Capítulo 3

 

 

—No puedo creer que llevemos la limusina a Victoria —dijo Beth, mientras subía al trasbordador—. Qué gasto más absurdo.

Kane se encogió de hombros.

—Será más fácil tener a alguien que nos lleve por la ciudad. Pero si quieres, podemos salir del trasbordador con el resto de los pasajeros.

—Y con nuestras carabinas, claro —dijo Beth, señalando al equipo de fotógrafos que iba tras ellos.

—Ya te dije que habría periodistas.

—Como si yo pudiera opinar.

Kane sonrió, pero era cierto. Beth podía haber rechazado el dinero para el albergue, pero él habría encontrado la manera de hacerla cambiar de opinión. No podía permitir que la emisora de su hermano quedase en entredicho... ni ver su orgullo herido por una negativa.

Sin decir nada más, subieron a la cubierta del trasbordador y se mezclaron con los demás pasajeros.

Beth se apoyó en la barandilla y miró el horizonte con expresión soñadora. Poco a poco, el frío viento del estrecho de Juan de Fuca obligó a los pasajeros a refugiarse en el interior, dejándolos solos en cubierta... excepto por los fotógrafos, que se habían instalado cómodamente a unos diez metros. Al menos, no tenían que preocuparse porque grabaran sus palabras.

—¿No tienes frío? —preguntó Kane.

—No, pero no tienes que quedarte fuera por mí.

—Yo estoy bien, pero llevo más ropa que tú.

—¿Le pasa algo a mi ropa? —preguntó Beth, a la defensiva.

—No. Estás preciosa —contestó él, con voz ronca.

Kane esperaba que achacase la voz ronca al viento y al ruido del motor. Pero el aire frío estaba haciendo lo que habría podido hacer la mano de un amante, endurecer sus pezones bajo la camiseta. Los pantalones cortos y las sandalias planas destacaban sus largas y bien formadas piernas...

No había nada aparatoso en Beth, solo una sencilla elegancia que nunca antes había apreciado en una mujer.

—Nunca me has dicho por qué te parecía tan horrible una cita conmigo —dijo entonces, obligándose a apartar la mirada.

—Ya te he dicho que no...

—Ya, ya sé que no es una cita. Pero da igual como lo llames. ¿Por qué dijiste que no?

Beth se pasó una mano por el brazo desnudo como si, de repente, se diera cuenta del frío.

—No necesito concursos de radio y citas de fantasía para ser feliz.

Interesante. Pero sospechaba que no estaba siendo completamente sincera con él. La mayoría de la gente quiere algo, aunque no sepan qué es ese «algo».

—¿Eres feliz?

—Eso no es asunto tuyo —replicó ella, fulminándolo con la mirada.

—Baja la voz —dijo Kane, señalando a los fotógrafos—. No estaría bien que nos vieran discutir... al menos no es la clase de publicidad que necesita la emisora de mi hermano.

—Ya —murmuró Beth, volviéndose hacia los fotógrafos con una sonrisa falsa—. ¿Y si te muerdo un dedo también sería mala publicidad?

El soltó una carcajada. Aquella chica era tan deslenguada como sus hermanas. Ojalá pudiera verla de ese modo. Como una hermana. Nada sexual o incómodo, solo una chica que no confundía sus hormonas.

Pero era culpa suya. Llevaba solo demasiado tiempo, enterrado en el trabajo hasta las cejas y aburrido de las fiestas sociales. Ya no tenía ganas de jueguecitos con mujeres que revoloteaban a su alrededor, esperando que decidiera quién de ellas era la perfecta esposa de un multimillonario. No se daban cuenta de que el dinero no era importante, solo un medio para llegar a un fin.

Con dinero se puede cuidar de la familia y protegerla. Sin él, uno está perdido.

Seguía recordando lo que sintió cuando tenía diecinueve años, un día en la cima del mundo... y al día siguiente viendo cómo todo se desmoronaba. Recordaba el dolor tras la muerte de su padre, el miedo de saberse responsable de su madre y sus hermanos pequeños.

Una gaviota pasó cerca de sus cabezas, emitiendo una especie de graznido.

—Dice que estamos locos —sonrió Kane.

—¿Por ir a Victoria o por ir juntos? —preguntó Beth.

—No te rindes nunca, ¿eh? No querías hacer esto y no vas a darme una oportunidad. Al menos, podríamos aparentar que somos amigos. No es mucho pedir, ¿no?

Ella dejó escapar un suspiro.

—Me siento incómoda. Nunca he salido con muchos hombres y desde lo de Curt... la verdad es que no me apetecía nada.

Curt.

El prometido que había muerto en un accidente de montaña. O más exactamente, el prometido que murió mientras intentaba rescatar a otro ser humano.

Era desalentador hacer una comparación entre él y aquel otro hombre. No había muchos héroes en el mundo y Beth, precisamente, había estado prometida con uno de ellos.

Kane observó su rostro, intentando descifrar cuánto dolor había despertado el recuerdo.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace casi cinco años —contestó ella, sin mirarlo—. Lo echo de menos, pero Curt no habría querido que me enterrase en vida porque él no está aquí.

—¿No crees que podrías volver a enamorarte... que algún día querrás casarte con otro hombre?

—Esa es una observación muy interesante, viniendo de un hombre que no piensa casarse nunca —dijo Beth. La risita de Kane hizo que se volviera—. ¿De qué te ríes?

—De que somos dos personas decididas a permanecer solteras y condenadas a pasar un fin de semana juntos. ¿No lo ves? Esto es perfecto. Podemos visitar la ciudad, cenar y disfrutar como dos amigos. Con eso en mente, supongo que te alegrará saber que he cambiado las «románticas suites del ático» por suites normales.

—Ah, qué bien —dijo ella, sin ser del todo sincera.

Emily había pasado su luna de miel en una de esas suites del ático y, en el fondo, Beth sintió pena por perdérsela. Según su amiga eran preciosas, decoradas como las habitaciones de una emperatriz, con muebles antiguos, camas con dosel... Ella nunca había dormido en una cama con dosel y debía ser una experiencia.

Más aún para una pareja de luna de miel, claro, pero Beth había descartado eso mucho tiempo atrás.

—¿Te parece bien? —preguntó Kane.

Ella asintió. Kane O’Rourke estaba preocupado por el marketing de la operación y ella seguía preocupada por hacerle saber que no tenía tontas expectativas.

—Sí, claro. Siento ser tan recelosa. Es que todo el mundo está especulando sobre este fin de semana romántico y yo sé que no tiene nada de romántico. Por favor... ¿qué hay de romántico en pasar un fin de semana con un desconocido?

—Eres muy ingenua, ¿verdad?

—¿Por qué dices eso?

—La mayoría de los seres humanos son extraños hasta que se conocen... algo que suele ocurrir durante una cita.

Beth se puso colorada.

—Ya sabes a qué me refiero.

—¿Ah, sí?

Se estaba haciendo el difícil, lo cual debía irritarla. Desgraciadamente, le gustaba demasiado como para enfadarse por algo tan pequeño.

—Me refiero a una cita entre dos personas que no se sienten atraídas la una por la otra —dijo ella entonces.

—Ah, ya veo —murmuró Kane, rozando su brazo sin querer. Era curioso el contraste entre el calor del hombre y el frío de la mañana—. Entonces, nosotros no nos sentimos atraídos, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Yo soy un hombre, tú una mujer. Todo puede pasar —rió él.

—Shannon tenía razón. Eres insufrible —dijo Beth entonces.

—Es mi hermana pequeña y ya sabes cómo es la familia.

—Pues no. Lamentablemente, crecí en casas de acogida. Que yo sepa, no tengo parientes.

Por su mirada desafiante, Kane supuso que la reacción a ese comentario no siempre había sido favorable y que debía haber sufrido mucho de pequeña.

Sin saber por qué, su corazón se llenó entonces de ternura.

—¿Por eso te importa tanto el albergue para niños?

Ella se apartó el pelo de la cara.

—Me gusta ayudar, sencillamente. No hay nada raro en eso.

Habían entrado en terreno muy personal y era lógico que Beth se pusiera a la defensiva.

—¿Te apetece una taza de café? Seguro que a alguno de los fotógrafos no le importaría traerla.

—Será mejor que vayamos a pedirla nosotros mismos.

Por las ventanas entraba mucha luz, de modo que Kane no se quitó las gafas de sol. Era mejor pasar desapercibido.

El café era horrible, pero no le importó. Porque delante de él tenía a Beth con una sonrisa adormilada en los labios.

—Siento estar tan irritable. No me gusta madrugar.

—Ya me lo imaginaba.

—¿Siempre te levantas temprano?

—A las seis —contestó él—. Hago un poco de ejercicio y llego a la oficina a las ocho.

Beth hizo una mueca de horror.

—¿Te levantas todos los días a las seis de la mañana? A mí me encanta levantarme tarde. Eso sí que es un lujo, quedarte acurrucada en la camita y decir: puedo dormir media hora más. Sobre todo en invierno, cuando llueve y te metes debajo de las sábanas hecha un ovillo...

Kane carraspeó, incómodo. Sabía que no estaba intentando seducirlo, pero no se daba cuenta del efecto que ejercía en él aquella descripción.

Desgraciadamente, no estaba tan desinteresado como Beth creía. Y sospechaba que tampoco ella lo estaba, aunque intentaba demostrarlo a toda costa.

Si no fuera tan joven e inexperta... Las dos cosas eran una combinación imposible. Un contraste tremendo con las sofisticadas aventuras que solía mantener.

—¿Te gustan los días de lluvia?

—Me gusta escuchar el sonido de la lluvia en los cristales cuando estoy en la cama —sonrió Beth—. La verdad es que no soy una persona muy complicada. Disfruto de cosas sencillas como leer o ir de excursión por la montaña. O trabajar en mi jardín.

Hacía mucho tiempo desde la última vez que Kane había hecho algo sencillo, pero de repente le parecía muy atractivo. No tenía tiempo para ir de excursión y menos para atender un jardín. Y sus lecturas estaban limitadas a informes financieros. Sin embargo, las palabras de Beth conjuraban una imagen irresistible de pacíficas mañanas en la cama, horas haciendo el amor y tiempo para pensar.

Pensamientos peligrosos para un hombre que trabajaba catorce horas al día y más peligrosos si consideraba qué rostro había visto al imaginar la cama.

—¿Tú nunca duermes hasta tarde?

—Nunca. Soy una persona compulsiva.

—Qué pena —murmuró ella, tomando una magdalena—. No tendremos que levantamos temprano mañana,¿verdad?

—No. Puedes levantarte a la hora que quieras.

Beth dejó escapar un suspiro de alivio.

—Menos mal. No podría levantarme a las seis dos días seguidos.

—Yo creo que podrías hacer cualquier cosa que te propusieras —dijo Kane, con sinceridad—. Como dice mi madre, «tienes acero en la espalda... pero no olvides doblarte de vez en cuando».

—Eso suena muy irlandés.

—Porque lo es —sonrió él.

Su madre había tenido que soportar momentos muy duros y, sin embargo, seguía siendo una persona muy religiosa y una madre devota. Se merecía una vida cómoda y tranquila, aunque no aceptaba ni la cuarta parte de lo que le ofrecía.

—¿Has estado en Irlanda alguna vez?

Kane negó con la cabeza.

—Shannon va con mi madre todos los años, pero yo no tengo tiempo. Algún día, quizá.

Beth siguió comiendo su magdalena, pensativa. Cuando terminó, dobló el papelito, lo metió en una servilleta y limpió una gota de café de la mesa.

—No lo entiendo —dijo por fin—. Con tu fortuna y cientos de empleados por todo Seattle... ¿Por qué no tienes tiempo de viajar?

—Porque estoy muy ocupado ganando dinero.

Ella levantó una ceja.

—Vale. ¿Cuándo tendrás suficiente?

El genuino interés que veía en sus ojos hizo que Kane se parase un momento a pensar. Y se dio cuenta de que había un gran vacío frente a él. Tenía más dinero del que podría gastar nunca y, sin embargo, jamás había pensado en dejar de trabajar. Por mucho que su madre insistiera, seguía haciendo dinero como si fuera una máquina.

¿Por qué?

¿Cuánto dinero debía ganar para convencerse a sí mismo de que su familia estaba a salvo? ¿Y por qué, de entre todos los que le habían hecho esa pregunta, tenía que ser precisamente Beth Cox quien lo hiciera pararse a reflexionar?

Pero no era Beth. En realidad, no podía recordar la última vez que había hecho algo frívolo, como pasar un fin de semana de vacaciones. No era Beth, eran las circunstancias. Además, ella no podía entenderlo. Su prometido había muerto y no tenía que atender a una familia, de modo que sus prioridades en la vida eran muy diferentes.

—No es solo que quiera ganar dinero —dijo Kane entonces—. Hay mucha gente que depende de mí. No voy a abandonar el negocio solo para pasar un buen rato.

La excusa no sonaba muy convincente, ni siquiera para él, pero era la única que se le ocurría en aquel momento.

—¿Eso son las vacaciones para ti? ¿Abandonar el negocio?

—Algún día lo haré —contestó él, en un tono que no admitía réplica.

Sus empleados entendían perfectamente ese tono y, en las raras ocasiones que lo utilizaba, desaparecían de su vista.

—No si antes te da un infarto —dijo Beth—. ¿Para qué valen los millones si estás a tres metros bajo tierra?

Evidentemente, Beth Cox no era uno de sus empleados.

Entonces anunciaron por el altavoz que los pasajeros que viajaban en coche debían subir a ellos porque se acercaban al puerto de Victoria.

—¿Señor O’Rourke? —lo llamó uno de los fotógrafos—. Tenemos que bajar.

—Nosotros iremos enseguida. O puede que vayamos andando, en lugar de en la limusina.

—Pero señor O’Rourke, debemos cubrir toda la cita —protestó el hombre.

Kane estaba harto de tener vigilancia y sabía que a Beth le hacía aún menos gracia.

—Ya le he dicho que iremos enseguida. No tienen que hacemos fotografías bajando la escalera —replicó, fastidiado.

Lo único bueno que habían hecho los fotógrafos hasta el momento era colocarse a buena distancia para no oír la conversación.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó una mujer entonces—. Son ellos, los del premio. El multimillonario y su cita, la que no quería salir con él.

-Maldición.

De repente, un montón de gente empezó a hacerles fotografías y a pedir autógrafos. Nadie hacía caso al altavoz en el que recordaban que los pasajeros con coche debían bajar para no retrasar la salida de los vehículos. Lo único bueno del asalto fue ver a los fotógrafos aplastados contra la pared por la horda de curiosos.

Patrick había hecho un buen trabajo anunciando el fin de semana en Victoria, desde luego. Aparentemente, todo el mundo los conocía.

Y lo más fascinante para ellos era que Beth hubiese rechazado su cita con un multimillonario. En realidad, la emisora había conseguido atraer a los oyentes precisamente porque ella no había querido aceptar «el premio».

—¿Por qué lo hizo? —le preguntó una mujer—. Además de multimillonario, es guapísimo. ¿Por qué le dijo que no?

Beth tragó saliva. Le gustaba la gente, pero no ser el centro de atención.

—Mi vecina me apuntó en el concurso. Yo no esperaba... ya sabe, ganar. Me pilló desprevenida.

No era la verdadera razón, pero no quería dar más explicaciones.

La gente empezó a hacer comentarios como «A caballo regalado...» y Beth miró a Kane, preguntándose qué le parecería ser comparado con un equino. Empezaba a entender lo humillante que debía haber sido su rechazo pero, para su sorpresa, no parecía ni enfadado ni ofendido.

—Señoras y señores, por favor —exclamó un oficial del trasbordador, abriéndose paso entre la multitud—. Si me acompaña, señor O’Rourke... Y usted también, señorita. Será mejor que bajen los primeros.

Abrirse paso entre una multitud de curiosos no era precisamente lo que más le apetecía, pero Beth se levantó. Kane la tomó entonces por la cintura y el roce de su mano la distrajo de otras preocupaciones.

—Tranquila. Te acostumbrarás a esto —le dijo él, al oído.

—¿A qué?

—A la gente. Cuando bajemos del trasbordador, nos dejarán en paz.

—Ya.

Se había puesto colorada. Porque, de repente, sus palabras le habían dado una absurda imagen de permanencia, de continuidad.

«Te acostumbrarás a esto», había dicho.

Seguro.

Como que podría acostumbrarse a firmar autógrafos y a que la gente le hiciera fotografías. Además, no quería acostumbrarse.

Otro grupo de fotógrafos bloqueaba la plataforma del trasbordador y Kane se volvió hacia el oficial. El hombre apartó una cuerda y los dejó salir por una escalerilla por la que los periodistas no podrían seguirles. Mientras tanto, los pasajeros protestaban por el trato de preferencia y el oficial intentaba calmarlos con buenas palabras.

—¿Dónde crees que estará el conductor de la limusina? Debía esperamos abajo —dijo ella entonces.

—No te preocupes por él. A ver si podemos respirar un poco hasta que lleguemos al hotel. Allí lo encontraremos, seguro.

Cuando pusieron los pies en el muelle, Beth dejó escapar un suspiro de alivio. Hacía años que no visitaba Victoria, una ciudad que la gente describía como «más inglesa que los propios ingleses». No sabía si era cierto, pero era una ciudad preciosa... desde el edificio del Parlamento hasta las cestitas con flores que colgaban de las antiguas farolas de hierro.

—Vamos por ahí. Cuanto más tiempo estemos sin los fotógrafos, mejor.

Entonces empezaron a oír silbidos desde el trasbordados La gente seguía interesada en hacerles fotografías. Desde luego, su hermano podía estar contento con la publicidad que estaban consiguiendo para la emisora.

—Qué vergüenza —suspiró Beth—. Puede que tú estés acostumbrado, pero yo no. Nos han dejado salir los primeros, como si fuéramos estrellas.

—Ha sido más bien una medida de precaución —sonrió Kane—. Pero si tanto te preocupa, podríamos compensar a esa gente.

—¿Cómo?

—Así.

Kane la estrechó en sus brazos y Beth abrió los ojos como platos. Su respiración parecía agitada y eso lo llenó de satisfacción. Beth Cox no era tan indiferente como quería aparentar. No debería alegrarse, pero así era.

—Yo creo que un beso sena una buena forma de compensarlos. Creerán que están viendo florecer un romance delante de sus ojos. Para ellos será como una película.

Nerviosa, Beth se pasó la lengua por los labios.

—¿Y tú crees que eso puede compensarlos?

—Depende.

—¿De qué?

—De que me devuelvas el beso o me des una bofetada.

—¿No crees que una bofetada sería mejor? Más emocionante.

Kane vaciló. Estuvo a punto de decir que una bofetada no sería nada emocionante, pero eso lo pondría en un compromiso. Al fin y al cabo, le había dicho que para él el fin de semana tampoco era una cita, que solo lo hacía para ayudar a su hermano Patrick.

Pero parecía una cita. Y se sentía como un adolescente, además. Nada de cenas aburridas en los restaurantes más caros de Seattle, sino una cita con una chica guapa. Una chica muy especial.

Y, por primera vez en muchos años, lo estaba pasando bien.

—Vamos —susurró—. Dales una alegría.

Con una sonrisa traviesa, Beth enredó los brazos alrededor de su cuello.

—¿Así?

—Exactamente —dijo Kane, con voz ronca. Aquella chica le hacía cosas a su pulso que creía imposibles. Al rozar sus labios, le supo a magdalena y a café.

En Beth, el café no sabía tan malo.

De hecho, estaba riquísimo.

Kane se sintió tentado de aplastarla contra su pecho, pero estaban en un lugar público. Querían darle una alegría a los pasajeros del trasbordador, pero él no era un exhibicionista. En realidad, el beso era solo una oportunidad para tocarla.

Aunque duró más... mucho más de lo previsto.

—Eso... —Beth se aclaró la garganta—. Ha sido interesante.

Las emociones que Kane podía ver reflejadas en su rostro eran demasiado complicadas como para entenderlas.

—¿Te alegras de no haberme dado una bofetada?

La sonrisa de ella, enigmática, hizo que su pulso se acelerase de nuevo... hasta niveles preocupantes.

—Aún no lo he decidido.

—Pues dímelo cuando hayas tomado una decisión.

—No se preocupe, señor O’Rourke, usted será el primero en saberlo.