MAR DE KÉRAUNOS

Navegar no era tan fatigoso como cabalgar, pero acababa resultando más tedioso. En la primera mañana de travesía los Invictos, la mayoría de los cuales no había visto el mar en su vida, disfrutaron del espectáculo del sol saliendo sobre el horizonte marino y se entretuvieron contemplando cómo las playas y promontorios de la costa de Pabhsa desfilaban a estribor. Pero cuando perdieron de vista el litoral y quedaron rodeados de azul por todas partes, el viaje dejó de ofrecer puntos de referencia, y daba la impresión de que siempre permanecían en el mismo sitio y eran las aguas las que se movían contra ellos.

Los veinte barcos navegaban desplegados en V. La nave capitana, la Lucerna, viajaba la última, en el vértice de la formación. A Mihastular, su capitán, le extrañó tal disposición, pero Kratos señaló con la barbilla a Linar, que no se movía de la popa.

—Quiere controlar desde ahí cómo sopla el aire.

—¿Me hablas en serio?

—Completamente en serio. ¿Por qué crees que cambió el viento?

Cuando llegaron a Teluria, Kratos se preocupó al comprobar que el aire soplaba del este, precisamente la dirección hacia la que se dirigían. Sabía que un buen marino es capaz de navegar casi con cualquier viento, pero temía que, si lo recibían de proa, después de extenuarse en una furiosa cabalgada ahora lo arruinarían todo viajando a paso de caracol.

Mas no fue así. Mientras los Invictos y las Atagairas embarcaban con los caballos en plena noche, el viento amainó. Los marineros, ya de por sí poco contentos con seguir trabajando a esas horas, empezaron a blasfemar y a maldecir esa calma chicha que ni siquiera iba a dejarles salir del puerto. Pero unos minutos después las aguas se rizaron con un céfiro fresco que soplaba desde las montañas.

—¡Es Soteral, el viento del oeste! —exclamaron los marineros.

Para cuando llegó el momento de levar anclas y soltar amarras, aquella brisa ya había cobrado fuerza suficiente para hinchar las velas.

—¡Los vientos están con nosotros! —exclamó Gavilán, que acompañaba a Kratos en la Lucerna.

Kratos sabía que no se debía a un impulso espontáneo de los genios que controlaban los vientos ni, por supuesto, a los dioses. Linar había ordenado despejar la toldilla de popa. Sólo se había quedado él con el timonel, un hombre fibroso y aún más calvo que Kratos, pues no tenía cejas. Su nombre difícilmente habría podido ser más breve: Yu.

Desde entonces, Linar apenas abandonó aquel puesto. Tripulantes y pasajeros miraban a popa y lo veían allí todo el rato, tan erguido e inamovible como el palo de mesana, empuñando su larga vara serpentígera. Aunque Linar no dio explicaciones —hacerlo habría violentado su naturaleza—, empezó a cundir el rumor de que era él quien había invocado ese viento que soplaba de popa.

Aquel Soteral era anormalmente estable: apenas rolaba ni racheaba. Los marineros parecían muy satisfechos con él, ya que les permitía navegar a ocho nudos, y a veces a más de nueve. Pero muchos de los Invictos no se sentían tan contentos. Mientras los lobos de mar se burlaban diciendo que el mar estaba como un espejo, ellos pasaban buena parte del tiempo acodados en la borda y vomitando una y otra vez. Kratos, que había soportado oleajes peores en el mar Ignoto, aguantaba bien. Pero el viento conjurado por Linar soplaba a más de veinte nudos y formaba unas olas que, sin poner en peligro las embarcaciones, lanzaban rociones de espuma y mantenían en constante agitación los estómagos de aquellos hombres tan veteranos en la guerra como bisoños en la mar.

Sobre sus cabezas flotaban en todo momento nubes bajas que formaban una hilera rectilínea, un gran río de algodón que seguía el trayecto de la flota. Por encima de ellas a veces se veían otras nubes, o el cielo despejado.

—Entre nosotros —le dijo Kratos a Linar, en voz baja para que ni siquiera Yu lo escuchara—, esas nubes no son naturales, ¿verdad?

—Debemos evitar miradas hostiles —contestó el Kalagorinor.

Kratos torció el cuello hacia arriba y se imaginó a los dioses, contemplándolos invisibles desde las alturas. Unas simples nubes no podrían protegerlos si los Yúgaroi les lanzaban el fuego celeste, pero se sintió más tranquilo resguardado al menos de sus miradas.

El tercer día de travesía, Mihastular le dijo a Linar que, a fuerza de navegar siempre en empopada y no tener que prestar demasiada atención al velamen, sus marineros se estaban volviendo algo holgazanes.

—¿No podrías invocar otro viento que no fuera el Soteral y que soplara de costado para que naveguemos en largo o de través? Me es indiferente si lo hace por babor o estribor, como más cómodo te sea.

—Es un detalle por tu parte dejarme elegir, capitán —respondió el Kalagorinor—. Si lo deseas, puedo hacer que ese aire que solicitas traiga un aroma de pino refrescante.

Kratos soltó una carcajada. Era el primer comentario semihumorístico que le oía a Linar, aunque sospechaba que no había pretendido ser gracioso. Mihastular carraspeó, dijo que tenía que revisar algo en la sentina y se marchó de la toldilla.

Por supuesto, el Soteral siguió soplando de popa.

Al cuarto día de travesía oyeron gritos en los barcos que navegaban en los extremos adelantados de la V. Al principio Kratos se alarmó, pero pronto comprobó que las voces se debían a que habían avistado a babor una manada de yubartas. Cuando pasaron cerca de las ballenas, se acodó en la borda con Darkos y contempló el espectáculo. Al principio sólo se veían sus cabezas sembradas de protuberancias y los surtidores que expulsaban por los orificios respiratorios. Pero luego un ejemplar de quince metros salió prácticamente entero de las aguas, quedó suspendido en el aire durante un instante y después cayó con un sonoro estampido, levantando grandes cortinas de espuma.

—¡Cómo alapanda! —exclamó Darkos—. ¡Qué fuerza debe tener para levantar así ese pedazo de cuerpo!

—Es su ritual de apareamiento —explicó Mihastular—. Se acerca el invierno, y los machos intentan impresionar a las hembras.

—Los machos somos igual de tontos en todas partes —dijo Gavilán.

Kratos miró a su alrededor. En la Lucerna viajaban cien Invictos, tan apiñados como los arenques en aceite que llevaban en los barriles de la bodega. Había tenido que mediar en varias peleas, en una de las cuales un soldado estuvo a punto de caer por la borda. Sin embargo, ahora aquellos guerreros contemplaban el espectáculo, se reían como niños y señalaban con el dedo cuando una enorme aleta pectoral o una cabeza llena de verrugas asomaban entre las olas.

Pensó que Tramórea era un hermoso lugar en el que se podían ver ballenas, y también terones, y dientes de sable, e incluso bestias asesinas como los coruecos. Admirar ciudades doradas como Malib, extravagancias arquitectónicas como la Torre de los Numeristas, cumbres majestuosas como las de Atagaira o rocas solitarias como el Kimalidú.

No sólo se trataba de salvar a su familia y a sus Invictos y de conservar la ciudad que acababan de fundar. De pronto Kratos se sintió protector de toda Tramórea. Ya que los dioses que debían velar por aquel mundo lleno de tesoros se habían empecinado en destruirlo, tendrían que ser los mortales quienes lo salvaran.

Sin darse cuenta, había rodeado los hombros de su hijo. Éste lo miró algo desconcertado. Luego, como correspondía a un muchacho de catorce años al que le avergonzaba cualquier efusión de cariño, se las arregló para escurrirse de su abrazo. Kratos sonrió. A su edad era igual de arisco. Y tal vez nunca había dejado de serlo. No obstante, habría dado cualquier cosa por que Darkos volviera a ser ese bebé rollizo al que podía coger en brazos y que desprendía un olor tan tibio y dulce como un pastel sacado del horno.

Se dio cuenta de que, en realidad, pronto tendría otro bebé al que abrazar. Tal vez ahora, con cuarenta años, sería mejor padre que a los veintiséis.

Ganaré esta guerra, sea contra quien sea, se prometió. La ganaré para volver contigo y con nuestro hijo, Aidé. Lo juro por mi brazalete de Tahedorán.

No podía sospechar que Aidé se encontraba a muy poca distancia de él, viajando en el Karchar Gris. Y tampoco que a no mucho tardar un desastre inesperado los separaría con un mundo de distancia.

Linar nunca dormía. Habría parecido un mástil más de no ser porque, en lugar de seguir los cabeceos de la nave, se balanceaba ligeramente sobre los pies para compensarlos. Los tripulantes y los soldados se habían acostumbrado ya a su presencia muda, pero al principio no hacían más que señalarlo y cuchichear, y cruzaban apuestas entre ellos. Cuando Kratos preguntó qué se jugaban, Gavilán le contestó:

—¿No te has fijado que no se mueve de ahí ni para acercarse a la borda a orinar? Lleva ya cuatro días sin menearse. ¿Es que ese hombre no tiene vejiga?

—A lo mejor lo que pasa es que la tiene mucho más grande —dijo Ambladión, el soldado del pico de viuda, que se apresuró a añadir—: La vejiga.

—Dejadle en paz y no habléis de él —contestó Kratos—. Aunque parezca que está en trance, os aseguro que puede ver y escuchar todo lo que decís.

En la mañana del día 20, cuando cumplían su quinta jornada de navegación, divisaron tierra a babor. Muchos guerreros dieron vítores pensando que se acercaban a su destino, y de los demás barcos de la expedición les llegaron gritos similares. Pero Mihastular les informó de que no era el continente, sino una isla llamada Bornelia. En la costa sur vivían tribus que se dedicaban a pescar ballenas. Los comerciantes Pabshari les vendían cereales y vino, y también cerámica y ropas de calidad, y a cambio compraban carne y aceite de ballena, ámbar gris y dientes de karchar.

El norte de la isla era montañoso y selvático. Allí moraban pueblos caníbales que pasaban el tiempo guerreando entre sí, por lo que solían dejar tranquilos a los balleneros.

—¿A ésos no les compráis carne, capitán? —preguntó Gavilán.

—No quieras saberlo —contestó él.

—Que no quiera saber ¿qué?

—Se dice que en esas montañas de Bornelia aún quedan dragones, y por conseguir un huevo de dragón fondeé en una bahía del norte y comercié con una de esas tribus. El huevo resultó ser de una especie de terón que tiene la piel plumosa, pero para sellar el trato con el jefe de la tribu tuve que compartir la comida con él. Cuando me enteré de que los sesos que probé eran… —El capitán se llevó la mano a la boca—. Han pasado diez años y todavía me dan arcadas cuando lo pienso.

—¿Qué te comiste los sesos de un…?

—Por favor, olvídalo. Me arrepiento de habértelo contado.

A Kratos le mortificaba no poder controlar la situación desde la Lucerna. Como general de la expedición, se decía, debería estar al tanto de lo que ocurría en las demás naves. Pero la información que recibía era escasa. Los barcos mantenían su formación sin trastocarla, de tal manera que los que navegaban más adelantados viajaban a varios kilómetros de ellos. Usando bocinas se transmitían información de una nave a otra, y también intercambiaban cayanes, pero Kratos no dejaba de pensar que estaba haciendo algo mal y que faltaba a su deber.

—No te atormentes, tah Kratos —le decía el optimista Kybes—. Todo va bien, y todo irá bien.

—Ya hemos tenido que sacrificar tres caballos —respondió él, tras leer una nota que le enviaban desde uno de los transportes.

—Teniendo en cuenta que llevamos mil, no es tan mala cosa. ¡Me parece milagroso que llegáramos con alguno vivo a Teluria!

El aburrimiento y la claustrofobia eran un problema tan preocupante en los demás barcos como en la Lucerna. Kratos no se lo confió a Kybes, pero otra nota le informaba de que en la Mandrágula habían tenido que ajusticiar a un soldado que, por una riña de juego, había matado a un marinero y herido a otro. Por supuesto, estaba borracho. Como sospechaba Kratos, pertenecía al batallón Jauría, el que siempre provocaba más problemas disciplinarios. Así había ocurrido cuando lo mandaba Ihbias y así seguía pasando con Abatón, que era un problema disciplinario por sí mismo.

—No te preocupes tanto, tah Kratos —le dijo Baoyim—. Ya queda poco.

La Atagaira desplegó ante él un mapamundi que habían traído de Nikastu. Como casi todos los mapas que corrían por Tramórea, era una copia del original de Tarondas. Baoyim clavó el dedo en la isla de Bornelia y después señaló el estrecho de Zenorta. En esa versión del plano, el nombre de la ciudad no aparecía entre interrogaciones, como si el copista quisiera decir: «¡Yo sé cosas que el sabio Tarondas ignora!».

—Si todo va bien, llegaremos mañana —dijo Baoyim, calculando la distancia con los dedos.

—Espero que así sea —respondió Kratos.

—Cuando pongamos los pies en tierra, todo irá mejor. ¡Es innatural pasar tantos días encerradas entre paredes de madera! —Como todas las Atagairas, Baoyim tenía tendencia a utilizar adjetivos femeninos aunque se refiriera a grupos en que predominaban los varones—. Si al menos el suelo dejara de moverse, todo el mundo estaría más tranquilo.

Antes de zarpar de Teluria, Kratos le había preguntado a Baoyim si no prefería embarcar en alguna de las naves que llevaban a sus hermanas de raza. Ella había dudado unos segundos.

—No, tah Kratos. Cuando el Zemalnit estuvo en Acruria, la princesa Ziyam quería hacerle daño a Ariel, y yo le di un cintarazo para evitarlo.

—¿Muy fuerte?

—Tan fuerte que quedó inconsciente. Y no es mujer que olvide una ofensa.

—No es Ziyam quien está al mando, sino Kalevi. Parece una mujer cabal.

—Y lo es. Pero el brazo de Ziyam es largo. Cuando la golpeé y me puse de parte del Zemalnit, me desterré yo sola de Atagaira.

El Zemalnit. Baoyim no disimulaba la admiración con que pronunciaba aquel título. En la Torre de Sangre de Nidra, cuando Derguín desenvainó a Zemal para destruir a Aridu, el demonio dormido, Kratos se había fijado en que Baoyim no dejaba de mirar embelesada el brillo de la Espada de Fuego.

—Antes de llegar a Atagaira, soñé que se me aparecía Tarimán —soltó Kratos de pronto.

—¿Y qué te dijo? Tarimán siempre fue un dios benefactor. ¿Está de nuestra parte o también se ha convertido en nuestro enemigo?

Me prometió mi propia espada de poder. Las palabras murieron antes de brotar de sus labios. Mencionar el sueño había sido un arrebato pueril. ¿Qué pretendía, ganarse así la admiración de la Atagaira? Eso era algo que podría haber hecho su hijo con Rhumi.

—Creo que está de nuestra parte —contestó—. Pero prefiero callar lo que me reveló.

—Si cuentas los sueños, no se cumplen. Es lo que decimos en Atagaira. —Baoyim rozó con sus largos dedos el brazo de Kratos—. Espero que Tarimán te dijera cosas buenas, y que se cumplan. Falta nos hará.

Qué razón tienes, pensó Kratos, mirando hacia el este. El horizonte seguía siendo tan liso y monótono como los días anteriores, pero ya intuía tierra más allá. Y, por alguna razón, se la imaginaba oscura, abrupta y hostil. ¿Les estarían aguardando allí los dioses, con sus ojos incandescentes y sus armas casi indestructibles?

Todos los días, Kratos hacía una hora de ejercicio en el reducido espacio que le ofrecían las cubiertas de la Lucerna: saltaba, hacía flexiones de brazos, abdominales y estiraba los músculos para no perder elasticidad. Poco antes de ponerse el sol, también practicaba técnicas de Tahedo y libraba combates con Kybes, un espectáculo que pasajeros y tripulantes aguardaban con impaciencia, y en el que tan sólo apostaban si el mestizo de Aifolu conseguiría tocar alguna vez el cuerpo de Kratos con su espada. Su hombro, gracias al ungüento de Baoyim, apenas se resentía de la luxación que había sufrido cuando embistió con una pica contra la estatua viviente de Anfiún.

Gracias a la gimnasia y el Tahedo, consumía el exceso de energías, evitaba que la impaciencia lo consumiera a él y dormía a pierna suelta. Sin embargo, la noche del 21 —que, si todo se cumplía, sería la última de travesía— le costó conciliar el sueño. Como buen guerrero, Kratos estaba acostumbrado a pasar de la somnolencia a la vigilia con rapidez y aprovechar cualquier momento y lugar para descansar. Sin embargo, aquella noche sentía que las piernas le hormigueaban, como si quisieran abandonar al resto del cuerpo, marcharse por sí solas y salir del encierro en aquel recinto de madera y lona.

Otras noches los movimientos de la nave lo acunaban. Ahora, cada vez que cerraba los ojos, un nuevo cabeceo le hacía abrirlos, y sonidos que había dejado de escuchar, como los crujidos del maderamen y el viento en las jarcias, se convertían de pronto en ruidos obsesivos e insoportables.

Desesperado de dormirse, se vistió y salió del pequeño camarote que compartía con Darkos en la toldilla. En el pasillo se oían los estridentes ronquidos de Mihastular; con esa cintura tan oronda, el capitán debía pasar boca arriba toda la noche, para tortura de los que escuchaban su entrecortado resuello. Urusamsha, confinado en un camarote contiguo, le había pedido a Kratos que lo trasladase a proa. «Entiendo que me guardes rencor por algunos malentendidos del pasado, pero ¿es necesario que me tortures de este modo?». Por supuesto, Kratos no le había hecho caso.

Al otro lado del estrecho pasillo se encontraba la puerta de Baoyim. La mano de Kratos se posó en el pomo sin que su mente hubiera dado tal orden. ¿Qué estaba haciendo? Apartó los dedos al momento como si los hubiera metido en un brasero encendido.

Pensó que quizá esas energías que le sobraban tenían que ver con ciertas necesidades de su cuerpo, al que había malacostumbrado. Desde la muerte de Shayre, apenas había catado carne femenina durante más de dos años. Pero una vez que Aidé y él se convirtieron en amantes oficiales, no recordaba haber pasado un solo día de abstinencia, y a veces las sesiones de lecho eran tan largas y fogosas que Kratos terminaba más agotado que tras un combate de espada.

Sintió una oleada de nostalgia de Aidé. Echaba de menos el tacto de su piel, la presión de sus pechos pequeños contra sus costillas, el olor a enebro de su pelo, el azul de sus ojos cuando se quedaban mirándose sin decir nada, el cosquilleo de su aliento cuando le susurraba al oído: «¿Sabes que siempre he estado loca por ti, tah Kratos?».

¡Maldición, soy el general de la Horda, no un jovenzuelo enamoradizo como mi hijo! Abrió la puerta de la toldilla y salió a la cubierta. Se veía abarrotada de sombras y bultos, soldados que dormían arrebujados en sus mantas, pues en la bodega no había sitio para todos. El marinero de guardia pasaba entre ellos procurando no pisarlos, alumbrándose con un luznago verde que, por lo mortecino de su brillo, debía estar somnoliento o era ya demasiado viejo. Más allá, a proa, las luces de los demás barcos parecían levitar sobre las aguas como espíritus errantes.

Kratos trepó por la escalera que subía al castillo de popa. El piloto de guardia manejaba el timón con gesto amodorrado. Kratos le saludó, y después se acercó a la balaustrada. Allí estaba Linar, inmóvil, insomne, siempre apoyado en su vara.

—El rumbo va bien, Kratos. No te preocupes —le dijo el Kalagorinor.

—¿Cómo pueden orientarse en medio de la nada?

Linar señaló a las alturas. Kratos siguió el movimiento de su báculo. El Cinturón de Zenort dibujaba un arco que atravesaba el cielo de lado a lado, hasta hundirse en la negrura del mar. En esa dirección se encontraba el este, y hacia el este debían ir.

Durante un rato permanecieron en silencio. Kratos se asomó por la borda y observó la estela que dejaba el barco. En la oscuridad, la espuma irradiaba una luz tenue, de un verde fantasmal. Según le había explicado el capitán, eran algas fosforescentes, minúsculos luznagos de las aguas.

—Deberías dormir, Kratos. Necesitaremos tus energías en los días venideros.

—Ahora mismo tengo energías de sobra, te lo puedo asegurar. No soporto este encierro.

—Pronto visitarás lugares mucho más amplios que este recinto.

—¿Qué país es Agarta, Linar? Nunca había oído hablar de él.

—Ya te dije que los recuerdos vuelven a mí muy despacio. He visitado muchos lugares, he hollado casi todos los senderos de Tramórea y también he pisado las arenas ardientes de Aifu. Pero cuando pronuncio el nombre de Agarta, las imágenes que me vienen son neblinosas como en un sueño. Hay un sol rojo…

—¿Un sol rojo? ¿Es que hay países que tienen otro sol distinto del nuestro?

Linar meneó la cabeza, como si aventara algún pensamiento inoportuno, y no contestó. Volvieron a guardar silencio otro rato.

—Es tan difícil sacarte respuestas como conseguir que un Pashkriri te preste dinero —dijo Kratos.

—¿Te refieres a nuestro diálogo anterior o tienes más preguntas?

—Lo segundo.

—Pregunta y te responderé. Si está en mi mano.

O si tú quieres, pensó Kratos.

—Cuando te despediste de Kalitres hablasteis de la Hermosa Luz…

—El Kalagor. Es la luz que nos guía.

—Háblame de ella.

—No es una luz como las que tú conoces, Kratos. Ni como la de ese luznago verde ni como la del fanal de proa. Tampoco como la de las algas que contemplabas hace un instante, o la del sol o las estrellas. Es una luz inefable. No hay palabras humanas para expresar el Kalagor. Por eso…

Linar se quedó un instante con la boca entreabierta, como si se esforzara por encontrar la frase adecuada. No debió hallarla, porque no añadió más.

—Ya te había oído mencionar el Kalagor antes —dijo Kratos—. Pero Kalitres comentó algo que me intrigó. Habló de que regresaríais a otro mundo si os lo permitían las Moiras.

—Eso dijo, cierto.

—Nunca había oído hablar de las Moiras. ¿Qué tipo de númenes o criaturas son?

—Tú las conoces tal vez por Kartine.

—La diosa del destino…

—Es a la vez una diosa y tres, una entidad que está tan por encima del resto de los seres, dioses y humanos, como tú puedes estar por encima de una minúscula lombriz. Las Moiras deciden el destino de los mundos.

—¿Los mundos? ¿Hablas en plural porque te gusta sonar más solemne?

Linar lo miró de reojo y levantó la comisura de la boca un milímetro, lo más parecido a una sonrisa en él.

—Hay casi infinitos mundos, tah Kratos. Más que gotas de agua en este mar que hemos de cruzar. Pero confórmate ahora con pensar en la mejor forma de salvar éste. Deja que sean las Moiras quienes decidan la suerte de los demás mundos.

Aquello parecía zanjar la conversación, pero Kratos no se conformó.

—¿Por qué nunca te he oído hablar de las Moiras? Cuando nos contaste aquel mito sobre el pasado lejano e insinuaste que los dioses eran nuestros enemigos…

—Te refieres al Mito de las Edades. Y no lo insinué.

—Cierto. Lo afirmaste. Yo me negué a aceptarlo y te dejé allí plantado con Mikha y con Derguín.

—Reacción visceral, pero comprensible.

—El caso es que hablaste del libro del destino. Pensé que te referías a ése en el que Kartine escribe con una pluma de águila mojada en sangre. ¿Por qué no mencionaste a las Moiras?

Linar apartó la mirada de él. Kratos pensó que no le iba a contestar. Pero al cabo de un rato, el Kalagorinor dijo:

—En aquel entonces sabía menos cosas que ahora, o sabía otras cosas diferentes. Conforme se acerca nuestro momento, despiertan en mí recuerdos que no sabía que había olvidado.

Linar volvió a guardar silencio durante unos minutos. Alumbrados por el fanal de proa, sus rasgos se recortaban afilados como los de una estatua de piedra. Kratos pensó que, si lo pinchaba, ni siquiera sangraría.

No era cierto. Lo había visto sangrar. A orillas del mar Ignoto, el traidor Aperión le había clavado su diente de sable en el corazón y Linar había caído fulminado.

Para levantarse un momento después.

Es más poderoso que un dios, se dijo Kratos. Era un pensamiento que debería haberlo reconfortado, y sin embargo sintió un escalofrío en la nuca. Aún no sabía si los intereses del gélido y distante Kalagorinor coincidían con los del resto de los humanos.

—Éramos los que esperaban a los dioses —dijo Linar con aire ausente—. Los dioses han vuelto. Hemos dejado de esperar. Ahora nos corresponde actuar.

—¿De qué manera?

—Debemos actuar como lo que fuimos y olvidamos. Guardianes del destino, centinelas del tiempo.