Capítulo 9

 

 

Las cañerías viejas no habían asustado a Kane, todo lo contrario. Volvió el jueves y pasaron el día juntos.

Habían pensado salir con el barco de los Carleton aquella mañana, pero él recibió una llamada urgente del despacho. Por lo visto, dos de sus empleados habían tenido un accidente de tráfico. Antes de marcharse, Kane le recordó que irían al partido el domingo y después a cenar en casa de su madre.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Smoke, dejándose caer en el sofá.

El gato ronroneó de placer. Trueno estaba en la cocina. No dejaba que salieran al jardín sin ella y, en aquel momento, no le apetecía perseguir a un minino que corría como un demonio. Normalmente le encantaba estar en el jardín, pero sin Kane no tenía interés. Ni siquiera la hamaca donde charlaban, leían y a veces se quedaban dormidos.

—Debe aburrirse como una ostra —murmuró para sí misma.

Pero al recordarlo en su hamaca, con los pies desnudos, Beth dejó escapar un suspiro. Los pies de un hombre no deberían ser tan sensuales. Solo eran pies.

Smoke se había quedado dormido cuando sonó el timbre y abrió un ojo, irritado, cuando ella se levantó del sofá. Podría ser Kane. Quizá el accidente no era grave y había vuelto a Crockett. Pero cuando abrió la puerta se encontró con un montón de periodistas, uno de ellos micrófono en mano.

—Señorita Cox, ¿ha tenido una pelea con el señor O’Rourke? Nos han dicho que volvió a Seattle a toda prisa después de venir a verla esta mañana.

—Yo... no, claro que no nos hemos peleado — contestó Beth, dando un paso atrás.

—¿Qué ha ocurrido?

—Dos de sus empleados han tenido un accidente de tráfico y ha ido a verlos al hospital.

—¿Le ha propuesto matrimonio? —preguntó el que llevaba un micrófono.

—¿Han elegido fecha? —preguntó otro. Beth no sabía cómo contestar. Deseaba ayudar al hermano de Kane, pero no quería mentir.

—El señor O’Rourke y yo solo somos amigos.

Por supuesto los periodistas no la creyeron.

—Aparentemente, el señor O’Rourke está interesado en algo más que una amistad —dijo uno de ellos, mostrándole las fotografías del periódico—. ¿Ha visto esto, señorita Cox?

—No tengo nada más que decir. Siento que hayan perdido el tiempo. Adiós.

Beth cerró de un portazo y desconectó el timbre. Nunca habría esperado tal histeria por un simple programa de radio...

Entonces oyó un ruido en la cocina y pensó que era Trueno, que había tirado algo. Pero al entrar se encontró con un fotógrafo.

—¿Estas flores son regalo del señor O’Rourke?

—¡Váyase de aquí ahora mismo! ¡Esto es propiedad privada! —gritó ella, tomando el teléfono—. Voy a llamar a la policía.

El hombre salió corriendo por la puerta de atrás, pero Beth informó a la policía de la situación. Aquello se estaba pasando de la raya.

Entonces se dio cuenta de que no había visto a Trueno en un buen rato. Y se dio cuenta también de que el fotógrafo había dejado abierta la puerta de atrás.

Asustada, lo buscó por la casa, pero no lo encontró. Y tampoco en el jardín. Lo buscó por la calle, pero Trueno había desaparecido.

Beth se dejó caer en el sofá, intentando contener las lágrimas. Quizá volvería cuando tuviese hambre, pero podría haberse perdido. El mundo era tan grande...

Y ella no tenía mucha suerte conservando lo que quería.

El teléfono sonó entonces y Beth contestó inmediatamente.

—¿Sí?

—Soy Kane. ¿Ha pasado algo? Me han dicho que has tenido un problema con los fotógrafos.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a llorar.

—No pasa nada.

—¿Seguro?

—¿Cómo están tus empleados?

—Los dos en cuidados intensivos, pero parece que están fuera de peligro.

—Me alegro.

Kane frunció el ceño. Beth no parecía estar bien. Quizá los fotógrafos la habían asustado. Pero el se encargaría de que no volviera a pasar. La gente que le hacía daño a su familia pagaba las consecuencias.

—Dime qué te pasa —insistió. Entonces oyó algo que sonaba sospechosamente parecido a un sollozo—. Beth, ¿qué te pasa?

—Trueno ha desaparecido. No lo encuentro por ningún lado.

—No te muevas de ahí. Iré en cuanto pueda.

—No hace falta. Estarás cansado y no puedes hacer nada...

—No te preocupes, cielo. Voy para allá.

 

 

Kane llamó al helipuerto nada más colgar. Llegaría antes a Crockett en helicóptero. Y mientras esperaba, hizo un par de llamadas más. Movería cielo y tierra si hacía falta para encontrar al gatito de Beth.

Kane llamó al timbre varias veces pero no hubo respuesta, de modo que dio la vuelta por el jardín. La encontró sentada en los escalones de la cocina y se sentó a su lado.

—Estás aquí —murmuró Beth. Parecía sorprendida, como si no hubiera esperado verlo—. No deberías haber venido. Has tenido que ir y volver dos veces.

—No importa —dijo él, sentándola sobre sus rodillas—. Lo encontraremos, cariño. No te preocupes.

—Es tan curioso. Debió escaparse cuando el fotógrafo entró en la cocina.

—¿Un fotógrafo entró en la cocina?

—He llamado a la policía para que no vuelva a pasar.

Kane se puso furioso. Una cosa era hacerles fotografías por la calle y otra muy diferente que entrasen en casa de Beth. Hablaría con su jefe de seguridad, un hombre absolutamente discreto que sabía cómo quitarse moscones de en medio.

—No volverá a pasar. Te lo prometo.

—¿Tú crees que Trueno encontrará el camino de vuelta? Solo lleva un par de días en casa y a lo mejor no se acuerda.

—Seguro que se acuerda.

—Pero es que es tan pequeño...

Kane metió la mano bajo la larga melena para acariciar su cuello. Si él no la hubiera metido en aquel lío, no habría perdido a su gato.

Pero se diera cuenta Beth o no, no era solo la desaparición de Trueno lo que la tenía disgustada. Se había arriesgado a amar otra vez. Había invitado a los dos animales a entrar en su corazón y quizá había perdido a uno de ellos.

Como perdió a su prometido.

La vida siempre era injusta.

 

 

Beth abrió los ojos poco a poco y se dio cuenta de que estaba en la cama, con Smoke a su lado. Seguía llevando los pantalones cortos y la camiseta del día anterior.

Estaba preguntándose cómo había llegado allí cuando la puerta se abrió.

—Sé que no te gusta madrugar, pero pensé que no te importaría tener visita —dijo Kane.

Un suave maullido la hizo levantarse de golpe.

—¡Trueno! —exclamó. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando Kane lo puso en sus brazos—. Lo has encontrado.

—Ya te dije que lo haría.

—¿Dónde estaba?

—Le pedí a mi gente que hablase con los fotógrafos. Aparentemente, Trueno decidió explorar la furgoneta de televisión.

—Pero han pasado horas. ¿Por qué no lo han traído antes?

—No volverá a pasar. Los de la tele están buscando trabajo en otro estado —dijo Kane.

Beth no pudo evitar una sonrisa. Había movilizado a todo Crockett para encontrar a su gato. Pero, sobre todo, la había consolado cuando seguramente tenía un millón de cosas importantes que hacer.

—Eres maravilloso.

Kane acarició su pelo.

—¿Por qué lo dices? Aunque no estoy quejándome, claro. Me gusta que me digas cosas bonitas.

—Has encontrado a mi gato. Y has vuelto, cuando la mayoría de los hombres habrían pensado que estaba portándome como una cría.

—No es verdad. Además, es culpa mía que los fotógrafos entrasen en tu casa.

—No es culpa tuya —replicó Beth—. Además, tú no sabías lo del fotógrafo cuando volviste a Crockett.

—Estaba preocupado por ti.

Ella se quedó pensativa.

—Ha pasado mucho tiempo desde que alguien... hace algo tan bonito por mí.

Kane se inclinó para darle un beso en la frente.

—Cariño, yo creo que hay mucha gente que querría hacer cosas por ti. Nunca he conocido a nadie con un corazón tan blando.

Beth cerró los ojos para que no viera las preguntas que había en ellos. Era difícil estar sola, pero mucho más amar a alguien para perderlo luego. ¿Cuántas veces debía arriesgarse? ¿Cuántas veces se podía recomponer una vida?

Ni siquiera se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que oyó el suspiro de Kane.

—No lo sé, cielo. Yo también me lo pregunto.

—¿Tú también?

—Cada vez que llevo a mi madre al cementerio o cuando recuerdo que el marido de mi hermana pequeña se marchó con su mejor amiga. Uno quiere esconderse del dolor, pero la vida es así. Si no te quedas con algo, al final no tienes nada. Hay que vivir, simplemente.

—Tú tienes a tu familia.

—Soy un hombre afortunado. Y no soy tan bueno como tú, Beth.

—Eso no es verdad. Tengo muy mal carácter —sonrió ella.

—Y eres muy cabezota —asintió Kane—. Afortunadamente. Si no, pensaría que el cielo me ha enviado un ángel.

—Te mereces uno.

Él la sorprendió entonces con un beso en los labios.

—¿Porqué?

—Por mirarme de esa forma. No sabes cómo me gusta que me mires así.

—Ah —murmuró Beth, dejando a Trueno sobre el edredón—. Voy a hacer el desayuno.

Kane se sentó en la cama. Seguía sin saber qué quería de Beth o qué hacer con ella.

¿Amistad? Definitivamente. Era simpática, inteligente, divertida y le daba una sensación de paz que no había tenido en mucho tiempo. ¿Una relación sentimental? Ella lo excitaba más que nadie. Y tener el amor de Beth Cox valía más que todo el oro del mundo.

La gran pregunta era: ¿matrimonio? Había pensado que no tendría tiempo para una esposa, que no sería justo para Beth. Pero durante los últimos días había empezado a ver las cosas de otra forma. Y quizá la diferencia de edad no fuera tal problema. Si dos personas se amaban, ¿qué importaban unos cuantos años?

Sobre la mesita de noche había una fotografía enmarcada y Kane la miró, curioso. Tenía que ser el héroe, su prometido.

«Le gustaba el peligro», había dicho Beth.

—¿En qué demonios estabas pensando? —dijo en voz baja—. Ella está hecha para el amor y tú lo has estropeado todo. Ahora tiene el corazón más blindado que la caja fuerte de un banco.

Kane dejó escapar un suspiro. No podía cambiar el pasado. Solo podía esperar que Beth le abriese su corazón porque era el único sitio donde quería estar.

 

 

A pesar del tráfico, Kane consiguió llegar al estadio a tiempo.

Kane lo hacía todo bien.

La única razón para no encontrarlo insoportable era que él no se daba cuenta. Desde luego, no era lo que Beth hubiese esperado de un multimillonario.

—¿Has oído la emisora esta mañana? —le preguntó, cuando salían del aparcamiento—. Han añadido la Marcha Nupcial.

Kane hizo una mueca.

—Ya lo sé. Le he dicho a Patrick que se está pasando.

—Es muy creativo, desde luego.

—Yo no lo llamaría así —sonrió él, deteniéndose en un puesto de comida—. ¿Quieres patatas con ajo?

—Ni loca.

—¿Por qué? ¿Vas a besarme luego?

—Muy gracioso —replicó Beth—. Esta noche vamos a cenar con tu familia y no quiero oler a ajo.

—Eres una aguafiestas —dijo Kane, tomándola por la cintura—. Afortunadamente, tienes otras cosas buenas.

Mezclados entre la gente, eran como cualquier otra pareja. Él llevaba pantalones cortos, una visera y gafas de sol para pasar desapercibido. Beth se habría puesto pantalones cortos pero como iban a cenar con su familia había optado por un pantalón largo y una camiseta muy original. O eso esperaba.

Y el guante de béisbol, por supuesto. Nunca se sabía cuando podía caerte una pelota, aunque estuvieras en las gradas más altas.

Pero Kane no la llevó a las gradas más altas sino al mejor sitio, en la primera fila.

—Te dije que me gustaba mezclarme con la gente —protestó Beth.

—¿Y no puedes mezclarte en la primera fila? —sonrió él, poniendo cara de bueno.

Había comprado aquellas entradas para que estuviera cerca de su equipo. Y, aunque protestase, sabía que le hacía ilusión. Beth ponía un entusiasmo tremendo en todo. Y a veces se había preguntado si ese entusiasmo se trasladaría al dormitorio... aunque creía conocer la respuesta. Si Beth amaba a un hombre lo amaría con una pasión sin límites.

—¿Has venido alguna vez a ver jugar a los Mariner?

—Venimos una vez al año —contestó él.

Una vez al año compraba entradas para todos sus empleados, pero solía estar tan ocupado haciendo llamadas que no tenía tiempo de mirar el partido.

Aquel día estaba ocupado mirando a Beth.

Una pelota pasó muy cerca de su cabeza y Kane intentó detenerla, pero ella la agarró hábilmente con el guante... para dársela después a un niño que estaba en la fila de atrás.

Kane se dio cuenta de que las cámaras estaban enfocándolos y se bajó la visera. Afortunadamente, la atención volvió enseguida al partido.

Aunque siempre había estado demasiado ocupado, aquel día realmente le prestó atención al juego. Y lo encontró fascinante. Quizá era influencia de Beth, pero se levantó de un salto cuando los Mariner ganaron por ocho a seis.

Beth estaba tan contenta que le echó los brazos al cuello y él aprovechó la oportunidad para abrazarla.

—Esto es lo que yo llamo un buen incentivo.

—Tú no estás jugando, bobo.

—No, no estoy jugando —dijo Kane con voz ronca.

—Deberíamos irnos —murmuró ella cuando los espectadores empezaron a abandonar sus asientos.

Pero no se movió. Y Kane no pudo evitar una sonrisa. No quería admitir que la «cita con un multimillonario» había salido tan bien, pero era la verdad. El nudo que tenía en el estómago había desaparecido desde que conoció a Beth. Veía las cosas de otra forma, el mundo le parecía diferente.

—¡Señorita Cox!

Los dos se volvieron pensando que sería un fotógrafo, pero era uno de los jugadores del Mariner.

—¿Sí?

—Un regalo —sonrió él, tirándole una pelota. Beth la agarró, boquiabierta. Llevaba las firmas de todo el equipo.

—Has sido tú —le dijo a Kane.

—No me ha costado nada. Un par de llamadas.

Un par de llamadas. Pero ningún regalo le habría hecho más ilusión.

—Gracias —dijo Beth simplemente. Mientras salían del aparcamiento estaba nerviosa. No sabía si le caería bien a su familia. Y tenía demasiada experiencia sintiéndose como una extraña.

Cuando sacó un espejito del bolso para darse un retoque, lanzó un grito.

—¿Por qué no me has dicho que estaba tan despeinada?

—Porque no lo estás.

—Estás ciego. Y no te rías...

—No estaba riéndome.

—Estabas riéndote y quiero saber por qué.

—Porque nunca te había visto tan nerviosa por tu aspecto. Tienes un pelo precioso, Beth. Y así te queda muy bien.

—Pero si parece que acabo de levantarme de la cama —protestó ella.

—Por eso.

Beth se puso colorada. Cada día estaba más confusa con aquel hombre. ¿Eran amigos o no eran amigos? Seguía pensando en ello cuando Kane detuvo el coche ante una casa de dos pisos con porche de madera.

Ella había esperado un edificio moderno o una enorme mansión. Pero era una casa sencilla y preciosa.

—¿Aquí es donde vive tu madre?

—Sí. No quiere que le compre una casa más grande. Dice que no le hacen falta más habitaciones hasta que tenga nietos —contestó Kane.

—¿Han venido todos tus hermanos? —preguntó Beth, nerviosa.

Pero Kane no iba a «presentarla» formalmente a la familia ni nada de eso. Solo eran amigos.

—Sí, están todos. Y no te preocupes, solo quieren conocer a la mujer que ha tenido la cara de rechazarme.

—Ah, eso me hace sentir mucho mejor.

—Les vas a encantar —sonrió él, tomando su mano.

Como se había temido, todos los O’Rourke eran altísimos e imponentes. Hasta su madre, que le dio un abrazo en la puerta de la cocina.

—Qué ganas tenía de conocerte. No había visto a mi hijo tan feliz desde que mi marido murió.

Beth sintió pánico.

—No, pero yo... Él me había dicho que usted sabía...

—Sí, sí, esa tontería de que sois amigos —rió Peggy O’Rourke—. Pero conozco a mi hijo. Tú le has devuelto algo que había perdido, Beth. Y aunque sea tan idiota como para no casarse contigo, en lo que a mí respecta ya eres parte de la familia.

Los ojos de Beth se llenaron de lágrimas.

—Gracias.

—¿Gracias por qué? Y a partir de ahora llámame mamá, como todo el mundo. ¿Verdad, Kane?

Él estaba apoyado en el quicio de la puerta, con una expresión indescifrable.

—Shannon quiere saber si necesitas que te ayude en la cocina.

—¿Shannon? —rió Peggy—. Mi hija es inteligentísima, pero en la cocina... un desastre.

—Eso es como decir que el peñón de Gibraltar es un montoncito de arena. Si Shannon entra en una cocina, despídete de nada comestible.

—Te he oído —dijo su hermana, dándole un empujón—. No me tienes ningún respeto.

—Le dijo la sartén al cazo.

Los hermanos O’Rourke entraban y salían de la cocina llevando platos, riendo y discutiendo. Eran como cualquier otra familia... si no fueran tan guapos.

Patrick O’Rourke llegó el último y miró a Beth con una sonrisa de satisfacción en los labios.

—¡Beth Cox! ¡Mi salvadora! —exclamó.

—Yo no, la historia que has inventado. Yo solo soy una víctima de tu cuento de hadas.

—¿Víctima? —rió Kane—. Pero si yo estoy todo el día detrás de ti como un perrito faldero.

Sus hermanos empezaron a tomarle el pelo y él se defendió como pudo. Aquella era la clase de familia con la que Beth había soñado siempre.

Cuando Peggy O’Rourke bendijo la mesa, Kane tomó su mano y ella rezó para sobrevivir. No quería enamorarse otra vez, pero aquel hombre estaba ganándose un sitio en su corazón.

Y eso era muy peligroso.

Aparentemente, la bendición era el único momento de silencio en aquella casa. Después, hubo varias conversaciones paralelas, pero sobre todo se metían con Kane y su condición de soltero de oro.

—Los chicos de la familia O’Rourke tienen que pasar por la vicaría. Y el primero debe ser Kane —dijo Shannon.

—Desde luego que sí, porque yo no pienso casarme —rió Patrick—. Y no me importaría que Beth fuese mi cuñada.

—No bromees con eso —lo regañó Peggy.

—Son unos pesados. No les hagas ni caso —dijo Kane.

Beth intentó sonreír. Eran encantadores, pero la estaban haciendo sentir incómoda. ¿Casarse? Evidentemente no lo entendían. Kane nunca se casaría con ella.

Se sentían físicamente atraídos el uno por el otro, pero no creía que él pudiese amarla.

—Por cierto Beth, te agradezco que me hayas dado la oportunidad de dirigir un imperio —dijo Neil entonces—. Si no hubiera sido por tu influencia, Kane nunca me habría dado esa oportunidad.

Evidentemente estaba bromeando, pero también era evidente que tenía a su hermano en muy alta estima.

—No me hagas perder dinero —le advirtió Kane—. Un par de millones vale, pero no más.

—Eres más rico hoy gracias a mí —rió Neil—. Aléjalo de la oficina, Beth. En quince días habré duplicado su fortuna.

Aquellas bromas la hacían sentir cada vez más fuera de lugar.

—Voy a llenar la jarra de agua —dijo, levantándose.

—Que vaya Patrick, está más cerca —sugirió Shannon.

—No... no hace falta.

Kane se dio cuenta de que estaba incómoda con su familia. Si pudiera explicarle... si pudiera decirle lo importante que era para él.

Entonces se levantó, muy serio.

—¿Tú crees que le han molestado nuestras bromas? —preguntó Neil, contrito.

—No lo sé. Voy a enterarme.

La encontró mirando por la ventana de la cocina y rodeó su cintura con los brazos.

—No les hagas caso. Los O’Rourke somos unos bocazas.

—No debería haber venido.

Beth era la mujer más maravillosa del mundo, pero aquel no era momento de hablar.

—Claro que sí. ¿O querías que tuviera que soportarlos yo solo?

—Te adoran, Kane.

—Me vuelven loco. Me gusta más estar en tu casa, es más tranquila.

—¿Tranquila? —rió Beth—. Cañerías que se rompen, gatitos que se escapan... muy tranquila, desde luego.

—Y extraordinaria.

No sabía lo extraordinaria que era.

Alguien carraspeó y cuando se volvieron había nueve personas en la puerta de la cocina. Una casa de locos, desde luego.

—Sé que es difícil acostumbrarse a nosotros, pero acabarás haciéndolo —sonrió Peggy.

Beth dejó escapar un suspiro. Le resultaba más fácil enfrentarse con ellos estando en los brazos de Kane.

No era su novia y todos lo sabían. Solo era una broma.

—Esto no es nada comparado con una horda de fotógrafos preguntando por qué no quería salir con un multimillonario.

Los O’Rourke soltaron una carcajada, pero fue la mirada tierna de Kane lo que calentó su corazón.