BARDALIUT

Según los antiguos poetas, el Bardaliut, hogar de los dioses inmortales y bienaventurados, es una ciudad cuyos cimientos no se sustentan en la tierra, sino que flotan sobre las cabezas de los hombres, más allá de las cimas de las montañas y de las alturas donde vuelan los gigantescos terones, e incluso por encima de los rasgados cirros que anuncian con sus reflejos la salida del Sol y de las lunas. […]

Cuenta Barjalión en un poema que el héroe Minos Iyar llegó a atisbar el Bardaliut desde las montañas de Halpiam, cuando partió hacia el este en busca del secreto de la muerte, y que la morada de los dioses brillaba como un inmenso espejo en mitad de un vasto desierto, y que en su mitad superior se reflejaba la gloria del cielo y en su mitad inferior la negrura del infierno.

KENIR, Teoría de los orbes celestes, II, 4-6

Mikhon Tiq había leído muchas descripciones del Bardaliut, elucubraciones de filósofos, poetas y mitologistas. En ellas se hablaba de castillos de oro, torres de cristal, pináculos plateados que se elevaban al cielo como agujas. Además había visto grandiosos frescos en Malirie y en Koras que representaban la asamblea de los dioses reunidos en el salón del trono, primorosas miniaturas que retrataban a las divinidades en sus aposentos privados o ilustraciones de códices que mostraban el conjunto entero flotando sobre las montañas. Pero ninguna de esas descripciones ni pinturas hacía justicia a la realidad.

Sobre todo por el tamaño. Mas también por la forma, por la situación, por las estructuras complicadas e incomprensibles que poblaban aquel lugar.

Pese a que rebuscando en la biblioteca de sus recuerdos podía encontrar lugares asombrosos, no era lo mismo contemplarlo con sus propios ojos, estar allí y notar en sus pies las extrañas sensaciones de aquel lugar.

Todo había empezado en las ruinas de Narak cuando Mikhon Tiq inclinó la cabeza ante el gigante de la armadura oscura en señal de homenaje. Después le ofreció su vara mágica, la mitad inferior de la lanza de Prentadurt.

—Juventud, belleza y respeto. ¡Qué raro que esos tres caballos tiren del mismo carro! —respondió el desconocido.

Después empezó a hacerle preguntas. Satisfecho del interrogatorio, el gigante blindado había procedido a darle instrucciones. Mientras lo hacía, Derguín yacía a varios pasos de ellos, tendido contra el acantilado como una marioneta rota. Al concentrar sus sentidos en él, Mikha supo que seguía respirando y su corazón latía. Pero si se había fracturado algo, una costilla, un brazo, incluso una vértebra, necesitaría cuidados.

Unos cuidados que él no podía brindarle en aquel momento. El coloso requería toda su atención.

Él era el causante de la destrucción que los rodeaba; Mikhon Tiq no albergaba la menor duda. Entre los recuerdos de su castillo no guardaba una imagen precisa de él, y por más que Panuque el bibliotecario buscó entre los volúmenes de cientos de estanterías, no la encontró. Cuando la syfrõn de Puharmas, antecesor de Yatom y Mikhon Tiq, llegó a Tramórea atravesando el Prates, el gigante ya estaba herido y trataba de huir de los demás dioses. Puharmas nunca había llegado a verlo en persona.

Pero no podía ser otro que el dios loco, Tubilok.

Por suerte, ya no tenía consigo los tres ojos, en particular el que podía leer los pensamientos. Seguro que no le habría gustado que Mikhon Tiq lo tildara de demente, ni siquiera en su fuero interno. Pero resultaba difícil no pensar en Tubilok de ese modo, ya que había tantos mitos y narraciones que se referían a él como loco.

—¿Conoces el valor de lo que tienes en las manos, o crees que es un juguete lo que me ofrendas?

Mikha agachó la mirada. El gesto de humildad le permitía apartar la vista del inquietante rostro de Tubilok. Era como contemplar dos reflejos alternándose en las aguas de un estanque agitado por la brisa. Durante segundos se intuía un hermoso rostro de facciones nobles, con cabellos de plata y dos ojos azules tan curiosos y sinceros como los de un niño. Sobre esa imagen, se superponía el mismo semblante, pero con las cuencas vacías, negras e insondables como dos túneles abiertos a la nada, y un agujero similar en la frente.

Las voces también sonaban discordantes, una suave y modulada como la de un orador, la otra chirriante como una amoladera sacando filo al acero.

¿Cuál era el verdadero dios? El Tubilok del presente debía de ser el ciego que apretaba los labios con rencor, mientras que el rostro de ojos azules que sonreía y lo miraba todo como si lo contemplase por primera vez debía corresponder al Tubilok del pasado. Un semblante maduro, dotado de un extraño y sereno atractivo.

Pero Mikhon Tiq sospechaba que presente o pasado tenían poco que ver con la verdad.

—Mi señor, creo saber que se trata de un fragmento de la lanza de Prentadurt, arma de poder y símbolo de realeza de los dioses, de la que dicen que fue roja cuando la poseyó Manígulat y se convirtió en negra cuando pasó a tus manos.

—¿Y sabiendo que es un arma de poder me la ofreces por propia voluntad?

—Por propia voluntad, mi señor.

Era un juego arriesgado. Mikha no quería que Tubilok descubriera quién era y, sobre todo, qué era. Cuando el dios quiso saber cómo había llegado la lanza a su poder, el joven Kalagorinor le contó verdades, pero sólo a medias. Le habló de la batalla que se había librado en la Roca de Sangre, del hombre que se hacía llamar el Enviado y que pregonaba la llegada de Ariseka el Destructor, el dios que después de dormir mil años regresaba a Tramórea para incendiar el mundo.

—Y vino a su casa, y los suyos no lo conocieron —respondió Tubilok. Sus ojos azules brillaron con un velo de tristeza. De las cuencas vacías sólo brotaba odio—. ¿Qué hace creer a mortales y dioses que me complazco en la destrucción?

—La ignorancia, mi señor. Pues no saben que eres hacedor de grandes obras, que la Tramórea que habitan es divina creación de tus manos y de tu mente.

Sus palabras le sonaban tan rastreras y al mismo tiempo tan grandilocuentes que casi se le escapó una carcajada. Pero la adulación es un anzuelo que siempre engancha a su presa. Y Tubilok seguía siendo más humano de lo que él mismo creía.

En realidad, más humano que el propio Mikhon Tiq.

Porque tú estás traicionando a tu naturaleza mortal, le dijo una voz interior. Era la misma voz del joven apasionado y rebelde que había discutido con Derguín en los días del certamen por Zemal.

«¿Qué buscas tú?», le preguntó entonces Derguín.

«La verdad. El conocimiento».

¿Es eso cierto?, se preguntó ahora. ¿Valía todavía aquella respuesta después de lo que había envejecido y aprendido durante el largo encierro con su propia syfrõn?

Precisamente en nombre del conocimiento, Tubilok amenazaba con desatar un desastre que ninguna mente humana alcanzaba siquiera a concebir. Para evitar esa catástrofe absoluta, tal vez él, Mikhon Tiq, no tendría otro remedio que desatar otro cataclismo de proporciones menores y que, sin embargo, desde el punto de vista de los hombres supondría la devastación total.

Lo que significaba que era un traidor a su parte humana, y que de buscador de la verdad se había convertido en su encubridor, en defensor de la mentira por mantener el orden de las cosas.

Somos los que esperan a los dioses, se recordó.

En aquel momento le quedaba poco para conocerlos. Tubilok le ordenó que le tendiera el arma, y Mikhon Tiq lo hizo.

—No la sueltes.

Mientras las manos de ambos aferraban la lanza de Prentadurt, Tubilok pronunció una orden.

Age humás eis ta tôn dheôn dómata!

La vasta desolación en que se había convertido la caldera de Narak desapareció. Tras cruzar un extraño limbo, Mikhon Tiq se encontró en un lugar que jamás había visto. Y una vez allí, asesinó a Manígulat, rey de los poderosos Yúgaroi.

Somos los que esperan a los dioses, se repitió ahora, días después.

La unión con su syfrõn no era constante. Estaba allí, haciendo sentir su presencia en todo momento, pero dejaba a Mikhon Tiq instantes de intimidad. Por eso, a ratos podía disfrutar de lo que observaba con sus ojos mortales y olvidar que era el extraño simbionte conocido como Kalagorinor.

Bajo sus pies, Tramórea era una gran esfera que llenaba gran parte del cielo, un globo azul, verde y pardo surcado por grandes jirones blancos que se retorcían en espirales y remolinos. Esos jirones eran nubes, las mismas que tan altas se veían desde el suelo. Contempladas desde el Bardaliut parecían tan pegadas a la superficie del planeta como una segunda piel.

Tramórea pasó de largo, se elevó sobre la cabeza de Mikhon Tiq y siguió desplazándose por el firmamento en su giro alrededor del Bardaliut.

En realidad, ya había asimilado que las apariencias engañaban. Era el Bardaliut el que giraba sobre su propio eje para proporcionar a los dioses lo que éstos denominaban «gravedad artificial». Mikhon Tiq podía entender el concepto hurgando entre los conocimientos de su syfrõn, pero también evocando un recuerdo más cercano. Cuando estaba en la academia de Uhdanfiún y le tocaba turno de limpieza, a menudo jugaba con otros cadetes a llenar un cubo de agua hasta la mitad y darle vueltas en vertical. Si lo hacía lo bastante rápido, el agua se quedaba dentro del balde; de lo contrario, acababa empapado. Del mismo modo que la rotación imprimida por su brazo apretaba el agua contra el fondo del cubo e impedía que se cayera incluso estando boca abajo, el giro del Bardaliut presionaba a sus moradores contra su superficie interior y les hacía sentir la ilusión de que tenían peso.

Tramórea desapareció de la vista segundos después, tapada por una línea de prados, bosques y colinas, como el sol en el ocaso. Pero en la vida normal, el sol bajaba hasta un horizonte que estaba abajo, mientras que allí el planeta subía hacia un horizonte que se encontraba arriba.

Los pies de Mikhon Tiq pisaban una superficie transparente, de tal manera que parecía flotar sobre la nada. Bajo él se abría un cielo infinito, de una negrura cortante, plagado de estrellas. Decenas, tal vez cientos de miles de ellas, girando en un majestuoso desfile. Allí, lejos de las nubes y las impurezas del aire, cobraba sentido la metáfora de las joyas que tachonaban el firmamento, pues aquella vasta oscuridad fulguraba sembrada de zafiros, rubíes y diamantes.

Apenas había transcurrido un minuto cuando Tramórea volvió a aparecer a sus pies. Mikhon Tiq habría deseado que se quedara quieta para poder estudiar mejor los detalles del mapa. Era un mundo mucho más azul de lo que sus habitantes creían. En la maqueta de Tarondas en Koras, las tierras ocupaban la mayor parte, y el mar de los Sueños y el mar Ignoto eran estrechas franjas que terminaban en las lindes del plano. Pero desde las alturas del Bardaliut se podía apreciar que ambos mares eran en realidad un único y vasto océano que rodeaba todo el planeta, una masa de agua donde los continentes de Tramórea y Aifu flotaban como dos islas perdidas.

Siguió con la vista a Tramórea, que ascendió por la curvatura del Bardaliut en la dirección que sus habitantes llamaban «contragiro», y volvió a desaparecer tras el horizonte.

Casi a regañadientes, Mikhon Tiq decidió abandonar la contemplación de los astros. Se volvió y caminó hacia el otro lado, en dirección «giro». Si hubiera hecho este viaje fantástico antes de convertirse en Kalagorinor, al verse paseando sobre un vacío aparente, suspendido a miles de kilómetros por encima del mundo que siempre había conocido, habría cerrado los ojos y se habría acurrucado abrazándose las rodillas, incapaz de seguir adelante.

O tal vez no, pensó. La mente humana es capaz de adaptarse a casi todo.

Llegó al siguiente horizonte. Así llamaba a las líneas rectas que dividían las zonas transparentes de las otras. Una vez allí, el suelo dejó de ser cristalino y empezó a ascender en una suave pendiente. Mikhon Tiq paseó por un prado en el que, sobre la hierba esmeralda, florecían rojas peonías, lirios dorados, violetas, zigurtas de color azafrán y unas rosas de pétalos carnosos y azules que no había visto en su vida. Había estanques por doquier, cubiertos de nenúfares rosados y ranúnculos blancos de corazón amarillo.

Los colores eran tan intensos que parecían impregnar el aire, como si uno pudiera teñirse las manos tan sólo acercándolas a la hierba y las flores. Mikhon Tiq cerró los ojos un momento, aspiró los aromas que flotaban en el aire, escuchó el canto de los pájaros, el susurro de la brisa en las hojas de unos álamos cercanos y el murmullo de un arroyo que caía por una pequeña cascada.

Abrió los ojos y siguió caminando. Cruzó aquel arroyo por un puente de madera cuyas tablas crujieron bajo sus pies. La corriente fluía de norte a sur, pero espumeaba más y formaba remolinos mayores en la orilla antigiro. Observando los pilares del puente, comprobó que allí el agua estaba casi dos palmos más alta que en la otra ribera. Era efecto de algo que los dioses denominaban «fuerza de Coriolis».

Si rebuscaba en su syfrõn, pero no en la biblioteca, sino en los sótanos que durante un tiempo había tenido vedados, Mikhon Tiq estaba convencido de que encontraría esa información. Pero ahora no le apetecía escudriñar los rincones de su castillo como un Kalagorinor, sino maravillarse y disfrutar de lo que veía como un simple humano.

Ya que me queda poco tiempo para serlo, añadió para sí.

Miró a ambos lados, para comprobar si alguien lo veía, y cuando se encontraba en mitad del puente dio un salto vertical. Aunque sabía que era una imprudencia, utilizó su poder para mantenerse unos instantes más en el aire. Cuando cayó al suelo, no pudo evitar una carcajada algo pueril. En lugar de posarse en el mismo lugar donde había saltado, justo en la arista que formaban la cuesta de subida y la de bajada, se había desplazado cuatro palmos a contragiro. ¡El Bardaliut, revolviéndose como una rueda incansable, lo había dejado atrás!

Siguió caminando unos dos kilómetros, entre más prados, riachuelos, estanques y bosquecillos de álamos, alisos y sauces. El terreno se ondulaba aquí y allá en suaves colinas, y de cuando en cuando algunas rocas desnudas y escarpadas rompían como dientes a través de la alfombra verde para dar más variedad al paisaje.

En la zona central del Bardaliut había granjas, y en las proximidades del casquete norte se levantaban las mansiones de los dioses. Había decenas de ellas, construidas con todas las arquitecturas posibles. Algunas parecían castillos, otras templos erizados de aguzados minaretes. Se veían también acumulaciones de formas geométricas —cubos, esferas, conos truncados— que para los ojos de cualquier Tramoreano difícilmente pasarían por casas y edificios, pero que, pese a su rareza, ofrecían una extraña armonía agradable a la vista.

Sin embargo, donde se encontraba Mikhon Tiq, cerca del casquete sur, todo eran parques y jardines, paisajes de recreo más que de utilidad. Allí correteaban caballos, ejemplares enormes de veinte manos de alzada, y algunos unicornios que no debían ser parientes de Riamar, pues sus cuernos eran perfectamente visibles. Había vacas y toros que levantaban la testuz para mirarlo con apenas un atisbo de curiosidad y después seguían pastando. No se veían cercados por ninguna parte. ¿Adónde podría escapar el ganado en un lugar como aquél?

Durante el paseo se cruzó con algunos sirvientes que atendían los jardines, reparaban los puentes o avenaban los riachuelos para que los sedimentos no cegaran su cauce. Los había de muchos tipos. La mayoría eran mecanismos que se desplazaban sobre ruedas, provistos de extraños brazos con muchas articulaciones y con todo tipo de herramientas en lugar de dedos. Pero también había sirvientes humanos; o, por lo que había averiguado Mikhon Tiq, más bien humanoides, pues no habían nacido de úteros de mujer, sino de los talleres de Tarimán. Todos ellos tenían el mismo aspecto: enjutos, calvos, de ojos oscuros. En realidad, eran tan parecidos como gemelos, y de no ser porque Mikha había visto juntos a varios de ellos habría pensado que siempre se encontraba con el mismo criado, silencioso y ubicuo.

Finalmente, Mikhon Tiq se detuvo en el centro de una de las zonas conocidas como «valles» por oposición a los ventanales transparentes. Era su punto favorito de observación, sobre una colina cercana al casquete sur. Una vez allí, se volvió hacia el norte y contempló el panorama.

Alguien que hubiera concentrado su vista en una franja muy estrecha, como un burro con orejeras, podría haber pensado que lo que tenía ante sus ojos era realmente un valle con la forma de una U muy suave. Pero bastaba con girar un poco la cabeza para comprobar que las laderas de esa U no eran tales, sino el mismo suelo del Bardaliut, que se curvaba cada vez más con la distancia. A unos cinco kilómetros a cada lado de la posición de Mikhon Tiq se abrían los ventanales, conocidos arbitrariamente como «oriente» y «poniente». Sobre uno de ellos había estado unos minutos antes, contemplando el firmamento. Eran dos franjas de cristal; o, hablando en puridad, de un material mucho más resistente que el cristal, pero que dejaba pasar la luz. Dichas franjas corrían por toda la longitud del inmenso cilindro del Bardaliut, cuarenta kilómetros de lado a lado entre los casquetes norte y sur. Cada ventanal medía cinco mil metros de ancho, y por ellos se podían ver las estrellas, los fragmentos del Cinturón de Zenort y Tramórea, y se habrían divisado las lunas si Manígulat, en su acto de poder postrero, no las hubiese apagado.

En cuanto al sol, su luz no entraba directamente por los ventanales. Adosados al casquete norte, por fuera del Bardaliut, había dos enormes espejos que podían abrirse, separándose del cilindro hasta parecer las aspas de un molino, o cerrarse como los pétalos de una flor. Su movimiento estaba graduado para que siguiera la posición del sol. De ese modo, los rayos del astro rey se reflejaban en los espejos y penetraban en el interior de la morada de los dioses.

Entre ambos ventanales se extendía otro valle tan ancho como el que pisaba Mikhon Tiq, con sus colinas, sus lagos y sus bosques, suspendido directamente sobre su cabeza a diez kilómetros de altura, tan lejos que los detalles se veían algo difuminados.

La primera vez se había sentido abrumado por aquel panorama e inquieto por el peligro de que aquel paisaje colgado en una posición imposible se derrumbara sobre él. Ahora seguía impresionándolo, pero la maravilla había sustituido al temor. Para Mikha era un juego extraño y divertido andar o correr en espiral por el interior del Bardaliut y, una hora después, comprobar que la pradera que acababa de atravesar, el río que había cruzado, la colina a la que había trepado o el palacio que había admirado colgaban de aquel techo aparente, separados de él por dos capas de nubes.

Pues aquel recinto era tan inmenso que en su interior se formaban vientos y nubes. Éstas eran pequeñas, copos de algodón flotantes que desde lejos parecían seguir el trazado del suelo, dibujando una espiral que se alejaba hacia el casquete norte como un remolino de las alturas. Durante la parte central del día —un día que dependía del reflejo del sol en los inmensos espejos exteriores— caían tres breves lluvias, separadas entre sí por unas tres horas. Si Mikha no se sentía con humor para mojarse, podía refugiarse en algún cenador o, simplemente, dar una carrera para apartarse de la nube que soltaba aquella llovizna.

—Fascinante, ¿verdad?

Mikhon Tiq se volvió. No había oído los pasos a su espalda, pero sí un tenue zumbido que le avisó de la aparición. Era Vanth, la diosa a la que los Tramoreanos adoraban como protectora de la justicia.

Cuando Mikha llegó al Bardaliut, el primer lugar en que apareció era también un cilindro, mucho menor que el vasto hábitat central. En la primera visión que había tenido de los dioses, éstos colgaban como moscas del techo a cien metros sobre su cabeza. Desde allí, siguiendo las órdenes de Tubilok, había utilizado la lanza de Prentadurt para matar a Manígulat y absorber su alma. En aquel momento, los Yúgaroi le habían parecido un grupo de personajes ataviados de una forma excéntrica, pero de escala normal. Luego, cuando atravesó la sala de control y llegó hasta ellos, comprobó que eran casi el doble de altos que él y que algunos, como Anfiún, exhibían músculos de proporciones desaforadas.

Vanth, sin ser de las diosas más altas, medía cerca de dos metros setenta. Ahora había adoptado una estatura menos amenazadora, lo que sugería que su encuentro con Mikhon Tiq no era casual.

—¿Qué te parece Isla Tres, joven visitante?

—¿Isla Tres?

—Es el nombre que le damos a este lugar, la estancia principal del Bardaliut.

Mikha respiró hondo, hasta saciarse de olores. Una mariposa pasó volando ante él. En el Bardaliut también había insectos, pero tan domesticados que ni los mosquitos chupaban la sangre, ni las abejas picaban, ni las moscas posaban sus molestas patas sobre la piel.

—Un paraíso en los cielos —contestó.

—Supongo que sí —dijo Vanth—. Es una lástima que ya estemos tan acostumbrados, o aburridos. Me alegro de que, después de tantísimos años, haya unos ojos nuevos que puedan disfrutar de todo esto.

Mikha observó de reojo a la diosa. Su cuerpo era perfecto, o más que perfecto: sus proporciones eran resultado de una estilización artificial estudiada para agradar al ojo más de lo que conseguiría la misma naturaleza. Tenía los ojos de color violeta, y los iris chispeaban con su propia luz. Las pupilas dobles ya habían dejado de desconcertar a Mikhon Tiq, que empezaba a encontrarles una belleza inquietante y exótica. Los cabellos eran rubios, de un dorado que cualquier mujer humana habría soñado. Los sentidos acrecentados de Mikha descubrieron que en el interior de cada pelo había un tubo finísimo por el que fluía una corriente luminosa, de manera que toda la cabellera se veía nimbada por reflejos de oro.

El vestido que llevaba la diosa contribuía a resaltar sus atractivos; si es que se podía llamar vestido a aquellas gasas de color azafrán que flotaban alrededor de Vanth. El movimiento producía diseños tornadizos, tan hipnóticos como la marea o los dibujos volátiles de las llamas en una chimenea. Y de vez en cuando, durante medio segundo, dejaban entrever su cuerpo: sus pechos de puntas picudas y rosáceas, sus larguísimos muslos, su vientre perfecto.

El efecto resultaba perturbador, incluso para un Kalagorinor. O sobre todo para un Kalagorinor cuya parte humana aún era joven y que no había tocado otra carne desde hacía más de tres años de tiempo real y más de setenta de tiempo subjetivo.

Mikha no había llegado a ver a la supuestamente divina Samikir, pero todos los que habían estado en su presencia contaban que producía reacciones devastadoras en los varones. Al parecer despedía un aroma que la nariz no acababa de percibir, pero que se introducía en el cuerpo hasta clavarse en los mismísimos ijares.

Con las diosas, y a veces con algún dios, ocurría algo similar. No todo el tiempo, sólo cuando ellos así lo querían. A Mikhon Tiq le parecía sorprendente que intentaran seducirlo, cuando sus físicos externos superaban tanto al suyo.

—¿Puede uno aburrirse de tanta belleza? —preguntó Mikhon Tiq, insinuando cortésmente que se refería al mismo tiempo al Bardaliut y a la propia diosa.

—El aburrimiento, y no la ambrosía, es el verdadero alimento de los dioses —respondió Vanth—. Cuando llevas una eternidad contemplando lo mismo, te estraga.

—¿No podríais cambiar el paisaje?

—Estaba pensando más en mis hermanos que en el propio Bardaliut. No puedes imaginarte cómo es compartir miles de años con las mismas personas, anticipar qué va a decir cada uno, saber en qué momento va a hablar y con qué entonación.

Sin pretenderlo, Vanth había satisfecho la curiosidad de Mikhon Tiq. Así que el motivo de que quisieran seducirlo era ese tedio inmortal del que hablaba la diosa. Él era una mascota, un cachorrillo recién llegado al hogar de una familia aburrida de verse las caras.

—¿Te lo puedes creer? —prosiguió Vanth—. A veces, cuando me molesto en bucear en mi memoria, descubro que hay conversaciones enteras que se repiten literalmente, palabra por palabra. Y no intercambios casuales, sino discusiones de más de una hora. Hemos vivido tanto que ya somos incapaces de hacer nada sorprendente y original, y nos imitamos a nosotros mismos.

Su voz tenía un deje lánguido que armonizaba con su ropaje etéreo y con la dulce melancolía de su mirada. Pero había algo raro en el sonido de sus palabras, una leve imperfección, como si les faltara algo de cuerpo.

Mikhon Tiq comprendió que aquélla no era la diosa, sino un fantasma flotante que la representaba. Sabía que, si estiraba la mano, podría tocarla, pero la piel y la carne de Vanth se dispersarían entre sus dedos. La verdadera diosa debía de estar en su morada, proyectando desde allí aquel fantasma reducido a una escala más humana. Los dioses llamaban a aquello «holograma sólido». La imagen era perfecta, pero el tacto no, y en el sonido había algo de artificial que lo delataba, aunque sólo para un oído de Kalagorinor como el suyo.

Mas, como a ojos de los dioses él era un simple humano, Mikhon Tiq fingió creer que tenía a su lado a la auténtica Vanth.

—Pasas mucho tiempo con nuestro rey y señor en su observatorio —dijo la diosa.

Quiere sonsacarme, comprendió Mikhon Tiq. No era la primera divinidad que lo intentaba. Algunos eran sutiles. Otros, como Anfiún o Shirta, lo abordaban con preguntas directas, y daba la impresión de que, si por ellos fuera, lo habrían desmembrado entre sus enormes manos para arrancarle la información. Pero no lo hacían, porque nadie olvidaba que, por razones que se les escapaban, el joven humano era el protegido de Tubilok.

—Así es, mi señora —contestó en tono humilde.

—Me alegra que alguien comparta su soledad. El peso de gobernar un mundo puede agobiar incluso una mente tan brillante y poderosa como la suya.

—Si mi compañía sirve para que esa tarea le sea más llevadera, me siento más que honrado por ello.

Cuando hablaban de Tubilok, los dioses utilizaban pomposos circunloquios y un tono de adulación tan exagerada que habría resultado cómico si no se lo tomaran tan en serio. El Bardaliut estaba sembrado de ingenios diminutos que espiaban todo lo que se hacía y decía, y la mayoría de ellos los controlaba Tubilok. Las críticas al rey de los dioses, si las había, quedaban reservadas a la intimidad del pensamiento.

Al menos, ahora les quedaba la posibilidad de pensar mal de él. En el pasado, Tubilok había llegado a ser capaz de leer la mente de sus súbditos. Después había perdido ese poder, cuando los tres ojos de triple pupila le fueron arrancados. Uno acabó en poder de Linar y otro en manos de Kalitres. Pero ¿quién se los había entregado a los dos Kalagorinôr? ¿Quién guardaba en su poder el tercer ojo, el que leía los pensamientos?

Mikhon Tiq lo había sabido, lo había olvidado y después, antes del tiempo estipulado, lo había vuelto a recordar.

Durante un instante, el Bardaliut y el fantasma de la diosa desaparecieron, y Mikhon Tiq se descubrió encerrado entre los muros de su castillo.

En lo más profundo de su syfrõn se escondía un vasto filón de memorias aletargadas. Somos los que esperan a los dioses, salmodió una vez más. Aquellos recuerdos no debían despertar hasta que llegara el momento.

O no deberían haber despertado.

Cuando Linar inició a Mikhon Tiq en el Kalagor, lo hizo ahorcándolo de un pino. Aquella bárbara ejecución era la única forma de que pudiera fundirse con su syfrõn, una entidad cuya verdadera naturaleza ni Linar ni ninguno de los Kalagorinôr conocía del todo.

No, no era que no la conocieran. Era que la habían olvidado, pues así debía ser hasta que llegara la hora.

Después de su terrible iniciación, Mikhon Tiq se había internado en el castillo, la forma simbólica que había adquirido la syfrõn para relacionarse con él de un modo que fuese comprensible para su mente humana. En un jardín de aquel castillo, Mikha había visto el rostro de Yatom reflejado en el agua.

Posees tu syfrõn, pero nunca llegarás a conocerla del todo, le dijo entonces su antiguo mentor.

Ahora Mikha se preguntaba quién poseía a quién. Pero su curiosidad en aquel momento era otra.

¿Qué es la syfrõn?

Es la fuente de tu poder, le había respondido Yatom. La syfrõn eres tú, y tú eres el origen de tu magia.

Palabras destinadas a confundirlo, había pensado entonces. Pero ahora cobraban un significado distinto.

La syfrõn eres tú.

Y él era la syfrõn. Una simbiosis entre dos seres de universos distintos, un nudo inextricable que sólo podía deshacerse pagando el precio de una liberación de energía catastrófica. Y ni siquiera así era seguro que el lazo se rompiera. Mikha sospechaba que los Kalagorinôr muertos en el pantano de Pork seguían existiendo en algún lugar inalcanzable fuera del espacio y el tiempo.

Después de hablar con Yatom, Mikhon Tiq había seguido explorando el castillo. Encontró una trampilla en el suelo, y al tocarla sintió un temor indecible. No debería haber seguido adelante, su antecesor Yatom nunca había pasado de allí. Pero Mikhon Tiq era joven e intrépido, o insensato, que venía a ser lo mismo. Bajó por la escalera y el pasadizo hasta llegar a una reja de hierro. NO PASES DE AQUÍ, MIKHON TIQ. La advertencia del cartel no podía ser más clara.

Pero él la ignoró.

Después llegó ante un pozo que, lo supo demasiado tarde, se asomaba a un abismo que no era de este mundo. De él dimanaba una pestilencia casi insoportable. Ahora comprendía que aquel olor a azufre era un error sensorial, la manera que tenía su cerebro humano de interpretar dimensiones superiores para las que no estaba preparado.

El recuerdo de aquel momento era tan vívido…

El brocal le llegaba casi a la altura del cuello. Mikhon Tiq se puso de puntillas para ver el fondo, pero no lo consiguió. El olor hizo que se le saltaran las lágrimas. Había algo que creaba un extraño campo en el aire y le erizaba el vello de los brazos como si se los hubiera frotado con una barra de ámbar.

Dejó la antorcha haciendo equilibrios sobre el pretil. Después, apoyó las manos y dio un pequeño salto. Con el pecho sobre el borde y las puntillas apretadas contra la pared del brocal, asomó la cabeza a las profundidades.

Una fuerza invisible subía desde el pozo. Los cabellos de Mikhon Tiq se pusieron de punta y el corazón —el mismo corazón que en su cuerpo real ya no palpitaba— empezó a latirle como si hubiera perdido el compás. El fondo del pozo no se llegaba a atisbar, pero de él brotaba un vago resplandor, apenas un grado más visible que la negrura.

Mikhon Tiq percibió en el interior del pozo algo grande, inmensamente poderoso, una fuerza bruta adormilada. Sintió miedo y quiso bajarse del pretil. Al hacerlo, empujó la antorcha, que se precipitó al vacío. La tea cayó dando vueltas, sin apagarse, alumbrando un círculo que se hacía cada vez más pequeño y que no parecía tener fin. La luz se hizo más débil, se convirtió en un punto lejano y por fin se perdió. Pero Mikhon Tiq estaba convencido de que aún no había llegado al fondo, y se quedó esperando.

Al cabo de un tiempo supo que la antorcha había dejado de caer. Algo se despertó muy, muy abajo. Una fuerza brutal, inmensa, empezó a subir por el pozo…

Soy yo quien tiene que despertar, se dijo Mikhon Tiq. Despierta. ¡Despierta!

—¿Te has dormido de pie, joven humano?

Mikha sacudió la cabeza. En su evocación habían transcurrido horas, pero en tiempo real debía haber sufrido un lapsus de apenas unos segundos.

—Discúlpame, mi señora. Tu belleza me embriaga tanto que a ratos me saca de mí mismo.

Ella se rió con un sonido de cascabeles. Eran cascabeles reales, acoplados a su voz por algún efecto mágico.

—Me preocupa tu destino —dijo Vanth, acercándole los dedos hasta casi rozarle el brazo. La piel se le puso de gallina. Era un efecto magnético creado por las diminutas partículas que formaban el holograma sólido.

—Es halagador, mi señora. Pero al lado del poderoso Tubilok estoy seguro.

—Tu destino y el de todos tus congéneres. Me preocupa el destino de los humanos. ¿Qué será de ellos cuando llegue la conjunción?

Sólo son mis congéneres hasta cierto punto, pensó Mikhon Tiq.

—Nuestro tiempo como especie se ha cumplido —respondió. Era una respuesta sincera, pero no en el sentido que Vanth creía.

—¿No sientes miedo? ¿Tristeza?

—No, mi señora. Es una espera jubilosa. Mi señor me lo ha explicado —añadió, adoptando un tono ingenuo—. Cuando llegue la conjunción de las tres lunas, por fin alcanzaremos el momento de la singularidad. El ser humano que hemos conocido durante tantos miles de años desaparecerá, para dejar su lugar a una entidad superior. Ambas especies no pueden coexistir más tiempo, pues los mortales somos un lastre que os impide a los dioses trascender.

—¿Así te lo ha contado él?

—Así me lo ha contado, mi señora.

Los labios de Vanth se encogieron en un exquisito mohín de tristeza. Había que tener el corazón de piedra para no sufrir con ella.

Y, comprendió Mikhon Tiq, aunque la representación de esa tristeza resultaba exagerada, el sentimiento era sincero.

—Yo sí me aflijo por el destino de los tuyos, joven Mikhon Tiq.

—¿Sabes mi nombre, señora?

Ella asintió dulcemente.

—Rogué por los tuyos ante Manígulat, y nada conseguí. Le insinué mi preocupación a nuestro señor Tubilok, pero me temo que estaba tan concentrado en sus preocupaciones que no me escuchó. Le sugerí que salvara al menos a unos cuantos, como hicimos cuando la vieja Tierra desapareció. ¿Te ha hablado él de aquel tiempo?

—Sí, mi señora, y de cómo creó Tramórea.

Junto con Tarimán, completó mentalmente Mikhon Tiq. No era conveniente pronunciar en voz alta el nombre del herrero.

—Podríamos hacer lo mismo ahora —dijo Vanth—. Yo cuidaría de esos mortales, de mis pequeños… Aunque tuviera que quedarme aquí y no acompañar a los demás dioses en su largo viaje. ¿Tú se lo dirías por mí? ¿Intercederías por los tuyos?

No, no intercederé. Y son más tuyos que míos, pensó Mikhon Tiq. Pero en voz alta dijo:

—Así lo haré, mi señora. Mas los designios de Tubilok…

—… son inescrutables, lo sé. —El gesto de la diosa cambió—. Mi señor Tubilok entiende que el fin de los humanos es un mal necesario, una consecuencia no deseada pero inevitable. Sin embargo, algunos de mis hermanos disfrutan con esa destrucción. En este mismo momento, varios de ellos están en la sala de control, jugando como aquel día nefasto en que usaron los waldos para sembrar la destrucción.

A esas alturas, Mikhon Tiq ya sabía que los waldos eran las estatuas que en Tramórea se conocían como Xóanos. Camuflados como esculturas de madera, pero en realidad autómatas de materia transmutable, esperando durante siglos las instrucciones de sus creadores.

—¿Tú no lo hiciste, señora?

Vanth negó con la cabeza.

—Desperté a dos de mis waldos, pero los envié fuera de la ciudad sin destrozar nada. Ahora, temo que la destrucción que planean mis hermanos es mucho peor que la de entonces.

—¿A qué te refieres?

—A que el fuego del cielo va a volver a caer sobre Tramórea.