BARDALIUT
¿Quién es ese hombre más alto que los demás que tiene un parche en el ojo? —preguntó Tubilok.
Voy a ser tres veces traidor, pensó Mikhon Tiq. Ya había consumado dos traiciones y estaba a punto de completar la tercera.
Tres veces traidor, se repitió. Pero hasta la acción más innoble se decía, tiene sus motivos. Y, sobre todo, sus fines.
El desastre se produciría si los suyos fracasaban.
La primera de las traiciones había ocurrido unos días antes, cuando Anfiún y Shirta volatilizaron la ciudad de Koras. En plena pelea entre Mikhon Tiq y el dios de la guerra, Tubilok había irrumpido en la sala.
—¡Basta! —rugió—. ¿Qué está pasando aquí?
De pronto, Anfiún y Shirta se habían vuelto mansos como perritos falderos. Los hologramas que representaban Tramórea y el Cinturón de Zenort habían desaparecido; sólo quedaban ellos tres y Tubilok flotando en el eje de la sala.
—Mi señor, nos dijiste que nos uniéramos a tu proyecto, y que debíamos aniquilar a los humanos, y que para trascender hay que matar al padre —dijo Anfiún.
—¡Cállate!
—Pero, mi señor…
—Si cien chimpancés juntaran palabras al azar, de sus grotescos labios hablando al unísono brotarían frases más coherentes que las tuyas.
El dios de la guerra agachó la cabeza y rechinó los dientes con un chirrido audible, pero no contestó.
—Lo de «matar al padre» déjamelo a mí —continuó Tubilok—. Alguien afirmó que no hay nada más tóxico que una mala metáfora, pero yo digo ahora que sí lo hay: una metáfora mal entendida por el cerebro de un ignorante. Yo no dije que debíamos aniquilar a los humanos como fin, sino que era inevitable que eso ocurriera como efecto secundario de nuestra sagrada misión.
—Perdona mi atrevimiento, mi señor —intervino Shirta, que delante de Tubilok se cuidaba mucho de exhibir su lengua bífida—. ¿Qué tiene de malo que nos divirtamos un poco a costa de los humanos si de todos modos han de morir? Recuerdo haberte oído decir que no hay mayor belleza que la de la destrucción. Antes de que Tramórea desaparezca engullido por el Prates, queríamos crear un espectáculo hermoso, unos últimos fuegos artificiales para celebrar el final del planeta.
Mientras Shirta hablaba, Tubilok se acercó a ella. La muerte flotaba en el aire, pero la diosa de la luna verde no parecía asustada. Mikhon Tiq pensó que no era por valentía, sino por pura insensibilidad e inconsciencia.
Tubilok acarició su rostro con las garras metálicas.
—Mi dulce Shirta. En el cerco de tus pestañas brillan tus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro. Tus ojos son transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
—Gracias, mi señor.
A un gesto de Shirta, una imagen tridimensional de Koras flotó en el aire destellando en mil colores, como si la ciudad entera fuese una corona de oro con mil joyas engastadas. Después el meteorito cayó sobre ella, una onda circular barrió el suelo y una bola de fuego cegadora subió a las alturas.
—¿Acaso no te complace contemplar algo así, mi señor?
—Es justo reconocer que la destrucción posee su propia y terrible estética —respondió Tubilok—. Me alegra que con el tiempo hayáis aprendido a tener alma de poetas, pues la poesía levanta el velo de la belleza escondida del mundo.
—Entonces, ¿no estás enfadado conmigo, mi señor? —dijo Shirta empastando su voz con armónicos de ronroneo felino.
—Tu señor es lento en ira y rico en clemencia —contestó Tubilok.
De pronto, a través del yelmo brillaron tres luces rojas. Shirta flotó hacia atrás, pero Tubilok hizo un gesto con la mano y la diosa voló de vuelta. Era uno de los poderes vedados a los demás Yúgaroi.
—¿O era rico en ira y lento en clemencia? A veces me confundo —dijo Tubilok. La voz chirriante había ahogado a la dulce y modulada, y los ojos de los Tíndalos giraban en todas direcciones.
Es sólo un truco, se dijo Mikhon Tiq. Tubilok estaba mostrando una imagen del pasado, pero no había recuperado los ojos ni podía leer las mentes.
Al menos, eso esperaba.
—Ay, ojos de mi dulce Shirta, ¿por qué, si me miráis, miráis airados?
—¡Jamás haría eso, mi señor!
La mano de Tubilok se movió como una cobra. Shirta dio un grito de dolor y volvió a apartarse. Esta vez Tubilok no intentó atraerla de nuevo.
En las puntas de sus garras tenía ensartados los ojos de la diosa, dos globos blancos rodeados de colgajos sanguinolentos. Shirta se revolvió en el aire como una peonza, apretándose las cuencas vacías con las manos y gritando de ira y dolor.
—Hermosa Shirta —dijo Tubilok—, espero que me perdones si me guardo para mí estas joyas de belleza inmarcesible y disfruto de la visión de tus ojos verdes para siempre.
La diosa dejó de girar y gritar, y sonrió hacia la dirección de donde le llegaba la voz de Tubilok. A Mikhon Tiq le asombró su reacción. Después recordó que los dioses podían liberar en su cuerpo drogas que suprimían el dolor, y que los ojos de Shirta tardarían como mucho un día en regenerarse.
—Mi señor, tu sentido del humor es insuperable.
—Y mi memoria también, dulce Shirta. ¿Sabes?, he cambiado de opinión. Ya no los quiero. —El dios cerró la mano. Un líquido viscoso y blancuzco chorreó por el metal del guantelete—. Ahora, ¡marchaos a jugar a otra parte!
Los dioses salieron por la misma escotilla por la que había entrado Mikhon Tiq. Éste pensó que, para estar ciega, Shirta parecía orientarse perfectamente. Su cuerpo o sus ropas, o ambos, debían de tener dispositivos que sustituían a la visión que acababa de perder.
El Kalagorinor no le dedicó más de un segundo a aquel pensamiento, porque Tubilok había vuelto su atención hacia él. Y también su lanza, algo aún más preocupante.
—Era costumbre entre cierto pueblo —dijo el dios— regalarse muñecas que se abrían por la mitad y tenían dentro otra muñeca que a su vez escondía en su interior una tercera. ¿Cuántas muñecas encierras tú dentro, mi joven amigo?
Mikhon Tiq se quedó mirando la punta de la lanza. La simbiosis que había entre su alma humana y su syfron era tan íntima que Ulma Tor no había conseguido separarlas cuando las arrancó de su cuerpo. ¿Podría hacerlo la lanza de Prentadurt?
—Mi señor, quizá haya cosas que no te he contado y que debería revelarte ahora.
—El hombre que confiesa sus pecados descansa su espíritu. Empieza, mortal Mikhon Tiq, pero hazlo rápido, porque cada segundo que hablo contigo son dos billones de cálculos que pierdo.
Allí mismo, en la sala de control, Mikhon Tiq le contó la verdad a Tubilok. O al menos, una gran parte de la verdad.
Mil años antes, o mil dos para ser más exactos, Tarimán había entrado en el Prates dos veces. La primera para forjar la Espada de Fuego, la segunda porque Tubilok lo desterró.
Cuando el primer Zemalnit abrió la puerta del Prates para rescatar al herrero, siete entidades del Onkos entraron con él en el universo que los dioses, en su etnocentrismo, llamaban Alef.
Esas entidades eran syfrõnes.
Al igual que los Tíndalos, las syfrõnes eran seres que podían desplazarse por diez dimensiones. Eso las colocaba un peldaño por debajo del poder absoluto monopolizado por la trinidad de las Moiras, únicos seres que dominaban las once dimensiones del Onkos.
Pese a ese punto en común, entre Tíndalos y syfrõnes existían muchas diferencias. Los primeros eran criaturas solitarias, depredadores que se agazapaban en las intersecciones entre dimensiones y hacían incursiones en otros universos para robar a sus habitantes conscientes su energía y su información, que era tanto como decir que les absorbían la vida.
Las syfrõnes eran más gregarias, si cabía utilizar tal término para criaturas del Onkos. En lugar de vampirizar la energía de otros seres vivos, la obtenían directamente a partir de fuentes no sentientes, estructuras equivalentes a las estrellas y las nubes estelares del universo Alef. Como las syfrõnes eran más propensas a colaborar y menos agresivas que los Tíndalos, las Moiras recurrían a ellas en funciones de policía de la infinita realidad que gobernaban.
Que no fueran agresivas no significaba que no fuesen severas. Miles o tal vez millones de universos habían sido aniquilados por las Moiras tras recibir los consejos e informaciones de las syfrõnes. Los Tíndalos las despreciaban y las consideraban lacayos y perros de presa de las Moiras, aunque ellos mismos obraban a menudo como esbirros para tareas menores. Los syfrõnes, en cambio, se veían a sí mismas como guardianas del destino y centinelas del tiempo.
Fue en misión de vigilancia como penetraron en el universo Alef. Éste ya había despertado antes la atención de las Moiras. No se debió al experimento que abrió un desgarro en el espaciotiempo y permitió la creación de un pasadizo entre las Branas, pues existían incontables portales similares al Prates que conectaban universos. Lo que atrajo la implacable mirada de las Moiras fue la intrusión de Tubilok en el Onkos y su intento de combinar las leyes físicas de distintos universos a una escala que consideraron abusiva.
En aquel entonces, las Moiras lanzaron apenas un zarpazo sobre Tubilok, el equivalente a la palmada que se da para espantar una mosca. Cuando el dios loco volvió a atravesar el Prates y se refugió en su Brana, se olvidaron de él. Aunque, obviamente, Tubilok no se olvidó de ellas.
Fue Tarimán, sin pretenderlo, quien volvió a llamar la atención sobre el universo Alef. En las interfases entre Branas siempre se producían mezclas, hibridaciones entre partículas y fuerzas que obedecían a distintas leyes físicas. Si no ponían en peligro la estabilidad a gran escala, ni las Moiras ni sus centinelas las syfrõnes se molestaban en pensar en ellas.
Dichas hibridaciones producían a veces resultados interesantes, como materiales de propiedades exóticas o préstamos de energía que no había que devolver. Así había forjado Tarimán la Espada de Fuego, templando la hoja forjada con acero de este universo en energía estelar procedente de otro.
Tal vez en otras circunstancias no habría sucedido nada. El problema era que el portal del Prates ya había sido etiquetado como peligroso por las syfrõnes, que se quedaron acechando en coordenadas cercanas. Cuando Tarimán entró por segunda vez y captaron al otro lado la presencia de Tubilok, el mismo sujeto levantisco que había causado dificultades en el pasado, decidieron intervenir.
Lo primero que hicieron antes de atravesar el portal fue sonsacar información a Tarimán. La mente de éste, asaltada por aquellas criaturas extradimensionales, estuvo a punto de quebrantarse, pero resistió. Incluso fue más allá y se atrevió a negociar con las syfrõnes. Éstas habían decidido sugerir a las Moiras que destruyeran el universo Alef. Desde su punto de vista, era preferible aniquilar una Brana que poner en peligro la estabilidad del Onkos. Si en el universo Alef había más de doscientos mil millones de galaxias, el número de universos que formaban el Onkos superaba esa cifra en muchísimos ceros. Una Brana individual no suponía más que un grano de arena para las Moiras y sus servidoras.
Sin embargo, para Tarimán el universo que habitaba lo era todo. Por eso porfió con aquellas entidades con las que apenas compartía lógica y las convenció para que siete syfrõnes entraran en su universo. Así podrían comprobar desde dentro si realmente los experimentos de Tubilok y los demás dioses representaban un peligro tan grave para el conjunto de la realidad.
Cuando las syfrõnes cruzaron el portal, lo hicieron como nubes de energía. Para materializarse habrían necesitado establecer enlaces atómicos al menos en seis dimensiones, algo imposible en el universo Alef. Pero como formas de energía también eran inestables. Si querían mantenerse en esta Brana, debían encontrar una especie de ancla material.
Y esa ancla era un ser humano.
Los elegidos fueron siete hombres que moraban en las cercanías del Prates, no muy lejos de una Torre de Sangre que habían ayudado a construir con sus propias manos. Uno de ellos, precisamente el que albergó la syfrõn que ahora pertenecía/poseía a Mikhon Tiq, era escultor y había tallado parte de los horripilantes relieves que adornaban sus paredes. Se llamaba Puharmas. No obstante, su nombre carecía de importancia, pues Puharmas era una presencia muy débil y caótica en los recuerdos de Mikhon Tiq.
De la simbiosis entre las syfrõnes y sus huéspedes humanos nacieron los primeros Kalagorinôr. Fue un experimento fallido. Gracias a las syfrõnes, aquellos hombres poseían facultades tan superiores a las de cualquier mortal que la gente los consideró poderosos magos. Sin embargo, compartir su existencia con entidades multidimensionales de otros universos los llevó a la locura, y sus mentes se disgregaron tanto que las syfrõnes empezaron a perder el anclaje que las unía a ellas.
Apenas habían pasado doscientos años, un soplo fugaz para entidades que medían el tiempo en eones, cuando las syfrõnes tuvieron que abandonar a sus anfitriones y encontrar otros nuevos. Aquéllos fueron los segundos Kalagorinôr: Koemyos, Fariyas, Kepha, Jorim, Kalitres, Linar y Yatom.
Para evitar que a los nuevos Kalagorinôr les ocurriera lo mismo que a sus antecesores, las syfrõnes les ocultaron su verdadera naturaleza y aletargaron muchos recuerdos, aguardando el momento en que fueran necesarios. Su geometría, incomprensible para cualquier humano que no fuese Tubilok, se convirtió en paisajes interiores, en mundos privados que podían adoptar la forma de un castillo, un bosque, un laberinto de jardines o un galeón gigantesco. En esos paisajes, las syfrõnes permanecían agazapadas, sin revelar del todo su verdadera esencia a los humanos con/en los que vivían.
Aquellos Kalagorinôr vivieron largos siglos, hasta que Jorim pereció, el primero de los siete, y fue reemplazado por Lwetor. El siguiente en morir fue Yatom. Ahora comprendía Mikhon Tiq que el misterioso mal que lo había consumido era pura fatiga de convivir durante larguísimo tiempo con un poder tan vasto e impenetrable en su interior. Yatom le había traspasado su syfrõn, pero al principio la criatura había dormitado dentro de él sin apenas nexo, esperando el momento de su despertar.
Antes de despertar —antes de que Linar matara su cuerpo mortal para que resucitara en simbiosis con la syfrõn—, Mikhon Tiq había conocido a Koemyos, Kepha, Lwetor y Fariyas en la reunión de Trápedsa, la mesa que reunía a los Kalagorinôr muy de tarde en tarde. En aquella ocasión, que ahora le parecía lejanísima, se dio cuenta de que los cuatro magos mostraban síntomas de demencia. Tal vez por eso fueron presa fácil para el nigromante Ulma Tor, de quien Mikhon Tiq sospechaba que tampoco era una criatura del universo Alef.
Los cuatro Kalagorinôr les declararon la guerra a él y a Linar. El terrible duelo de poderes se había librado en los pantanos de Purk. Linar y Mikhon Tiq sobrevivieron, sus enemigos no. Sobre el destino que habían corrido sus syfrõnes tras colapsar de forma catastrófica, Mikha no estaba seguro.
Por aquel entonces, Mikhon Tiq ya había tenido una primera vislumbre de la verdadera realidad de su propia syfrõn. Demasiado joven tal vez, o demasiado imprudente, se había asomado a los sótanos más profundos de su castillo. El poder que desató sin saber controlarlo provocó tales convulsiones de energía que alteró el comportamiento de una bestia colosal que moraba bajo el suelo. Ahora que los recuerdos y conocimientos aletargados revivían, sabía que se trataba de un Arcaonte, una criatura moralmente neutra que podía destruir o construir.
Cuando Ulma Tor lo separó de su cuerpo y fue prisionero de su propio castillo, Mikhon Tiq decidió que había llegado el momento de la verdad, bajó a los sótanos, se arrojó al pozo y se enfrentó a su syfrõn.
Y cuando la vio tal como era, en lugar de enloquecer la aceptó. Y se aceptó a sí mismo.
—¿Eres, pues, un siervo de las Moiras? —le preguntó Tubilok.
—Las syfrõnes son seres más complejos que los humanos. No todas son iguales. A la mía no le gusta la servidumbre.
La lanza de Prentadurt no había dejado de señalar en ningún momento a Mikhon Tiq. Durante su relato, el joven temió que Tubilok, comprendiendo el peligro en que se hallaba, utilizara el rayo de la muerte. Pero, al parecer, el dios era demasiado curioso como para matarlo antes de haber averiguado todo sobre él.
—¿Qué insinúas al decir que no le gusta la servidumbre?
—Que mi syfrõn está de acuerdo conmigo en que es tiempo de cambiar.
—No me hables como dos entidades separadas. Háblame como uno solo, seas lo que seas. ¿Qué es lo que te mueve a ti, Mikhon Tiq? ¿Qué buscas?
Derguín le había preguntado lo mismo en una taberna de Dogar, en la frontera de Áinar, poco después de que Linar les contara el Mito de las Edades y les sugiriera la existencia de un pasado mucho más profundo y oscuro del que conocían. Ahora, Mikhon Tiq contestó con idéntica respuesta.
—La verdad. El conocimiento.
¿Y el poder? ¿Me vas a negar que anhelas el poder, Mikha?, le había preguntado Derguín.
Tragó saliva y aguantó la mirada que se traslucía detrás del yelmo.
—También el poder —añadió.
—Me entregaste la lanza como súbdito fingiendo ser un simple mortal.
Tubilok le acercó la contera a la cara. Mikha captó en su interior el inmenso poder de la cuerda cósmica contenida por los campos negativos de energía exótica.
—Di la verdad ahora. ¿Por qué lo hiciste?
—No quiero ser tu súbdito, Tubilok.
Mikhon Tiq hizo una pausa y pensó: Y ahora es cuando él me destruye.
—Quiero ser tu aliado.
Aquello sorprendió al dios. Durante un rato no dijo nada. Su yelmo se oscureció, convirtiéndose en una campana negra erizada de pinchos.
Por fin habló.
—¿Comprendes las consecuencias de lo que estás diciendo? Dijo un sabio que sólo quien espera lo inesperado encontrará la verdad. ¿Entiendes el verdadero peligro para ti y para todo lo que conoces?
—Permíteme que ahora hable como dos seres, Tubilok. Nosotros entendemos.
—¿Me acompañaréis en el viaje que voy a emprender? ¿Nos guiará tu syfrõn?
—Sí.
—¿Lucharéis contra las Moiras conmigo?
—Lo haremos.
—¿Aunque el premio más probable sea la destrucción y el olvido?
—Aun así.
Tubilok soltó la lanza, que quedó flotando junto a él. Después se llevó las manos al cuello, y por primera vez en siglos se quitó el yelmo.
En aquel momento, en el rostro de Tubilok no había ninguna locura. El dios sonrió y sus ojos brillaron como el mar que baña un atolón bajo el sol.
—Seamos aliados. Tubilok el Pionero y Mikhon Tiq el Kalagorinor.
El metal que formaba el guantelete de Tubilok fluyó como mercurio hacia su muñeca, liberando su mano. Era muy grande, la mano de un dios de tres metros de altura, pero los dedos eran finos como los de un músico.
Mikhon Tiq le estrechó la mano. Los dedos de Tubilok le llegaban hasta el antebrazo, y al rozarlo le transmitieron una suave corriente eléctrica.
Fue así como se convirtieron en amantes. Y también como Mikhon Tiq consumó la primera de sus traiciones; ontológicamente, la más grave, pues atentaba contra las supremas Moiras.
La segunda traición de Mikhon Tiq había implicado a la diosa Taniar. Pero en este caso ni siquiera él conocía toda la verdad de lo ocurrido.
Tras su viaje por Tramórea, Taniar había regresado a su mansión del Bardaliut. En el centro del palacio se alzaba una torre dorada de trescientos metros de altura, coronada por una cúpula que por dentro era transparente y por el exterior verde jade. Bajo ella, Taniar se relajaba en una gran bañera de morfocarbono que se ajustaba a sus formas automáticamente cada vez que se movía.
Hay placeres que provienen de no tener ninguna necesidad, y otros que nacen de sentir una necesidad y satisfacerla. Agotada de recorrer Tramórea buscando en vano al mortal que empuñaba la Espada de Fuego, Taniar podría haber puesto a trabajar a sus nanos para eliminar al instante la fatiga y usar los mecanismos subcutáneos que eliminaban la suciedad y los olores. Pero resultaba mucho más agradable estirar las piernas bajo el agua espumosa y sentir cómo chorros casi sólidos le masajeaban con fuerza los muslos, las pantorrillas y las plantas de los pies. ¡Qué exquisita sensación la de concentrarse en dolores minúsculos y hacerlos desaparecer poco a poco!
Un arqueoptérix de vivos colores pasó aleteando al otro lado de la cúpula. Más allá, el Sol se reflejaba en uno de los enormes espejos situados fuera de Isla Tres y su luz se colaba por el ventanal de poniente.
—¿Está todo a tu gusto, mi señora? ¿Necesitas algo más?
—Sí a lo primero, no a lo segundo —contestó Taniar.
La voz de la IA que gobernaba su casa era masculina, grave y severa. Por capricho, había utilizado la de Togul Barok. Resultaba divertido usar como mayordomo a un emperador.
Es un hombre interesante, pensó. Las dos palabras tenían valor para ella. Hombre y no dios, interesante y no aburrido como sus hermanos de raza. En cuanto a esto último, Taniar no se hacía ilusiones ni se consideraba especial. Sabía que ella también debía resultarles tediosa a los demás dioses. A menudo, de quien más hastiada se sentía era de sí misma.
Sin embargo, ahora que se estaba observando como si fuera otra persona, la reacción que despertaba en sí no era aburrimiento, sino curiosidad e incluso cierto asombro. Había descubierto el fragmento perdido de la lanza de Prentadurt y, en lugar de matar al hombre que lo guardaba en su poder, se había acostado con él y le había confesado secretos de los dioses que los mortales no deberían saber.
¿Por qué lo había hecho? Ni ella misma lo sabía. Su primera intención había sido quedarse con la lanza para su propio beneficio, pero no lo había hecho.
Si lo miraba en cierta forma, seguía actuando en su propio beneficio. No se refería con ello al revolcón con Togul Barok; aunque no podía negar que hacer el amor con alguien que no tenía el cuerpo sembrado de artilugios productores de todo tipo de ondas placenteras había resultado distinto, excitante, algo salvaje y animal.
Considerándolo bien, si hubiera regresado con la lanza al Bardaliut, a Taniar sólo se le habrían ofrecido dos alternativas: entregársela a Tubilok o usarla contra él. A lo primero se negaba. Lo segundo era muy peligroso. Nunca había tenido miedo a combatir, pero le parecía una estupidez meterse en una pelea estando en inferioridad clara. Tubilok dominaba poderes de los que ella carecía, y mucho se temía Taniar que además tenía programada la lanza de modo que no pudiera volverse contra él.
De momento, mientras el arma siguiera en poder de Togul Barok, a Taniar le quedaban más opciones. Aunque ahora que el semidiós ya estaba cerca de Tártara, se aproximaba el momento de tomar una decisión. ¿Qué debía hacer? ¿Arrebatarle la lanza? ¿Utilizarlo como cebo para atraer a Tubilok a una trampa en el Prates?
Empezaba a decantarse por esta última posibilidad. Para ello la espada forjada por Tarimán le habría venido pintiparada. Mientras Togul Barok atraía a Tubilok con el reclamo de la lanza, ella podría atacarlo por la espalda. O de frente, puesto que el dios loco era incapaz de percibir lo que había en las inmediaciones de aquella arma.
Por desgracia, Taniar no había conseguido encontrarla. Su dueño, Derguín Gorión, debía de ser muy prudente utilizándola o simplemente no la usaba. Los sensores del Bardaliut o incluso los de la lanzadera en la que había descendido al planeta habrían captado un escape de energía inusual en un mundo tan atrasado, cuya única emisión detectable era el metano producido por las ventosidades de los rumiantes.
—Mi señora.
—No es necesario que me preguntes cada medio minuto si está todo a mi gusto.
—Hay un intruso en la casa.
Taniar se enderezó. El morfocarbono proyectó un respaldo para acomodarse a su espalda.
—Como sea otra vez ese bastardo de Anfiún, le arrancaré los testículos, haré que se los coma y cuando le crezcan se los volveré a arrancar.
Taniar se refería a un incidente ocurrido doce siglos antes, pero que guardaba tan fresco en su memoria como si hubiera pasado la víspera. Había mantenido relaciones sexuales con todas las divinidades que moraban en el Bardaliut, salvo con Anfiún, al que aborrecía y detestaba. Él, interpretando que las negativas de Taniar significaban que en realidad fantaseaba con la idea de ser violada y maltratada, había irrumpido en su casa. La pelea entre ambos fue épica y se convirtió en comidilla de los dioses durante mucho tiempo, pero no había tenido ni un ápice de erotismo.
—No es Anfiún, señora.
Ahora Taniar se levantó de golpe, chorreando agua y espuma. ¡Sólo podía tratarse de Tubilok! Si había descubierto sus tejemanejes, estaba perdida. Corrió al vestidor. Un chorro de partículas enjuagó y secó su cuerpo, y varios aerosoles lo cubrieron de nanotejidos que automáticamente se trenzaron entre sí para formar un mono rojo ceñido a sus formas. En todo ello empleó apenas quince segundos, mientras pensaba qué hacer. ¿Luchar? Una retirada se antojaba más prudente. Cuando iba a ordenar a la cúpula que se abriese para salir disparada a toda la velocidad que permitía su anillo de vuelo, la IA dijo:
—Imagen del intruso, mi señora.
Un holograma se materializó sobre la mesa de estética y reparación. Esperando encontrarse la figura intimidante de Tubilok, a quien vio fue a un desconocido, por su aspecto un simple mortal. Era bajito, rechoncho y medio calvo, y vestía una larga túnica morada que le hacía parecer una campana con dos piececillos en lugar de badajo. Unos números parpadearon en el aire junto a su imagen: ESTATURA 147 CM. MASA VARIABLE. EDAD INDETERMINADA.
¿Masa variable? Aquel tipo debía esconder más de lo que aparentaba, tal vez algún dispositivo multidimensional. A una orden de Taniar, sus placas de blindaje salieron del armero y rodearon su cuerpo.
Se dejó caer por el tubo magnético que atravesaba el centro de la torre. La aceleración seguida de una deceleración brutal habría aplastado las vértebras de un humano, pero los huesos reforzados de la diosa aguantaron sin rechistar. Después siguió las flechas holográficas que le indicaban dónde encontrar al intruso. Tenía prisa, de modo que no buscaba puertas y las paredes se abrían a su paso.
El hombrecillo se hallaba en el sitio más insospechado: la cocina. Aunque proviniera de una cultura atrasada, aprendía rápido. Había abierto el armario elaborador y estaba trasteando con los iconos que representaban los platos. Por el multihorno ya había salido un pollo asado con patatas y cebollas que humeaba y llenaba la cocina de jugosos aromas.
—¿Realmente existen tantos tipos de cerveza? —preguntó el intruso sin darse la vuelta mientras hacía girar en el aire un mostrador virtual—. ¿Cuál me recomiendas?
—Levanta las manos y date la vuelta muy despacio.
El hombrecillo lo hizo.
—¿Por qué quieres que levante las manos? No llevo nada en ellas, y como puedes ver mi túnica no tiene bolsillos.
—Tú déjalas ahí arriba, donde las vea bien. Te advierto que puedo matarte en menos tiempo del que yo misma necesito para pensarlo.
—No lo dudo. Eres la diosa de la guerra, la muerte se te debería dar bien.
—Veo que sabes quién soy. Dime quién eres tú.
—¿Cómo, que no me conoces? ¿Dónde está la omnisciencia divina?
—A veces se me olvida que la poseo. ¡Habla!
—Soy el gran Barantán. Mago, médico, algebrista, escritor, poeta y excelso amante. Añadiría que los ejes de mi carreta siempre están engrasados para viajar. Por desgracia, me la dejé ahí abajo.
Sería tal vez por el momento de pánico que había pasado mientras creyó que el intruso era Tubilok, pero a Taniar se le escapó una carcajada casi histérica. La verdad era que aquel gnomo gordezuelo que apenas le llegaba al ombligo tenía un aspecto muy cómico.
En teoría, debería haber alertado enseguida a Tubilok de que un humano había entrado en el Bardaliut. Pero quería averiguar por sí misma qué ocurría. De momento, Taniar estaba razonablemente segura de que nadie podía ver ni oír su conversación. Cuando limpió el Bardaliut de los dispositivos espía plantados por Tarimán, no los había destruido todos. Había unos minúsculos simuladores que cumplían dos funciones: detectar cámaras y micrófonos y adherirse a ellos para alimentarlos con una realidad virtual muy convincente. A Taniar le habían parecido tan útiles que los había instalado por toda su casa. Ahora, quien creyera estar viendo lo que pasaba en su mansión sólo vería imágenes falsas y perfectamente inofensivas.
Al menos, eso esperaba. Cuando se trataba de Tubilok, nunca se sabía.
—Así que mago —dijo Taniar—. Algo de magia debes conocer para aparecer en el Bardaliut sin invitación. ¿O es que a ti también te ha traído él?
—Cuando dices «también», supongo que te refieres a un jovenzuelo delgado de lánguidos ojos negros, un poco más alto que yo.
—¿El mortal llamado Mikhon Tiq?
—En efecto.
—A mí sus ojos no me han parecido tan lánguidos, y creo que eres bastante optimista en la estimación de tu propia estatura.
El hombrecillo sonrió. La dentadura la tenía perfecta.
—¡Ah! ¿Todos los dioses son tan inteligentes y poseen tanto sentido del humor como tú?
—La inteligencia no es un bien que abunde en ningún rincón del universo, y en cuanto al humor se me está empezando a agriar con tu presencia. Dime qué haces aquí. No tengo todo el tiempo del universo.
—Pensé que los dioses eran eternos.
—Tú vas a dejar incluso de ser efímero si no contestas —dijo la diosa.
El autodenominado Gran Barantán cambió el gesto de súbito, y su voz adquirió un volumen y un empaste insospechados en alguien tan pequeño.
—He venido a impedir un desastre.
—¿Qué desastre?
—Cuando las tres lunas entren en conjunción, vuestro rey pretende abrir las puertas del Prates, lo cual destruirá toda Tramórea.
—¿Y tú qué tienes que ver con eso?
—Dado que vivo en ella, comprenderás que tengo cierto interés en evitarlo.
—Me refería a cuál puede ser el papel que desempeñe alguien como tú.
—Detecto un retintín de desdén en tu voz. Por cierto, ¡oh diosa!, ¿puedo…? —añadió, señalando al pollo que seguía humeando en el mostrador.
¿Quién era ese mortal que se atrevía a irrumpir en su casa y, lejos de amilanarse ante ella, mostraba los arrestos de pensar en comida?
—Sírvete. Pero habla, aunque sea con la boca llena.
—Gracias. —El hombrecillo arrancó un muslo y, tomándose la venia que le otorgaba Taniar, habló mientras masticaba—. He llegado aquí desde Etemenanki.
—Creí que Undraukar estaba muerto.
—Así es. El Rey Gris es ahora mismo mojama enlatada en una armadura plateada. Yo mismo lo he comprobado. Pero tiene, o tenía, un sirviente llamado Barbán que conoce los secretos de Etemenanki.
—¿Cómo te ha hecho subir?
—Desconozco los detalles técnicos. «Cañón magnético» lo ha llamado él.
—¿Dónde está tu nave?
—¿Es que hace falta una?
—No abuses de mi paciencia, hombrecillo.
Él se puso la mano en el pecho, lo que dejó una mancha de grasa de pollo en su túnica.
—Te juro por ti misma que no miento, ¡oh diosa! He llegado aquí tal como me ves, y he entrado por la puerta que me abrió el propio Barbán desde abajo.
De modo que en Etemenanki aún conservaban cierto control sobre los sistemas del Bardaliut. Taniar tendría que depurarlos… o no. Quizá podría aprovecharse. He de hacer yo misma una visita a Etemenanki, pensó.
—Pero una vez aquí, necesito tu ayuda —prosiguió el Gran Barantán—. Yo solo no puedo sabotear los planes de Tubilok.
—Vaya, cualquiera que te viese pensaría que te bastas y te sobras —dijo Taniar, poniendo los brazos en jarras—. ¿Qué te hace pensar que yo estaría dispuesta a perjudicar a mi señor?
—Sé que fuiste la primera que se volvió contra él cuando el hombre de la Espada de Fuego le rompió la lanza.
No sólo eso. Fui yo quien le dijo que le rompiera la lanza, pensó Taniar.
—¿Qué te hace creer esa patraña?
—Que leí hace tiempo el diario escrito por ese hombre. Se llamaba Zenort, por cierto.
—Aunque así hubiera ocurrido, la situación actual es muy distinta.
—Podría no serlo. Tuviste un aliado, Zenort, con un arma poderosa. Ahora me tienes a mí.
—¿Acaso tú eres un arma poderosa?
El hombrecillo se llevó una mano a la boca y se hurgó entre los dientes. Qué repugnante, pensó Taniar. Pero en vez de una hebra de carne, lo que sacó fue un pajarillo que salió volando entre agudos gorjeos.
—Ya te he dicho que soy un mago. Lo de excelso amante no me atrevo a repetirlo en tan augusta presencia.
Evidentemente, el Gran Barantán le ocultaba algo. Un simple charlatán mortal no podía aparecer sin más en el Bardaliut y colarse en su palacio.
—Aparte de sacarte pájaros de la boca, supongo que tendrás otros recursos.
—Para empezar, un aliado infiltrado en este lugar.
—¿Quién?
—Ya hemos hablado de él antes. Se llama Mikhon Tiq.
Taniar frunció el ceño. El joven había matado a Manígulat, pero gracias a que Tubilok le había prestado la lanza de Prentadurt. No parecía poseer otros poderes.
La IA de la casa, que sabía interpretar los gestos de su ama, la sacó de la duda:
—Mi señora, durante tu ausencia ese mortal llamado Mikhon Tiq tuvo una pelea con Anfiún y consiguió rechazar sus ataques. Fuente de información: varias conversaciones entre Anfiún y Shirta.
Taniar miró al hombrecillo.
—Por lo que veo, los humanos de hoy día estáis llenos de sorpresas. Vamos a desarrollar la hipótesis, tan sólo la hipótesis, de que yo estuviera dispuesta a ayudaros. ¿Cuál sería el plan?
—Matar a Tubilok. No soy partidario del derramamiento de sangre, pero muchos filósofos y pensadores aseguran que el tiranicidio puede ser moralmente justo.
—La moralidad me importa menos que una brizna de polvo interestelar. «Matar a Tubilok» no me parece un plan meticuloso ni refinado. Nuestro rey no resulta fácil de asesinar. Está bien blindado, tiene armas ofensivas y además puede convertirse en materia oscura a la que no hay forma de dañar. Un recurso cobarde, aunque eficaz.
El hombrecillo arrancó el otro muslo y lo mordió con fruición. El fino oído de Taniar captó el crujido de la piel al romperse entre sus dientes y sin querer empezó a salivar.
—Me produce cierto pudor contarte esto —dijo el Gran Barantán—, pero nuestro joven aliado…
—Tu joven aliado.
—El joven aliado Mikhon Tiq se ha convertido en… amante de Tubilok.
—Eso ya lo sospechábamos todos. La cuestión es ¿cómo lo sabes tú?
—Tenemos nuestros propios vehículos de comunicación —contestó el Gran Barantán, tocándose la frente.
—Entonces propones…
—Sé que es escabroso, pero propongo atacar a Tubilok cuando esté desnudo e indefenso.
—Tubilok nunca está indefenso.
—Desnudo y relativamente indefenso, entonces.
—Se convertirá en materia oscura y no podremos ni tocarlo.
—Mikhon Tiq se lo impedirá. Y si no lo consigue —añadió el hombrecillo, encogiéndose de hombros—, al menos supongo que mientras permanezca en tal estado Tubilok no podrá llevar a cabo sus planes.
Taniar se acarició la barbilla. Conspirar contra el dios supremo en su cocina y con un individuo que no alzaba metro y medio del suelo era de locos. Pero si él y el joven Mikhon Tiq habían conseguido infiltrarse en el Bardaliut, cada uno a su manera, sin duda poseían ciertos recursos.
De pronto fantaseó con la idea de un golpe de estado. Muerto Manígulat, ¿quién sería el dios supremo? Una diosa. Ella no ambicionaba universos enteros, le bastaba con el Bardaliut y Tramórea por el momento.
El hombrecillo arrugó la nariz.
—Qué extraño. ¿No te huele a azufre?
¡Azufre! Tubilok los había descubierto. Estoy perdida, pensó Taniar. Se volvió en derredor, buscando el punto donde se materializaría el dios loco. La espiral negra que precedía su llegada apareció junto a la pecera magnética.
Tenía que pensar rápido. Y lo hizo.
Lo siento, mi pequeño conspirador.
Se volvió hacia el Gran Barantán y le miró a los ojos. Hubo un intenso destello rojo, y un segundo después el hombrecillo cayó al suelo con un aullido de dolor. De sus órbitas abrasadas subían dos espirales de humo maloliente.
Cuando la diosa se volvió, Tubilok ya se había materializado, y lo acompañaba Mikhon Tiq.
—¡Mi señor! ¡Qué oportuno que hayas aparecido! Tenemos un intruso en el Bardaliut.
Y, por lo que veo, el láser no ha bastado para matarlo, pensó Taniar. Mucho se temía que se hallaba en un aprieto del que no le iba a ser fácil salir.
Las mentes de los Kalagorinôr podían comunicarse por medios que Mikhon Tiq antes consideraba mágicos. Ahora pensaba en ellos como dimensionales, pero su parte humana comprendía tan poco de la geometría de su syfrõn que, en el fondo, no dejaba de ser magia para él.
El mensaje de Kalitres fue muy conciso. Estoy dentro. En el palacio de Taniar.
Mikhon Tiq suspiró.
En aquel momento flotaba desnudo en la nada aparente del observatorio, rodeado de estrellas, con las rodillas encogidas contra el pecho, como un feto engendrado en un útero cósmico. A pocos metros, Tubilok, también desnudo, tenía la lanza aferrada entre ambas manos. Se oía un tenue zumbido que provenía del interior de la vara negra.
Dentro de ella se almacenaban almas. Cada una de ellas era una ecuación que describía a la vez el estado mental de cada persona en el momento de morir y la suma de los posibles estados que podían calcularse a partir de él, más todos los recuerdos, tanto los conscientes como los inconscientes. Llamar «compleja» a una ecuación de ese tipo era un eufemismo. Pero la capacidad de procesar datos de la lanza de Prentadurt era inmensa, y además se acrecentaba con cada nuevo espíritu aprisionado en su interior.
Entre esas almas cautivas se encontraban las de todos aquellos a los que los Aifolu habían sacrificado en las Torres de Sangre de Sattûk e Ilfatar. Unidas a las que había cosechado antes Tubilok, había más de ciento cincuenta mil, orbitando entre la cuerda cósmica que corría por el centro de la lanza y el cilindro de materia exótica que contenía y anulaba la inmensa masa de la cuerda.
Todas esas conciencias, esas inteligencias que habían sido humanas, trabajaban como esclavas para Tubilok. Privadas de preocupaciones y estímulos materiales, concentraban sus energías en calcular trillones de simulaciones posibles, escenarios multidimensionales de increíble dificultad matemática en los que el autodenominado Pionero se enfrentaba con las todopoderosas Moiras. Resultaba irónico que entre esas inteligencias estuviera también la de Manígulat. El antiguo rey de los dioses era ahora un operario más a las órdenes de su viejo rival.
El momento del asalto al Onkos se acercaba, y Tubilok estaba cada vez más ensimismado en sus cálculos. Unos días antes, triunfaba en su guerra contra las Moiras en una de cada doce simulaciones. Para alguien tan arriscado como él, resultaba una proporción razonable. Las probabilidades de vencer eran exiguas, pero el premio era infinito: convertirse en señor supremo de todo lo que existía y tener la potestad de crear y destruir universos a su antojo.
—Piensa en ello —le había dicho antes a Mikhon Tiq, susurrándole al oído mientras abrazaba su cuerpo por detrás—. Sólo a partir de esta Brana podría fabricar infinitas variantes. Imagínate un universo donde Lucifer triunfa en su rebelión contra Yahvé y los Titanes siguen gobernando el Olimpo, donde es Loki quien aprisiona y tortura a Tor y el dragón Vritra quien mata al dios Indra, donde Alejandro conquista Roma y Cleopatra asesina a Octavio, donde Hamlet escribe una obra titulada Shakespeare y don Quijote lucha contra auténticos hecatonquiros.
Aquellos nombres no significaban nada para Mikhon Tiq, cuyos recuerdos de este universo no se remontaban más allá del año Cero, pero le dejaba hablar.
Ahora, después de los momentos de intimidad, el Pionero había vuelto a enfrascarse en sus matemáticas y, con la lanza entre las manos, murmuraba para sí.
—Concentrando el haz de las tres lunas podemos conseguir un pico de un trillón de teravatios durante medio femtosegundo. Con menos tiempo no podríamos lanzarnos por el túnel primario. Al pasar por el universo Y12 68 y aplicar la transformación de Bulmar los teravatios se convertirán en yotavatios. Perderemos dos factores de energía cuando pasemos por Z22 108, pero eso nos dará acceso a Y349 7 donde el gradiente la multiplicará por un millón. Para cuando atravesemos X502 669, tendremos la energía de un quásar. Pero entonces…
Su voz se hizo inaudible durante un rato. De pronto, su rostro se iluminó y la joya incrustada en su frente pasó del púrpura a un rojo escarlata.
—¡Eso nos daría una posibilidad entre cinco!
Se volvió hacia Mikhon Tiq con una sonrisa que lo hacía parecer más joven.
Y más humano, añadió Mikha para sí. Demasiado humano, en realidad.
—Ésa es una gran noticia —contestó en voz alta—. Las apuestas mejoran.
—Aún pueden mejorar más. Pero un veinte por ciento de posibilidades de éxito es más de lo que podía soñar antes.
El dios flotó hacia él y lo estrechó entre sus brazos. Por un momento pareció que iba a ocurrir algo más, pero Tubilok estaba demasiado impaciente por continuar con sus cálculos como para distraerse con más placeres carnales.
Unos placeres que habían resultado exquisitos. Mikhon Tiq nunca había hecho el amor con un hombre, aparte de unos escarceos con otro cadete de Uhdanfiún, de los que se avergonzó tanto en su momento que no se los confesó ni a Derguín. Después se había acostado con algunas mujeres, pocas, la mayoría de ellas prostitutas de Koras. Las que elegía él eran siempre bellas y a veces complacientes, pero el sexo nunca había acabado de colmar sus anhelos. Era una necesidad física que había que satisfacer de vez en cuando para no obsesionarse, y poco más.
Hacerlo con Tubilok había sido muy distinto. En parte se debía a que el cuerpo de Mikhon Tiq había cambiado desde que se convirtió en Kalagorinor, sus sentidos normales se habían acrecentado y había descubierto otros que antes no tenía. Pero también habían desempeñado su papel las habilidades del dios, que incluían corrientes eléctricas de todo tipo y trucos aún más refinados, como pequeños bucles temporales en los que durante una fracción de segundo Mikha experimentaba el pico del éxtasis que habría de venir al final, para volver enseguida a la ladera en ascenso del placer presente.
Además, Tubilok, el dios loco, el destructor de Narak, el mismo que iba a aniquilar Tramórea por conseguir esos teravatios que tanto le preocupaban, era un amante dulce y considerado. La impaciencia que manifestaba constantemente había desaparecido mientras ambos se acariciaban, como si por un rato se hubiese desprendido de todas las capas con que había ido envolviendo su ser a lo largo de miles de años y tan sólo fuese la persona desnuda y solitaria que se ocultaba debajo de tanto poder.
Ahora, sin embargo, la impaciencia había regresado.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo Mikhon Tiq.
Tubilok, que había vuelto a aferrar la lanza, asintió. Tras su cabeza brillaba una estrella. Enfocando la vista en ella, Mikha vio que estaba rodeada de anillos. No era una estrella, sino un planeta.
No te distraigas. Debes preguntárselo.
—¿Por qué quieres arrebatarle el poder a las Moiras?
—¿Es que ahora tienes dudas? —Una chispa peligrosa brilló en los ojos de Tubilok. Por un instante, los tres globos rojos destellaron en su rostro como fantasmas del pasado.
—Las dudas son una consecuencia inevitable de la inteligencia.
—¿Y por qué deben gobernar las Moiras inmutables el Onkos? —preguntó Tubilok en tono irritado.
—Nunca ha sido de otra forma. Entre las syfrõnes se cree que las Moiras son el origen de toda la realidad, que preexisten antes que todos los universos.
—¿Qué algo haya sido siempre de una forma en el pasado significa que deba seguir siéndolo en el futuro?
—Futuro y pasado son lo mismo para las Moiras.
—¡Pues van a dejar de serlo! ¿Sabes por qué quiero derrocarlas?
—La verdad es que no —reconoció Mikhon Tiq.
—¡Porque la realidad debe evolucionar!
—Ya lo hace. Las Moiras han creado y crean todo tipo de universos.
Tubilok sacudió la cabeza.
—Está bien. Te diré la verdad, pero tú no se la repetirás a nadie, ni siquiera a ti mismo.
—No lo haré.
—Quiero derrocarlas porque soy un hombre. Porque en mi naturaleza está levantar la mirada a las estrellas y estirar la mano para tocarlas. Pero si un hombre, un hombre de verdad, descubre que detrás de las estrellas hay otras estrellas, querrá alcanzarlas. Y si se entera de que hay algo que supera a las estrellas en brillo y belleza, también querrá alcanzarlo. Y si descubre que detrás del horizonte hay otro horizonte, y uno más al otro lado, y que hay infinitos horizontes, querrá llegar a todos ellos y asomarse para ver qué hay más allá. Saber es poseer y poseer es saber, y un hombre de verdad no puede vivir siendo consciente de que en algún lugar de algún universo hay algo que ignora y que por tanto no posee.
—Has dicho hombre. Creí que habías olvidado tu condición natural.
—Nunca la he olvidado y nunca la olvidaré.
—En ese caso, es tu propia especie a la que vas a aniquilar.
—¡He de hacerlo! Debo trascender y dejar atrás los últimos vestigios que me hacen humano, pero precisamente lo hago como homenaje a la humanidad. Las especies se extinguen, las estrellas se apagan, todo llega a su fin en el tiempo. Sin embargo, las estirpes que al desaparecer dejan como legado otro linaje superior demuestran que su existencia ha tenido sentido.
»Y eso es lo que haré yo. Dar sentido al ser humano. Gracias a mí, la humanidad va a extinguirse en un último y apoteósico sacrificio. Con ello le rendiré el mayor homenaje póstumo que se pueda soñar. ¡De este mundo, uno entre miles de millones de un universo que a su vez es sólo uno entre trillones, saldrá el próximo dios supremo de toda la realidad! ¡Y entonces el Hijo del hombre se sentará por siempre en el trono de gloria!
Las pupilas dobles de Tubilok se habían encendido como brasas, mas en ningún momento de su discurso llegó a insinuarse el espectro de los ojos rojos. Mikhon Tiq pensó que todos lo llamaban «el dios loco», pero en su locura encerraba una grandeza que en cierto modo le resultaba admirable.
Tubilok había nacido mortal, con un nombre que tenía prohibido pronunciar a los demás dioses y que le había confesado antes a Mikha mientras lo acunaba en sus larguísimos brazos. Como hombre se había atrevido a transgredir las fronteras de la naturaleza para experimentar con su propio cuerpo y su mente y convertirse primero en acrecentado y luego en dios. Como dios, los límites del sistema solar se le habían quedado pequeños y había convencido a Manígulat de que debían explorar las estrellas. Sin arredrarse por el fracaso de aquella aventura, Tubilok había visto en la brecha espaciotemporal del Prates una oportunidad allí donde los demás sólo veían una amenaza. Había vuelto a experimentar consigo mismo atravesando una puerta que los demás dioses temían como si se abriera a los infiernos, cosa que desde su punto de vista tal vez fuese real. Y después de traspasarla, no se había limitado a quedarse en el umbral como Tarimán, sino que había seguido haciendo honor a su apodo de Pionero, atreviéndose a penetrar en el túnel del Onkos que atravesaba los universos como los hilos del lomo de un libro atraviesan y unen las hojas de papel.
Es el momento de decírselo, pensó Mikhon Tiq.
—Tubilok, hay algo de lo que debo informarte. Uno de los míos está aquí.
Cuando ambos se teletransportaron a la mansión de Taniar, Kalitres se retorcía en el suelo. La diosa le había quemado los ojos con los rayos de fuego de sus pupilas dobles.
Ciego y todo, el pequeño Kalagorinor escondía muchos recursos. Para evitar que los utilizara, Mikhon Tiq actuó antes de que Taniar o el propio Tubilok pudieran hacer nada. Entró en su castillo como una tromba, subió por las escaleras que llevaban a la torre sur y una vez allí penetró en la estancia donde tejían las hilanderas aprovechando la luz de los amplios ventanales.
Tras tomar el conjuro, salió de su syfrõn y abrió la mano. Un río de haces de luz blanca brotó de ella, alcanzó a Kalitres y trenzó a su alrededor una especie de capullo de gusano formado por hilos translúcidos. El Kalagorinor intentó removerse en vano. Los hilos seguían dando vueltas y vueltas engordando la envoltura, que continuaba siendo blanca pero cada vez dejaba ver menos de lo que encerraba en su interior.
Por fin, Mikhon Tiq bajó la mano. El capullo, que ahora parecía más una momia, había dejado de moverse.
—¿No sería mejor destruirlo? —preguntó Taniar.
Mikhon Tiq la miró a los ojos, los mismos que habían cegado a Kalitres. Los dioses controlaban sus cuerpos de tal manera que resultaba casi imposible adivinar si mentían o no. Pero algo le hizo sospechar que Taniar ocultaba algo.
—No os recomiendo hacerlo aquí. Provocaríais una explosión que podría destruir el Bardaliut. Si queréis hacerlo, que sea muy lejos.
—Si ese hombre era un Kalagorinor como tú —dijo Tubilok—, ¿cómo has podido dominarlo así?
—Cuanto más te entregas a tu syfrõn, más fuerte eres. Por eso yo soy ahora el más poderoso de los Kalagorinôr.
Tubilok lo miraba con satisfacción, pero en los ojos de Taniar hubo un destello de miedo. A Mikha le satisfizo.
Junto a la Roca de Sangre, Kalitres les había dicho a él y a Derguín: «Con suerte, los siete Kalagorinôr juntos podríamos haber derrotado a dos o tres dioses a la vez». Pero Kalitres no conocía, y por tanto no dominaba, el verdadero poder que anidaba dentro de ellos, un poder que no provenía de este universo ni de ningún otro, sino del mismísimo Onkos.
La primera traición había sido a las Moiras. La segunda a Kalitres.
Ahora, la tercera iba a ser a sus amigos.
Tú ya no tienes amigos.
Estaban en la sala de control. Por el calendario de Tramórea era 22 de Bildanil, y quedaban sólo seis días para la conjunción.
Desde los ventanales del Bardaliut, Anfiún había observado algo raro en el planeta, por lo que había solicitado a Tubilok permiso para enseñárselo en la sala de control. El rey de los dioses pensó que no podía haber nada tan importante que justificara salir del observatorio y abandonar sus cálculos, que cada vez absorbían más su tiempo y su mente. Para entonces, según él, las probabilidades de triunfo de su asalto al Onkos eran de un veintiuno por ciento. Por supuesto, sólo le había confesado sus verdaderos planes a Mikhon Tiq. Delante de los demás dioses seguía manteniendo que su intención era crear un agujero de gusano para viajar entre las estrellas, limitándose al universo Alef.
—Atiéndelo tú —le pidió Tubilok a Mikhon Tiq.
—Anfiún no me profesa precisamente devoción.
—Te teme por mí, y ahora también te teme por ti mismo. Eso es bueno. «Que me odien, siempre que me teman», dijo un antiguo emperador —respondió Tubilok.
Se despidieron con un beso. Mientras atravesaba el largo conducto que unía el observatorio con la sala de control, Mikhon Tiq pensó en las vueltas y revueltas del destino. Al calor de una hoguera en Dogar, se había estremecido cuando Linar le habló por primera vez de Tubilok, el oscuro hermano de Manígulat. Y ahora se besaba con ese ser siniestro, la pesadilla de Tramórea.
Llegó a la sala al mismo tiempo que Anfiún, que venía acompañado por la hiperobesa Pothine. En la escotilla del otro lado se oyó la voz de Vanth, que discutía con Shirta. «Van a morir todos, así que deja que hagamos con ellos lo que queramos». «Que vayan a morir no significa que tengamos que ser innecesariamente crueles con ellos». «Mi querida Vanth, si tuvieras una mínima chispa de inteligencia comprenderías que la gracia de la crueldad está en que es innecesaria, como todas las cosas bellas».
Shirta pasó por fin a la sala, dejando fuera a Vanth. Mientras, Anfiún ya se había dejado caer hasta el suelo curvo, donde había materializado paneles y pantallas gracias a que Tubilok le había autorizado temporalmente el acceso.
—Ah, has venido tú —dijo el dios de la guerra al ver a Mikhon Tiq. Era evidente que quería añadir epítetos como «cachorro humano» o «renacuajo», pero no se atrevía.
—Nuestro señor Tubilok te pide disculpas, pero está demasiado ocupado —dijo Mikhon Tiq.
—Qué considerado es por su parte —respondió Shirta, asomando la lengua bífida entre los labios.
—Lo es. Si tenéis a bien explicarme lo que ocurre, ¡oh venerados dioses!, nuestro señor Tubilok me ha autorizado a solucionar el problema. Tan sólo como un modesto consejero, por supuesto.
Pese a su ascenso de estatus, ellos seguían siendo dioses, por lo que Mikhon Tiq prefería mostrarse humilde y respetuoso en su presencia. Le sacaban más de un metro de altura, y a nadie suele gustarle que le dé órdenes alguien a quien considera un enano.
—Esto es lo que he visto ahí abajo.
El giro del cilindro hizo que Tramórea pasara ante sus ojos. Un gesto de Anfiún congeló la imagen. Era el mar de Kéraunos, cerca del estrecho de Zenorta. Al este, sobre el mar de los Sueños, se veía la línea oscura del terminátor, la frontera que separaba el día de la noche, por lo que allí debía ser más de media tarde.
Anfiún amplió la imagen. Encima del mar había una formación de nubes muy peculiar. Mikhon Tiq había aprendido que, vistas desde las alturas, las nubes tendían a dibujar curvas y espirales. Pero las que estaba señalando Anfiún con la garra metálica de su dedo índice eran rectas y alargadas, y trazaban una especie de carretera blanca.
—Esa formación lleva días moviéndose sobre el mar, de oeste a este —dijo Anfiún—. ¿No te parece extraño?
—Mi ciencia no puede compararse con la vuestra —dijo Mikhon Tiq—. ¿Podrías iluminarme, divino Anfiún?
El dios pulsó botones y movió mandos en el aire. Imágenes de varios días se unieron para formar una animación. El río de nubes, de unos veinte kilómetros de longitud, había partido de Pabsha y viajaba hacia el este siguiendo una línea impecable.
—A veces las nubes forman rectas —dijo Anfiún. Mikhon Tiq observó cómo sus pupilas se encogían y dilataban rápidamente. Era la señal que traicionaba cuándo un dios se comunicaba con las bibliotecas del Bardaliut—. Pero esas nubes son cirros, mucho más altas. Éstas se encuentran a menos de mil metros.
—Si no son nubes naturales, es que alguien las produce —intervino Pothine.
—Lo he descubierto yo, así que lo explicaré yo —dijo Anfiún—. Debajo de esas nubes hay algo.
—¿Y qué puede ser? —preguntó Mikhon Tiq en tono inocente—. En Tramórea no hay más que pobres humanos apenas civilizados. Nadie que pueda poneros en peligro.
Anfiún le miró a la cara y esta vez no se molestó en disimular su hostilidad. Por si acaso, Mikhon Tiq levantó un escudo a su alrededor. No quería que le abrasaran los ojos como a Kalitres. El escudo era invisible, pero emitía un tenue zumbido y olía a ozono.
—¿Tienes miedo de mí? —dijo Anfiún, sonriendo.
—¿Qué mortal no tiene miedo de los dioses?
—Tú no eres un mortal normal. Igual que tú has venido de allí abajo, puede haber otros como tú. Quiero enviar sensores.
Te han descubierto, Linar, pensó Mikhon Tiq.
—Claro.
Pasó un largo rato, tal vez una hora, en que ninguno de los cuatro se movió ni dijo nada. En una reunión de humanos nadie habría aguantado tanto silencio e inmovilidad, pero los dioses estaban acostumbrados a desentenderse de todo y sumirse en sus mundos privados. Por fin llegó la información de los artefactos de espionaje mandados por Anfiún.
La imagen mostraba varios barcos. Según el informe que flotaba en el aire, eran veinte, pesaban entre doscientas y seiscientas toneladas, y el mayor medía treinta y cuatro metros de eslora. En las cubiertas, aparte de los marineros, se veían soldados y mujeres guerreras.
—¿Adónde irán esos infelices? —preguntó Shirta—. ¿Creen que yendo a los confines del mundo se librarán del fin del mundo?
—Muy ingeniosa, hermana —respondió Pothine.
—Mirad esto —dijo Anfiún, pellizcando una imagen con los dedos para acercarla y ampliarla—. Este tipo me suena.
Mikhon Tiq tragó saliva. En la proa del barco ampliado se encontraban Darkos, Baoyim y Kybes, y también Linar. Pero el hombre al que Anfiún señalaba con la garra era Kratos.
—¡Éste es el bastardo que se atrevió a desafiarme! ¡El gusano que dijo que iba a ver las tripas de los dioses ensartadas en sus lanzas!
—Te recuerdo que son vulgares humanos —dijo Shirta—. ¿Cómo pretendes que cumplan su amenaza?
—¿Es que no visteis la rapidez con la que se movía cuando rompió los visores de mi waldo? Esa aceleración no era natural. Ese hijo de perra tiene nanos en la sangre.
Los ojos de Shirta emitieron un chispazo verde.
—¡Tarimán! Esto es cosa del herrero —dijo.
—No estamos teniendo en cuenta al cojo, y eso es un error —dijo Anfiún intentando componer un gesto de astucia, cosa que no consiguió—. Yo digo que esa flota es un peligro —añadió, convirtiendo la ventana flotante que mostraba el barco en una bola y aplastándola en la mano—. ¡Yo digo que le arrojemos ahora mismo un pedrusco gigante y la enviemos al fondo del mar!
Una imagen inesperada se materializó frente a ellos. Era Tubilok. No olía a azufre, de modo que no se trataba de él teleportándose, sino de un holograma. Su yelmo se veía negro como la pez.
—¿Quién es ese hombre más alto que los demás que tiene un parche en el ojo? —preguntó a Mikhon Tiq.
Al final la curiosidad le ha podido y lo ha escuchado todo, pensó el joven Kalagorinor.
Y entonces cometió la tercera traición.
—Se llama Linar —reconoció.
—¿Es como el otro?
—Lo es. —Recordó que estaba delante de dioses y debía mostrar respeto, y añadió—: Mi señor.
—Entonces, que lo destruyan. Que los destruyan a todos.
El holograma desapareció. Anfiún y Shirta se miraron con una sonrisa de delectación anticipada.
—Vamos a divertirnos —dijo el dios de la guerra. La imagen fantasmal del Cinturón de Zenort empezó a formarse en el aire.
—¡Un momento, mis veneradas deidades! —dijo Mikhon Tiq—. Si queréis divertiros de verdad, ¿por qué recurrir al mismo procedimiento de la otra vez?
—La otra vez nos lo quisiste impedir —respondió Anfiún. En el aire quedó flotando una palabra sin pronunciar. «Renacuajo».
—Entonces no había sido aleccionado por mi señor Tubilok —dijo Mikhon Tiq, con una sonrisa que permitía a los dioses pensar todas las suciedades que quisieran—. Ahora comprendo mejor las cosas. Por eso, atendiendo a vuestro celestial placer, os sugiero una forma más creativa de hundir esa flota y que además os brindará una diversión más prolongada.
—¿Cuál?
—¿Qué tal si retiráis el tapón de la bañera?