13. El disfraz
—¿Señorita Lenoir? me pregunta repentinamente una voz muy cerca de mí.
—Sí, me sobresalto.
—El Señor Parker propone acompañarla, si usted lo desea, me dice Joshua quien se ha materializado a mi lado como por arte de magia.
Estoy tan feliz que debo contenerme para no saltarle al cuello. Ni una, ni dos, le piso los talones, al mismo tiempo que le envío un mensaje de texto a Simon para avisarle que ya terminé y que salgo con una amiga. Que no me espere en el hotel.
Cuando alcanzo a Roman en el Bentley, me recibe con una media sonrisa, esa famosa media sonrisa que me provoca cada vez un revoloteo en el vientre.
—¿Le gusta la comida tradicional rusa, Amy? me pregunta mientras me siento a su derecha, excesivamente consciente de nuestra cercanía, de su calor.
—Sí, digo demasiado trastornada para tratar de reflexionar mi respuesta.
—Bien. ¿Aceptaría acompañarme al Siberian Palace para cenar?
—Sí, vuelvo a decir simplemente.
—Perfecto. Ando de suerte esta noche.
Después de un corto instante de reflexión, agrega:
—¿Puedo aprovechar mi racha para reservar una recámara doble para esta noche?
—Sí, repito esbozando una sonrisa.
—Fabuloso. ¡Amy, me encanta negociar con usted!
Suelto una carcajada y Roman se acerca a mí. Pasa un brazo alrededor de mis hombros y el escalofrío que me recorre en ese momento me quita todas las ganas de bromear. No pienso más que en su cuerpo, en su mano que acaba de acariciar mi nuca, en sus ojos que me miran gravemente, en su boca que quisiera besar, devorar... Se inclina entonces hacia mí y el sabor de sus labios me hace olvidar cualquier consideración. Deslizo una mano bajo su camisa. Su piel es increíblemente suave, su vientre increíblemente duro. Cuando bajo hacia su cintura, su beso se vuelve más exigente, su mano aprieta mi nuca y continúa acariciándola con su dedo pulgar, justo abajo de mi oreja, provocándome vivas y breves descargas de placer. Me aventuro a tocarlo a través de su pantalón y siento que está tenso y duro bajo mi mano.
—Propongo que antes de cenar, vayamos a verificar que la recámara sea la adecuada, dice separándose de mí, con la respiración un poco entrecortada.
—Sí, murmuro otra vez, definitivamente incapaz de hilar dos palabras, así es como Roman me inquieta.
—Fantástico, sonríe antes de volver a mis labios.
***
Esa noche en el Russian Palace con Roman me dejó muchas cosas. Se mostró alegre y encantador durante toda la velada, insaciable y mandón durante la noche. Me gustó. Mucho. Roman parece capaz de pasar de un papel a otro con una facilidad desconcertante. Es a veces tierno o exigente, vivo o indolente. Le gusta hacer las cosas a su manera pero también me deja tomar la iniciativa, me domina o se entrega a mí. Me invita a explorar su cuerpo, y el mío...
Al día siguiente por la mañana, tengo que alcanzar a Simon en el hotel antes de la conferencia de prensa dada por Volodia Ivanov. Joshua me deja en el Sleepy Princess a las 7 de la mañana. Abandono con nostalgia los brazos de Roman, en los que me quedé acurrucada durante todo el trayecto, cuando repentinamente me propone:
—¿Tienes algo previsto para Halloween?
—No, nada especial. ¿Porqué?
—Acompañarme a una fiesta de disfraces en Miami, ¿te gustaría?
—¿Porqué no? digo tratando de disimular el tsunami de alegría que su propuesta provoca en mí. ¿Hay algún tema en especial?
—No que yo sepa. Pero ya tengo una idea del disfraz para nosotros, agrega con un aire malicioso que no le conocía.
—¿Es decir? me pregunto pensando que adoro escucharlo decir « nosotros ».
—Espera... Es una sorpresa. Si me lo permites, te haré llegar tu disfraz a tu casa.
—¿Tengo otra opción?
—No, pero te va a encantar, me asegura con una sonrisa devastadora.
En el Sleepy Princess, encuentro a Simon a la mesa sentado frente a un copioso desayuno, en plena discusión con Anthony, nuestro mesero favorito. Éste me saluda afectuosamente y se apresura en servirme el menú « europeo » con cuernitos, mermeladas, miel, pan fresco...
—Anthony, es usted la crema de la crema de los meseros, le aseguro devorando mis cuernitos. Moría de hambre.
—¿Pasaste una noche deportiva en galante compañía? se pregunta Simon con una pequeña sonrisa en la comisura de sus labios.
Casi me ahogo con la mitad de mi cuernito:
—Para nada, estaba en casa de una amiga, balbuceo lamentablemente entre dos golpes de tos.
—Bueno, bueno, responde gentilmente Simon ofreciéndome una servilleta, no soy tan fácil de engañar. Pero mira, prefiero que duermas en casa de una amiga...
—¿Y eso porqué? pregunto bebiendo un trago de jugo de naranja para calmar mis últimos tosidos.
—Porque la última vez que dormí en este hotel contigo como vecina de cuarto, no pude cerrar el ojo en toda la noche. Primero creí que estabas viendo una versión no censurada de Basic Instinct e incluso estuve a punto de ir a pedirte que bajaras el sonido...
Me golpeo por un instante la cabeza. Luego los recuerdos vienen a mí, tórridos, deliciosos. ¡Y horriblemente incómodos! ¡Mi primera noche con Roman! ¿Cuántas veces me hizo terminar? ¿Cuántas veces grité su nombre?
Esta vez, me atraganto con mi cuernito y Simon me golpea vigorosamente en la espalda riendo mientras que Anthony propone sus conocimientos en primeros auxilios antes de que termine por ahogarme.
¡Qué vergüenza! ¡No sé, pero creo que nunca había estado tan apenada en mi vida! Afortunadamente Simon es la discreción encarnada; al menos esto quedará entre nosotros...
***
Atravieso el resto de la semana en un estado de inestabilidad avanzado. Sólo tengo algo que me inquieta: volver a ver a Roman. Tengo que contenerme para no inundarlo de correos electrónicos y mensajes de texto. Y como mi alegría es desbordante y no la puedo contener, por fin le cuento todo a Eduardo:
—Mira, ya sospechaba yo algo, dice sonriendo.
—¿Se notaba de verdad mucho? ¿Todo lo que me interesaba? me inquieto .
—No... Eduardo me tranquiliza.
—Uf.
—¡Sólo que estabas perdidamente enamorada de él! dice riendo.
—No estoy enamorada, digo con un tono que incluso a mí no me parece convincente. Me gusta, es todo.
Eduardo tiene el buen tino de no cuestionar mi mala fe y continúo retacándole los oídos con Roman Parker todo el día. Especulamos con entusiasmo y buen humor sobre el tipo de disfraz que Roman piensa endilgarme:
—A mí me parece que te verías muy bien con algo muy pegado y súper sexy, declara Eduardo evaluando mis formas.
—¿Bromeas? Es una noche de disfraces no un concurso de carnes.
—¿Carne...? ¡Desvarías! Tienes una pinta de chica de calendario, Amy. ¿Porqué no quieres admitirlo?
—Sí, mascullo taciturna. Una chica de calendario pero del Renacimiento, con llantas por todos lados.
—Pff... eso es lo que siempre dicen las chicas. En primer lugar: esas chicas del Renacimiento eran muy bellas. En segundo lugar: ¿crees que un tipo como Roman Parker se acostaría con una regordeta? ¿En verdad lo crees?
—Tal vez no me haya visto todavía bien, digo incómoda.
—Es eso, se burla Eduardo. ¿Estaba mirando para otra parte mientras te hacía el amor?
—¡Eduardo! exclamo, escandalizada.
—¿Y qué? dice con una sonrisa angelical. En fin, Amy, ¡mírate en un espejo! Estás increíble, eres voluptuosa, con todo lo necesario en donde se necesita. Soy estilista, sé de qué estoy hablando.
—Sí, pero no eres objetivo. Eres mi amigo y además...
—Y además nada. Te apuesto un millón de dólares que te va a dar un disfraz de Jessica Rabbit.
—Tú no tienes un millón de dólares, digo riendo. ¡Y yo no aceptaría nada que fuera más sugestivo que el disfraz de Gasparín, el fantasma amigable!
***
Cuando no estoy ocupada pensando en el cuerpo de Roman, en lo que me ha hecho y en lo que quisiera que me haga, me sumerjo en los archivos de papel de Undertake en búsqueda de información susceptible de poder ayudarme a reconstruir el rompecabezas de su pasado. Los hechos son demasiado antiguos para que encuentre el menor rastro en los archivos informáticos.
Al principio sólo le consagro mis pausas en el trabajo.
Pero los antiguos números están amontonados sin ninguna lógica ni ningún orden cronológico sobre las repisas polvorientas y no puedo organizarme, doy vueltas en círculo. Tengo ganas de arrancarme los cabellos. Sobrepasada, considero el caos que me rodea como un insulto a mis cualidades organizacionales y tomo como una cuestión de honor el poner todo en orden. El viernes por la tarde, entro en [modo psico-rígido-obsesivo ON] como diría mi hermanita Sibylle. Vacío todas las repisas y emprendo la clasificación cronológica de los viejos números de Undertake, desde el primero.
A las 20 horas, mis últimos compañeros de trabajo, incluso los más empeñosos han abandonado el lugar y no he logrado siquiera un cuarto de mi objetivo. Mando pedir una pizza y me vuelvo a hundir en el papeleo.
Un poco después de las 4 de la mañana logro terminar. Estoy en un estado de suciedad increíble, tengo polvo hasta el fondo de mis orejas pero los archivos están impecablemente acomodados. Y, más importante, encontré los números dedicados a Teresa Tessler. Quebrada por la fatiga, tomo sin embargo el tiempo para hojearlos antes de guardarlos en mi bolso para llevarlos a mi apartamento.
Lo que en ellos descubro me hiela la sangre: si la mayor parte de los periodistas sólo se centraron en el lado sulfuroso de la muerte de Teresa y la revelación a la luz pública de su relación adúltera, uno de ellos, Randall Farrell, pone en tela de juicio la tesis del accidente. La palabra « asesinato » no se escribió en ninguna parte sin embargo tengo la impresión de que me lo grita en la cara. Lo veo por todas partes, en todos los silencios, en todos los espacios dejados en sus artículos. En todas sus entrelíneas.
Sentada sobre la alfombra de mi oficina, con la cara y las manos negras de polvo, exhausta, miro el sol levantarse detrás de los edificios. Tengo frío. Pienso en Teresa Tessler, tan bella, tan joven; ¿porqué habrían querido matarla? ¿Quién?
Pienso en Roman. En el hombre que me gusta tanto. En el chiquillo que perdió a su madre. Cómo debió sufrir... Una lágrima corre sobre mi mejilla sucia. Cansancio.
Regreso a mi casa.
Me siento desamparada. No sé qué hacer con mis descubrimientos.
¿Abrirme con Roman? ¿Tengo el derecho de inmiscuirme en su pasado? Si hubiese querido hablarme de eso, ya lo hubiera hecho, ¿no?
¿Debo seguir hurgando? ¿Para descubrir qué?
Es una historia que no me pertenece y no soy detective privado.
Sin embargo, me gustaría saber hasta dónde llego y lanzo una búsqueda en Internet sobre el periodista, Randall Farrell. Tal vez él pueda contarme más cosas. Desafortunadamente, un cáncer se llevó a Farrell poco tiempo después de este asunto.
Contacto entonces a las revistas del corazón para ordenar ciertos números antiguos consagrados a Teresa Tessler. Me hago pasar por una admiradora. Si la madre de Roman fue asesinada, no puedo quedarme sin hacer nada. Tendré que remover el pasado, aunque tenga que ensuciarme las manos.
Esperando los envíos, paso el fin de semana trabajando en mi manuscrito. Eso me cambia las ideas y la presencia de Eduardo, siempre de buen humor, me llena de aplomo. No me atrevo a ir a buscar a Roman, pero espero con una impaciencia febril el poder verlo el viernes para la velada de disfraces. Me pregunto de qué nos piensa disfrazar; una vez más saboreo ese « nosotros », que ya nunca me dejará...
***
La víspera de Halloween, al regresar del trabajo, encuentro un gran paquete a mi nombre sobre la mesa del salón.
—¡Ah! ¡Por fin llegaste! exclama Eduardo al ponerme un cúter entre las manos. Debe ser tu disfraz. ¡Ábrelo rápido!
—¿Me da tiempo de quitarme los zapatos y mi abrigo antes? bromeo.
—Tienes treinta segundos. Ni uno más.
Me descalzo rápidamente mientras que Eduardo entra a mi recámara. Viene con una pluma que pone al lado del paquete.
—¿Para qué es esto? le pregunto intrigada.
—Para firmar mi cheque por un millón de dólares, dice como si fuera obvio.
Abro mi paquete riendo.
—Esto no se ve bien para tu millón de dólares, digo con un tono triunfante al descubrir la forma negra del disfraz a través del papel de seda. El vestido de Jessica Rabbit es de un rojo intenso.
—Continúa, dice Eduardo hosco sin todavía aceptar su derrota. La sábana de Gasparín el fantasma amistoso no es negra, que yo sepa.
Primero segura de mí misma, me vuelvo dudosa a medida que desempaco el contenido del paquete. El material bajo mis dedos no es tampoco el de una tela... ¡sino de látex! ¡Un conjunto negro completamente de látex! ¡Y unas botas de cuero!
—¿Tú crees que ahí dentro venga el látigo? me pregunta Eduardo, divertido pero sinceramente curioso.
Por toda respuesta, lo fusilo con la mirada. ¿Qué pudo pasarle a Roman por la cabeza para imaginarse que aceptaría ponerme eso?
—En todo caso, insiste Eduardo, no me equivoqué: es pegadito. Y sexy. Me debes un millón...
Lo ignoro olímpicamente para concentrarme en el disfraz. Es entonces que me doy cuenta de la máscara. Sus pequeñas orejas casi en punta. Sus bigotes. Creo entender: tomo el disfraz entre mis manos y no puedo evitar sonreír al percibir, pegado a la suave, larga y flexible cola unida a la espalda baja, un mensaje de Roman:
Adivina de quién me disfrazaré...
—¿Qué es lo que te pone tan contenta de repente? me pregunta Eduardo.
—Es un disfraz de Catwoman, le digo. Y yo te apuesto un millón de dólares a que Roman vendrá disfrazado de Batman...
—¿Y eso en qué cambia las cosas?
—En todo, Eduardo, esto cambia todo... digo, soñadora, acariciando el conjunto.
¿Acaso un hombre tiene la menor oportunidad de deslumbrar a una mujer si no es Van Gogh o Vermeer? me había preguntado Roman al día siguiente de nuestra primera noche.
Sí, por supuesto. No soy tan exigente. Es suficiente con que sea Batman, le había respondido.
Roman se había acordado... y mañana. Él será mi Batman...
***
Al día siguiente, Eduardo me ayuda a ajustar el conjunto y peina mis rizos pelirrojos en un chongo apretado. Ayer, mientras me probaba el disfraz, él retocó ligeramente el escote que estaba un poco justo:
—Hay alguien que subestimó tus capacidades pulmonares, había bromeado gentilmente.
Hoy todo es perfecto. Contrariamente a lo que me temía, el disfraz es cómodo y me hace resaltar admirablemente. No lo puedo creer. Es en realidad una hábil unión entre el látex y la lycra, que funciona como una segunda piel. Me miro en el espejo de cuerpo entero del salón y no reconozco a la creatura felina y sexy que veo en él. Los tacones de las botas no son demasiado altos y me dan un andar armonioso, sólo lo necesario. Todas las zonas estratégicas de seducción están sostenidas y favorecidas por el látex: mis senos están confortablemente moldeados en el sujetador, mi cintura afinada por el corsé, mis nalgas levantadas por la faja. Parezco realmente a uno de esos símbolos sexuales salidos directamente del cerebro de un dibujante de cómics y eso me deja boquiabierta.
—Una pena por el concurso de carnes, ¿no? me dice Eduardo con un silbido admirativo que me sonroja. Te vamos a inscribir mejor al de Miss Bomba Atómica.