BEARNIA, TRAS LA BATALLA
Terminado el combate, había llegado la hora de los reencuentros. Kratos abrazó a Darkos y a Gavilán, e incluso a Abatón.
—Te dejé un ejército y me lo devuelves casi entero —le dijo, con una sonrisa tan amplia como no se le había visto en mucho tiempo.
—Creo que es la primera vez que me haces un cumplido, tah Kratos —contestó el general tuerto, sorprendido por el abrazo del jefe de la Horda—. Por cierto, creo que tenemos más de los nuestros por ahí.
Kratos se volvió. Acababa de llegar a la pradera un grupo de unos veinte hombres que habían bajado por la ladera del Martillo del Dios. Eran Invictos, los hombres que se habían salvado del remolino a bordo del Karchar Gris.
Al reconocer a Ahri, se acercó a él con los brazos abiertos y le estrechó entre ellos. No se cansaba de mostrarse efusivo, en aquel momento se sentía el dueño del mundo. En la batalla de la Roca de Sangre habían obtenido la victoria contra un enemigo muchísimo más numeroso, pero él terminó casi inconsciente por causa de los golpes de Gankru y el esfuerzo de la tercera aceleración. Además, guardaba el resquemor de que había salvado la vida gracias a la intervención de Derguín.
Ahora, en cambio, la victoria sabía mucho más dulce. Poseía su propia espada de poder. Si Derguín había derrotado entonces al demonio Gankru, él acababa de vencer a un dios. Y no a cualquiera, sino al mismísimo Anfiún, poderoso señor de la guerra.
—¡Encontré la fórmula, tah Kratos! —dijo Ahri, con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos más abiertos que nunca—. ¡Me costó casi volverme loco, pero la encontré!
¿Casi?, se preguntó Kratos, de buen humor.
—Yo también la he descubierto, Ahri. Pero tú tienes mucho más mérito, a mí me la han revelado.
—¿Cómo ha sido?
Kratos no quiso desenvainar a Talavãra sólo para alardear de ella, así que se limitó a soltar la trabilla del cinturón y enseñarle a Ahri la empuñadura. Como si hubiera leído la mente de Kratos, el espíritu que habitaba en la espada volvió a mostrar en rojo los números de la quinta aceleración.
—¿Ves? Ahora tengo una espada forjada por Tarimán.
—¿Otra espada de fuego?
—Yo no la llamaría así. Por su color es más bien fría, como la nieve, y su hoja no quema.
—Entonces podrías llamarla la Espada de Hielo.
—No sé, creo que la llamaré simplemente Talavãra —decidió Kratos.
Llevaba un rato notando unos ojos clavados en su nuca. Se dio la vuelta y vio que quien lo miraba con tanto descaro era un soldado pelirrojo en el que no había reparado hasta entonces. Sus rasgos le resultaban familiares. Sobre todo aquellos ojos, con el fondo del color del cielo atravesado por líneas azules como el mar.
Entre todos los portentos que había presenciado y las experiencias asombrosas que había vivido, como la de volar como un halcón colgado del brazo de un dios, nada le sorprendió tanto como ver a Aidé allí. Durante unos momentos se quedó boquiabierto, con el corazón tan acelerado como si acabara de salir de una Tahitéi.
—¿Es que no vas a decirme nada? —preguntó ella.
Cuando se despidieron en Nikastu, los ojos de Aidé parecían carámbanos, tan gélidos como la luz de Talavãra, y sus pupilas eran dos agujas hostiles. Ahora las tenía dilatadas como si quisiera absorberle entero en ellas, y los ojos se le estaban llenando de agua.
—¡Aidé! —exclamó él.
La rodeó con los brazos, la levantó del suelo, la estrechó contra su pecho y la besó, sin reparar en que se encontraban rodeados de rudos soldados y altivas guerreras. Ella le clavó los dedos en la espalda, y luego le agarró la nuca, como si quisiera comprobar que estaba ahí de verdad y que no era una ilusión enviada por los dioses. Luego, Kratos la dejó en el suelo y se apartó.
—Perdona, me he dejado llevar.
—Es lo mínimo que esperaba de ti, que te dejaras llevar.
—Lo digo por esto —respondió Kratos, poniéndole la mano en el vientre.
—No te preocupes. Es testarudo como su padre y se debe aferrar bien, porque pese a lo que dijo tu querida Baoyim he cabalgado con vosotros sin perder ni una gota de sangre.
En las últimas imágenes que Kratos guardaba de Aidé, ella tenía las facciones contraídas de ira o estiradas con fría hostilidad. Ahora que la veía sonreír, recordó lo guapa que era y no le importó la pulla sobre Baoyim.
—Demonio de mujer —dijo, volviendo a abrazarla—. Siempre te tienes que salir con la tuya.
—Cuanto antes lo comprendas, más peleas nos ahorraremos —dijo ella, y volvió a besarle.
Los reencuentros continuaron. Cuando Kratos vio a Derguín, fue él quien corrió a saludarlo el primero. Estuvieron un buen rato abrazados, sin decir nada, cada uno con la cabeza sobre el hombro del otro, como si contemplasen lo que dejaban a sus espaldas.
Por fin, se separaron.
—Estás más delgado todavía —dijo Kratos—. Si sigues así, se te van a juntar las mejillas por dentro de la boca.
Derguín soltó una carcajada. Kratos se dio cuenta de que parecía más relajado, pero todavía había una sombra gris anidada detrás de sus ojos.
—Ahora engordaré, seguro. —Tocó el pomo de Zemal y añadió—: La he recuperado.
—Yo también tengo una espada… distinta —dijo Kratos, acariciando la empuñadura de Talavãra.
—Lo sé. Él me lo dijo.
Kratos enarcó las cejas.
—¿Qué te dijo?
—Que Zemal necesitaba una compañera. —Torció la cabeza hacia arriba, y Kratos lo imitó. Estaban tan cerca del puente que si miraban en su dirección lo llenaba todo. En las alturas, por debajo del Reino Celeste, el sol rojo parecía un anillo rodeando la columna—. Para subir allí arriba habría agradecido incluso otra compañera más, pero ya no podrá ser.
—¿A qué te refieres? —preguntó Kratos, aunque lo sospechaba.
—A que he sabido que Tarimán ha muerto.
Kratos agachó la cabeza. No podía decir que fuese una sorpresa. Ni un dios debía ser capaz de sobrevivir a las terribles llamaradas que había visto surgir de la montaña y que los habían empujado a Anfiún y él como un huracán ardiente.
—Fue Tubilok. Ya lo he visto, Derguín. He visto al dios loco.
Derguín respiró hondo. Se sentía dichoso de ver a Kratos, y a Kybes y Baoyim, y de saber que ni siquiera un remolino gigante había sido capaz de acabar con aquel pequeño y valeroso ejército. Pero todavía quedaba por hacer lo que más temía.
—Yo también lo vi —dijo—. Tuve la suerte de que no me prestó atención, y aun así estuvo a punto de matarme.
—¿Puedes explicarme qué hacía Mikhon Tiq con él?
Derguín tardó unos segundos en contestar.
—No lo sé. Tú viste que los dos nos fuimos juntos de Nikastu.
—No sabía que tú me habías visto a mí.
Derguín le contó brevemente el desastre de Narak, cómo allí había perdido a Mikhon Tiq y a cambio había encontrado al Mazo.
—Sospecho —terminó— que Mikha se ha vuelto contra nosotros.
—¿Cómo puede haber ocurrido eso?
—Lo ignoro. Me temo que los Kalagorinôr siempre han trazado sus propios planes.
Ambos miraron de reojo a Linar. Alrededor había gente hablando, atendiendo a los heridos, despojando a las enemigas muertas o simplemente descansando. Él seguía sentado, ahora en el suelo y con las piernas cruzadas. Ni el griterío ni el estrépito de la batalla habían conseguido sacarlo de su trance.
Derguín se imaginó de pronto el paso del tiempo como una de las películas que su antepasado veía en Tártara, acelerada. En su visión los hombres pasaban alrededor de Linar, rápidos como borrones y tenues como fantasmas, morían, otros nacían y los sustituían, la hierba se secaba y volvía a brotar, crecían bosques que los campesinos talaban para transformarlos en sembrados, los sembrados abandonados volvían a convertirse en bosques, e incluso el mismo relieve del suelo cambiaba.
Pero allí se mantenía Linar, siempre inmutable, siempre el mismo, como una columna de mármol recubierta de una pátina que ni siquiera la erosión del viento y el agua pueden afectar.
Sacudió la cabeza a los lados para alejar esa visión.
—Yo confío en Linar —dijo Derguín.
—¿Confías o quieres confiar? Él te eligió a ti.
—No es por eso.
—No creas que quiero resucitar viejas rencillas entre nosotros —dijo Kratos—. No puedo decir nada malo de Linar. Le debo la vida de mi hijo, la de mis hombres y también la mía. Pero ya no sé qué pensar. Hay demasiados poderes extraños en liza. Tarimán parecía el único aliado fiable, y ahora ya no está.
—Tarimán podía ser muchas cosas, pero fiable no —respondió Derguín con vehemencia—. Él jugaba su propia partida, y nosotros no éramos más que sus peones.
Kratos volvió a acariciar el pomo de su espada. Derguín deseó que llegara a obsesionarse tanto con esa arma como él con Zemal. Luego se arrepintió de aquel pensamiento tan mezquino.
—Reconozco que yo mismo llegué a verme como un peón en este juego de dioses, magos y demonios —dijo Kratos—. Pero ahora me siento al menos como un alfil o un caballo. Es una mejora. ¡Ah, ahí viene El Mazo! ¿Qué es eso que trae en la mano?
—Una cabeza —respondió Derguín.
—No lo entiendo. ¿Ahora se dedica a decapitar enemigos? Además, esa cabeza es de hombre, y no había más que Atagairas.
Cuando El Mazo se acercó, Derguín observó el gesto de Kratos en lugar de mirarlo a él. Encontrar de nuevo a alguien a quien se creía muerto ya debió resultarle bastante asombroso. Pero cuando la cabeza de Orfeo empezó a hablar, los ojos rasgados de Kratos se abrieron tanto que habría podido pasar por un Ritión.
—Supongo —dijo Orfeo— que estaréis muy entretenidos exhibiendo el uno ante el otro los logros de vuestra conducta agresiva y pavoneándoos por el número de cabezas que habéis cortado y de torsos que habéis eviscerado, pero mientras tanto el tiempo sigue corriendo.
—Kratos, te presento a nuestro amigo Orfeo.
—¿Crees que unos días de viaje justifican que pasemos de simples conocidos a amigos? Aunque podría ser que yo haya sobreestimado la noción de amistad.
La reacción de Kratos sorprendió a Derguín. Recapacitando luego, se dijo que después de las cosas que estaban viendo y que sabían que aún habrían de ver, con un océano suspendido sobre sus cabezas y al pie de una columna de más de doce mil kilómetros de altura, lo extraño era que sus reacciones no fueran más desaforadas o que simplemente no hubieran enloquecido antes.
Lo que hizo Kratos fue pasar la mano sobre la cabeza de Orfeo como si quisiera sacarle brillo y preguntar:
—¿A qué barbero vas? Quiero que me lo presentes.
El sol se puso marrón, y ellos aún seguían al pie de los pilares, algo alejados del campo de batalla. Allí ya habían aparecido los carroñeros, que formaban una turbamulta de lo más abigarrada. Había cuervos, buitres con la cabeza tan roja y pelada como si se la hubieran despellejado, hienas y chacales. También aparecieron unos monos de morros azules que usaban piedras para machacar las cabezas de los cadáveres y comerse los sesos, y que cuando encontraron el cadáver de Anfiún se pelearon entre sí, frustrados por que un cuerpo tan grande tuviera un cerebro tan pequeño. Cuando oscureció más, acudieron unos lagartos bípedos de medio metro de altura que parecían los hermanos pequeños del saurio que los atacó en el río Ĥaner.
Al ver de lejos a aquellos reptiles, Kratos recordó algo. Los expedicionarios habían tenido la suerte de recobrar su impedimenta: el ejército del sur, al ver el curso que corría la batalla, había dado media vuelta antes de llegar al lugar donde la habían dejado.
Kratos revolvió en su petate y sacó un objeto que le habían regalado en Malabashi y que había cargado desde allí sin saber por qué, aunque más de veinte veces había pensado en desprenderse de él por el camino. Cuando se lo entregó al Mazo, éste profirió un grito de alegría, estrujó a Kratos con un brazo, le dio un beso en la calva y luego besó también la calavera amarillenta.
—¡Faugros! ¡Qué alegría! Ya pensé que no volvería a verte. ¡Amigos, a partir de ahora todo va a salir bien! —declaró muy serio.
Kratos se apartó, frotándose con la palma de la mano allí donde le había besado El Mazo. Derguín no pudo evitar una carcajada. Los dos eran Ainari, pero la diferencia era que los del oeste, como El Mazo, eran mucho más cordiales y expansivos, y manoteaban constantemente, mientras que los del centro y el este tenían a gala manifestar sus sentimientos lo menos posible y esconder las manos en las mangas para ocultar lo que pensaban.
—¿Nos contarás de una vez quién es Faugros? —preguntó Derguín—. ¿De dónde sacaste ese dichoso cráneo?
—Os lo contaré cuando vosotros me reveléis a mí el secreto de esas malditas aceleraciones —respondió El Mazo, y se alejó de ellos. Derguín sospechaba que era para agenciarse la cena, y no se equivocó.
La noche cayó casi de repente. A Derguín, acostumbrado como todos a las estrellas, el Cinturón de Zenort y hasta hacía poco las tres lunas, le inquietó la espesa mortaja de sombras que lo cubrió todo. A cambio, en aquella oscuridad era fácil creer que seguían en Tramórea y no en el interior de una especie de calabaza hueca.
Ya habían encendido varias hogueras. Alrededor de una de ellas, apartados de los demás, estaban los Noctívagos. Togul Barok pasó un rato hablando con el oficial al que llamaban simplemente Capitán. Después se separó de ellos y se dirigió a donde se encontraba Linar, todavía sentado en el suelo. Derguín se percató de que todos se apartaban a su paso y murmuraban entre ellos con una mezcla de miedo y respeto.
—Voy a ver si Togul Barok consigue que Linar le haga más caso —le dijo a Kratos.
—Está bien. Luego me reuniré con vosotros. Ahora he de organizar unas cuantas cosas. No basta con obtener la victoria si luego descuidas la vigilancia y por la noche te atacan los mismos a los que has derrotado.
Cuando Derguín llegó junto al emperador, éste se había acuclillado y estaba diciendo algo a lo que, obviamente, Linar no respondía. Por fin, con gesto impaciente, Togul Barok se levantó y le puso la punta de la lanza en la frente.
—¡Aguarda un momento! —dijo Derguín—. ¿Qué barbaridad vas a hacer?
—Égeire! —exclamó Togul Barok.
Un solo pulso de luz brotó de la lanza y se extendió como una onda por la frente de Linar. El Kalagorinor abrió el ojo y los miró a los tres.
—El tiempo apremia.
—¡No cambias, Linar! —dijo Derguín—. Nosotros preocupados por ti, y lo primero que haces al despertar es meternos prisas.
Derguín le tendió la mano para ayudarle a incorporarse. El Kalagorinor hizo caso omiso y se levantó solo, desdoblando sus largas piernas sin acompañarse de los resoplidos y gruñidos típicos en tales casos.
—Me dijeron que habías perdido la espada, Derguín. Veo que la has recuperado.
—Así es —contestó Derguín, y añadió para sí: Y de paso he encontrado una hija.
—Seguí el camino que me indicaste —dijo Togul Barok—. Pero cuando aparecí en Zenorta no estabas allí para darme indicaciones.
—No, no estaba —reconoció Linar.
—Eso es evidente. Pero me faltan tus explicaciones.
—La situación cambió.
Derguín observaba divertido. Aquellos dos hombres tan altos y, por lo demás, de aspecto tan distinto, compartían la misma naturaleza pétrea tanto en los rasgos de su rostro como en sus ademanes y sus palabras.
—Mi situación también —dijo Togul Barok. Mirando de reojo a Derguín, añadió—: La nuestra. Hemos encontrado una aliada que nos dio más información de la que me brindaste tú.
—¿Quién?
—La diosa Taniar.
—Los dioses no son muy de fiar, y ella menos.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi misión es averiguar y saber.
Para lo que nos aprovecha a nosotros, pensó Derguín.
—Al menos —dijo Togul Barok—, ella nos ha explicado cómo llegar al Prates.
—Eso os lo podría haber explicado yo.
—Podrías, pero no lo hiciste.
—Cuéntame qué os dijo la diosa.
Derguín seguía como testigo silencioso el intercambio entre los dos, que por la brevedad de las frases era más navajeo que esgrima verbal. Entonces reparó en que, entre las sombras, alguien le hacía un gesto con la mano.
Era Darkos. Derguín se acercó a él y le estrechó la mano. Al chico pareció gustarle que le tratara como a un hombre.
—Me alegro mucho de que hayas recuperado a Zemal. Me sentía muy culpable.
—¿Y por qué, si puede saberse? Tú no tuviste nada que ver…, espero.
—¡No, no! Pero cuando se lo contaste a mi padre, yo lo oí todo, y se lo dije a Rhumi haciéndole jurar que no se lo revelaría a nadie. Ya sabes cómo son las mujeres.
—Claro. No como nosotros los hombres, que somos tumbas —dijo Derguín. Darkos parecía demasiado preocupado por lo que quería decir como para captar la ironía.
—También oí la discusión que tuvisteis los dos. Lo siento, yo dormía abajo, y se oye casi todo por la trampilla.
—Sobre todo si se dan tales voces que tiembla el Bardaliut.
—¿Sabes que, cuando te fuiste, mi padre partió su espada contra las almenas?
—¿De veras?
—Eso significa que tenía que estar muy triturado por lo que te había dicho.
Derguín interpretó que «triturado» equivalía a decir que estaba triste, furioso o se sentía culpable. En cualquier caso, le satisfizo saber que aquella discusión había atormentado a Kratos tanto como a él.
—Yo también me trituré bastante, la verdad. Incluso le tiré el brazalete que me había regalado Linar. Ahora la verdad es que me da vergüenza pedírselo.
Darkos sacó algo de entre su ropa y se lo tendió a Derguín.
—Era lo que te quería decir. Yo lo recogí del suelo para dárselo, pero él estaba ese día con ganas de triturar a todos y tuvimos una bronca, así que no me hizo caso. Me lo había guardado hasta ahora.
Derguín lo cogió, lo levantó en el aire para que le llegara la luz de la hoguera más cercana y examinó las franjas rojas y doradas.
—¿Lo has traído desde Nikastu? Es un gran detalle. Te lo agradezco mucho.
Se fijó en que el muchacho llevaba su propio brazalete, pero en la muñeca izquierda.
—¿Eso no es de tu padre?
—Me lo dio antes de subir a la montaña a por Talavãra. ¿Has visto cómo alapanda esa espada?
—Qué extraño que tu padre te lo haya dado.
—Me dijo que ya no necesitaba el brazalete para demostrar que era un Tahedorán, porque si encontraba esa espada se convertiría en algo más importante.
Derguín asintió. Tenía lógica. Cuando conoció a Kratos, éste podía alardear de ser considerado el mayor Tahedorán de Tramórea. Probablemente lo era. Pero a eso se reducía su ser. Ahora se había convertido en otras cosas que no tenía por qué medir con marcas. Padre, marido. Jefe de la Horda Roja. Y también, un nuevo tipo de Zemalnit.
Siguiendo un impulso tan súbito como el que había obedecido Kratos, estuvo a punto de devolverle el brazalete a Darkos y pedirle que se lo quedara. Pero antes de hacerlo, recordó: «Yo también tengo una hija».
Y tal vez tendría una mujer. Cruzó los dedos y rogó que todo saliera bien, y que pudiera ver otra vez las altas torres de Agarta y estrechar entre sus brazos a Ariel y Neerya.
Tras platicar con Togul Barok y conocer la información y el plan que habían compartido con Taniar, Linar levantó en alto su vara serpentígera y proclamó que convocaba una asamblea urgente «para todos a quienes les interesara el destino de Tramórea». A Derguín le extrañó un comportamiento tan poco habitual en el secretista Linar, pero dejó la cena a la mitad y acudió enseguida.
—¿No vas a terminar con lo tuyo? —le preguntó El Mazo. Los dos estaban comiendo carne a la brasa de una especie de pollo arborícola autóctono.
—No, cómetelo tú.
El Mazo le siguió, pero llevándose su espetón y el de Derguín por el camino.
Enseguida se formó un gran corro rodeando a Linar. Salvo quienes estaban de guardia patrullando por los alrededores, allí se encontraban todos los que habían combatido en la batalla, Invictos, Atagairas y Noctívagos. Con la voz potente y clara de quien a menudo había oficiado como heraldo, el Kalagorinor dijo:
—En breve habrá que partir para la última etapa de este viaje. Todos habéis demostrado aguante y entereza en las adversidades, lealtad a vuestros amigos y a vuestros jefes, y valor en el combate. A algunos de vosotros os convoqué yo —dijo, mirando a Togul Barok y a los oficiales Ainari que se habían arrimado al grupo—. A los demás os hizo venir o bien Kalitres o bien el propio dios Tarimán.
Derguín y El Mazo se miraron.
—No han estado mal nuestros viajes, ¿verdad? —susurró Derguín. Su amigo asintió, mientras pasaba el dedazo por la cicatriz de Faugros.
—Los designios de Tarimán sólo a él le pertenecían —prosiguió Linar—. Pero el dios herrero ha muerto.
Sonaron murmullos, muchos de ellos de consternación. Pues todos sabían desde siempre que Tarimán era el creador de Zemal, y la mayoría se había enterado ya de que también había forjado a Talavãra para Kratos, y ambas espadas habían luchado bien en el combate. Aunque estuvieran en guerra contra los dioses, como demostraba el cadáver de Anfiún —o lo que estaban dejando de él los carroñeros—, incluso quienes no conocían el meollo de lo que ocurría creían que Tarimán era su aliado.
—Sí, Tarimán ha muerto —prosiguió Linar—, pues incluso los dioses pueden morir. De modo que el destino de este mundo nos compete sólo a nosotros.
Al menos se incluye como si fuera uno más, pensó Derguín con alivio.
—Para evitar la catástrofe que, si nadie la evita, destruirá Tramórea en algo más de treinta horas, sólo podemos hacer dos cosas. Evitar la conjunción de las tres lunas o impedir que se abran las puertas del Prates. Lo primero es algo que se halla fuera del alcance de los hombres de esta era. Por eso fue Kalitres quien partió hacia la torre de Etemenanki para subir hasta el Bardaliut. No os contaré lo que ha ocurrido y está ocurriendo allí arriba por no inquietar más vuestros ánimos.
—A mí ya me has inquietado al decir eso —comentó Kybes en voz baja. Derguín no pudo evitar estar de acuerdo con él.
—La segunda misión es la que nos ha traído aquí a todos nosotros —continuó Linar—. Nos encontramos por fin al pie del puente de Kaluza. Sobre nuestras cabezas, en el interior del sol rojo que ahora está apagado, se encuentra el Prates.
»Cuando partimos de Teluria poco os conté porque poco conocía —dijo, mirando directamente a Kratos—. Kalitres y yo mismo ignorábamos mucho de nuestro pasado y nuestra propia naturaleza. Pero ésos no son asuntos que haya de comentar con hombres y mujeres mortales y los pasaré por alto.
»En aquel entonces yo tan sólo sabía que debíamos venir a este lugar, aunque mi intención era llegar por las galerías que han traído al Zemalnit y sus compañeros, y no arrastrados por aquella espantosa vorágine en la que nuestra flota zozobró.
»Para evitar que toda la expedición pereciera, tuve que recurrir a poderes que drenaron mis fuerzas hasta dejarme exhausto.
—¡Y nosotros te lo agradecemos, abuelo! —dijo Abatón.
El general del batallón Jauría estaba tan borracho que dos soldados tenían que apuntalarlo para que no se desplomara. Derguín, que no olvidaba la pelea de la taberna, rezó en voz baja para que Linar lo fulminara con un rayo o lo convirtiera en caracol. Pero el Kalagorinor hizo caso omiso de la interrupción y continuó:
—Mientras me recuperaba tuve tiempo de meditar y aprender cosas. Pues nunca se es demasiado viejo para aprender. Ahora conozco algo más sobre lo que nos aguarda en esta última etapa de nuestro viaje.
»Todos os habéis entregado a una misión que apenas conocíais. Lo habéis hecho por amor a vuestras familias, vuestros compañeros y vuestro mundo. Muchos han perdido la vida para que los demás pudierais llegar. Durante largo tiempo habéis sido tratados como piezas en un tablero, y yo he sido el primero que lo he hecho.
Ésta sí que es buena, pensó Derguín, aguzando el oído.
—No merecéis que se os manipule así. Tal vez los dioses crearon Tramórea. Pero ahora es vuestra, y nadie tiene derecho a destruirla para conseguir sus fines. Ni siquiera el que se hace llamar rey de los dioses y que alienta la fanática ambición de convertirse en dueño absoluto de este mundo y de los infinitos mundos que existen.
»Vamos a subir allí —dijo Linar, levantando el báculo en el aire y señalando al sol invisible—. En ese lugar nos encontraremos con el más poderoso de los dioses, tanto que fue capaz de aniquilar al gran Manígulat. Él estará en el Prates, aguardando a que llegue el momento de la conjunción. Y cuando el caos y el fuego se adueñen de Tramórea, la abandonará tras de sí como quien arroja al suelo una fruta que ya ha exprimido.
»Contra Tubilok el dios loco no sirven las armas normales, ni flechas ni espadas ni lanzas. Cuando yo os hice venir a unos y Kalitres os invocó a otros, no teníamos idea clara de nuestra misión y, sobre todo, de cómo podríamos cumplirla con éxito.
»Hace poco renuncié al ojo que atisbaba los senderos del futuro, y sin embargo con éste que me queda veo las cosas con más nitidez. La mayoría de los que habéis llegado aquí no estabais destinados a viajar esta última jornada, pero vuestros esfuerzos y afanes no han sido en vano, pues gracias a vosotros, los elegidos están ahora donde tienen que estar, junto a los pilares del puente de Kaluza.
Linar extendió el brazo y trazó un círculo a su alrededor con el bastón. Los ojos de la serpiente refulgieron como dos pequeños soles. Los demás retrocedieron un paso, ampliando aún más el corro que habían formado.
—Todas las eras engendran héroes, pero vosotros habéis tenido la suerte de vivir en una época rica en ellos. Los héroes de los que hablo no son seres perfectos. A veces sufren temores, a veces no se comportan como corresponde a su grandeza y en ocasiones se debaten entre sentimientos que los atormentan.
»Tres de estos héroes, los más grandes de vuestro tiempo, están aquí, y cada uno de ellos posee un arma fabricada por los dioses. Es justo que las uséis para defender vuestro mundo contra los mismos que las forjaron, pues habéis de saber una cosa. ¡Qué los dioses no son vuestros padres, sino vuestros hijos, y que fueron creados a vuestra imagen y semejanza!
Aquello provocó nuevos murmullos. Linar prosiguió:
—Pido a esos tres héroes que se adelanten. Togul Barok, emperador de Áinar, te convoco para que me acompañes en esta última etapa. ¿Aceptas?
El gigante Ainari dio dos pasos al frente.
—Que yo también tenga dobles pupilas no significa que vaya a dejar que esos bastardos destruyan mi reino. —Levantó la lanza roja y la clavó en la hierba—. Te acompañaré, Linar el Ruggaihik, aunque te recuerdo que el emperador de Áinar no acepta órdenes.
—Llegados a este trance no puedo dar órdenes, sino tan sólo consejos. Kratos May, señor de la Horda Roja, ¿te atreverás a subir con nosotros hasta el sol de Agarta?
Kratos se adelantó y desenvainó a Talavãra. Pequeños relámpagos azules recorrieron la hoja y recortaron con sombras huidizas sus duros rasgos de guerrero.
—¡Subiré al sol e incluso más allá, y viajaré adonde sea menester por defender a los míos! —proclamó.
—Ante las injusticias del destino hay que ser pacientes, Kratos, pues a todo hombre que sabe esperar le llega su momento.
Tras decir esto, el Kalagorinor hizo una pausa. Después preguntó:
—Derguín Gorión, legítimo Zemalnit, último heredero de Zenort el Libertador, ¿vendrás con nosotros para mantener cerradas las puertas del Prates, por más poderosos que sean los adversarios que quieran abrirlas?
En aquel momento a Derguín se le podrían haber ocurrido muchas cosas. Podría haber recordado el sueño recurrente del ojo en el cielo, haber pensado en su padre Cuiberguín, en las memorias de su doble y ancestro Zenort o en que Ariel y Neerya lo aguardaban en Tártara. Pero lo único que se dijo a sí mismo al dar dos pasos al frente fue que debía tener cuidado de no tropezar para no hacer el ridículo ni estropear la solemnidad del momento.
Ya en el centro del círculo desenvainó a Zemal. ¡Por el difunto Tarimán, qué hermosa era!
—¡Iré con vosotros! —dijo, y mirando a Togul Barok y a Kratos añadió—: Es un honor combatir a vuestro lado.
—¡Sea pues! —dijo Linar—. Ahora descansad y despedíos de los vuestros. Para llegar en el momento oportuno a nuestra cita con Tubilok, partiremos cuatro horas antes del amanecer, y tomaremos el sendero que nos conducirá al corazón de Tramórea.