Capítulo 2
—No sabía que eras tan encantador — anunció Shannon, entrando en la oficina de Kane el lunes por la mañana, con un periódico en la mano.
Él dejó escapar un suspiro.
—Ya lo he visto.
Otro titular. Y aquella vez decía:
¿El multimillonario convierte un no en un quizá?
Debajo, una fotografía de él con Beth Cox en la puerta de su casa, en la que parecía a punto de tocarle el pecho. Una foto engañosa, por supuesto, porque solo iba a darle un tirón de la trenza. Su único consuelo, que el artículo había sido publicado en las páginas de sociedad y no en la primera página.
En ese momento, sonó el intercomunicador.
—Señor O’Rourke, está aquí la señorita Cox —dijo su secretaria, sin poder disimular una risita.
Estupendo. Sus empleados se reían de él y Beth seguramente estaría furiosa por la fotografía. Y no podía culparla. A él tampoco le hacía gracia la notoriedad que acompañaba a sus éxitos. Salía demasiadas veces en las revistas y siempre había algún periodista haciendo preguntas que no debía hacer.
—Dígale a la señorita Cox que pase.
Su hermana sonrió.
—Estoy deseando conocerla. Una mujer que se atreve a decirle que no a Kane O’Rourke tiene que ser especial.
—Shannon, márchate o estás despedida.
—No puedes despedirme. Soy tu hermana.
Beth entró en ese momento en el despacho con expresión enfurecida.
—¡No era suficiente con darme un cheque, ha tenido que llamar a los fotógrafos para proteger su orgullo masculino!
—No es así, Beth.
—Claro que sí —exclamó ella, tirándole un montón de papelitos—. Quédese con su dinero. No nos hace tanta falta.
La verdad era que debía haberla llamado en cuanto vio la foto del periódico, pero no sabía qué decirle. Ni cómo reaccionaría.
—Le juro que no sabía que hubiera un fotógrafo vigilando. Además, me marchaba de la casa... ¿cómo iba a saber que usted me seguiría?
Beth vaciló un momento. Parecía sincero. Quizá debería haberlo pensado un poco antes de ir a Seattle para montar una bronca.
—Aunque me duele decirlo, yo le creo —dijo entonces la mujer que estaba sentada en el sofá.
—¿Quién es usted? —preguntó Beth. Aunque no tenía que hacerlo, el parecido con Kane era asombroso.
—Shannon O’Rourke —contestó la joven, levantándose—. Ese pesado es mi hermano mayor y yo soy su directora de marketing. Por favor, no sea muy dura con él, ha tenido una semana horrible. No es plato de buen gusto que alguien te rechace públicamente.
El «pesado» masculló una maldición, pero parecía acostumbrado a la falta de respeto de su hermana. Beth miró a Shannon, preguntándose si todo el mundo en la familia O’Rourke era alto, guapo e impresionante. Ella era una chica sencilla, no sabía nada sobre trajes de diseño italiano y peinados a la última moda.
—Yo no quería hacerlo público —dijo por fin—. Pero enviaron a un periodista que no paraba de hacer preguntas y cuando le dije que no pensaba aceptar el premio, se montó todo este lío.
—Es lo mismo que han hecho con la fotografía. Tomarla sin permiso —dijo Kane—. Vamos a comer y así podremos hablar del asunto.
—Estupendo —sonrió Shannon—. Estoy muerta de hambre.
—Tú no estás invitada. Además, acabo de despedirte.
Beth lo miró, atónita, pero Shannon soltó una carcajada.
—No te preocupes, me despide todas las semanas —dijo, estrechando su mano—. Encantada de conocerte. Tenemos que quedar un día para hablar mal de mi hermano. Es insufrible, ¿verdad?
—Esfúmate, pesada.
Shannon se despidió con un gesto, dejando tras ella el aroma de un caro perfume. Estaba claro el cariño que había entre los dos hermanos y Beth sintió una punzada de envidia.
¿Cómo sería tener una familia?
Pero era una pregunta sin respuesta. Había aprendido tiempo atrás que soñar con la luna es completamente absurdo.
—¿Quiere que comamos en el Space Needle o prefiere otro sitio? En McCormick tienen un pescado muy bueno.
—No hace falta que me invite a comer. Quizá mi reacción ha sido un poco exagerada.
—Tiene que comer de todas formas, ¿no?
—No estoy vestida para ir a ningún sitio elegante.
—Está usted perfectamente, pero podemos comer en mi despacho si quiere. Así podremos hablar del viaje a Victoria —sonrió Kane, tomando el teléfono—. Libby, que suban unos sándwiches. Para mí lo de siempre... —le dijo a su secretaria. Después se volvió hacia Beth—. ¿Usted qué prefiere?
Ella levantó los ojos al cielo. Cuando algo no le interesaba, aquel hombre sencillamente lo ignoraba olímpicamente. Seguramente le funcionaría bien en los negocios, pero...
—De queso y pavo —contestó por fin, dejándose caer en el sofá. Aparentemente iban a comer juntos le gustase o no—. Siempre consigue lo que quiere, ¿verdad?
—No siempre —contestó Kane—. Bueno, casi siempre —dijo entonces, con una sonrisa traviesa.
Beth tuvo que hacer un esfuerzo para no devolver la sonrisa. En un instante la había desarmado, lo cual era difícil considerando que aquella situación la sacaba de quicio. Su vida era muy sencilla y no estaba acostumbrada a verse en los periódicos, ni a que la gente murmurase a su paso.
Lo que la había encrespado aquella mañana habían sido los comentarios de las dientas en la tienda. Su socia decía que era bueno para el negocio, pero las miraditas y las preguntas con doble sentido eran más de lo que Beth podía soportar. Y, tenía que admitirlo, también le había picado el orgullo. Todo el mundo parecía sorprendido de que Kane O’Rourke, el multimillonario, se hubiera tomado la molestia de ir a su casa para convencerla. Por supuesto, no le contó a nadie que no tenía nada que ver con ella sino con el negocio de su hermano Patrick.
—Entonces, ¿me perdona? Beth se encogió de hombros. No pensaba dejarse convencer tan pronto.
—Ya veremos.
—Es usted muy dura, ¿eh?
Ella levantó la barbilla. Una niña criada en casas de acogida o se hacía dura o sucumbía. Durante todos aquellos años, había aprendido a no depender de nadie, a no pedir ayuda, a no esperar nada. La única ocasión en la que había bajado la guardia había sido con Curt y, cuando él murió, pensó que su vida estaba rota.
No podía dejar que eso volviera a ocurrir.
—Sí, soy dura —murmuró—. Y no lo olvide, señor O’Rourke.
Kane la miró, confuso.
—¿Qué he dicho?
—Nada.
—No, en serio. ¿Qué he dicho?
—Cuando alguien dice «nada», es que es «nada». No insista. Hablemos de otra cosa.
—¿Eso es lo que debo hacer?
—Sí.
Kane sonrió. Se preguntaba si Beth se daría cuenta de lo expresiva que era. Un hombre podría no entender siempre lo que le pasaba por la cabeza; lo mantendría inquieto, interrogante.
—Mi familia me llama «la apisonadora humana». Pero ellos no me entienden.
—¿Ha pensado alguna vez que podrían tener razón?
—Me gusta ser eficiente y no perder el tiempo. No hay nada malo en eso.
—No, a menos que sea uno el que resulta aplastado por tanta eficiencia.
—Yo no aplas...
Un golpecito en la puerta lo interrumpió, probablemente salvándolo de decir algo que la irritase de nuevo. De verdad, no entendía por qué gente como Beth y su familia eran tan testarudos. Con todo el dinero que tenía, ¿por qué no iba a ocuparse de los problemas de sus parientes y amigos?
Cuando llegaron los sándwiches, Kane intentó convencerla para que se sentase en el sillón del escritorio, que era más cómodo, pero ella lo fulminó con la mirada y se sentó donde le dio la gana.
—No puedo creer que coma sándwiches —comentó, sin mirarlo—. ¿No es esto poca cosa para un multimillonario?
Kane levantó una ceja. Además de llamarlo estirado, parecía creer que llevaba una vida extravagante.
—¿Cree que tomo champán y caviar todos los días?
Beth se encogió de hombros. Llevaba una blusa verde sin mangas y una falda que destacaba su estrecha cinturita. Los pechos quedaban disimulados bajo la blusa, pero Kane tenía un sorprendente interés por saber si cabrían en sus manos... que era precisamente lo que no debería estar pensando.
Estaba acostumbrado a salir con mujeres guapísimas, pero nunca había tenido tantos problemas para que sus pensamientos fueran respetables.
—Si no tengo una comida de trabajo, suelo comer bocadillos.
—¿En serio?
—En serio. Así es mi vida de excitante —sonrió él.
—Ya —murmuró Beth, mordiendo el sándwich.
No quería que le gustase Kane O’Rourke, pero le gustaba. Por supuesto, era demasiado arrogante como para ser su amigo, pero solo tendrían que verse durante un fin de semana y después ella tendría el dinero que necesitaba para el albergue.
Eso... si Kane volvía a darle otro cheque. El primero lo había hecho pedacitos.
Como si hubiera leído sus pensamientos, él sacó la chequera del bolsillo.
—Debería darle otro cheque.
—Ah... vale.
Parecía secretamente divertido por algo y eso la irritó de nuevo. Una cosa era decidir que podría soportarlo durante un fin de semana y otra muy distinta, hacerlo. Kane le dio el cheque y ella lo guardó en el bolso a toda prisa. Aunque el dinero fuera para una buena causa, seguía quemándole en las manos.
—Una limusina nos llevará a Puerto Ángeles el sábado por la mañana... si le parece bien. Allí tomaremos el trasbordador hasta Victoria. Iremos de visita turística, dormiremos en el hotel Emperatriz y volveremos a casa el domingo por la tarde.
—¿Por qué no vamos en un coche normal?
—Las reglas del concurso dicen que debemos ir en limusina. Mi hermano ha pensado que es más vistoso.
—Me dan igual las reglas. Es demasiado extravagante.
—La emisora lo paga todo. Además, Patrick insiste y, a veces es muy testarudo.
—Pero...
—Por favor, no tiene tanta importancia —la interrumpió Kane.
Evidentemente le gustaba salirse con la suya hasta en los detalles más pequeños, pensó Beth. Quizá pensaba aprovechar el tiempo para trabajar. Seguramente en la limusina habría ordenador, fax y todo lo demás.
Al fin y al cabo, él era un multimillonario y no debía ser fácil dejarlo todo para pasar un fin de semana con una desconocida, especialmente una como ella. Si fuera sexy y guapa como Julia Roberts o Marilyn Monroe sería diferente. Pero no lo era.
Beth dejó escapar un suspiro, deprimida. Pero no estaba interesada en que Kane O’Rourke la encontrase guapa. Le daba igual.
—¿Beth?
—¿Qué? —preguntó ella, perdida en sus pensamientos.
—He preguntado si hay algo en particular que te apetezca hacer —dijo Kane entonces—. Por cierto, ¿te importa si nos tuteamos?
—Me da igual.
Los ojos azules del hombre se oscurecieron.
—Un poco de cooperación no estaría mal. Vamos a estar dos días juntos y me gustaría pasarlo bien.
Beth dejó el tenedor de plástico sobre el plato.
—Vamos a aclarar una cosa. Esto no es una cita, es...
—¿Qué es?
—No lo sé. Solo acepto ir a Victoria para ayudar al albergue y tú solo aceptas para ayudar a tu hermano. ¿No es así?
Había establecido las reglas. Kane sabía que no estaba interesada en él y Beth sabía que él no estaba interesado en ella. De ese modo, no habría malentendidos ni desencuentros que hicieran incómodo el fin de semana.
Más incómodo todavía.
Porque aunque su cabeza le dijera que no, su cuerpo parecía de otra opinión. Después de la muerte de su prometido, no debería responder ante un hombre como Kane O’Rourke. Pero era tan guapo que sus hormonas estaban descontroladas.
—Tengo que volver a trabajar —dijo entonces.
—Ah sí, la tienda en Crockett.
Beth parpadeó.
—¿Cómo lo sabes? ¿Me has investigado?
Kane señaló el periódico.
—El artículo hablaba de tu vida —dijo entonces—. Sabes que en Victoria habrá fotógrafos esperando, ¿verdad? Quizá incluso un equipo de televisión. Al fin y al cabo, el concurso se ha hecho para conseguir publicidad. Tendré que anunciar que, por fin, vas a venir conmigo, de modo que podrían volver a molestarte.
Ella levantó los ojos al cielo.
—De hecho, no han dejado de hacerlo.
Kane sonrió.
—Te acompaño al coche.
—No —dijo Beth—. No hace falta. El no le hizo caso, por supuesto. Mientras bajaban al aparcamiento, notaba las miradas curiosas de los empleados clavadas en su espalda. Kane no parecía darse cuenta y se preguntó si sería difícil acostumbrarse a ser el centro de atención. Seguramente era algo que ocurría de forma gradual, hasta que uno no se daba ni cuenta que la gente lo estaba mirando.
—Nos vemos el sábado... tendremos que salir a las siete de la mañana para tomar el ferry —dijo Kane, sujetando la puerta.
Beth intentó sonreír.
—Vale. A las siete en punto. Pero hazme un favor.
—Dime.
—No lleves traje de chaqueta.
Kane soltó una carcajada. Para su sorpresa, estaba deseando que llegara el fin de semana. Hay cosas peores que pasar un par de días con una mujer que no quiere echarle el guante a un hombre solo porque tiene una buena cuenta corriente.
Hasta entonces, tenía muchas cosas que hacer. Cuanto más dinero acumulaba, menos disfrutaba de su tiempo libre. Los fines de semana eran solo dos días más para hacer cosas.
Ni siquiera recordaba la última vez que comió sin leer informes y aceptar llamadas.
Aún así, había sido agradable comer con Beth Cox. Entre su obstinada actitud y aquel maldito concurso estar con ella debería ser una pesadilla, pero no lo era.
El despertador sonó a las seis de la mañana y Beth abrió los ojos, adormilada.
—Cállate —murmuró.
El reloj seguía sonando y se tapó la cara con la almohada. No le gustaba madrugar y menos un sábado. Y menos aún cuando no había podido dormirse hasta las tres. Entonces sonó el teléfono.
Ahogando un gemido, Beth alargó la mano para apagar el despertador y descolgar el auricular.
—¿Dígame?
—Sigues en la cama, ¿eh?
—Sí. Emily.
Era su socia. Se llevaban muy bien, pero Emily era de esas personas que se levantaban con el canto del gallo. Por supuesto, tenía incentivos: un marido que la adoraba, un niño precioso y otro bebé en camino. Ella nunca había sentido envidia, pero durante los últimos días empezaba a sorprenderle un anhelo extraño, un deseo de tener todo eso.
No con Kane O’Rourke, claro. Por supuesto que no. Beth se sentó en la cama, preguntándose por qué pensaba en él.
—Arriba, dormilona. Tienes una hora para ponerte guapa.
—¿Ponerme guapa?
—Para Kane O’Rourke.
—Para eso no necesito una hora, necesito un milagro.
Su amiga dejó escapar un suspiro.
—Eres una chica muy atractiva, Beth.
—Dice ella, que tiene cara de ángel. Te llamaré cuando vuelva.
Después de colgar, Beth apartó las sábanas, bostezando. Había hecho el equipaje por la noche, de modo que solo tenía que ducharse.
Una vez en el cuarto de baño, se miró al espejo. No tenía mala figura, pero tampoco era capaz de inspirar grandes deseos. Con unos pechos más grandes, quizá...
Apenas sabía nada sobre el sexo... ni siquiera con Curt. Y había sido culpa suya. Curt quería que se acostasen juntos, pero ella había insistido en esperar hasta la noche de bodas. Y años después había deseado un millón de veces haber hecho el amor con él. De ese modo, tendría algo que recordar... algo que la hiciera no pensar en Kane O’Rourke.
—Al menos, soy rubia natural —murmuró, levantando la barbilla. Rubia oscura, pero rubia. Aunque Kane no se enteraría nunca.
Cuando el timbre sonó una hora después, estaba terminando de darse colorete. Tomando la bolsa de viaje, Beth corrió a abrir.
—Ya estoy preparada.
Kane estaba esperando en el porche, con un ramo de flores en la mano. Era sorprendente lo que un cambio de ropa podía hacer. Llevaba vaqueros y una camisa blanca que destacaba la anchura de sus hombros. Parecía más joven, más relajado... y mucho más sexy.
—¿Ocurre algo? —preguntó él, tomando la bolsa de viaje.
—Sí... Digo no. Nada.
Beth tomó las flores, sonriendo. Era un curioso ramo de rosas amarillas y margaritas.
—Espero que te guste.
—Mucho. Gracias.
Tenía el corazón acelerado. Kane O’Rourke con traje de chaqueta era suficiente para hacer que una chica pensara toda clase de cosas; en vaqueros, podía ser un serio problema. Sobre todo, si le llevaba flores.
El ramo fue una sorpresa agradable... aunque seguramente se lo había llevado por cuestiones publicitarias. Esa idea la entristeció. Le encantaban las flores, pero Curt no era precisamente un romántico. O quizá ella no despertaba esa clase de sentimientos en un hombre.
En la calle vio una enorme limusina negra. Tras ella, un coche con varios fotógrafos, como Kane le había advertido. La opulencia de la limusina hizo que agradeciese lo temprano de la hora. Al menos, los vecinos no la verían entrar en tan extravagante vehículo... No, se había equivocado de nuevo. Los vecinos de enfrente estaban asomados a la ventana.
Estupendo.
Beth entró en la limusina a toda prisa y se hundió en el suave asiento de cuero.
—Esto es ridículo —murmuró. Después de darle la bolsa de viaje al conductor, Kane se sentó a su lado.
—¿Qué es ridículo?
—Ir en un coche tan exagerado.
—No hay nada malo en un poquito de lujo. Además, así podremos hablar.
—Sí, ya, qué gran idea. Como que tenemos algo de qué hablar.
—Ya encontraremos algo —dijo Kane, estirando las piernas. Sospechaba que Beth Cox era una de esas personas que se levantaban de mal humor... lo cual desgraciadamente dio lugar a que se preguntase qué podría hacer para que se despertara más contenta.
Esos pensamientos no lo llevarían a ninguna parte. Beth Cox era demasiado joven para él, demasiado inocente.
Entonces, ¿por qué sentía aquel absurdo deseo de besarla sin parar hasta que llegasen a Victoria?