3. Una tarde en Central Park

 

Por la noche, siguiendo el ritual que me he establecido, voy a pasear al parque. Esta vez, el cocinero del Sleepy Princess me preparó un quiche de verduras para remplazar el tradicional sándwich. Ya es de noche cuando llego a mi banca para probarlo; está delicioso. Recibí una respuesta de papá, quien se alegra por mí. Ni una palabra de mamá, debe seguir enojada porque la desobedecí. Mañana es el último día de la subasta, mi última oportunidad para encontrar a Roman Parker. Espero que Malik Hamani haya logrado convencerlo de darme un poco de tiempo. Si no... si no, no sé. Ya no sé qué hacer. No se me ocurren más ideas y estoy por rendirme. Tal vez con un poco más de tiempo, podría contactarlo, pero ahora... es muy poco. ¡Sin embargo, no quiero regresar a Boston sin mi artículo!

Cuando dejo el parque, cerca de las 10 de la noche, éste está casi desierto. Sólo una silueta gris encapuchada recorre las alamedas corriendo silenciosamente. Le dirijo una señal con la mano.

Hasta luego, mi bello desconocido, hasta mañana, tal vez.

Para mi gran sorpresa, él me responde levantando la mano también. No sé qué hacer. Por un instante me imagino volviéndome deportista y me río de mí misma.

Pff… Toda una adolescencia metida en los libros, mandando a los chicos al diablo, y ahora de pronto, a mis veinticuatro años, me pongo a acechar a desconocidos en parques públicos. Qué irónico.

 

***

 

Domingo 7 de septiembre, 7:30 p.m. Últimas subastas, Última noche en Manhattan. Esta vez, simplemente estoy desesperada.

—Lo lamento mucho, señorita Lenoir, me repite Malik Hamani, mientras le suplico que intente otra vez interceder a mi favor con Parker. Roman se niega a conocerla. Uno no puede pronunciar la palabra « periodista » frente a él sin que se cierre como una ostra. 

Sin nada que perder, hago un último intento:

—Lo  comprendo.  Le  agradezco,  señor  Hamani.  De  verdad.  ¿Pero  aceptaría hacerme un último favor? 

—Dígame, suspira. 

Sólo estoy poniendo en práctica el mejor consejo que me hayan dado, señor Hamani: « Nunca te rindas » me dijo Frida Pereira.

—¿Podría darle este mensaje al Sr. Parker? 

Hamani toma el sobre que le doy; éste contiene algunas líneas que redacté ayer sobre el banco del parque. Espero que sean lo suficientemente intrigantes o persuasivas como para incitar a Parker a aceptar reunirse conmigo. Mi última esperanza. Sorprendido, Hamani me promete que se lo dará a su muy testarudo socio y amigo. 

Le agradezco una última vez y estoy por retirarme cuando él dice mientras me alejo: 

—Cuando Roman viene a Manhattan, rara vez se va sin recorrer la isla en barco. Si a usted le gustan este tipo de paseos, tal vez mañana se cruce con un hombre que se parezca a él. La vista desde el Muelle 17 de Brooklyn es muy bonita. 

—Pero justamente, no tengo idea de cómo es él... 

—Eso no importa. Él sabe quién es usted. Si la ve, tal vez decidirá hablarle... 

¿Quién sabe? Buenas noches, señorita Lenoir.

Este comentario me deja pensativa...

¿Así que Roman Parker sabe quién soy yo? ¿Sabe cómo soy físicamente? ¿Piqué su curiosidad lo suficiente para que investigara sobre mí o bien Malik simplemente le dio una descripción precisa de mí? Tal vez ya hasta me he cruzado con él sin saberlo...

 

***

 

Cuando llego al parque, esta vez, la noche está ya muy entrada, una noche negra y profunda. No hay luna ni estrellas, sólo enormes nubes que obscurecen todo. No traje nada para comer, no tengo hambre. Intento subirme el ánimo pensando que no todo está perdido, pero me cuesta trabajo creerlo.

¡Ojalá que logre hablar con Parker mañana por la mañana, por favor, que se levante con el pie derecho y que acepte la entrevista y que todo salga bien, por favor, por favor, por favor...!

Sentada sobre mi banca, bajo un haz de luz provisto por una farola, escucho a los animales del zoológico rugir. El resto del parque está sumergido en la obscuridad y me cuesta trabajo distinguir a los pocos visitantes.

Hola Alex, hola Marty, hola Melman. Hola Gloria. Los voy a extrañar, amigos.

Me he acostumbrado a la vida en Manhattan. De regreso a Boston, voy a extrañar este paseo nocturno. De repente, a mis espaldas, un ruido como un crujido me hace sobresaltar. Me volteo pero no veo nada, está demasiado obscuro. Entonces me doy cuenta de que es muy tarde, que las patrullas de seguridad ya no vigilan el parque desde hace tiempo, y que estoy sola en una ciudad casi desconocida, en un lugar aislado y muy obscuro. Un verdadero escenario de película tipo serial killer. Algunas voces se escuchan a mi derecha. Voces de hombres que hablan fuerte. Luego, de golpe, un ruido de pasos se escucha a mi izquierda y me hace saltar de mi banca. Me preparo para correr cuando una silueta familiar se dibuja en el haz de luz: mi corredor. ¡Uff! Aliviada, intento calmar los latidos erráticos de mi corazón. 

Es la primera vez que está tan cerca de mí. Normalmente, se va por la otra alameda, más al norte.

Al llegar a mi altura, éste me hace una señal con la mano, la cual respondo alegremente. Pero aun así me asusté mucho. Decido regresar al hotel antes de tener una mala experiencia y le sigo vivazmente el paso. Pero caminando. No me voy a poner a correr con mis botines. Él se libra de mí rápidamente y el verlo alejarse hasta desaparecer en medio de la noche obscura me pesa. De pronto me siento muy sola, vulnerable. Acelero el paso. Al hacer esto, me doy cuenta que me estoy acercando a las voces de hombres, pero no tengo otra opción, no conozco el parque lo suficiente como para improvisar otro camino a media noche. Los hombres son tres, avanzan de frente hacia mí, pero se separan para dejarme pasar. Lanzo un suspiro de alivio.

¡Re-uff! Gracias a Dios, no voy a aparecer en la sección de crímenes del periódico mañana.

Sin embargo, de repente siento una gran mano sobre mi hombro:

—Buenas noches, linda. ¿A dónde vas tan rápido? 

—Buenas noches, respondo. 

Mientras que me volteo hacia el hombre intentando no entrar en pánico, de pronto me siento inspirada:

—Voy con mi prometido, a la siguiente banca. 

—Ah. Genial. Pues, apresúrate, dice con una voz plana sin soltarme. Uno nunca sabe con quién se puede encontrar aquí. 

Los otros dos hombres se acercaron. Tienen unos cuarenta años y comprendo por su forma de caminar que han bebido demasiado. Intento liberarme del puño del hombre pero es más fuerte de lo que parece.

—Por Dios, ese prometido sí que tiene suerte. Una chica tan bella. 

—Suéltenme, digo intentando controlar mi voz, para que no tiemble. 

—Seguro que sí, responde el tercero. A mí me encantan las pelirrojas. Y ésta tiene un trasero de locura. 

—¡Suéltenme!, grito esta vez. ¡Déjenme ir! 

—Sin mencionar sus tetas, dice el que me está sosteniendo, observando mi escote, que es bastante decoroso. 

Ok, ahora creo que sí estoy entrando en pánico.

Casi logro soltarme, pero el hombre es verdaderamente fuerte y me aprieta más. Tiene la mirada hacia el vacío y no parece percibir mis esfuerzos para escapar de él.

—Ese prometido es un tonto por dejar que una belleza así se pasee sola. No sabe aprovechar las cosa bellas, eso es seguro. Pero nosotros... 

—¡Déjenme en paz! ¡Auxilio! 

Cuando el más alto se coloca detrás de mí y coloca sus manos sobre mi cintura y luego las desliza entre mis piernas, me arqueo violentamente y le doy un golpe en la tibia con el talón. El miedo se convierte en rabia y, sobre la marcha, le doy un codazo al que me sigue deteniendo. Casi logro escapar, cuando el tercer ladrón me toma de los puños y me tuerce el brazo derecho detrás de la espalda, desgarrando mi blusa. El dolor que invade mi hombro es tal que me encuentro en el piso antes de siquiera comprender lo que está pasando.

—¡Así, de rodillas está bien! Quédate en esa pose, muñeca. Ahí es tu lugar. 

Es en ese preciso momento que me pongo a gritar.

Lo que sigue a continuación es confuso porque tengo el rostro pegado al suelo, pero de pronto percibo un par de tenis negros y unos shorts gris obscuro que se acercan a una velocidad impresionante. Luego escucho el ruido sordo de dos cuerpos que chocan y el tipo alto a quien había golpeado en la tibia se derrumba al lado de mí, con las manos apretadas sobre su vientre y la boca abierta. Sin una palabra. Éste patalea sobre la grava como un pez que hubiera saltado de su pecera. Se escucha un crujido sobre mi cabeza y el que me tenía sujeta me suelta por fin. Aprovecho esto para arrastrarme rápidamente hacia el césped, para alejarme de la zona de combate, para ponerme a salvo... Me siento sobre la hierba, impactada, con las piernas como dos malvaviscos derretidos.

¡Tengo que moverme! ¡Que salvarme! Ellos son tres y él está solo. No va a aguantar mucho tiempo. ¡Debo moverme! ¡Salir de este parque! ¡Llamar a la policía!

Pero me quedo paralizada, sin aliento. No logro quitar mi mirada de los tres hombres que siguen luchando. Uno de ellos recibe un rodillazo en la entrepierna y se va titubeando, mientras que el otro, con la nariz rota ya, regresa a la carga contra el corredor. Mi corredor. Quien recibe un violento puñetazo en pleno pómulo. La sangre corre y yo cierro los ojos. Sé que no es el momento, pero creo que estoy a punto de desmayarme...

Cuando regreso en mí, no tengo el reflejo de abrir los ojos. Estoy.... bien. Me siento confundida, con la cabeza ligera. Arrullada por un movimiento regular y agradable. Estoy acurrucada contra algo caliente y suave, que huele divinamente bien, no quiero saber nada más.

Pero de repente, todo regresa a mí: los tres hombres, su aliento a alcohol, sus manos sobre mí, la agresión. Mi burbuja de bienestar estalla en pedazos e intento huir, pero mis pies no tocan el suelo. Me agito, estoy por gritar de nuevo, pero mis gritos se quedan atrapados en mi garganta. Luego tomo consciencia de una voz suave que me tranquiliza, de una presencia reconfortante que me envuelve y por fin abro los ojos. Está obscuro, hace frío, sigo estando en el parque. A pesar de mi miedo, reconozco la silueta encapuchada que se inclina sobre mí y me habla dulcemente:

—Calma. Estás segura. Estoy aquí. Calma. Yo te protejo. Ya no corres ningún peligro. 

Él repite estas palabras, con una voz tranquilizante. Sigo estando confundida, pero dejo de pelearme. Tardo un momento en darme cuenta que estoy entre sus brazos. El ritmo de sus pasos es lo que me arrulla.

Cuando llegamos a la Quinta Avenida, con sus luces y sus banquetas llenas de gente, él me deja en el suelo.

Estaba tan bien entre sus brazos...

No me siento lo suficientemente fuerte para estar de pie, así que me aferro a él, quien me hace sentar sobre un murete:

—Todo está bien, dice, Es normal sentirse débil después de este tipo de incidentes. No estás herida. Tu hombro no está dislocado. 

No quiero que se aleje, que se vaya. Pero no sé cómo decírselo.

Quédate, por favor.

—¿Vives lejos? 

—No. Justo al lado. En el Sleepy Princess. 

—¿Quieres avisarle a alguien? ¿Ir a la policía? 

Agito la cabeza. No me atrevo a mirarlo, me siento con náuseas. Él continúa, con la misma dulzura de antes:

—¿Qué prefieres? ¿Que te acompañe? ¿O que llame a un taxi? 

—No me dejes. 

Las palabras salieron solas. Pero me doy cuenta de que lo único que me importa es su presencia.

—No te dejaré. ¿Cómo te llamas? 

—Amy…

—Encantado, Amy. Yo soy Jacob. 

Dejo de mirar mis pies y levanto la mirada para verlo. Sigue teniendo la capucha sobre su rostro pero las luces de la ciudad lo iluminan. Me parece que es más joven de lo que su voz grave me había hecho creer. Tal vez sólo sea un poco más grande que yo. Su pómulo esta abierto y comienza a hincharse, la sangre corre por su mejilla y llega a manchar su sweater. A pesar de eso, tiene una belleza que me deja boquiabierta: ojos de un negro profundo, piel bronceada, rostro anguloso, rasgos duros que contrastan con la suavidad de sus gestos y el calor de su voz.

—¿Nos vamos?, pregunta tomándome delicadamente del brazo. 

No me hago del rogar.

Cuando llegamos frente al Sleepy Princess, él suelta mi brazo para abrirme la puerta y dejarme pasar. Cuando rompe el contacto, siento de repente como un gran vacío, como si perdiera el equilibrio. La misma sensación que si un escalón se derrumbara bajo mi pie en medio de una escalera. Atravieso el pasillo con un paso inseguro. No hay nadie en la recepción, el velador debe estar en la cocina o en el baño. Mis manos tiemblan tanto cuando intento introducir la tarjeta en la cerradura de mi habitación que no logro abrir. Jacob se acerca detrás de mí y pone un brazo sobre mi hombro. Su mano retoma la mía y la guía tranquilamente. De pronto tomo consciencia de su cercanía, de su cuerpo cálido rozándome, de su mejilla cerca de la mía cuando él se inclina hacia la puerta y la abre. Entro en la habitación, perturbada, estremeciéndome, con la sensación de haber sido drogada.

¿Qué significa esto? ¿Es el contragolpe? ¿El shock? ¿O bien es que simplemente estoy perdiendo la razón por un ilustre desconocido?

Cuando me volteo, Jacob no ha dado ni un paso, sigue estando en el umbral. Su silueta con hombros cuadrados se dibuja en el marco de la puerta. Su pose es como de boxeador, con los brazos colgados a los lados, las piernas ligeramente separadas, la cabeza todavía con capucha inclinada. Casi podría ser inquietante.

—Gracias, Jacob. Gracias por todo. 

—No hay de qué, responde, listo para irse. 

 

—Puedes entrar, lo invito sin estar muy segura de que sea lo más razonable pero aterrada ante la idea de quedarme sola. 

—No, creo que será mejor que no lo haga. Si te sientes mejor, te dejo. 

Respondo de inmediato:

—No me siento mejor. 

Es una gran mentira: nunca me he sentido tan bien como entre sus brazos. Él vacila. No tengo ganas de intentar comprender por qué quiero tanto que se quede. Lo único que sé, es que las náuseas regresan ante la simple idea de dejarlo partir.

¿Es miedo? ¿El miedo puede hacerte sentir enferma? ¿Voy a tener pesadillas? ¿Revivir la agresión, una y otra vez, en mis sueños? ¿Caminar pegada a la pared por la calle? ¿No poder salir en la noche?

—Entra por lo menos cinco minutos; tengo helado en el congelador. Para tu pómulo. 

Él asiente y la habitación se llena de pronto con su presencia. Parece ocupar todo el espacio, ya no hay lugar para el miedo...

Me equivoqué: no es de mi edad. Es un hombre, no un joven.

Sigo sin sentir suficiente fuerza en las piernas, pero voy a buscar como puedo algunos hielos que meto en una toalla húmeda. De paso tomo un pañuelo desinfectante y unas Steri-strip del botiquín.

Lo invito a sentarse en el sillón y me acerco a él. Le quito la capucha para descubrir su rostro y su belleza me golpea una vez más. Una belleza poco convencional, muy alejada de los cánones de las revistas. Su cabello de un negro absoluto cae en mechones cortos sobre su frente; debo usar todas mis fuerzas para evitar pasar la mano por él. Todo en él está marcado por rasgos fuertes, desde la nariz hasta los pómulos, pasando por el ángulo abrupto de su mandíbula.

¿Su cuerpo estará marcado de la misma forma?

Me aclaro las ideas y me concentro en su pómulo entumido. Lo limpio con el pañuelo, intentando hacerlo suavemente, pero la sangre ya está seca y me veo obligada a insistir. Él no se queja, ni siquiera cuando debo frotar las orillas de la herida para quitarles las fibras de algodón que se le pegaron (probablemente pelusa de la sudadera de su agresor).

—¿No te estoy lastimando? 

—Sí. 

—¿Perdón? 

—Tienes la delicadeza de un ayudante de chef. 

Sin embargo se queda perfectamente impasible. Y como no me pide que me detenga, continúo.

¡Patán!

Me permito usar un poco más de vigor.

—No soy una especialista, pero tengo la impresión de que vas a necesitar unos cuantos puntos de sutura. Mientras tanto, te puedo poner estas Steri-strip. 

Él eleva la mirada hacia mí y me doy cuenta que me he acercado mucho a él. Nuestras rodillas se tocan, mi pierna izquierda se deslizó (¿cuándo y cómo?) entre las suyas.

—Ve por las Steri-strip. Mientras que no propongas coserme con estrellas ninja e hilos de acero, dice echando un vistazo a mi figurita de Batman sobre el buró. 

—Lo prometo, digo. Además no soy capaz de coser ni un simple botón... 

Pongo los strips sobre el corte, acercándome lo más que puedo a las orillas de la herida. No logro impedir que mis manos tiemblen y hago todo con torpeza. Decir que estoy perturbada sería decir poco. No pienso más que en su piel bajo mis dedos, en su rodilla entre mis piernas, en el calor de su aliento que atraviesa el ligero algodón de mi camisa. La tercera strip me cuesta más trabajo, ya que la herida no está limpia en ese lugar y, después de un gesto torpe, la sangre corre de nuevo. Me deshago en disculpas, convencida de haberlo hecho atrozmente, pero él permanece estoico: 

—Finalmente, no sé si hubiera preferido los hilos de acero, dice simplemente. 

Está tan serio que no sé cómo tomarlo. Me apresuro a poner la última strip y a aplicar sobre el moretón la toalla llena de hielo. Pero, ¿es la sangre? ¿El contragolpe? ¿O la cercanía de Jacob? No sé que sea, pero mis piernas no dejan de temblar. 

Para terminar todo bien, después de haberle despedazado el pómulo, le voy a aplastar los pies y caerle encima. ¡Bravo!

Siento que me estoy cayendo, cuando dos manos, suaves y cálidas, me rodean la cintura.

—¡Hey! Quédate conmigo, dice sosteniéndome. ¿Estarás bien? 

—Sí, sí... Creo... Fue un mareo... Yo... 

Sus manos sobre mis caderas terminan de perturbarme por completo y suelto los hielos para agarrarme de sus hombros. Él se sobresalta ahogando una grosería y creo que al presionarme así contra él, me he pasado de la raya. Jacob me sienta con propiedad al lado de él:

 

—¿Me permites?, dice recuperando rápidamente los hielos que cayeron en su entrepierna. Puedo ser el Guasón o el Acertijo, pero Mister Freeze, no lo creo. Me pides demasiado. 

Su comentario y su actitud grave me hacen reír.

Adoro su humor sarcástico...

Me acomodo confortablemente en el sillón, mientras que él lidia con los hielos. Me siento increíblemente bien.

Una media hora más tarde, bajo el efecto del hielo, su pómulo se ha desinflamado. Continuamos hablando tranquilamente, de todo y de nada, de nosotros. Él está calmado y divertido, su voz grave me hipnotiza. Vive en Nueva Orleans, está de paso en Manhattan para ver a un amigo y arreglar algunos asuntos. Yo le confieso que acabo de llegar de Francia y que tendría que regresarme de inmediato si no encuentro una solución para mi artículo de aquí a mañana. Hablamos de jogging; yo no sé nada del tema, pero su pasión es contagiosa y cuando habla de eso, me dan ganas de ponerme mis tenis y ponerme a correr. El tiempo pasa, pero ninguno de los dos pensamos ponerle fin a esta velada. Siento como si nunca hubiera estado tan cercana a alguien.

No quiero que esto se termine. No quiero que llegue el día y tenga que irse.

Sin embargo, siento cómo me gana el cansancio. Reprimo un bostezo, me reacomodo en el sillón, me dejo arrullar por su voz pausada... mis ojos se cierran... 

Cuando los vuelvo abrir, la luz está apagada, la habitación está iluminada solamente por el farol de la calle cuya luz se expande sobre el cubrecama. Estoy de nuevo entre los brazos de Jacob. Ya no tengo puestos mis botines. Él ya no tiene su sudadera con capucha. Su piel huele a jabón, su cabello está húmedo.

Tomó un baño. Mientras yo dormía.

Cuando se inclina para dejarme sobre la cama, su rostro está tan cercano al mío que no puedo evitar pasar mis brazos alrededor de su cuello para jalarlo hacia mí.

Jacob parece sorprendido por mi gesto, lo siento tensarse y resistirse. Durante una fracción de segundo, estoy perdida, desafortunada como nunca. Un sentimiento de abandono, de incomprensible traición, me invade por completo. Tenía la impresión, entre sus brazos, que nada podía herirme, y ahora es él mismo quien me inflige dolor al apartarse de mí. Durante una fracción de segundo, el tiempo se detiene y luego se estira como un interminable lazo de caucho. Durante una fracción de segundo: la eternidad, en suma. Pero no más, puesto que enseguida los labios de Jacob, ligeros como un espejismo, suaves como una ensoñación, llegan a rozar los míos. Él me recuesta sobre la cama y se endereza, liberándose de mis brazos. Me observa en silencio. Su mano llega a rozar mi sien, mi mejilla, desciende lentamente hacia mi cuello. De pronto, tengo mucho calor; contengo la respiración pero él no se aventura hacia mis senos, (¡qué frustración!), sino que sube hacia mi hombro, inhalo, sigue el perfil de mi brazo, pasa por el hueco de mi codo, donde la piel es tan fina. Cuando su mano sube hacia mi nuca, para jugar con un rizo de mi cabello, ésta roza, al parecer inadvertidamente, la extremidad de un seno, y mi respiración se detiene en mi garganta, mi piel se estremece. Me arqueo ligeramente, es más fuerte que yo. Él no deja de verme.

—Quieres que me quede... 

Tal vez sea una pregunta pero suena como una afirmación así que me conformo con asentir con la cabeza. En verdad ya no soy capaz ni de hablar.

—¿Estás segura?, me pregunta. 

Nuevo movimiento de la cabeza. Pero visiblemente, espera más. Entonces murmuro:

—Sí. Segura. 

Él hace pasar su playera por encima de su cabeza, y este movimiento revela primero su vientre plano, sus abdominales esculpidos, luego su torso liso que se alarga hasta sus poderosos hombros. Su cuerpo es delicado y sólido a la vez. Se deshace de la playera lanzándola sobre el sillón, con sus músculos finos marcándose bajo su piel bronceada. Su cuerpo no es el de un fisicoculturista, no tiene bíceps prominentes, venas saltadas ni pectorales a la Schwarzenegger. Es esbelto, sus gestos son fluidos. « Elegante » es la palabra que yo usaría para describirlo. Jacob pasa una mano por su cabello despeinado. La temperatura en la habitación aumenta unos veinte grados en menos de diez segundos…

—¿Por qué?, pregunta. 

—Porque tengo miedo. 

Luego, me doy cuenta de que no es cierto. Al menos no del todo. Entonces, con un gran esfuerzo para no dejarme distraer por su torso desnudo o por el consecuente bulto que ha aparecido bajo su pantalón, agrego:

—Porque no quiero que te vayas. 

—Si me quedo, no me voy a conformar con besarte y abrazarte. No me voy a quedar en el sillón como un amigo fiel y asexual, o frente a tu puerta como un perro guardián. 

—De acuerdo. Sí. 

 

 

Eso me va bien. Es todo lo que quiero. No necesito un amigo o un animal de compañía. Sólo a ti, a tus brazos, a tu boca... y todo lo demás. Tengo ganas de ti...

Su mano desciende hacia mí y toma exactamente el mismo camino que hace rato: sien, cuello, brazo, codo. Luego, mientras contengo mi aliento, esperando la continuación, con la esperanza casi dolorosa de que roce mi seno ofrecido a él, su mano se desvía hacia mi rodilla. Suelto un suspiro de frustración, que se transforma rápidamente en respiración entrecortada cuando ésta sube, en lentos arabescos, entre mis piernas.

—Si paso la noche aquí, Amy, será en tu cama. Contigo. Y no soy lo suficientemente caballeroso como para dejarte dormir entre mis brazos sin tocarte. No esta noche. Ya no. ¿Comprendes? 

Intento concentrarme en sus palabras, pero entre más sube su mano entre mis muslos, que se abren a su paso, más difícil me resulta.

—No. Quiero decir. Sí. ¡Comp...! ¡Oh! 

Su mano, pasando del hueco de la ingle a mi vientre, se ha deslizado, como por descuido, sobre la fina y delicada botonera de mi pantalón de lino. Su mano, por decirlo así, se ha lanzado bruscamente sobre mi clítoris, que no esperaba más que eso y pide más todavía; y la media sonrisa que Jacob intenta disimular me convence de que ciertamente no fue un error por su parte.

—Si me quedo, Amy, es para hacerte el amor, dice levantándose. Es para acariciarte y besarte en donde te guste. ¿Eso es lo que quieres? 

—Sí, digo en voz baja. Sí, quiero que te quedes. 

Él envía a su pantalón a hacerle compañía a su playera. Sus piernas son largas y musculosas, sus nalgas firmes. En cuanto al bulto que tensa la tela de su bóxer, quisiera poder decir que no me fijo para nada en ella, que sólo tengo ojos para su mirada hechizante o su frente noble, pero... no voy a empezar a mentir. Aun cuando todo en él emana sensualidad, si cada partícula de su piel llama a al ternura, mis ojos regresan con regularidad a ese bulto, el cual admiran, evalúan, acarician...

Ahora siento que me sonrojo hasta el cuero cabelludo. Afortunadamente está obscuro. Este hombre tentaría hasta a la más santa de las monjas.

Él coloca una rodilla sobre la cama y se inclina para besarme, con su mano izquierda sobre mi nuca. Esta vez, su beso es más insistente, sus labios son ardientes y cuando se entreabren, los míos los imitan, naturalmente. Su lengua es suave, tiene un sabor a azúcar y especias; ésta viene a buscar a la mía, la incita, la provoca. Exige una respuesta. Cuando al fin la obtiene, cuando nuestras dos lenguas se encuentran y comienzan una lánguida danza, una extraña descarga me atraviesa todo el cuerpo. De placer, sí, es innegable pero también hay algo más. Besar a Jacob, es borrar el pasado, es comenzar desde cero. Ahora, quiero clasificar los besos en dos categorías: los de Jacob y los del resto del mundo. Lo beso y todo mi ser se abre a él, cuerpo y alma. La vida me parece maravillosa, llena de promesas. Promesas que él es capaz de cumplir, estoy segura. Por un instante, me pregunto si esta sensación no se debe solamente al efecto afrodisiaco del rescate de la doncella en peligro (yo) por el príncipe azul en su corcel valiente (él).

¿Qué más da? Tengo que dejar de querer analizar y controlar todo. ¡Carpe diem! 

La mano de Jacob sobre mi cadera me ayuda a mantener esta excelente resolución. De pronto pierdo el hilo de mis ideas y no puedo pensar en otra cosa que no sea esa mano que, implacablemente, se abre camino bajo la tela de mi pantalón. Ésta llega a acariciar el satín de mis bragas en un lento vaivén cada vez más insistente que tortura a mi clítoris. Luego Jacob se endereza, abandona mi boca y antes de que pueda protestar desabotona mi pantalón que se volatiliza en algunos segundos. Él se instala a horcajadas sobre mis piernas y me da las manos, para enderezarme. Ahora nos encontramos sentados de frente. Siento el peso de sus nalgas sobre mis tobillos. Admiro su cuerpo, estoy intimidada, nunca había visto algo tan bello, tan perfecto. Extiendo la mano para tocarlo con la punta de los dedos, él se deja, mirándome. No me atrevo a aventurarme por encima del ombligo.

—Puedes ir a donde quieras, Amy, dice como si me hubiera leído la mente. 

Lo cual no debe ser muy difícil, no veo cómo cualquier otra chica normal podría pensar en otra cosa...

Todavía vacilando, dejo que mis dedos recorran su vientre, cada vez más abajo. Llego hasta el resorte de su bóxer, juego con él, luego desciendo hacia sus muslos. Y vuelvo a subir. Pongo mis manos sobre su cadera, lo incito a acercarse.

—Quiero tocarte entero. 

¡Oh! ¿Fui yo quien dijo eso?

Siento una repentina onda de calor, me pongo roja como un tomate (¡otra vez!) y de pronto bendigo la acogedora complicidad de la obscuridad. Jacob no hace ningún comentario, me obedece, se acerca. De esta forma, llego hasta sus nalgas, al fin puedo tomarlas entre mis manos, rodearlas, acariciarlas. Él pasa su mano bajo mi camisa con el cuello destrozado, descubre que no llevo nada abajo, que mis senos están desnudos, libres, ofrecidos a él. Aprovecha, toma lo que puede. Los masajea con suavidad.

—Tienes  unos  senos  sublimes,  Amy.  Redondos  y  suaves,  a  la  vez  firmes  y pesados. Son una delicia. Tengo ganas de probarlos... 

Con el pulgar, roza su pezón, que se endurece y se tensa, es casi doloroso. Luego apacigua la tensión pellizcándolos suavemente. Una violenta descarga de placer me atraviesa y me arquea proyectando mis senos hacia él. Es una sensación nueva, poderosa, imperiosa. Necesito sus manos, quiero que me acaricie más fuerte. Él lo comprende instantáneamente y me ofrece lo que le pido: masajea mis senos, cosquillea el pezón, lo hace correr bajo sus dedos, cada vez más fuerte. Echo hacia atrás la cabeza y los hombros hacia el frente, me apoyo sobre los codos, intento abrir los muslos, inmovilizados entre los suyos, puesto que el rayo de placer me atravesó por completo, desde los senos hasta el clítoris. Quisiera que sus manos estuvieran allí también. Quisiera sus manos por todas partes. Él se levanta un poco, para dejarme separar las piernas:

—Quítate las bragas, Amy, dice con una voz tensa desabotonando mi camisa. 

Lo obedezco en dos tiempos, tres movimientos. Con el mismo impulso, mandó su bóxer al diablo.

—Ponte de rodillas, frente a mí, continúa. Listo. Acércate. Retira tus manos, dice mientras que las puse cubriendo mi sexo. 

Por más que esté obscuro, el brillo del farola es lo suficientemente vivo para que se puedan distinguir muy bien los detalles, aunque sea sin colores. Y eso me molesta, a pesar de la excitación, a pesar del deseo que me inflama las entrañas.

—Retira tus manos, repite él. 

Dudo. Por pudor. Por un repentino temor a lo que está por venir.

Soy una inexperta, Jacob. Seguramente no tengo la misma experiencia que tú. Eres increíblemente apuesto, seguro de ti mismo: debes haber llevado a decenas de mujeres al séptimo cielo en tu cama. ¿Pero yo? ¡Yo tengo miedo!

Ya no me atrevo a mirarlo de frente. Bajo la mirada y es peor: ya no puedo dejar de ver su sexo erecto, magnífico. Siento bajo mis dedos cómo se humedece mi intimidad. Mi cuerpo llama al de Jacob, está listo para recibirlo. Jacob lo sabe. Me toma por las nalgas, como yo lo había hecho con él y me acerca para besarme. Es un beso más exigente que el de hace rato, menos tierno, más sexual que sensual. Pero por mí está bien, me doy cuenta de que me gusta. Me pierdo en el torbellino de sensaciones que su boca me hace descubrir. Me acerco más a él, quiero sentirnos piel con piel. Pongo una mano sobre su nuca; la otra sobre su torso, cerca del corazón. Sus dedos se deslizan entonces entre mis muslos, dentro de mi grieta que ahora está abierta a él, y estoy tan empapada que éstos se hunden en ella con un solo movimiento, sin pena. Jacob gime contra mi boca. Se separa ligeramente:

—Abre las piernas. Sí. Un poco más todavía. (Volvió a tomar mis nalgas con todas 

las manos) Listo. Y ahora...

… Y ahora me levanta sin esfuerzos para sentarme a horcajadas sobre él. Los vellos de mi pubis rozan su sexo y ésta simple caricia es suficiente para electrizarme. De pronto, Jacob se inclina sobre el buró y su sexo llega a frotarse contra el mío. Me abro un poco más. 

 

Oh… ¡Eso no estaba premeditado, pero qué bien se siente!

Mientras que Jacob no sé qué hace, hurgando en el cajón, me apoyo en sus hombros y comienzo a ondular contra su sexo, de abajo hacia arriba. Se siente bien, delicioso. Él vacía el cajón sobre la cama y lo veo tomar, de entre todo el contenido, un preservativo. Lanza un suspiro de alivio bastante cómico y se lo pone en un tiempo récord. Su erección no ha perdido nada de su vigor y algunos segundos más tarde, me levanta para dejarme descender lentamente, centímetro por centímetro, sobre su sexo erguido. Primero estoy un poco tensa pero su voz calmada me tranquiliza, me relaja:

—Déjate llevar, Amy. No pienses en nada. En nada que no sea el deseo que está ardiendo entre tus piernas. Déjame guiarte. Ábrete. 

Paso el antebrazo sobre sus hombros y hundo mi rostro en su cuello. Huele bien. ¡Huele deliciosamente bien! Me empalo suavemente en él. Me llena poco a poco. Lo dejo guiarme, dosificar la profundidad de cada penetración, me entrego completamente a él. Jacob sigue hablándome, su voz grave amplifica cada sensación que me dan su sexo y sus manos. ¡Me abro a él al máximo!

—Sí, Amy, sí... Oh... Estás tan estrecha. Déjate llevar, completamente. Separa más las piernas. Ya está... Te voy a hacer gozar. Estoy seguro que eres muy bella cuando gozas. 

Me encanta que me hables; casi podría tener un orgasmo de solamente escucharte repetir que me vas a hacer gozar... 

El placer aumenta por olas regulares y poderosas; ya no logro permanecer como una simple espectadora, comienzo a ondular, a encontrar un ritmo que se acople con el suyo. Me enderezo, y en esta posición, mis senos están a la altura de su boca. Él los aprisiona por turnos, succionando y mordisqueando mis pezones, tan bien que pone todas mis terminaciones nerviosas a prueba. Comienzo a ya no saber de dónde me viene el placer, que no es más que una gran pelota, desde mi sexo hasta mis senos. Jacob levanta la mirada hacia mí, me aferro a sus pupilas que se dilatan. Su rostro tallado a mano es soberbio, sus ojos almendra se estrechan todavía más. No me canso del murmuro de mi nombre en sus labios.

Él aprieta con más fuerza mis nalgas y se hunde más profundamente en mí, arrancándome un grito de placer. Quisiera que recomenzara, ahora mismo, y eso es lo que hace, una y otra vez. Y otra vez. Me aferro a sus hombros con músculos endurecidos y acompaño cada una de sus puñaladas. Es a la vez increíblemente tierno e increíblemente poderoso, la mezcla de ambas actúa en mí como un fabuloso afrodisiaco.

 

Descubro un estado desconocido en el cual ya no siento mis extremidades, ni mis brazos, ni mis piernas. Tampoco estoy segura de que mi cabeza siga en su lugar porque ahora todas mis sensaciones se concentran alrededor del sexo de Jacob, todos mis músculos se contraen alrededor de éste. Él es el centro de mi universo. Ya no soy más que un meteoro de placer que se inflama y crece y crece al ritmo cada vez más rápido de su vaivén. Y de repente... todo explota: mi sexo, mi vientre, mi corazón... Me vengo con una violencia que no sabía que fuera posible. Me vengo sin siquiera saber si Jacob me sigue, pero aferrándome a él, y creo que hasta grité. Sí, seguramente grité su nombre.