de arma?».
«¿Cuál puede blandir un Tahedorán como tú? Estoy forjando una hoja de acero. Pronto me adentraré en las llamas del Prates para bañarla en su fuego. Aguanta con vida, tah Kratos. Cuando llegues a Agarta, sube a la montaña Estrellada y blandirás tu propia espada de poder. Así te lo promete Tarimán, el dios herrero que forjó a Zemal».
De modo que cabalgo al este con temor, pero también con esperanza. En la guerra que acaba de empezar, Kratos May aún tendrá algo que decir.