Capítulo 4
—¿Cuál es el siguiente paso en nuestro itinerario? —preguntó Beth... como si no estuvieran abrazados en el muelle, como si Kane no se hubiera quedado sin aire.
—Primero, vamos a visitar los jardines Butchart. Después, por la tarde iremos a tomar el té al hotel Emperatriz. Creo que la comida ya la tienen organizada.
—Sería más divertido visitar la ciudad por nuestra cuenta.
—¿Quieres que escapemos de los fotógrafos y hacer que esto sea una cita de verdad? —preguntó Kane, con una sonrisa esperanzada en los labios—. Será mejor que vayamos a la limusina —se apresuró a añadir, por miedo a meter la pata.
—¿Quién necesita una limusina? —dijo ella entonces, tomándolo de la mano—. Vamos a tomar un autobús para ver la ciudad. Iremos al castillo de Craigdarroch... a todas partes.
—¿El castillo de Craigdarroch?
—Es una casa muy vieja.
Había muchas casas viejas en Seattle y Kane nunca había sido muy partidario de visitas turísticas, pero aquella vez se dejó guiar.
—¿Por qué lo llaman castillo?
—No lo sé. Quizá porque tiene torres de vigilancia. La verdad es que parece un castillo europeo.
A Kane le parecía razón suficiente para ir a visitarlo. Además, eso era más fácil que seguir pensando en el beso. El ya no estaba en edad de analizar un beso, ¿no? Un hombre llega a cierto punto de su vida y no se preguntaba qué significaba un beso, ni si debería haberlo hecho de otra forma...
Sí, ya.
Pues debía ser un idiota, porque no hacía más que darle vueltas. Pero había algo en el dulce rostro de Beth que lo hacía sentir más joven que nunca... quizá más joven de lo que se había sentido desde que murió su padre.
Esperaron en el semáforo para cruzar la calle frente al hotel Emperatriz, un impresionante edificio que parecía un centinela del puerto. La ciudad era una delicia para los sentidos, con sus hermosos edificios, sus flores y sus turistas vestidos de colores chillones.
Justo entonces vieron a los fotógrafos tras ellos.
—Oh, no.
Corriendo, se mezclaron entre la gente que cruzaba la calle.
—Pero el autobús para al otro lado —protestó ella.
—Si no nos damos prisa, tendremos compañía.
Beth miró hacia atrás y vio el coche donde iban los fotógrafos. Uno de ellos estaba asomado por la ventanilla, buscándolos. Afortunadamente, miraba hacia el hotel.
Riendo, corrieron para esconderse tras la torre del carillón.
—Mira, el museo británico de Columbia. Podríamos entrar a visitarlo.
—Pensé que íbamos al castillo —protestó él—. Esta no es forma de planear las cosas.
Beth negó con la cabeza. No sabía mucho sobre Kane O’Rourke, pero imaginaba cómo era su vida... agendas, horarios, reuniones.
—No tenemos que planear nada. Estamos delante de un gran museo, así que vamos.
Sin esperar que él asintiera, se dirigió a la entrada. Un segundo después sintió una mano en su espalda y no pudo evitar una sonrisa. Kane empezaba a ser más espontáneo, pero no olvidaba que era un caballero. Nunca había conocido a un hombre así, alguien para quien las buenas maneras eran algo intrínsico a su naturaleza.
Aunque hacía años que no visitaba Victoria, el Museo Británico de Columbia era el favorito de Beth y decidió llevarlo a ver su sección preferida: la maqueta de la ciudad en el siglo XIX, con su estación de ferrocarril, el viejo teatro, los salones de té...
—¿A que es preciosa? —murmuró—. Si cierras los ojos, es como volver atrás en el tiempo. Casi puedes oír el silbato de las viejas locomotoras.
Kane la miró, más intrigado por su expresión que por cualquier cosa que ofreciera el museo. Una parte de ella había desaparecido, se había volatilizado. ¿Qué ocurriría si volviera a besarla?
Tuvo que hacer un esfuerzo, pero se contuvo. Debía verla como lo que era, una desconocida. Aquello no era una cita. No tenía derecho a besarla. No eran una pareja y no lo serían nunca.
Pero era difícil recordarlo. Y mucho más cuando, unos minutos más tarde, se sentaron en un auditorio oscuro para escuchar historias sobre los primeros pobladores de la zona. La voz grabada y la música india parecían hipnotizar al público. Cuando Beth se movió, aparentemente incómoda, Kane tiró de ella hasta quedar sentados en la moqueta.
—¿Y esa manía de sentarse en el suelo?
—No sé qué me pasa. No lo había hecho nunca —sonrió él.
Estaban muy cerca y su cuello era una invitación... que Kane no podía rechazar. Puso sus labios sobre la delicada piel y...
—Kane, no —el susurro de Beth era apenas audible.
—Perdona. Solo quería que estuvieras cómoda.
Por supuesto, él no estaba nada cómodo... por una cuestión puramente masculina. El deseo, crudo y caliente, empezaba a encenderse entre sus piernas y tuvo que contar hasta cien. Era una tortura exquisita, mucho más porque sabía que no habría desahogo. Aunque Beth quisiera, él no empezaría una aventura con los fotógrafos pisándoles los talones. A algunas mujeres no les importaba su reputación, pero no creía que Beth Cox fuera una de ellas.
Los turistas entraban y salían de la sala, pero ellas permanecieron sentados en el suelo, escuchando la historia de los indios americanos. Era curioso sentirse tan en paz y, a la vez, a punto de explotar. La calma duró hasta que entró un grupo de niños haciendo preguntas a su profesora.
Sin decir nada, Beth se levantó. Y después de visitar varias salas de pintura e historia, decidieron ir a comer algo.
—En el Emperatriz hay un buen restaurante — dijo Kane, cuando salieron a la calle.
—Sí, pero también podríamos tomar un perrito caliente y seguir explorando.
Lo decía en serio.
—¿No quieres comer en un buen restaurante?
Las mujeres con las que salía preferían sitios carísimos, con elegantes camareros y porcelana inglesa.
—Prefiero un perrito caliente.
—Lo que tú digas.
Beth sonrió, aunque no le apetecía mucho sonreír. No debería haberlo besado. Ni debería haber hablado de cosas tan personales en el trasbordador. Evidentemente, su sentido común se había ido por la ventana. Kane O’Rourke era encantador y si no tenía cuidado podría enamorarse de él.
Ese pensamiento la asustó. No quería volver a enamorarse. Era demasiado doloroso. Además, Kane estaba fuera de su alcance. Era un hombre enormemente rico, con una gran familia... tan diferente de ella como el día y la noche. De modo que quizá un perrito caliente no era tan buena idea.
—Muy bien. Si quieres, comeremos en el hotel.
Él asintió, como había esperado. Podía comer sándwiches de vez en cuando, pero seguramente prefería un buen restaurante.
Beth quería pensar en Kane O’Rourke como un rico caprichoso y egoísta. Pero la verdad, le costaba trabajo.
Perversamente, cuando ella aceptó comer en el restaurante del hotel, Kane deseó perritos calientes. Algo le había ocurrido en el espacio de un segundo. Primero tenía una sonrisa en los labios y, de repente, su expresión se había ensombrecido. ¿Por qué? ¿Cuál era el secreto de Beth Cox?
—¿Por qué no echamos un vistazo a las suites y luego decidimos?
—Me parece bien.
—¿Qué te pasa?
—Nada. He dicho que me parece bien —repitió Beth.
Estaba sonriendo, pero Kane se dio cuenta de que era una sonrisa falsa. Aquella mujer era imposible, pero eso no evitaba que la desease como un adolescente. Y no evitaba que quisiera ver una auténtica sonrisa en su rostro.
Por supuesto, le gustaban los retos. Y si consideraba aquello un reto, todo iría bien. Era absurdo, pero se daba cuenta de que no podía razonar con claridad en lo que se refería a Beth Cox. Tenía una sensación rara, como si estuviera en medio del mar sin salvavidas.
Mientras Beth echaba un vistazo a su suite, él hizo un par de llamadas... con ciertas peticiones especiales al servicio de habitaciones. Cuando todo estuvo preparado, la llamó por teléfono diciendo que tenía una sorpresa.
Cinco minutos después, Beth entró en la suite, echó un vistazo alrededor y... lanzó una carcajada.
La habitación estaba llena de flores y en el suelo, sobre la moqueta, había un mantel de cuadros rojos y blancos. Sobre él, una cesta de mimbre con perritos calientes... a la que parecía querer subir una gigantesca hormiga de plástico. Un camarero uniformado esperaba de pie, con una botella de sidra en la mano.
—Desde luego, sabes cómo sorprender a una chica.
—Lo que haga falta —sonrió Kane, haciéndole un gesto al camarero—. Ya puede marcharse. Y muchas gracias por todo.
—Muy bien, señor —dijo el hombre, inclinándose para tomar la hormiga de plástico—. ¿Necesitará esto el señor?
—No, gracias.
Beth soltó una risita mientras se sentaba en el suelo.
—Me alegro de que no hayas pedido un almuerzo muy elegante.
—Solo he tenido que hacer un par de llamadas. Por cierto, hay helado de chocolate en la nevera. Italiano.
—¿De verdad?
—Por supuesto. ¿Te gusta el chocolate?
—Me encanta —sonrió ella—. Debe ser estupendo tener tanto dinero.
Kane frunció el ceño, pensativo. De nuevo, se sentía raro, incómodo... inseguro. Era ridículo. Beth era muy joven, ¿cómo podía sentirse inseguro?
Quizá porque no tenía nada que ella quisiera, pensó entonces. Kane apartó de sí aquel pensamiento. Era absurdo. Él lo tenía todo.
—Por la amistad —dijo, después de servir dos copas de sidra.
Beth aceptó el brindis, con expresión dubitativa.
—Pero nosotros no somos amigos. Kane se apoyó en un codo.
—Llevo vaqueros, no traje de chaqueta. El día que nos conocimos, tú parecías pensar que esa era una de las razones por las que no podíamos ser amigos. En realidad, es la única razón que mencionaste.
—Era un traje muy bonito.
—Para ir a un funeral —sonrió él.
Beth mordió su perrito caliente. Sabía que estaba tomándole el pelo y se decía a sí misma que debía mantener las distancias, pero era imposible. ¿Cuántos millonarios comerían un simple perrito caliente en la suite de un carísimo hotel?
—¿Por qué no podemos aceptar que somos dos personas muy diferentes, sin nada en común más que la necesidad de pasar este fin de semana juntos? —preguntó por fin.
Kane apretó los labios.
—No sabía que pasar un fin de semana conmigo fuera una tortura.
—No he dicho que lo sea —sonrió ella, comprensiva. Los hombres son hombres siempre, por mucho dinero que tengan. Y no se les puede tocar el orgullo.
Aunque seguramente eso no era un problema para Kane O’Rourke. Lo tenía todo: familia, dinero, seguridad. Resultaba fácil arriesgarse cuando había gente que te quería, que te apoyaba si tenías algún problema. El único riesgo que ella había aceptado había terminado partiéndole el corazón y dejándola más sola que nunca.
Enamorarse era un riesgo demasiado grande, pero no podía explicárselo a Kane.
—Eres una buena persona —dijo, al ver su expresión dolida—. Pero sé sincero... yo soy la última persona que tú habrías elegido para pasar un fin de semana.
—Yo no estoy tan seguro. Eres muy divertida... cuando no te pones estirada.
—Yo no soy estirada.
—Claro que sí. Tan estirada como una maestra de escuela.
—Eso es un insulto.
—Tú insultaste a mi traje de chaqueta.
Beth le dio un empujón. Podían vivir en mundos diferentes, pero no era una maestra de escuela. Ni pensaba dejar que la insultase. Kane le devolvió el empujón y cuando ella intentó empujarlo de nuevo, la tumbó sobre la moqueta.
En los ojos azules del hombre había un brillo de burla y de algo más que no quería descifrar.
—Kane...
Él inclinó la cabeza para besarla en el cuello y el roce de sus labios la hizo sentir un escalofrío. Siguió besándola en la barbilla, en la comisura de los labios... Beth abrió la boca para protestar, pero entonces Kane aprovechó para introducir la lengua.
Y todas sus protestas se desvanecieron.
Había pasado mucho tiempo, pero nunca había sido así. No recordaba un beso que la hubiera derretido por dentro como aquel. Kane acariciaba sus brazos, su cintura... Por alguna razón, eso era más erótico que si la hubiese tocado de una forma más íntima.
Se sentía rara. Mal y bien al mismo tiempo. Diferente. Como si fuera otra mujer.
—Tranquila —susurró él, colocándose encima.
Debería sentirse abrumada, pero no era así. Le gustaba, aunque sentía cierto miedo.
—Kane. Yo creo que... yo...
—Tranquila —repitió él, besándola de nuevo en el cuello. No quería preguntas, no sería capaz de contestarlas en ese momento.
Pero saber que podía encenderla con sus caricias lo llenaba de placer y de culpabilidad. Placer, porque sabía que el gozo era genuino. Culpabilidad, porque estaba encendiendo un fuego que no debía encender. Beth era virgen, no tenía duda. Y él no quería meterse en aquel lío.
Sin embargo, dejó escapar un suspiro cuando Beth enredó los brazos alrededor de su cuello. Quería sentir sus manos por todo su cuerpo, quena que lo volviese loco. Había olvidado lo maravilloso que era volverse loco de vez en cuando.
¿Por qué lo afectaba de esa manera?
No tenía sentido. Beth era atractiva, pero él conocía cientos de chicas atractivas. Además, no estaba muy... dotada. Sin embargo, sus pechos pequeños lo quemaban a través de la camisa, recordándole lo que su padre solía decir cuando era un crío y se dedicaba a perseguir a las animadoras del instituto: «Si no te cabe en la mano está de sobra, hijo».
Kane nunca había estado de acuerdo con el comentario, pero empezaba a pensar que su padre tenía razón. Su mano derecha empezaba a buscar el camino cuando otra de las citas de Keenan O’Rourke apareció en su mente:
«Cuando te guste mucho una mujer, ve despacio. Esa es la que merece la pena».
Estupendo.
Kane se apartó.
—No te atrevas a disculparte —dijo ella entonces.
—¿Qué debo decir?
—No lo sé, pero no te disculpes.
—Es que... no debería haber ido tan lejos.
—Ya está. Se acabó.
Beth le dio un empujón. No tenía mucha fuerza, pero Kane hizo el paripé, rodando por la moqueta. Con un poco de suerte, no notaría que estaba excitado. Desde luego, no podía recordar la última vez que... se había puesto así.
—He intentado darte una oportunidad. Pero no tengo por qué soportar esto —dijo ella entonces.
Estaba enfadada. Más que enfadada, furiosa. ¿Por qué?
Kane se pasó una mano por la cara. Probablemente tenía suerte de no haber sido abofeteado, pero no sabía por qué. Las mujeres eran imprevisibles, desde luego.
—¿Soportar qué?
—Esa estúpida superioridad masculina. Los hombres no son los responsables de estas cosas. No tienen que controlar hasta donde se llega porque las «pobres mujeres» no pueden hacerlo.
—Yo no he dicho eso.
—Ya.
Beth apretó los dientes. Le gustaba Kane O’Rourke y eso le daba pánico. Pero no se habría acostado con él, ni habría ido más allá de un beso porque no tenía intención de jugar con fuego.
—Para tu información, estaba intentando poner el freno cuando lo hiciste tú.
Era cierto. Pero la había distraído con un beso en el canalillo... su diminuto canalillo. En realidad, era inexistente a menos que llevase un Wonderbra.
Debía tener más cuidado durante lo que quedaba de fin de semana. Colarse por uno de los hombres más ricos del país no era nada inteligente. Kane seguramente se partiría de risa si lo supiera y ella estaría arriesgándose a algo para lo que no estaba preparada.
De modo que, a partir de ese momento, nada de besitos.
—Sé que solo ha ocurrido porque estaba a mano, pero no te preocupes, puedes volver a tu vida social el domingo por la noche. Y prefiero que esto no se repita.
Kane abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla. ¿Era eso lo que pensaba? ¿Que la había besado solo porque la tenía cerca y estaban solos? O peor, ¿porque era un obseso que no podía pasar sin sexo durante un fin de semana?
Estaba dispuesto a replicar, enfadado, cuando vio que ella se ponía colorada.
Sería peor si le dijera que, desde que la conoció, había sentido un absurdo deseo de besarla... a pesar de que no era su tipo. ¿Y si le preguntaba cuál era su tipo de mujer? ¿Qué iba a decirle, que le gustaban las de pechos grandes? Por supuesto, esa preferencia no tenía importancia en aquel momento.
En realidad, no sabía por qué siempre se había sentido atraído por mujeres con muchas curvas.
Comparadas con Beth, le parecían... casi gordas. Ella era esbelta, con caderas estrechas pero innegablemente femeninas. Y la casi imperceptible curva de sus pechos bajo la camiseta... era un secreto que deseaba desvelar.
—No tengo mucha vida social. Estoy demasiado ocupado —dijo Kane entonces—. Y nunca he besado a una mujer solo porque estuviera a mano. ¿Qué clase de hombre crees que soy?
—Rico, poderoso y capaz de tener a cualquier mujer —replicó Beth.
—Evidentemente, no a «cualquier» mujer.
Ella aparentó no darse cuenta de su significativa mirada.
—¿Quieres otro perrito caliente?
—No es eso lo que me apetece en este momento.
—En la cesta hay ensalada.
Kane tenía los ojos clavados en ella. En sus pechos, exactamente.
—En caso de que no me hayas entendido, me encantaría pasar el fin de semana revoleándome contigo entre las sábanas. Es una cama grande, con un colchón muy duro... y si tuvieras alguna experiencia en el asunto sabrías que eso es una ventaja. ¿Tienes algo que decir?
Beth tragó saliva, aunque no parecía tan ofendida como se había temido.
—¿No es... la hora de ir a los jardines Butchart? Creo que en esta época del año están preciosos.
—¿No quieres tomar helado de chocolate? Seguro que es muy cremoso —dijo Kane, intentando controlar el tono sugerente de su voz.
No estaba intentando seducirla. ¿No había decidido ya que aquello no iba a funcionar?
—No —dijo Beth—. Definitivamente, no.
Él dejó escapar un suspiro.
—Ya me lo imaginaba.