DE TRAMÓREA A AGARTA
Ahri había perdido la cuenta de los peldaños, pero Orfeo no. Cuando el último tramo de la escalera desembocó en una caverna donde anidaban miles de luznagos, la cabeza parlante les comunicó que habían bajado y subido exactamente ciento tres mil cuatrocientos cuarenta escalones. Por supuesto, descender para luego volver a subir y aparecer en el mismo sitio habría sido absurdo. Desde el punto de vista de Tramórea, no habían dejado de bajar en ningún momento. Pero a la mitad del trayecto, exactamente al sobrepasar el peldaño número cincuenta y un mil setecientos veinte, había ocurrido algo muy extraño. En el rellano se abría una trampilla que daba a un pozo. En sus paredes había dos escalas separadas ciento ochenta grados y formadas por barras metálicas incrustadas en la piedra. Tras un recorrido de unos veinte metros, el pozo desembocaba en un espacio abierto, pero para alcanzar el suelo había que dar un salto considerable.
Togul Barok había enviado por delante al soldado al que llamaba Batidor Uno. Éste emprendió el descenso como era normal, con los pies por delante, pero a mitad de trayecto comunicó que sentía algo muy extraño en el estómago y en el oído. No obstante, continuó bajando, hasta que poco después exclamó:
—¡Madre mía! ¡Estoy subiendo! ¡No sé qué ha pasado, pero me he quedado cabeza abajo!
Al oír las voces, Derguín se había adelantado, pasando entre todos los Noctívagos hasta llegar junto a Togul Barok. Una vez allí, se asomó al pozo. Desde su punto de vista, el soldado Ainari estaba abajo, pero se notaba que hacía fuerza con los brazos para no caer, tenía hinchadas las venas de la frente como si la sangre se le viniera a la cabeza y la lámpara que se había atado al cuello parecía flotar sobre él.
—Debería haber previsto esto —dijo Derguín.
—¿Qué está pasando ahí? —preguntó Togul Barok.
—Estamos justo a mitad de viaje. Debajo de nuestros pies —explicó, pateando el suelo— se encuentra la verdadera armazón que sostiene a Tramórea y Agarta. No pensé que fuera tan fina. En el centro se encuentra la rejilla gravitatoria.
—¿Y eso qué quiere decir? Desde que has vuelto de Tártara hablas en galimatías.
—Al sobrepasar ese punto, la gravedad tira de nuestros pies en dirección contraria. Para entendernos, arriba se vuelve abajo y abajo se vuelve arriba. ¿Te importa que hable con tu soldado?
Togul Barok hizo un gesto de aquiescencia. Derguín se tumbó en el suelo y volvió a asomar la cabeza.
—¡Soldado! ¿Eres capaz de bajar muy despacio hacia mí? —Le resultaba absurdo decirlo así, porque para él era subir.
—¡No creo que aguante tanto!
—¡No hace falta que llegues hasta mí! ¡Cuándo avances un poco notarás que sucede algo raro con tu peso! ¡En cuanto ocurra, dímelo! ¡Ánimo!
Por suerte, el Noctívago estaba en forma. Además, tuvo el buen criterio de entrar en Mirtahitéi, lo que le brindó fuerzas extra. Al cabo de un rato de avanzar por el túnel, exclamó:
—¡Aquí es! ¡Me estoy mareando, no sé qué pasa en este sitio!
—¡Apóyate en la otra pared del pozo y date la vuelta! ¡No te preocupes, no puedes caer a ningún sitio desde ahí!
El soldado lo hizo con ciertas dificultades, y desde ese punto pudo subir cabeza arriba; de nuevo, lo que veía Derguín era que bajaba y sus pies se alejaban. Cuando el Noctívago llegó al final, comunicó que allí había otro rellano igual. La diferencia era que ahora él y el resto de la expedición eran antípodas.
—A partir de aquí va a ser más duro —comentó Derguín, poniéndose en pie.
—¿Por qué? —preguntó Togul Barok.
—Porque me temo que tendremos que subir más o menos tantos escalones como hemos bajado.
Perdieron un par de horas en el pozo mientras los que iban bajando se daban la vuelta sobre sí mismos para convertir arriba en abajo. A algunos el cambio de gravedad y orientación les había hecho devolver. Los vómitos se quedaban pegados a las paredes del centro del pozo, que acabó oliendo tan mal que provocaba nuevas bascas.
Al menos, aquella parada había servido para que todos descansaran un rato. Las fuerzas extra no les vinieron mal; si se habían quejado de que la bajada cargaba los músculos delanteros de los muslos, la subida era mucho más fatigosa.
Pero por fin habían coronado la escalera. En el centro de la vasta gruta había un pequeño lago. Allí se refrescaron y rellenaron odres y cantimploras. El primer síntoma de que estaban en un lugar extraño era el resplandor rojo que entraba por la boca de la cueva. Al principio pensaron que se trataba de la luz del crepúsculo, pero en ese caso debería haber oscurecido enseguida.
Derguín parlamentó con Togul Barok.
—Deberíamos descansar un poco antes de salir.
—Pensé que teníamos prisa.
—No sé qué podemos encontrar fuera. Es mejor que todos estén en forma. Yo voy a asomarme a investigar.
—Voy contigo.
Atravesaron la cueva, entre estalactitas y columnas que parecían gruesos velones de cera. Sobre sus cabezas, los canturreos de los luznagos sonaban como un coro fantasmal en un ritual de difuntos.
Para llegar a la boca tuvieron que trepar una pequeña cuesta. Al salir, se encontraron sobre un saliente, asomados a una ladera rocosa que bajaba hacia una llanura, unos cien metros más abajo.
Derguín contuvo el aliento, impresionado. A su lado, el emperador soltó un resoplido de asombro y una exclamación entre dientes.
—Bienvenido a Agarta, hermano —dijo Derguín, alzando la vista al cielo.
Una cosa era leer cómo los dioses habían construido el puente de Kaluza atravesando Agarta de parte a parte y otra era verlo. Prácticamente todo su campo de visión estaba ocupado por aquellos monstruosos pilares que salían del suelo en ángulo oblicuo y subían, subían, subían, muy por encima de sus cabezas, como la ladera de una montaña monstruosa, exorbitante, casi blasfema. Mucho más arriba, los pilares se unían con la columna central del puente. Pero se encontraban tan cerca que desde allí ni siquiera parecía una columna, sino una pared de la que atisbaban una parte, pues el resto se perdía a su derecha, fuera de su campo de visión.
Y más arriba aún, sobre sus cabezas, flotaba un sol rojo rodeado de anillos, y por encima de éste colgaban un gran oceáno y una costa recortada.
—Santa Himíe —murmuró Togul Barok.
Derguín señaló al sol rojo.
—Ahí está el Prates. Donde debemos subir.
—Es una locura. ¿Cómo vamos a hacerlo?
—Arriba se convertirá en abajo, y abajo en arriba. Recuerda la escala de metal en el pozo. Los dioses juegan con la gravedad a su antojo.
Era difícil no mirar a las alturas y quedarse embobado, porque además esa enorme esfera roja en la que habrían cabido más de cinco soles no deslumbraba. Pero al pie de los pilares del puente, en la llanura y tan cerca que les llegaban los gritos y el entrechocar de las armas, se estaba librando una batalla.
Derguín y Togul Barok se separaron de la entrada de la gruta para tener mejor campo de visión. Llegaron al borde de un espolón rocoso que separaba dos laderas, y se encaramaron a él. Desde allí podían contemplar aún mas extensión de los pilares del puente, que continuaban a la derecha, hasta perderse en una especie de horizonte oblicuo en el punto donde por fin empezaba a apreciarse su curvatura.
—Según la diosa, tenemos que entrar por entre los pilares —dijo Togul Barok.
A Derguín le recordó a la base de Etemenanki. Pero allí las columnas subían rectas y se curvaban en las alturas formando una cúpula, mientras que aquí los pilares hacían lo contrario. Además, en Etemenanki las columnas medían unos cinco metros de grosor y estaban separadas por huecos de entre veinticinco y treinta metros. Aquí cada uno de los pilares parecía una montaña por sí solo, y desde donde se encontraban la separación entre uno y otro se veía como un resquicio de oscuridad.
Por desgracia, si querían llegar a la base del puente y entrar por alguna de esas grietas, tenían que bajar a la llanura. Y el único camino posible pasaba por el campo donde se estaba decidiendo la batalla.
—¿Ves quiénes combaten? —preguntó Derguín.
—No está demasiado claro.
Estudiaron la situación. A su derecha, cerca del puente, formaba un ejército desplegado en siete batallones que se distinguían nítidamente por sus colores. Las primeras líneas de las unidades del centro ya se habían trabado en combate contra el enemigo, que formaba una línea delgada y muy estirada a punto de romperse. Además, por ambos flancos los batallones del ejército multicolor estaban avanzando; si seguían así, pronto formarían una C invertida entre cuyos extremos engullirían a los adversarios. El ejército de éstos parecía muy inferior en número, y para colmo había tropas de caballería que intentaban rodearlos para atacarlos por la retaguardia.
Lo extraño era que el ejército menor era el que asaltaba la posición del mayor, que en su retaguardia tenía una torre o atalaya. ¿Luchaban por defenderla, o tal vez por evitar que sus enemigos llegaran al puente de Kaluza?
Derguín miró a la izquierda. Por allí venían más tropas formadas en batallones rectangulares. A primera vista, lo normal habría sido pensar que se trataba de la segunda línea del ejército atacante. Pero entonces, ¿por qué la vanguardia se había lanzado a una carga que parecía suicida, adelantándose tres o cuatro kilómetros a los suyos? Además, las tropas que venían de la parte izquierda exhibían colores tan vivos y uniformes como los del ejército que defendía la atalaya.
—Están bien jodidos —dijo Togul Barok.
—Tu lenguaje es poco imperial, hermano. Pero tienes razón.
—Los han pillado por todas partes, y para colmo a su enemigo le llegan refuerzos.
El emperador estaba en lo cierto. Aquellas tropas que avanzaban para incorporarse a la batalla venían a reforzar a los defensores, no a los atacantes. Era evidente por la disposición de las tropas y los colores regulares de los batallones. El ejército menor, en cambio, parecía brillar menos y en sus filas no se distinguían apenas banderas ni estandartes.
—Voy a buscar a Orfeo —dijo Derguín.
—¿Para qué?
—Ahora lo verás.
Derguín contuvo la tentación de entrar en Tahitéi. No quería alarmar a los demás, y prefería reservar fuerzas por lo que pudiera ocurrir. Orfeo estaba en ese momento debatiendo algo con Ahri. Derguín lo cogió sin mayores miramientos y se lo llevó a la boca de la gruta. Ahri lo siguió.
—¿Qué ocurre, Derguín?
Él le respondió con la misma frase que a Togul Barok.
—Ahora lo verás.
La disposición de la cueva era tan curiosa que hasta que uno llegaba al recodo que giraba hacia la entrada no oía nada de lo que ocurría en el exterior. Pero al doblar a la izquierda, los ruidos de la batalla parecieron estallar de repente: trompetas y pesados tambores, relinchos, gritos confusos y un clangor de metales ensordecido por la distancia o por aquella extraña atmósfera que embotaba por igual los filos de las sombras y los tonos más agudos.
Como les había ocurrido a ellos dos, Ahri se quedó más pasmado por el paisaje que por la refriega. Pero Derguín se acercó hasta el espolón donde se había acuclillado el emperador, y una vez allí le dijo a Orfeo:
—¿Ves la batalla?
—¿Cómo no iba a verla? Me tienes las manos puestas como si fueran las orejeras de un burro. ¿Qué crees, que voy a torcer el cuello para mirar a otra parte?
—Perdona. —Derguín aflojó la presión y lo sujetó por la base, lo que El Mazo y él llamaban «la peana» para desagrado de Orfeo—. Necesitamos saber quiénes combaten.
—¿Vais a convertiros en cronistas de batallas?
Togul Barok agarró a Orfeo por las sienes y lo levantó. Tenía la mano tan grande que entre sus dedos la cabeza parecía la de un niño.
—Escucha bien. Limítate a darnos respuestas precisas. Mis ojos me aseguran que no eres humano y nunca lo has sido. Pero estoy seguro de que si te meto la lanza por una oreja y te la saco por la otra no volverás a decir tonterías.
—¡Esto es indignante!
Derguín no se molestó en defenderlo, pensando que tal vez una actitud más contundente conseguiría que la cabeza parlante se mostrara más colaboradora. Y así fue. Tras proferir dos o tres quejas más, Orfeo empezó a describir lo que veía. Derguín había supuesto que sus ojos o su propio cerebro tenían dispositivos de aumento, y acertó.
—El ejército más numeroso está compuesto por mujeres. Son pálidas, así que sólo pueden ser Atagairas.
—¿Atagairas aquí? —se extrañó Ahri, que abrumado por el puente de Kaluza había decidido unirse a ellos y contemplar la batalla.
—Llevan viviendo en este lugar desde hace mil quinientos años —respondió Orfeo—. Mi estimación es que sus tropas cuentan con entre cuatro mil y cinco mil efectivos. Los refuerzos que llegan desde el sur…
—¿Desde el sur? —Ahri levantó los ojos hacia el sol—. ¿Aquí hay puntos cardinales?
—Mirando hacia el puente de Kaluza es el norte, mirando en dirección contraria es el sur. Es fácil de recordar.
—Desde luego. Sigue, Orfeo.
Al ver que ya cooperaba de mejor grado, Togul Barok le devolvió la cabeza a Derguín. Orfeo siguió describiendo la situación.
—Los refuerzos constan de tres mil efectivos. Al ritmo al que avanzan, entrarán en la liza en unos cuarenta minutos. Si es que para entonces sigue habiendo batalla.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Derguín, aunque la respuesta era previsible.
—El ejército más reducido tiene menos de mil efectivos. Hay mujeres también entre ellos, pero su armamento es distinto al de las Atagairas de Agarta.
El corazón de Derguín, que ya llevaba un rato latiendo rápido, se aceleró todavía más.
—¿Puedes ver algún estandarte en ese ejército?
—Voy a buscar. Sí. Es un narval blanco.
Derguín se puso en pie.
—¡Kratos! Yo tenía razón. ¡Han sobrevivido a ese remolino! ¡No sé cómo lo han hecho, pero lo han conseguido!
—Pues es una lástima salir de la cazuela para caer en las llamas —dijo Togul Barok—. Me temo que no va a quedar ni uno con vida.
—Eso lo veremos.
—¿Qué pretendes hacer? ¿Batirte tú solo contra miles de exuberantes guerreras?
—Yo solo no.
Derguín se volvió hacia quien ya no sabía si era su medio hermano o su lejano descendiente y le miró a los ojos. Las dobles pupilas del emperador se estrecharon.
—¿Pretendes que nos metamos en esa refriega? Lo lamento por tu amigo Kratos, pero nosotros tan sólo tenemos que ir a esa cosa de allí —dijo Togul Barok señalando a la inmensa mole del puente.
—Sí, pero para ir adonde tú dices tenemos que pasar por ahí —respondió Derguín, apuntando por su parte al el campo de batalla.
—En tal caso, esperemos a que termine el combate.
—Sería demasiado tarde. Además ¿quién te asegura que las vencedoras van a abandonar el campo en lugar de quedarse festejando la victoria tres días ahí abajo?
Togul Barok resopló, y se tocó en los nudillos con la sien.
—Malditos hermanos pequeños —masculló—. ¿Es que ahora os tenéis que poner de acuerdo?
Derguín no sabía de qué estaba hablando, aunque el gesto del emperador le recordó al rictus de ira y dolor que le había visto cuando se enfrentaron en la torre de Arak. Ya que parecía dispuesto a dejarse llevar por la furia del combate, lo mejor que podía hacer era aguijonearlo todavía más.
Desenvainó a Zemal y la levantó ante su rostro.
—Hermano, extiende tu lanza —le dijo.
—¿Qué pretendes?
—Tú hazlo.
Togul Barok desenganchó la lanza del arnés de la espalda e hizo lo que le pedía Derguín. Éste giró la muñeca y acercó la espada para tocar la lanza con el plano de la hoja. Cuando ambas armas se rozaron, las chispas de Zemal recorrieron la lanza de Prentadurt, que se calentó como una barra de hierro en la fragua del herrero.
—¡La lanza negra vuelve a ser roja! —dijo Derguín—. ¡Ahora eres la mismísima reencarnación del gran Manígulat!
A cambio, las llamas de la Espada de Fuego adquirieron tintes purpúreos, como si por su hoja corriera oscura sangre de las venas. Derguín levantó la espada sobre su cabeza, y Togul Barok siguió su movimiento. Las pupilas dobles se le habían agrandado tanto que casi devoraban los iris, y las aletas de la nariz se dilataron venteando el olor de la batalla.
Derguín recitó con fuerte voz:
Dos hermanos medio hermanos
lucharán por la luz.
Cuando un medio hermano
posea de Tarimán el arma
entonces lanza negra y espada roja
entre sí chocarán en el terrible Prates
donde arden por siempre las llamas del gran fuego.
Entonces la sangre de la tierra y la sangre del cielo
entre sí lucharán
y será el momento del más fuerte.
—¡La profecía se cumple! —exclamó—. Los hermanos medio hermanos no lucharán entre sí, sino espalda con espalda. Zemal y la lanza negra ya han chocado aquí, bajo las llamas del gran fuego —añadió, señalando con la punta de la espada al sol rojo que ardía sobre sus cabezas—. Nosotros somos la sangre de la tierra. ¡Ha llegado el momento de demostrar que también somos los más fuertes!